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Las inquietudes de Shanti Andía/Libro II

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Las inquietudes de Shanti Andía
de Pío Baroja
Libro II

Libro II

Nuestra aventura fue muy sonada en Lúzaro; todo el mundo se enteró, y hubo que pagar el Cachalote a Zapiain, el relojero y corredor de comercio.

Para nosotros no era cosa de avergonzarse; los chicos nos admiraban. Yo conté de mil maneras distintas las impresiones que se experimentaban en la cueva del Izarra y demostré que en ella no había nada maravilloso, sino resto del paso de contrabandistas.

Mi abuela y mi madre no quisieron, sin duda,. dejarme envanecer con esta aura popular, y después de los exámenes en la Escuela de Náutica, me entregaron en manos de don Ciríaco Andonaegui, capitán de una fragata de la derrota de Cádiz a Filipinas y de Filipinas a Cádiz.

Don Ciríaco había comenzado su carrera de marino de la misma manera, con mi abuelo, y era justo hiciese por mí lo que uno de mi familia había hecho por él.

Mi abuela y don Ciríaco decidieron enviarme a navegar como agregado. Después le acompañaría a don Ciríaco en la derrota de Cádiz a Filipinas, y, tras este viaje de un año o año y medio, me quedaría en San Fernando para concluir mis estudios de náutica.

Mi viaje como agregado fue desde Liverpool a La Habana, en el bergantín Caridad, con el capitán Urdampilleta. Tardamos más de dos meses; no fuimos en línea recta; bajamos a las Canarias, y desde allí nos encaminamos a las Antillas.

De Cuba volvimos a Manchester y de Manchester a Cádiz.

En el bergantín aquel el aprendizaje era terrible; no se comía apenas, ni se podía dormir, ni mudarse; en cambio, cuando hacía buen tiempo, una delicia: se jugaba a las cartas y se contaban cuentos de brujas y de piratas. Los marineros, casi todos vascos, se avenían bien y no había riñas.

A la vuelta de este viaje me embarqué con don Ciríaco en Cádiz, en la Bella Vizcaína. La fragata me pareció un salón, tan limpia, tan arreglada estaba.

Don Ciríaco, como su barco, era también muy atildado y muy pulcro. Llevaba casi siempre sombrero de paja, traje blanco, patillas cortas, ya grises. Hablaba con un acento entre vascongado y andaluz, intercalando palabras filipinas; tipo de marino a la antigua, conocía muy bien su derrota, pero en lo demás estaba poco enterado. Le gustaba la ciudad y la vida social. Había estudiado en Vergara y sabía tres cosas no muy frecuentes entre los marinos mercantes: sabía latín, sabía bailar y sabía hacer versos.

Don Ciríaco quiso completar mi educación, y varias veces me preguntó si no tenía afición a la poesía o al baile; pero sin duda mis aptitudes no iban por ese camino.

Salimos de Cádiz; aún no se había pensado en abrir el istmo de Suez, y el viaje a Filipinas se hacía por el cabo de Buena Esperanza. Bajamos por la costa de África a buscar los vientos alisios, atravesamos las calmas ecuatoriales y paramos en Cabo Verde. Continuamos hacia el sur, hasta hallar los vientos del oeste y poder cortar las calmas del trópico de Capricornio; doblamos el cabo y fuimos, dando una gran vuelta por el mar de las Indias, en dirección del estrecho de la Sonda.

La primera Nochebuena a bordo la pasé en el océano índico, después de una tarde sofocante. De día, el mar estuvo como una llanura inmóvil de cristal fundido por el sol, y la noche fue espléndida, cuajada de estrellas refulgentes.

La mayor parte de la tripulación la formaban chinos, que no celebraban ese día. Pero los españoles, vascongados y andaluces, estuvimos bebiendo y cantando hasta muy entrada la noche.

Atravesando el estrecho de la Sonda, nos quedaba poca distancia. Tardamos en toda la travesía cinco meses, y, como el viaje en este tiempo era para don Ciríaco un éxito, entramos en la bahía de Manila disparando cohetes.

Los días que pasé en Manila se deslizaron para mí rápidamente; todo lo encontraba nuevo y lleno de interés; era un chico, y no tenía motivos más que para estar contento.

Salimos de Filipinas en marzo, y en vez de volver por el estrecho de la Sonda, fuimos con el monzón del sudoeste a entrar en el mar de las Molucas, pasamos por el estrecho de Gilolo y luego por el paso de Pitt y el estrecho de Ombay.

Desde aquí hicimos rumbo, para llegar lo más pronto posible a la región de los alisios, que pensábamos encontrar hacia los paralelos 18° o 20°; pero no tuvimos suerte.

Al doblar el cabo de Buena Esperanza luchamos con una violenta tempestad que por poco no nos arrastra hacia los escollos del continente africano, y en todo el resto del viaje fuimos padeciendo borrascas y tiempos duros.

Cuando pisé Cádiz sentí un verdadero placer. Hubiese querido ir a Lúzaro, pero el curso empezaba, y don Ciríaco opinó que no debía perder ni un día de clase. El capitán me presentó en la Escuela de San Fernando y me llevó a casa de una señora conocida suya en esta ciudad para que me tuvieran de huésped. De la escuela de San Fernando saldría piloto primero, después haría un par de viajes y luego don Ciríaco se retiraría, dejándome que le sustituyera en el mando de la Bella Vizcaína.

El primer sábado del curso, por la tarde, don Ciríaco se presentó en mi casa, en San Fernando, y me dijo:

-Vente a dormir al barco. Mañana tenemos que ir a Cádiz. Te voy a presentar en casa de Cepeda. Lleva el traje nuevo.

El señor don Matías Cepeda era el socio principal de la Sociedad Naviera Vasco-Andaluza, Cepeda y

Compañía, propietaria de la fragata que mandaba don Ciríaco y de otros muchos buques.

Fuimos al barco, dormí yo en mi camarote y por la mañana me despertaron dos golpes en la puerta.

-,Eh, Shanti! -me dijo don Ciríaco-, ya es hora. Duermes como un lirón.

Me levanté, me vestí y me acicalé todo lo posible. Los marineros de la fragata, vestidos de día de fiesta, nos esperaban en el bote; entramos don Ciríaco y yo, y nos dirigimos al puerto de Cádiz. En el camino mi capitán me explicó en vascuence que la visita la hacíamos principalmente a la señora de Cepeda, una vascongada, paisana nuestra, casada primero con Fermín Menchaca y después con don Matías Cepeda, un almacenista, socio del primer marido.

Desembarcamos en el muelle, pasamos la Puerta del Mar y seguimos por una calle próxima a la muralla.

Llegamos cerca de la Aduana y don Ciríaco se detuvo delante de una casa grande, con miradores.

-Aquí es -dijo.

Entramos en un portal altísimo, enlosado de mármol. Lo cruzamos. Llamó el capitán; un criado abrió la cancela y nos pasó a un patio con el suelo también de mármol, el techo. encristalado y las galerías con arcadas.

Precedidos por el criado, subimos la escalera monumental, y, recorriendo un pasillo, llegamos a un salón inmenso, con grandes espejos y medallones.

Esperamos un rato y apareció la dueña de la casa, doña Hortensia, una mujer opulenta, hermosísima. Nos recibió con gran amabilidad. Don Ciríaco estuvo muy cortesano con ella. Realmente, el viejo capitán era un hombre de salón.

Don Ciríaco, exagerando un poco, le habló a doña Hortensia de mi familia, de nuestra casa solariega de Lúzaro, de mis antepasados... Al oír los detalles de nuestro preclaro abolengo, la amabilidad de la bella señora aumentó.

Doña Hortensia sentía una extremada debilidad por las preeminencias nobiliarias, y resultó, cosa no muy rara entre vascongados, que teníamos un apellido común.

-Debemos de ser parientes —dijo ella.

-Es muy posible -repuse yo.

-Pues si eres algo pariente mío, no te choque que te hable de tú, porque a mí me pareces todavía un chiquillo.

Yo, completamente confundido y turbado, le dije que me alegraría de esta confianza por su parte.

Estábamos hablando cuando entró, acompañada de una criada vieja, la hija de doña Hortensia, Dolorcitas, una muchachita de catorce o quince años, preciosa. Don Ciríaco estuvo con ella como un viejo galante de la corte de Versalles. Dolorcitas se parecía a su madre; pero era más pequeña de estatura, de ojos más negros y de tez algo más morena. Tenía una gran movilidad en la expresión y mucha gracia hablando.

¿Habrá que decir que yo estuve en su presencia torpe, turbado, hecho un tonto? No, no es necesario.

Me encontraba en la edad del pavo, no había tratado a ninguna mujer y era naturalmente tímido.

Doña Hortensia dijo al criado:

-Dígale al señor que le esperamos para almorzar.

Media hora después vino don Matías Cepeda y fui presentado a él. El señor Cepeda no era un hombre simpático, ni mucho menos; tenía la cara dura, juanetuda, la nariz chata, la frente pequeña y el bigote corto y cerdoso.

Con don Ciríaco el señor Cepeda estuvo muy atento, y hasta pretendió ser ocurrente; a mí no me miró.

Sin duda, el no tener cincuenta años, para don Matías, era una impertinencia.

Solamente me dirigió una frase, y ésta me escoció:

-Ten cuidado -me dijo-, porque aquí, en Cádiz, te van a tomar el pelo.

Después de almorzar, don Matías y don Ciríaco se retiraron para hablar de negocios, y doña Hortensia y Dolorcitas quisieron enseñarme la casa. Esto halagaba su vanidad.

La casa era enorme. Se traslucía allí un verdadero delirio de grandeza: el suelo era de mármol, los salones vastísimos, con techos pintados e historiados; los miradores tan anchos y espaciosos como si fueran otras habitaciones. En los testeros se veían espejos de toda la pared, y en los pasillos se levantaban estatuas y fuentes de alabastro.

Yo entonces aún no había visto nada, no podía comprender la diferencia que existe entre la ostentación lujosa y el buen gusto, y quedé maravillado.

Después de recorrer la casa subimos a la azotea y estuvimos contemplando la bahía de Cádiz, inundada de sol, llena de fragatas, de bergantines y de goletas.

Dolorcitas trajo un anteojo y miramos el Puerto de Santa María, Rota y Puerto Real.

Yo conté lo mejor que pude mi viaje con don Ciríaco. Después vinieron unas cuantas amigas de Dolorcitas. Yo estuve hablando con doña Hortensia, que se mostró muy amable conmigo.

A media tarde don Ciríaco me llamó.

-Vamos, Shanti -me dijo.

El ama de la casa me advirtió que todos los domingos y días de fiesta estaba invitado a comer allá. Si no iba, preguntarían por mí y me llevarían a la fuerza.

Me despedí de todos, y salí con don Ciríaco, entusiasmado. El viejo capitán me llevó a un colmado de la misma calle de la Aduana, llamó al dueño, un montañés amigo suyo, y le recomendó una comida escogida, una comida para gente que comprende lo trascendental de la misión de engullir. El dueño del colmado y don Ciríaco discutieron detalladamente los platos, las salsas y los vinos.

-Necesito una hora para preparar todo esto -dijo el montañés.

-Muy bien -contestó el capitán-. Le concedemos a usted la hora.

-Pueden ustedes dar una vuelta si quieren.

-No, no. ¿Para qué? Tráigase usted una botella de manzanilla de Sanlúcar y unas aceitunas.

Bebimos los dos, y de pronto me dijo don Ciiíaco:

-Mira, pilotín; te he presentado a Hortensia y a don Matías porque te pueden servir.

-¡Muchas gracias! -repuse yo.

-Espérate. Aquí tienes que quedarte un año; no conoces a nadie y es conveniente que, en caso de necesidad, puedas dirigirte a alguien; pero te voy a contar la historia de Hortensia para que sepas a qué atenerte.

-¡Demonio! Tiene historia.

-Tú verás. Hortensia es vizcaína, de un pueblo próximo a Bilbao. Su padre era un contramaestre a quien llamaban el Griego. Probablemente lo sería; algún aventurero que llegó al pueblo y se casó. La bella Hortensia tenía pretensiones, era muy hermosa y no quería casarse con un cualquiera. Después de todo, hacía bien. En esto, un amigo mío, Fermín Menchaca, capitán de barco metido a comerciante en Cádiz, fue al pueblo, donde acababa de morir su padre, que era patrón de una lancha; vio a Hortensia y se enamoró de ella. Menchaca no estaba dispuesto a casarse, ni tampoco a dejar a Hortensia. La llenó de regalos y de joyas. Ella dijo que no a todo. O su mujer o nada. Menchaca prometió hacerla su mujer y Hortensia cedió.

En el momento del matrimonio, Menchaca, que era voluble, se escapó del pueblo, dejando a Hortensia embarazada.

La muchacha, nada tímida, al ver su abandono, vendió las joyas que le había regalado el amante y se presentó con su hija en Cádiz. Menchaca estaba en Filipinas; Hortensia fue a Filipinas, encontró a Menchaca y le obligó a cagarse con ella.

Menchaca era un hombre exaltado, atrevido, con ideas geniales, capaz de cosas buenas y de cosas malas. Menchaca no era un hombre completo; creía como en un artículo de fe en esa simpleza de que a las mujeres no hay que tomarlas en serio. Te lo dice un viejo, y un viejo solterón que ha adorado a las mujeres; Shanti, no creas nada de lo que digan ellas, y menos lo que te digan de ellas. No creas que una mujer es, por serlo, débil o tímida o poco inteligente. El sexo es una indicación muy vaga y las variaciones son infinitas. Si quieres saber cómo es una mujer, primeramente no te enamores de ella; después estúdiala con tranquilidad, y cuando la conozcas bien..., te pasará que ya no te importará nada por ella.

-Trataré de seguir su consejo.

-Si puedes, pilotín; si puedes... Como iba diciendo, a pesar de que Menchaca tenía medios de comprobar. que Hortensia era un carácter, no quiso verlo ni reconocerlo. Menchaca se había asociado con este don Matías Cepeda que has visto; asociación extraña desde el punto de vista del carácter, porque Menchaca era un hombre atrevido y lleno de iniciativas, y, por el contrario, Cepeda es el tipo vulgar del comerciante escamón que va marchando rutinariamente sobre seguro. Cepeda es un asturiano que vino aquí sin un cuarto y hoy tiene una gran fortuna.

-Pues eso, don Ciríaco, no me parece de tontos.

-Pero, ¿tú sabes por qué medio ha hecho Cepeda su fortuna?

-No.

-Pues con su físico.

-¿Con su físico? Tiene gracia.

-Sí, con su físico. Tú dirás que no es un Adonis; pero la fealdad de un hombre no es casi nunca un obstáculo. Cepeda llegó a Cádiz, de sus montañas de Asturias, y entró de dependiente en un gran almacén de azúcar, de café y de cacao de la calle de la Aduana; luego se casó con la dueña, y ésta, al morir, le instituyó heredero único, con lo que quedó viudo y riquísimo.

Cepeda era naturalmente tímido con su dinero; Menchaca le impulsó a los negocios y los dos ganaron millones. El uno completaba al otro. Menchaca era el hombre de iniciativa y de brío, el que concebía los proyectos; Cepeda resolvía los detalles y las dificultades prácticas.

Menchaca, cuando se instaló en Cádiz, tuvo la veleidad de poner casa a una muchacha de Puerto Real, y de pasear con ella en coche y regalarla trajes y joyas.

Entonces fue cuando se comenzó a hablar de que Hortensia se entendía con el socio de su marido, con Cepeda. Yo nunca lo creí. Menchaca era, como te he dicho, un exaltado, casi un loco, y al oír que su mujer le engañaba, se enamoró de ella nuevamente. Menchaca ya era viejo. Tendría cerca de cincuenta años, y un hombre de cincuenta años que se enamora es como el caballo de un coche simón que se desboca.

Menchaca abandonó a la muchacha de Puerto Real y comenzó a vigilar a su mujer.

Ella estaba ofendida profundamente; él, celoso y sombrío, no quiso pedir explicaciones ni reconocer su culpa, considerando este reconocimiento como un agravio a su dignidad; una palabra a tiempo hubiera reconciliado a los esposos; pero ninguno de ellos quiso pronunciarla. La hostilidad entre los dos se hizo cada vez mayor. Comían separados y no se veían ni se dirigían la palabra.

En esto, estaban concluyendo en Portsmouth una fragata para la Sociedad Vasco-Andaluza; no le faltaba más que algunos detalles. Menchaca fue a Inglaterra a recogerla. No sé si sabrás que cuando se construye un buque se hace un libro o cuaderno que se entrega por el constructor al primer oficial que lo manda.

-Sí, lo sé. Se llama pliego de historia, y en él se anotan cuantas circunstancias se han observado en la construcción.

-Exacto. Pues cuando le entregaron el pliego de historia del barco y leyó el nombre, Menchaca estuvo a punto de tener una congestión.

-¡Demonio! ¿Cómo se llamaba el barco?

-La Bella Vizcaína.

-¿Nuestra fragata?

-La misma, pilotín, la misma. Y alguien encontró que la sirena del mascarón de proa tenía las facciones de la hermosa Hortensia.

-¡Bah!

-Fantasías que se inventan. Menchaca desde entonces quedó más sombrío que nunca. No era posible que a Cepeda se le hubiese ocurrido aquella idea de bautizar así el barco, con el fin de mortificar a su socio.

El pensamiento partió seguramente de ella.

La situación del matrimonio seguía difícil y sin mejorar cuando un día Menchaca, jugando con unas pistolas, no se sabe si inadvertida o intencionadamente, se pegó un tiro en la sien y cayó muerto.

Al año Hortensia celebró su matrimonio con don Matías Cepeda; compraron la casa de la calle de la Aduana y la arreglaron.

-Ésas son cosas de todos los tiempos -concluyó diciendo don Ciríaco filosóficamente-, que han pasado, que pasan y que pasarán. Te he contado la historia de Hortensia para que sepas qué clase de mujer es, y para que no digas sin querer delante de ella alguna inconveniencia.

Comentamos los hechos y después hicimos honor a la cena, que fue exquisita.

Don Ciríaco pensaba zarpar al día siguiente; yo quise acompañarle hasta el barco; pero él no lo permitió.

-Tú vete a estudiar a San Fernando -me dijo-. No pasará mucho tiempo en que seas tú el que te vayas y yo el que me quede. ¡Adiós, Shanti!

Adiós.

Nos abrazamos, él se metió en el bote y desapareció.

El domingo siguiente, por la mañana, marchaba yo a casa de doña Hortensia, por las calles de Cádiz. Iba con el corazón en un puño. Temía que me recibieran mal o fríamente; pero no: mi paisana y su hija Dolorcitas me acogieron con grandes extremos de amistad.

Estaban preparándose para ir a misa, y yo las acompañé hasta una iglesia próxima. A la vuelta dimos un paseo por la calle Ancha y la plaza de Mina, y volvimos a casa.

El encuentro con don Matías me preocupaba. Aquella estúpida insinuación del señor Cepeda de que se burlarían de mí me intranquilizaba. Era muy suspicaz, como todos los hombres tímidos, y estaba siempre en guardia, creyendo ver ofensas en cualquier cosa.

Llegó don Matías y, efectivamente, me recibió con frialdad y como con cierto alarde de no darme importancia.

-Este joven insignificante para mí no existe -era lo que parecía querer dar a entender aquel señor.

Don Matías era, aunque no de una manera ostensible, mi adversario. Hacía como si no me notara, por mi insignificancia; pero yo, a través de su aire indiferente, le sentía hostil. Tenía sobre mí la ventaja de hablar castellano bien, y se valía de ella para humillarme. Es una idea estólida y mezquina, muy frecuente en España, creer que se demuestra superioridad burlándose de una persona ingenua con frases de doble sentido que dejan estupefacto al que ignora su significado. Don Matías demostraba así su superioridad.

Yo, al caer en uno de estos lazos burdos, me confundía, y don Matías soltaba la carcajada. Entonces, ya turbado, no sabía qué hacer y miraba desde el amo de la casa hasta los criados como a enemigos que querían humillarme.

Es ridículo y absurdo cómo en la juventud se sufre por necedades sin importancia.

Don Matías y yo nos sentíamos como tipos de distinta raza. Él no debía notar en mí suficiente respeto, y el que yo me permitiese tener opinión acerca de las cosas le producía una mezcla de cólera y de asombro que ahora me hubiera parecido cómica. El señor Cepeda no podía discurrir, razonar, con libertad; no contaba con el suficiente número de ideas para comparar y obtener juicios propios; verdad es que a la mayoría de la gente le pasa lo mismo.

Para suplir esta falta de ideas, don Matías se refugiaba en las anécdotas. En su cabeza, cada idea tosca y primitiva llevaba como atornillada una serie de cuentos y chistes.

-Eso no es así -decía, por ejemplo, al exponer yo una opinión cualquiera-, y te contestaré con lo que dijo

Periquito Sánchez a don Juan Martínez de Cádiz, en el año veintisiete...

Y don Matías seguía así con una velocidad de galápago, hasta contar una anécdota de una vulgaridad aplastante.

Como hombre de poca delicadeza natural y de cultura rudimentaria, no era, ni mucho menos, un modelo de discreción, y a veces tenía salidas de patán que le regocijaban muchísimo. En el fondo estaba sorprendido de verse a sí mismo tan alto; había hecho esfuerzos para convencerse de que su caudal, que no dependía más que de un matrimonio afortunado y de la suerte, era obra de su talento y de su perseverancia. Don Matías era el tipo del buen burgués: bruto, rutinario, indelicado y, en el fondo, inmoral. Toda rutina le parecía santa, el precedente la mejor razón. Don Matías tenía sus manías; por ejemplo, ir siempre tarde a comer para demostrar que los muchos trabajos no le permitían ser puntual.

Don Matías solía estar en su despacho con su gorro y su bata, cuando no andaba por el almacén, por entre hileras de sacos y de cajas, dando órdenes o paseando con las manos cruzadas en la espalda.

El dependiente principal, que le conocía bien, un jerezano muy chistoso, decía del señor Cepeda que se pasaba el tiempo cortando papeles para llevarlos al retrete, o haciendo punta a los lápices lo más despacio posible para obtener el gusto de aparecer ante su familia como atareado. Hasta en eso era mezquino, porque hacía las puntas de los lápices cortas y cortaba los papeles pequeños. Roñoso para todo, era hom- bre de rumbo para los gastos de la casa y de la bella Hortensia. Tenía el sentimiento del comerciante rico que considera a la mujer como el mejor medio de lucirse.

En la apariencia, don Matías era un hombre respetabilísimo, serio, de ideas profundas; en el fondo era un pobre majadero, un caso de pedantería y de vanidad grotescas. A Dolorcitas la trataba secamente, no por ser su hijastra y no su hija, sino porque consideraba que ése era su papel de hombre de negocios. Aquel solemne y majestuoso idiota creía que para ser marido y padre a la inglesa tenía que mostrarse frío con su mujer y su hija.

Esa tendencia anglómana que se ha desarrollado en algunos pueblos andaluces, no me resulta. Los ingleses, que en general son tiesos y formales, tienen la ventaja de su tiesura y de su formalidad; pero estos anglómanos del Mediodía, con su mezcla de tiesura y de mandanga, me parecen bastante cómicos. Dolorcitas, como era natural, no tenía mucho cariño por su padrastro. Don Matías varias veces le prometió llevarla al teatro, y luego, para demostrar su autoridad, sin duda, hacía como que se olvidaba de su promesa y dejaba a la muchacha llorando.

Todos los domingos, después de almorzar, don Matías, con su levita, sus guantes, su sombrero de copa y sus botas siempre crujientes, se marchaba al Casino Moderado, y no volvía hasta el anochecer.

Nos quedábamos de sobremesa doña Hortensia, Dolorcitas y yo. Dolorcitas y yo jugábamos como chicos, recorríamos la casa, subíamos a la azotea, íbamos al miramar.

La señora Presentación, una vieja muy graciosa y gesticuladora, a quien yo no entendía nada de cuanto hablaba, solía venir a avisar a la señorita Dolores que alguna de sus amigas acababa de llegar.

Cuando se reunía Dolorcitas con alguna amiga, entonces yo ya no jugaba: ellas jugaban conmigo. Recuerdo mis conversaciones con Dolores y con una amiga suya, María Jesús; debía de ser algo como el juego de un oso con dos monitas.

Las amigas se contaban sus cosas al mismo tiempo, con una velocidad vertiginosa; yo, en cambio, marchaba como una gabarra cargada hasta el tope. No he podido hablar nunca el castellano rápidamente, y entonces menos. Además, como buen vasco, he sido siempre un poco irrespetuoso con esa respetable y honesta señora que se llama la Gramática.

Las dos chiquillas charlaban haciendo monerías y gestos expresivos. Dolorcitas, a pesar de ser hija de vascongados, era tan aguda y tan redicha como una gaditana.

Después de María Jesús, que solía llegar la primera, venían a la casa otras chicas y chicos de la misma edad. Entonces yo me sumía en el mutismo; ¿para qué hablar, si por cada palabra mía ellos soltaban diez o doce?

Dicen que un nuevo idioma es una nueva alma, y hay algo de verdad en esto; yo comprendía, al oír a aquellos muchachos, que no sólo no sabía el castellano, sino que mi alma era distinta a la suya. Yo me sentía otra cosa, pero no tenía el valor ni la fuerza para creer que mi espíritu, más concentrado y más sobrio, valía tanto como el de ellos, todo expansión, palabras y muecas. Mi humildad me inducía a creerme un salvaje entre civilizados.

Mi timidez me hacía pasar unos momentos horribles; una palabra, un gesto, cualquier cosa bastaba para que la sangre me subiese a la cara.

Dolorcitas sonreía al verme turbado. Veía que sufría y se alegraba. Era la crueldad natural de la mujer. Luego, más tarde, no se contentaba con el placer de confundirme, sino que le gustaba darme celos. Yo estaba enamorado. ¿Enamorado? Realmente no sé si estaba enamorado, pero sí que pensaba en Dolorcitas a todas horas, con una mezcla de angustia y de cólera.

Si ella hubiese hablado un día con un joven y otro día con otro sin hacer caso de mí, quizá no me hubiera hecho efecto; pero veía que sus coqueterías me las dedicaba expresamente con intención de mortificarme, y esto me sublevaba.

En general, el amor es eso, sobre todo en las personas muy jóvenes, que no tienen preocupaciones espirituales; un instinto más cercano a la crueldad y al odio que al afecto tranquilo.

A veces, huyendo de la coquetería y de los desdenes mortificantes de Dolorcitas, pretextaba una ocupación cualquiera y me marchaba de casa de don Matías. ¡Qué aburrimiento! ¡Qué saturación de fastidio! ¡Qué amargura interior!

El sol brillaba en las calles desiertas, el cielo estaba azul, el mar tranquilo. ¿Qué hacer? El mundo entero me parecía inútil. El disgusto de uno mismo, la hostilidad del ambiente, la imposibilidad de formarse otro a gusto de uno, todo caía sobre mí con una pesadumbre de plomo.

En alguna ocasión que Dolorcitas vio en mí la decisión firme de marcharme y no volver por casa, se sintió de nuevo cariñosa conmigo. Yo no me atrevía a reprocharle su coquetería claramente, pero sí le dije varias veces que comprendía que no tuviera simpatía por mí, porque era más tosco que ella, y ella me contestó que yo le gutaba ad. Le gustaba así para mortificarme.

Las tardes del domingo solíamos ir a la alameda de Apodaca, Dolorcitas y alguna amiga suya; ellas muy elegantes, yo de marinerito.

Desde cerca de la Maestranza contemplábamos la bahía de Cádiz, tan azul; allá lejos, Rota y Chipiona brillando al sol con sus caseríos blancos; luego, la costa baja formando una serie de arenales rojizos hasta el Puerto de Santa María, y en el fondo los montes de. Jerez y de Grazalema, violáceos al anochecer, con una línea recortada y extraña en el horizonte.

Veíamos la entrada de alguna fragata o de algún bergantín que venía con el atoaje. Luego, al avanzar la tarde, nos dirigíamos a casa por la muralla, dando la vuelta a una punta que, si no recuerdo mal, se llama de San Felipe.

Veíamos las baterías con sus cañones, avanzábamos por el adarve a mirar por los huecos de las almenas.

Tardábamos todo lo más posible en entrar en casa. Al llegar a la Aduana comenzaba a oscurecer.

En las torres blancas de las casas próximas a la muralla quedaban aún resplandores de sol. Echábamos una última mirada a la bahía.

El mar, como un lago azul, se rizaba apenas por el viento; en los barcos comenzaban a brillar las luces, y en el puerto resplandecía una fila de faroles; el cielo de otoño, un cielo azul y rosa, sin una nube, iba oscureciendo. Las luces de San Fernando comenzaban a reflejarse en el agua, y la esfera del reloj del Ayuntamiento de Cádiz se iluminaba y se destacaba en el cielo pálido.

Muchas veces, desde aquel sitio de la muralla, oíamos las lentas campanadas del Ángelus.

Al anochecer tomaba la diligencia en una plazoleta próxima y me marchaba a San Fernando, con el espíritu angustiado y lleno de una extraña amargura.

Algunas veces he oído referirse a una poesía de un poeta alemán, creo que de Enrique Heine, en donde un pino del norte suspira por ser una palmera del trópico.

Este símbolo podía representar la situación espiritual mía en aquella época lejana en que estudiaba en San Fernando. Hoy, cosa extraña, no me gusta nada el Mediodía, y tampoco me entusiasman las palmeras, que son, indudablemente, decorativas, pero que tienen aspecto de algo artificial.

En el tiempo de que hablo era yo el pino que aspira a transformarse en palmera. Hubiese querido hablar con abandono y ligereza, saber hacer chistes y comparaciones y echármelas de Tenorio. Hasta se me ocurrió abandonar el mar y hacerme comerciante o, por lo menos, empleado.

Ya no pensaba en islas desiertas ni en hacer de Robinsón; mis ideales eran otros. Quería transformarme en un andaluz flamenco, en un andaluz agitanado. Entrar en una de esas tiendas de montañés a tomar pescado frito y a beber vino blanco, ver cómo patea sobre una mesa una muchachita pálida y expresiva, con ojeras moradas y piel de color de lagarto; tener el gran placer de estar palmoteando una noche entera, mientras un galafate del muelle canta una canción de la maresita muerta y el simentereo; oír a un chatillo, con los tufos sobre las orejas y el calañés hacia la nariz, rasgueando la guitarra; ver a un hombre gordo contoneándose marcando el trasero y moviendo las nalguitas, y hacer coro a la gente que grita: ¡Olé! y ¡Ay tu marea! y ¡Ezo é! ésas eran mis aspiraciones.

Hoy no puedo soportar a la gente que juega con las caderas y con el vocablo; me parece que una persona que ve en las palabras no su significado sino su sonido, está muy cerca de ser un idiota; pero entonces no lo creía así. Cada edad tiene sus preocupaciones.

Entonces hubiera querido ser tan discreto, tan conceptuoso y tan alambicado como todos mis conocimientos.

Leí las novelas dé Fernán Caballero, que tenían mucha fama; no me gustaron nada, pero me convencía de que me debían gustar. Las he vuelto a leer después, y me han parecido una cosa bonita, pero mezquina. Me dan la impresión de un cuarto bien adornado, pero tan estrecho, que dentro de él no se pueden estirar las piernas sin tropezar en algo.

Yo no comprendo bien el entusiasmo que ha habido en la España del siglo xix por cultivar la mezquindad. En libros, en dramas y en toda clase de escritos se ha exaltado con fruición la más estúpida y fría mezquindad como la única virtud del hombre.

En aquellos tiempos era demasiado tímido para pensar así, no porque no lo creyese en el fondo, sino porque no tenía confianza en mí mismo para afirmar mis ideas categóricamente.

El no saber vivir como los demás me producía una sorda cólera, una indignación frenética.

Me sentía como una rueda de reloj suelta, que no engrana con otra.

La verdad es que si la civilización era lo que creía don Matías Cepeda: tener un almacén de cacao y de azúcar y otro almacén de chistes y de frasecitas, yo no llevaba camino de civilizado.

A veces me daban ganas de dar un puntapié a aquella gente, que después de todo no me servía para nada, y mandar a paseo a don Matías, a su mujer, a la niña y a todos sus amigos y amigas.

Yo no comprendía que había en mí una exuberancia de vida, un deseo de acción; no veía que alternaba con gente orgánica y moralmente encanijada; que yo necesitaba hacer algo, gastar la energía, vivir.

Muchas veces, al asomarme a la muralla, al ver la bahía de Cádiz, inundada de sol, el mar soñoliento, dormido, los pueblos lejanos, con sus casas blancas, la sierra azul de Jerez y Grazalema recortada en el cielo, al contemplar esta decoración espléndida, me preguntaba:

-Y todo esto, ¿para qué? ¿Para vivir como un miserable conejo y recitar unos cuantos chistes estúpidos?

Realmente era poca cosa.

Un domingo de invierno, por la tarde, al anochecer, no sé por qué me decidí a dejar la diligencia de San Fernando y a quedarme en Cádiz.

Había en el muelle esa tristeza de domingo de los puertos de mar. No me sentía alegre, sino agresivo, con ganas de hacer una brutalidad cualquiera.

Entré en una tienda de montañés, pedí pescado frito y vino blanco. Comí y bebí en abundancia. Estos colmados andaluces resumen el carácter de la región: son pequeños, pintorescos y complicados.

Salí del colmado, fui a un café de la calle Ancha, tomé unas copas de licor y me marché de allí dispuesto a todo.

Era ya de noche; mis botas metían un ruido tremendo por las calles desiertas.

Me pareció que quizá no había bebido bastante para ser todo lo insolente y procaz que quería, y me senté en la mesa de una taberna, en la acera, en una calle en donde hay tal profusión de colmados y peluquerías que no parece sino que aquella gente se ha de pasar la vida entre el plato de pescado frito y la tenacilla para rizarse el pelo.

A mi lado había un hombre borracho, vestido de negro, con el sombrero ladeado y una flor roja en el ojal.

Se levantó de su silla y se acercó a mí sonriendo. Yo le miré de mala manera, y como estaba iracundo, le pregunté:

-¿Qué pasa? ¿Qué quiere usted?

Él sonrió estúpidamente.

-¿Marino? -me dijo después, en inglés, señalándome con el dedo.

-Sí, marino -le contesté yo-. ¿Y qué?

-Yo también marino -añadió él-. ¿Usted español?

-Sí, español.

-Yo holandés. Los dos marinos..., los dos borrachos. Buenas amistades.

Después de decir esto y estrecharme la mano, el holandés se sentó a mi mesa. Bebimos juntos. El holandés era capitán de la corbeta Vertrowen. Era chato, rojo, rubio, con unos bigotes amarillentos caídos y lacios como los de un chino; el traje negro, casi de etiqueta, que en aquella taberna llamaba la atención. Yo me constituí en su defensor, y pensé que si se burlaban de él tenía derecho para hacer algún disparate. Nos levantamos los dos. Entonces en Cádiz, y ahora probablemente pasará lo mismo, había la costumbre de andar de noche por unas cuantas calles, los días de fiesta sobre todo. Estas calles eran la calle Ancha, la dé Columela, la de Aranda, la de San Francisco y no recuerdo si alguna más. Este paseo nocturno tenía algo de procesión.

El capitán de la Vertrowen y yo nos echamos por aquellas calles; había por todas partes olor a aceite frito y humo de castañas asadas. En los bancos de las plazas, gente sentada pacíficamente descansaba; algunos obreros, endomingados, pasaban en coche, tocando la guitarra y cantando.

Los chiquillos se reían de nosotros. Invitamos a algunas muchachas de aire equívoco a tomar algo en los cafés y tabernas, pero al vernos borrachos huían.

Aburridos, cansados, dimos con nuestros cuerpos en una tienda de montañés próxima a la Puerta del Mar. Aquella noche hice yo un gasto de cólera y de rabia inútil.

Al entrar en la taberna vi a un hombre moreno, mal encarado, que miraba de una manera aviesa. Debía de ser un matón. Me alegré; era el momento. Me acerqué a él y le dije:

-¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Qué mira usted?

-¡Yo! -exclamó él, sorprendido.

-Sí, me mira usted con una cara...

-Cara de jambre, zeñorito -me dijo amablemente-. No ha pazao por mi cuerpo en to el día a razón de doz cuartoz de comida.

Aquello me dio una ira y una tristeza profunda. El hombre me contó que estaba sin colocación; la familia y los hijos, sin comer. Le invité a tomar cualquier cosa, pero él me dijo que si quería pagarle algo prefería llevarlo a casa. Le di dos o tres pesetas y el hombre se largó corriendo.

Mi aburrimiento y mi desesperación se iban fundiendo en una niebla melancólica que se apoderaba de mi cerebro. El capitán de la Vertrowen y yo estuvimos mirándonos sin hablarnos. De pronto nos decidimos a marcharnos. Al salir, el capitán tropezó con un marinero que entraba, y estuvo a punto de caer al suelo.

El holandés no sólo no se incomodó, sino que dio excusas al marinero, que a su vez pidió mil perdones por su torpeza.

Yo me avergoncé de mis instintos fieros. La bruma melancólica iba avanzando en mi alma, dando a mis ideas un tono de sentimentalismo verdaderamente ridículo.

Fuimos el holandés y yo al muelle. Mi compañero de embriaguez bajó dos escalones de una escalerilla y se puso a gritar, hasta que brotó de entre las tinieblas un bote blanco. Creí que el hombre se caía al agua con su traje de etiqueta y su flor en el ojal; pero no, se mantuvo firme y saltó al bote con agilidad.

Luego me saludó, con el sombrero en la mano, con gran reverencia.

-Good night -me dijo.

-Buenas noches -le contesté yo.

Me quedé solo. Estaba cansado, triste, con la cabeza pesada. Ya no me quedaba ni un rastro de cólera. No sabía qué hacer, y me decidí a ir a San Fernando a pie.

Como todos los hombres sentimentales que esperan demasiado de las mujeres, he tenido momentos de aborrecer al bello sexo. Don Ciríaco muchas veces me decía con una exasperación alegre que le era característica:

-Shanti, ten esto en cuenta. De cien mujeres, noventa y nueve son animales de instintos vanidosos y crueles, y la una que queda, que es buena, casi una santa, sirve de pasto para satisfacer la bestialidad y la crueldad de algún hombrecito petulante y farsantuelo. Así nos vamos vengando unos en otros, de la manera más inhumana y estúpida.

Realmente la naturaleza es pródiga con el hombre egoísta y con la mujer voluble e insensible. Quizá es lo natural en el hombre ser un poco canalla, y en la mujer un poco cruel. Hasta es posible que la bondad y la generosidad sean una anomalía.

Tengo que reconocer que Dolorcitas no era la excepción de las cien de que hablaba don Ciríaco. Estaba entre las noventa y nueve restantes: era caprichosa, cruel, instintiva, voluble. Por un capricho hubiera sacrificado a su padre, a su madre, al pueblo entero y probablemente a media humanidad.

Dolorcitas parecía decidirse por mí, pero al mismo tiempo todo el mundo decía que iba a casarse con el hijo del marqués de Vernay, un señor de Jerez, no muy rico, pero de familia aristocrática.

La escribí a Dolorcitas y le hablé varias veces por la reja. Ella negaba que fuera a casarse y aseguraba que no torcerían su voluntad. Sin embargo, los indicios de la boda eran ciertos.

En todos los puertos de mar, constituidos casi siempre por una población advenediza y aventurera, se forma un espíritu aristocrático endiablado. En las ciudades arcaicas y tradicionales los individuos que creen formar parte de la aristocracia alegan los prestigios de la clase con más o menos razón; en las ciudades modernas ya no es la clase solamente lo que se defiende, sino el matiz. Así sucede que Bilbao o Buenos Aires, Manila o Barcelona, tienen más prejuicios de casta que Toledo, Burgos o León.

En Lúzaro, en pequeño, ocurre lo propio desde que se ha llenado de indianos y de gente forastera. El comerciante, que en general procede de la parte más turbia de la sociedad, necesita, ya que no puede decir que sus abuelos estuvieron en la conquista de Jerusalén, demostrar que su escritorio es algo sagrado y que todos sus pequeños útiles y procedimientos de robo constituyen ejecutoria de nobleza.

Me chocó oír que don Matías hablaba repetidas veces de su clase. Al mismo tiempo, y refiriéndose a Dolorcitas, dijo que ésta se casaría con un hombre de su posición, indicándome de pasada que no pretendiese poner los ojos demasiado alto.

Para el señor Cepeda, como para todos los comerciantes de puerto, había, sin duda, la aristocracia de la sangre y la del escritorio, el devocionario y el libro mayor, la espada y la pesa, la coraza y el mandil. Era extraño: así como mi abuela afirmaba la aristocracia de la marinería, el señor Cepeda afirmaba la aristocracia del escritorio.

En el comercio del azúcar y del cacao la elevación social está en razón directa de la cantidad; en cambio, en el comercio de drogas la elevación está en razón inversa. Si uno vende azúcar y canela en pequeña cantidad, es un vulgar ultramarino; en cambio, si negocia con estos géneros en grande, es un comerciante. Fenómeno singular; con las drogas sucede lo contrario: vendiéndolas en grande, es uno un droguero; vendiéndolas en pequeño, un farmacéutico, un hombre de ciencia.

La primera vez que comprendí claramente las pretensiones aristocráticas de la familia de Dolorcitas fue hablando con un empleado del almacén de don Matías, a quien yo llamaba el Almirante.

Muchos domingos, al llegar a casa de doña Hortensia, me encontraba con que no había nadie, y solía entrar en el almacén. Los empleados me conocían. Allí se trabajaba lo mismo días de labor que días de fiesta. Era todavía la buena época de Cádiz. Constantemente estaban cargando y descargando carros en la calle de la Aduana, llena de almacenes y de escritorios, y constantemente los carretones entraban y salían del almacén de don Matías.

El almacén era inmenso, con bóvedas en donde se apilaban sacos, barricas, toneles y cajas. A la entrada estaba el escritorio, con su pantalla y sus ventanillas con letreros. Una parte estaba destinada al comercio y la otra al despacho de buques.

Antes de entrar en las cuevas se pasaba por un vestíbulo, en donde había unas grandes balanzas colgadas del techo. En este vestíbulo, vigilando las pesadas y la entrada y salida de los fardos, solía verse un señor que no era más que algo como un conserje o portero, pero que por su aspecto parecía un personaje.

En la casa, medio en serio, medio en broma, le conocían por don Paco. Yo le llamaba el Almirante y también el primer lord del Almirantazgo.

Este personaje decorativo gastaba patillas largas y blancas, abdomen abultado, pantalón oscuro y una chaquetilla blanca, de dril. Hablaba de manera doctoral. La geografía, la historia, el comercio, la navegación, todo lo dominaba este hombre extraordinario.

Don Paco me explicó que don Matías y doña Hortensia buscaban para la niña un novio de la aristocracia. Les faltaba el título para la decoración de la familia, y habían hablado con el viejo marqués de Vernay, y en principio la boda estaba concertada. El Almirante sabía que la niña estaba por mí. Yo no sabía otro tanto.

Concluí mi curso en San Fernando y fui a vivir a Cádiz; tenía que esperar a don Ciríaco para embarcarme.

Varias veces hablé por la reja con Dolores. Yo le decía que no se casara, que me esperara.

-Sí, te esperaré -contestaba ella fríamente.

Supe que no era yo el único que hablaba con Dolorcitas por la reja y que un joven guardiamarina iba muchas noches a charlar con ella.

Hice proyectos absurdos de provocarle, que, afortunadamente, no llegué a realizar, y a mediados del mes de julio me quedé sorprendido con la entrada en la bahía de Cádiz de la Bella Vizcaína.

Llegaba el momento fatal. Había que embarcarse. Me despedí de mi novia, que me hizo mil promesas de fidelidad y de escribirme, y me fui a la fragata considerándome un hombre desgraciado. Don Ciríaco firmó el conocimiento que se hacía por triplicado para responder de las mercancías embarcadas, y levamos el ancla.

Para aliviar mi pena le conté a don Ciríaco mis amores. El viejo capitán me escuchó burlonamente.

-Cuando vuelvas, esa niña se habrá casado ya -dijo tranquilamente.

Y añadió después:

-Mejor para ti.

Don Ciríaco era un hombre tremendo.

Salimos de Cádiz y comenzamos el enorme viaje por el Atlántico hasta el cabo de Buena Esperanza, y después por el océano índico al estrecho de la Sonda y a Filipinas.

Por exigencias comerciales, en vez de volver a Europa directamente tuvimos que atravesar el estrecho de San Bernardino y dirigirnos por el Pacífico a buscar el de Magallanes. Por cierto que antes de llegar a las Palaos encontramos dos islas de coral que no aparecían en los mapas, y a una la llamamos con el apellido de don Ciríaco, isla Andonaegui, y a la otra, isla de Santiago Andía.

Dos años y medio después de la salida llegamos a Cádiz. Yo recuerdo que marqué el punto con la brújula con una gran emoción. Mentiría si dijera que no me acordaba de Dolorcitas, pero me acordaba de una manera vaga, remota.

En el barco supe que se había casado; pero por más esfuerzos que hice para desesperarme no lo pude conseguir.

Entramos en la bahía de Cádiz una mañana de invierno, con un sol espléndido. Sentí una gran alegría; allí estaban Chipiona y Cádiz con sus casas blancas como huesos calcinados; allá estaban el castillo de San Sebastián y la Caleta.

Al pasar por delante de la Maestranza y al ver de cerca la muralla, me acordé de mis paseos con Dolorcitas y de mi época de estudiante en San Fernando.

El caserío de Cádiz se desarrollaba ante mi vista, sus casas blancas sin alero, la catedral con sus dos torres y su cúpula dorada, las azoteas con sus torrecillas como minaretes y algunos de esos lienzos de pared blancos, con dos o tres ventanas pequeñas, como los paredones de las casas árabes.

Tenía garla de pisar tierra española, de pasear por aquellas murallas con sus garitas, sus baluartes y sus cañones, de ver el hermoso golfo de Cádiz.

La primera visita era indispensable hacerla a don Matías. Doña Hortensia me recibió como si fuera su hijo. Mi capitán le hizo grandes elogios de mí. Doña Hortensia estaba espléndida. Era una mujer de un gran atractivo; parecía una emperatriz romana. Después he visto la estatua de Agripina en el Museo del Capitolio, en Roma, y me acordé de ella.

Por lo que yo pude comprender, sentía por su marido un desprecio inaudito. Se consideraba completamente emancipada. Yo tenía un poco más de mundo que cuando estudiante, y pude comprender que la bella Hortensia se desentendía de toda preocupación moral y que no buscaba más que prosperar y gozar.

Satisfacer los sentidos y la vanidad.

Su fama en Cádiz era un tanto equívoca.

Don Ciríaco pensaba retirarse y quería que yo le reemplazara en el mando de la fragata; pero esta combinación no le gustaba a don Matías. Mi capitán y yo fuimos a ver varias veces a Hortensia para que convenciese a su marido. Ella prometió insistir hasta conseguir su asentimiento.

-Amigo, los chicos guapos tenéis esas ventajas -me dijo don Ciríaco, con su tono zumbón-;las mujeres están de vuestra parte. Os ayudan, os protegen, creen que sabéis mucho de marinería. Ya le quisiera yo ver al capitán Cook, calvo y con las barbas blancas, venir a esta casa. Estoy seguro de que Hortensia le encontraría el defecto de que no estaba muy enterado de marinería.

Yo me eché a reír.

-Sí, sí, ríete -replicó mi capitán-, pero ten cuidado. Esta mujer tiene malas intenciones para ti. Ya que has salido de la hija, no vayas a caer en la madre.

-¿Qué me puede hacer, don Ciríaco? -le dije yo, riendo.

-A otros barbilindos más listos que tú les he viEl primero de enero de este año, el hombre atropelló a la mujer de 56 años y a los niños, dos de 11, una de 6 y otro de 5, en la entrada principal al municipio de Tolú.

Castro conducía una camioneta Mazda V-2600, tipo estaca, de placas BUF-558.

Las víctimas se identificaban como Magallys El primero de enero de este año, el hombre atropelló a la mujer de 56 años y a los niños, dos de 11, una de 6 y otro de 5, en la entrada principal al municipio de Tolú.

Castro conducía una camioneta Mazda V-2600, tipo estaca, de placas BUF-558.

Las víctimas se identificaban como Magallys sto yo andar de cabeza y hacer una porción de tonterías por una mujer. Conque ¡ojo a la brújula, pilotín, y cuidado con la rueda del timón!

-La ataremos, si le parece a usted, don Ciríaco.

-No, no; el buen timonel no tiene necesidad de eso.

Los consejos de don Ciríaco hicieron que no acudiese con frecuencia a casa de Hortensia. Mi asunto marchaba bien. Antes de un mes podría ver en la calle de la Aduana este letrero:

COMPAÑÍA VASCO-ANDALUZA
El día 5 de enero saldrá para las Canarias,
cabo Verde, el cabo de Buena Esperanza
y Manila la fragata la Bella Vizcaína al
mando del capitán don Santiago de Andía.

Los días que me quedaban de Cádiz pensé aprovecharlos. Me empezaba a encontrar bien allí; llevaba una vida ligera y alegre. Paseaba mucho, me encantaba el pueblo, sus plazas alegres, sus calles rectas; contemplaba las casas blancas de miradores enormes, las iglesias también blancas, y recorría la muralla al ponerse el sol.

Una tarde, al anochecer, al ir a entrar en la fonda, pasó por delante de mí la criada vieja de casa de doña Hortensia, la señora Presentación, y me dio una carta. Era de Dolorcitas. Me citaba para las diez de la noche; tenía que hablar conmigo. Me esperaría en la reja. Vivía en la calle de los Doblones, cerca de la Aduana. Toda mi ecuanimidad se vino abajo desde aquel momento.

Se me ocurrieron dos cosas: una, la prudente, el ir a ver a don Ciríaco y pedirle consejo; otra, la que más halagaba mi vanidad, escribir diciendo que acudiría a la cita. Me decidí por lo último. Había entre los marineros de la Bella Vizcaína un chico de Cádiz, a quien llamaban el Morito porque había estado en Tánger, y solía llevar con frecuencia un fez rojo en la cabeza.

El Morito era muy partidario mío. Un barco es un pequeño mundo aparte, donde las simpatías y las antipatías se establecen rápidamente, y el Morito era joven y había simpatizado conmigo. Este muchacho solía estar con frecuencia en una tienda de montañés de cerca de la Puerta del Mar. Fui a buscarle, le encontré, le di el encargo de llevar la carta a Dolores, y después le dije que volviera por mí. Cenamos juntos el Morito y yo; para las diez nos presentamos en la calle de los Doblones.

El Morito estaba contento de intervenir en un asunto un poco misterioso como aquél.

-Tú vigila -le dije yo-, y. si pasa alguno, avísame.

-Descuide usted -me contestó él.

A las diez en punto se oyó ruido detrás de la reja; vi una vaga luz, después una falleba que chirriaba suavemente y una persiana que se abría.

El corazón me golpeaba en el pecho como un martillo de fragua: creí que caía. Apareció ella y extendió la mano. Yo la cogí entre las mías. Estaba tan emocionado que no podía decir nada.

Dolores, de pronto, rápidamente, me dijo que se había casado y que era muy desgraciada. Había comprobado que su marido, el marqués, era el amante de su madre, y ella quería vivir conmigo y abandonar Cádiz.

Yo quedé asombrado, perplejo, sin saber qué contestar. El Morito me sacó del apuro, porque se acercó a decirme que venía alguien por la acera. Pasó el transeúnte y seguimos hablando Dolores y yo.

Al día siguiente me esperaría en una casa próxima, que tenía una puerta a otra calle, por donde yo entraría.

Se cerró la persiana, le avisé al Morito que nos íbamos y me fui a la fonda. No pude dormir en toda la noche. Realmente yo no estaba enamorado, porque discurría fríamente, con tranquilidad completa. Veía que me jugaba mi porvenir. Mis relaciones con Dolores se averiguarían en seguida, por muchas precauciones que tomáramos, y don Matías me echaría a la calle en cuanto se enterara. A veces se me ocurría la idea de marcharme al barco y encerrarme allí, pero me parecía vergonzoso.

Por la mañana, después de una noche de insomnio, me decidí a seguir la aventura. Estaba convencido de que en el fondo no tenía cariño por Dolores; de que, probablemente, ella tampoco me quería; que obraba por vengarse; pero no importaba: había que ir hasta el fin.

Al día siguiente nos vimos. Dolores había cambiado en los dos años que no la veía. Era una mujer, pero una mujer espléndida, hermosísima. Yo empecé a sentirme como en un sueño.

«Será la vida así?», pensaba al retirarme a la fonda.

Era un comenzar a vivir extraordinario. ¡Después de haber dado la vuelta al mundo y respirado el ambiente voluptuoso de las islas del Pacífico; después de haber luchado con los huracanes del Atlántico, con los tifones del mar de la China y los bancos de hielo del cabo de Buena Esperanza, encontrarse con una mujer joven, bonita, marquesa, que le dice a uno que le quiere!

¡Sentirse uno al mismo tiempo viejo por las cosas vistas y niño por el corazón! Era una situación extraordinaria. No había leído todavía ninguna novela de Balzac, de esas en que figuran únicamente duquesas y jóvenes ambiciosos; de haberla leído, me hubiera encontrado a mí mismo doblemente interesante. La seguridad en mí mismo me hizo ser temerario.

Recuerdo cómo fui varias veces al palco de Dolorcitas en el teatro. Dolores parecía una princesa; yo llevaba mi frac azul entallado, de botones dorados, pantalón collant de color gris, polainas y corbata negra, de varias vueltas.

La gente me señalaba disimuladamente con el dedo. Si alguien me hubiera dicho que no era el rey, el zar, el emperador, el niño mimado de la suerte, le hubiera mirado con olímpico desprecio.

En el teatro había opera, y más de una vez de pie, en el palco, junto a ella, se me arrasaron los ojos de lágrimas oyendo al tenor en Lucía aquello de: «Tu che a Dio spiegasti l’ale».

Petulancia, sentimentalismo, vanidad, tristeza, todo esto se fundía en mi alma, haciéndome creer unas veces que era un héroe y otras un desdichado.

Mis penas procedían de Dolores. Yo hubiera querido identificarme con ella, saber sus pensamientos más íntimos, penetrar en su alma. Sueño irrealizable. Siempre había en ella una reserva, un temor de dejar su espíritu al descubierto.

-¿Qué más quieres de mí? -me dijo algunas veces.

Y esta sola pregunta, expresada con acritud, bastó para hacerme desgraciado.

¡Qué estupidez, pensaba en estos momentos tristes, el considerar a la mujer como una criatura ideal!

¡Qué error mirar la riqueza y el fausto como felicidad!

Se acercaba el momento de que la Bella Vizcaína tenía que partir. Yo fui a la fragata a dirigir la maniobra y a ponerla en franquía, fuera de todos los barcos de la bahía de Cádiz. De allí volví en el bote. Me encontraba en la mayor incertidumbre.

Un acontecimiento, a pesar de su lógica no esperado por mí, acabó, no precisamente de una manera agradable, mis vacilaciones. Una mañana se presentaron en mi hotel dos caballeros, de parte del marqués de Vernay. Venían a provocarme a un duelo a pistola en condiciones graves. Yo acepté, desde luego; tenía la seguridad de que no me había de pasar nada. Nombré de padrinos a un condiscípulo de San Fernando y a un oficial inglés de Marina que comía en el hotel y que estaba en un navío surto en la bahía de Cádiz.

Como digo, tenía una confianza absoluta, una confianza estúpida; me parecía imposible que el marqués me hiriera. No sé qué idea absurda de mi inviolabilidad se me había metido en la cabeza.

El duelo se verificaría en el Puerto de Santa María, en la finca de un amigo del marqués. Se hicieron los preparativos con extraordinaria reserva; el marqués y sus padrinos, con las cajas de pistolas, fueron a primera hora de la mañana, y yo, con los míos, nos metimos en una barca después de comer.

El patrón se sentó a la popa. Era un tipo de teatro, con patillas, faja encarnada y calañés.

Nos reímos de él,. porque decía en un andaluz muy cerrado:

-Bueno; vámonoz, que ze va el viento.

Cruzamos la bahía de Cádiz, desembarcamos, atravesamos las calles del Puerto de Santa María, en coche, y llegamos a la finca del amigo del marqués a eso de las dos de la tarde.

Hacía un tiempo de invierno admirable; los padrinos midieron veinte pasos dando unas zancadas enormes; nos dieron las pistolas, disparamos, y al mismo tiempo que oí el fogonazo sentí un golpe que me derribó al suelo. Intenté respirar, la boca se me llenó de sangre y sentí el ruido del aire al entrar por el agujero de la herida.

Tenía atravesado el pulmón. Pasé días muy malos entre la vida y la muerte. Un mes estuve en cama, y al cabo de este tiempo pude levantarme hecho una momia. Don Ciríaco, desde que supo lo ocurrido, se plantó al lado de mi cama y me cuidó como a un hijo. Hortensia vino también a verme. Dolores y su marido habían ido a vivir a Madrid, al parecer reconciliados.

Cuando ya estuve en disposición de salir de casa, don Ciríaco me llevó a ver a un amigo suyo, capitán de una fragata, la Ciudad de Cádiz. El viejo capitán, que me tenía cariño, quería que su amigo pasara a mandar la Bella Vizcaína y yo ocupara la vacante en la Ciudad de Cádiz.

El amigo no presentó dificultad alguna; don Ciríaco fue a ver a doña Hortensia, quien parece que dijo que se haría lo que deseábamos sin la menor vacilación.

Efectivamente, unos meses después, ya restablecido del todo, era capitán de una hermosa fragata, a los veintitrés años.

Nunca volví a ocuparme de mi tío Juan de Aguirre, que en mi infancia tanto me preocupó; pero un día iba en una de esas canoas que cruzan la bahía de Manila conduciendo el pasaje, y que llaman guílalos, cuando entablé conversación con un viejo capitán vasco que mandaba un bergantín, y al decirle que yo era de Lúzaro, me preguntó:

-¿Usted sabe algo de la vida de Juan de Aguirre?

-No. Y eso que Juan de Aguirre era pariente mío.

-Juan de Aguirre y Lazcano?

-El mismo. Era mi tío carnal.

-¿Qué se hizo de él?

-Debió morir. Yo he asistido a su funeral.

-¿Cuánto tiempo hará de eso?

-Pues hará cerca de veinte años.

-No puede ser. Hace unos catorce o quince años, Juan de Aguirre vivía, y estaba, según me dijeron, en Ilo-Ilo.

-No creo que fuera él: me parece imposible.

-Yo no le he visto -repuso el capitán-, pero he conocido gente que ha hablado con él.

-Podría ser una persona del mismo nombre.

-¿Del mismo nombre, del mismo pueblo y que hubiera navegado de piloto en el mismo barco?... Muy raro tenía que ser.

-Sí, es verdad. Pero si hubiese vivido en Ilo-Ilo, le hubiese escrito a su madre.

El capitán se encogió de hombros como si el argumento no le convenciera, y añadió con indiferencia:

-Hace veinte años que no le escribo yo a mi mujer, y seguramente creerá que me he muerto.

Me despedí de este paisano, que sin duda no era un caso muy significativo de ternura matrimonial; le conté la conversación a mi segundo, e hicimos una serie de indagaciones entre capitanes, pilotos y contramaestres vascongados. Varios nos confirmaron que, efectivamente, habían oído hablar hacía unos quince años de un Juan de Aguirre, propietario en Ilo-Ilo y antiguo marino; en cambio, el capitán de la corbeta Mari Galante, Francisco Iriberri, a quien encontramos en una de esas calmas del océano índico, al sur de Madagascar, me dio otros datos.

Iriberri era un viejecito pequeño, imberbe, con el aire enfermizo, el pelo rubio y los ojos ribeteados.

Después he sabido que Iriberri fue uno de los capitanes más audaces de su tiempo. Iriberri me aseguró que Juan de Aguirre había estado, como él, haciendo el comercio de negros y de chinos hasta que fue apresada su urca por un crucero inglés. Iriberri me dijo que la urca en donde navegó mi tío se llamaba El Dragón y que era de una sociedad francohoiandesa, y me dio tales detalles que quedé convencido. Según él, mi tío, si no se había escapado o no había muerto, seguiría en presidio.

Su final lo desconocía, pero era indudable ‘que mi tío, después de andar en algún barco negrero o pirata, había sido preso.

Desde Ilo-Ilo hubiera escrito a su madre y ésta no hubiese tenido inconveniente en declarar que su hijo vivía. Encontrándose en presidio, se comprendía que mi orgullosa abuela prefiriese darle por muerto.

Con un viaje muy malo, después de siete meses de navegación con temporales y borrascas, llegamos a Cádiz.

Llevaba cinco años de mar. Tenía veintiocho. Estaba cansado. Recogí las cartas en el correo, y en la primera que leí, mi madre me decía que la abuela había muerto. Era conveniente que fuese a Lúzaro para arreglar las cuestiones de la herencia.

Tenía tanto deseo de ver tierra, que rechacé la proposición de un compañero que quería llevarme en su barco hasta Bilbao, y tomé la diligencia para Madrid.

Estuve una semana en la Corte, y el primer día, al llegar al Prado, vi en un coche a Dolorcitas con su marido. Él quizá no me conoció, pero ella sí debió conocerme al momento, y volvió la cabeza con desdén.

Era una estupidez, pero aquel ademán desdeñoso me hizo mucho efecto.

Más melancólico de lo que había llegado, salí de Madrid; pasé por Burgos y Vitoria, y de aquí, tomando un coche y dejando otro, llegué a Lúzaro.

Los bienes de la abuela tenían que repartirse en partes iguales entre mi tía Úrsula y mi madre. Aguirreche quedaba para las dos; pero como mi tía Úrsula, sintiendo cierta veleidad mística, había manifestado el deseo de entrar en el convento de Santa Clara, y mi madre no quería para vivir la antigua casa solariega, decidieron alquilarla.

Yo, movido por el interés de averiguar el paradero de mi tío Juan, registré los armarios de la abuela y leí todas las cartas y papeles viejos.

Quería aclarar el enigma de la vida de mi tío, de quien se contaban tantas historias, y que me volvía otra vez a preocupar.

Registrando los armarios, encontré un daguerrotipo en cristal, hecho en París. Pregunté a mi madre si conocía al retratado, y me dijo que era su hermano Juan, pero tan raro que casi no le conocía. Nunca había visto aquel retrato.

En un paquete de cartas amarillas leí una firmada Juan. En ella se acusaba recibo de una cantidad no pequeña y se decía que enviaba su daguerrotipo, hecho por un fotógrafo de París.

No cabía duda que la carta era de mi tío. Estaba escrita desde un pueblo de Bretaña y fechada diez años después de que en Lúzaro se celebrara el entierro. Era indudable que Juan de Aguirre vivía cuando su familia y yo, de chico, asistimos a su funeral.