Las inquietudes de Shanti Andía/Libro VII
Libro VII
He sido educado con una gran severidad de principios. Mi madre me inculcó la idea de que mi posición me obligaba a ser más rígido que los demás.
Yo, en el fondo, era un muchacho atolondrado, de buen corazón, aunque un tanto violento.
Muy joven comencé a navegar, y en el barco tuve que ir olvidando cuantas enseñanzas me dio mi madre.
Mi vida, en los primeros años de navegación, fue muy intensa. Formaba parte de la tripulación del Asia, un bergantín que recorría los mares de la China. El capitán era australiano; el piloto, vascongado.
Nuestro comercio se desarrollaba entre Malaca, Siam, Sumatra, Borneo y las Filipinas. Los principales puntos de parada eran Singapur, Batavia, Macasar, Hong Kong y Manila.
Constantemente estábamos visitando sitios desconocidos, puertos en donde no había entrado aún el europeo. Sil Wilkins, mi capitán, era un hombre de genio.
Con frecuencia teníamos que batirnos, ya con los merodeadores chinos del golfo de Tonkín, como con los piratas moros que pululan por aquellas latitudes y dan muestra de un valor y de una audacia asombrosa. Sobre todo hacia el nordeste de Borneo, cerca de las islas de Serasán y del archipiélago de los Piratas, tuvimos batallas navales furibundas contra dos y tres de esos barcos armados que llaman praos.
Estos praos o paraos suelen ser, generalmente, lanchas afiladas que navegan a vela y a remo, y llevan varios hombres armados con fusiles; la mayoría tienen cobertizos de esteras, pero hay algunos de estos praos grandes, de tres palos, que llevan una toldilla sólida con cristales y están defendidos con una porción de cañones. No es fácil que un barco de comercio pueda luchar en velocidad con estas lanchas, que tienen grandes condiciones marineras.
Sil Wilkins no tenía por costumbre huir, y aguardaba el ataque de los piratas.
Conocía muy bien sus procedimientos y sus argucias. Hicimos verdaderos horrores. Cerca de las islas Célebes echamos a pique, a cañonazos, tres grandes embarcaciones de piratas que venían dispuestos a tomar nuestro bergantín al abordaje. También tuvimos que dar una buena lección a unos moros ladrones de la isla de Joló.
Sil Wilkins era un marino sencillamente extraordinario. No he conocido a nadie de un valor más sereno ni de mayor indulgencia y generosidad para las debilidades ajenas. No pude llegar a comprender bien si en su fondo había un inmenso desprecio o un gran cariño por los hombres. Quizá sentía las dos cosas al mismo tiempo.
Como todos los capitanes que llevan muchos años en un barco, él había navegado casi siempre en aquél, sabía lo que daba de sí su Asia, y no le pedía más.
Conocía el mar de la China como pocos; lo que no sabía lo adivinaba. Wilkins era un ejemplo de a lo que puede llegar un hombre cuando pone su inteligencia y sus sentidos en una especialidad. Y, a pesar de su juicio claro de las cosas y de la cantidad de experiencia que atesoraba, aún se podía decir que en él el talento era lo de menos.
La maldad, la ruindad, la envidia, todo lo disculpaba. Para Wilkins el mal no era más que la cantidad de sombra necesaria para que brille el bien.
Pasé con Wilkins cerca de ocho años, y al cabo de éstos mi capitán se retiró, ya viejo, a Sidney; yo fui a Manila, y desde Manila a Cádiz. Iba a entrar de piloto en la derrota de Cádiz a Filipinas. Mi madre me llamó y volví a Lúzaro.
Entonces conocí a la Shele. La Shele era hija de una familia de buena posición que se había arruinado. Tenía algún parentesco con mi madre.
En nuestro país no suele ser ningún desdoro el que una muchacha entre a servir en una casa del pueblo.
Además, la Shele, como digo, era parienta y ahijada de mi madre. Su situación en mi casa podía considerarse intermedia entre criada y pariente pobre.
La Shele, muy joven e inocente; yo, un marino que venía de las soledades del mar de la China con gran deseo de vivir; nos vimos, y sucedió lo que no era raro que sucediera. No sé si mi madre sospechó lo que pasaba; si sospechó y se valió de una estratagema para alejarme, Dios se lo haya perdonado. El caso fue que mi madre recibió una carta de Cádiz, en la que decían que era conveniente que yo volviese cuanto antes. Allí nadie supo decir quién había escrito esta carta. Todavía faltaba cerca de un mes para la salida de la fragata Maribeles, donde tenía que embarcar.
Estuve por volver a Lúzaro, pero vacilé; ¿qué pretexto iba a dar a mi madre?
Siempre me inspiró más temor que otra cosa. Yo no sospechaba el estado de la Shele. De sospecharlo, me hubiera decidido a volver y a casarme con ella, saltando por todo.
Llegó la época de entrar en la Maribeles y de perder hasta el recuerdo de las personas conocidas. Tardamos seis meses en llegar a Manila y estuvimos allí dos. Recogí varias cartas de mi madre, y entre muchas noticias para mí indiferentes me comunicaba que la Shele se había casado.
Cuando supe esto, me figuré que, como dice todo el mundo, las mujeres son volubles e ingratas, y pensé que la Shele me había olvidado con la ausencia.
Escribí a uno de los amigos de Lúzaro preguntándole lo ocurrido con ella.
Meses después pude recoger en Cádiz dos cartas suyas en contestación a la mía. En una me decía que la Shele se había casado, o, mejor dicho, la había casado mi madre con el hijo de Machín, un mozo estúpido y borracho, a cuyo padre habían tenido que dar dinero y tierras para permitir que su hijo se casara con la Shele, que estaba embarazada. En la segunda me decía el amigo que la Shele acababa de morir de sobreparto en el caserío de Machín.
Al saber esto me entró una desesperación profunda. Intenté marcharme del barco; pero el capitán notó algo en mí y no me lo permitió.
Tenía que zarpar la fragata, y hubo que seguir adelante. Los seis meses de viaje a Filipinas los pasé desesperado. Mi cólera y mi rabia llegaban a ponerme como enloquecido, y una porción de ideas furiosas me venían a la imaginación.
Poco a poco mi cólera disminuyó, y se fue convirtiendo en una profunda melancolía. Todo me parecía triste: en la cosa más sencilla e inocente encontraba motivo para una reflexión lúgubre. Llegaban a molestarme tanto estas ideas que, para ahogarlas, tomé la costumbre, al llegar a Manila, de ir a las tabernas a emborracharme.
En una de ellas encontré, por mi desdicha, a Tristán de Ugarte, que ha sido para mí uno de esos hombres providencialmente funestos, seres reclamos del mal que se ponen en el camino para arrastrarnos al vicio y a la ruina.
Ugarte estaba de piloto en un barco negrero; se había marchado de él hacía unas semanas, y llevaba una vida de riñas y francachelas. Se hallaba cansado del mar, de la vida agitada del barco negrero, y quería recalar en un rincón y pasar unos años carenándose.
Yo le dije que a mí, por el contrario, me faltaba la vida agitada como la que llevaba en el Asia con Sil Wilkins; batirme todos los días, pasar a cuchillo al que se me pusiera por delante, y morir cualquier día de un, balazo en la borda de un barco.
-Hombre, vamos a hacer una cosa -me dijo él.
-¿Qué?
-Vamos a cambiar de destino y de estado civil. Tú te vas al negrero y te llamas Tristán de Ugarte; yo...
-No puede ser -repliqué-. En el barco en donde yo estoy no te van a tomar con mis papeles y con mi
nombre.
-No importa. Yo no pienso ir a tu barco. Voy a comprar unas tierras en Filipinas, y me gustaría usar tu
nombre mejor que el mío.
-Entonces, sí.
-Pues nada. Yo me llamo desde ahora Juan de Aguirre; y si tú quieres entrar en El Dragón como piloto
y con mi nombre, ahora mismo le escribo al capitán, que es un paisano.
-Bueno, escríbele. ¿Dónde está el barco?
-En Batavia.
Se puso Tristán a escribir la carta y cuando concluyó me la dio. Cambiamos de papeles. Éramos, poco más o menos, de la misma edad y de la misma estatura. Él de Elguea, yo de Lúzaro, teníamos el mismo acento. La sustitución era fácil.
Dejé salir la Maribeles, y unos días después iba a Batavia y entraba en El Dragón con una absoluta inconsciencia.
El capitán Zaldumbide era un vasco francés. Me recibió amablemente, me llevó al alcázar de popa, y hablamos. Me preguntó dónde había navegado, y me expuso con gran claridad todos los peligros que corría al entrar en El Dragón.
Al ver que yo aceptaba a pesar de esto, no hizo objeción alguna. Las dos condiciones para desempeñar el cargo eran ser un buen piloto y hablar vasco. Las dos las reunía yo. Ya aceptado, me enseñó la cámara que había que ocupar cerca de la suya. Me hizo observar que las dos estaban blindadas y teñían ventanas con rejas.
No voy a contar las peripecias de mis viajes; fueron, poco más o menos, las mismas de todos los que se lanzan al mar a buscar aventuras.
El capitán Zaldumbide me trataba con mucha atención. Era, relativamente, buena persona, aunque muy desigual y poco lógico. Tenía por norma la arbitrariedad más absoluta; ahora que, dentro de su arbitrariedad, y desde su punto de vista, era justo.
Sus dos caracteres más salientes eran el fanatismo religioso y la avaricia. A pesar de las muchas brutalidades y muertes que debía haber hecho en su vida, no se resignaba a perder su lugar en el paraíso. Lo reclamaba con todas sus fuerzas.
Como avaro, era una especialidad. Tenía un armario forrado, donde guardaba sus riquezas, y una porción de baúles pequeños de latón, reforzados con barras de hierro.
Alguna vez me permití bromear acerca de sus tesoros, y él me dijo con gran sigilo:
-Que no te oigan. No vayan a creer que tengo mucho dinero y quieran asesinarme.
La marinería era completamente patibularia; quitando los vascos, que iban al lado del capitán por codicia, campesinos en su mayoría, y otros dos o tres, los demás eran una colección de borrachos, de ladrones, de presidiarios, lo peor de lo peor, el detritus de los puertos de las cinco partes del mundo.
Los vascos, no. Éstos eran casi buenas personas. Estaban convencidos de que, saliendo de su pueblo, el vender una familia de negros o de chinos, o el robar barcos, no tenía importancia. Se figuraban cándidamente mis paisanos que la honradez, el cumplimiento de la palabra, la buena fe eran necesarios e imprescindibles en la aldea. Ahora, ya en el océano, consideraban el piratear, el saquear o el robar como medios de enriquecerse más o menos decorosos. ‘
Entre los cuarenta tripulantes que íbamos en El Dragón los había de todas clases: desde tipos cuya vida era una continua serie de maldades y de crímenes, como el doctor Ewaldus, hasta un pobre muchacho irlandés, Patricio Allen, que era un modelo de probidad y de nobleza.
Patricio Allen era una de tantas víctimas de la suerte. Su padre, un campesino arruinado, había ido huyendo de un pueblo de Irlanda a Liverpool, en busca de trabajo, dejando en la miseria, al morir, a la viuda y a una porción de chicos y chicas.
Allen era un hombre afectivo, tenía un gran cariño por la familia y sufría al verla en la miseria. Recorría los muelles cenagosos buscando trabajo, e iba a caer a esas tabernas de marineros borrachos en donde se mezclan gentes de todos los países.
Allen no sabía, no tenía certificados, y los skippers no le aceptaban. Veía con desesperación el momento en que la miseria desharía su pobre hogar y llevaría a sus hermanas a aquellos antros horribles del placer barato, en donde los marinos del mundo entero se emborrachaban con whisky, al lado de una mujer rubia y pintada.
Allen sabía que en Liverpool, como en todos los grandes puertos, había enganchadores, comerciantes de hombres.
Estos enganchadores acogen en su casa a los marinos sin empleo, les dan de comer y hasta algún dinero, y cuando viene un capitán que le falta marinería, se entiende con el enganchador, escoge sus hombres y paga las deudas con los anticipos de la soldada del marinero.
Allen encontró uno de estos enganchadores y se vendió por unos cuantos chelines, que dio a su madre.
Le llevaron de Liverpool a Amsterdam, y Zaldumbide lo rescató, pagando sus deudas y embarcándole en El Dragón.
Allen era un buen muchacho, pero muy poco marino. Por más que yo intenté explicarle las maniobras, no pude. Miraba al mar como algo sin interés. Tenía espíritu de labrador.
Otro hombre bueno en el fondo era Franz Nissen, el timonel. Hablaba muy poco, y nunca de su vida. Era un buen marino aquel hombre silencioso. Zaldumbide me contó que, estando en el servicio -parece que había servido en la Marina danesa-, un oficial, injustamente, le mandó azotar. Poco tiempo después, Nissen, una noche, regó con petróleo la cama y el cuarto del oficial y les pegó fuego. Después se escapó no sé cómo.
Mi mejor amigo en el barco era Allen. Él conocía mi vida y yo la suya. Estábamos unidos como si fuéramos hermanos.
Su amistad me hacía más llevadera mi estancia en El Dragón. Charlábamos; yo le enseñaba lo que sabía. Él hablaba. Así pasamos meses y años en medio de peligros continuos.
Hicimos una porción de viajes llevando desgraciados negros de Angola y de Mozambique al Brasil y a las Antillas.
Nunca llegué a acostumbrarme al espectáculo de miseria y de horror que ofrecían; casi siempre me metía en el camarote, para no ver aquellos desdichados. Zaldumbide los trataba bien; pero eso no evitaba que el espectáculo fuera repulsivo.
El Dragón no era de aquellos clásicos negreros que podían considerarse como ataúdes flotantes.
Estaban bien estudiadas la capacidad de aire, la cantidad de agua necesaria y la manera de evitar la infección y los miasmas pútridos. Zaldumbide comprendía que su negocio no estaba en dejar morir a los negros.
Por lo que me decían todos, antes de llegar yo al barco se llevaban partidas grandes de ébano, y la tripulación se mostraba dócil. En mi tiempo, la mitad de los días los marineros estaban sublevados. Se salía de estos peligros a la buena de Dios.
Tres o cuatro años después de entrar yo en el negrero salíamos de cerca de Macao, llevando un pasaje de trescientos coolíes chinos para América, cuando a la altura del cabo Engaño se nos acercó un pailebot de dos palos, de esos que llaman en Filipinas pontines, y de él apareció Tristán de Ugarte. Estaba transformado; tenía una cicatriz que le desfiguraba por completo.
Me dijo, recriminándome, que mi nombre le había dado muy poca suerte; su finca de Ilo-Ilo marchaba mal; sin duda no sabía administrarla.
Su carácter inquieto no le dejaba vivir. Era un hombre borracho y nervioso. Muchas veces pensé si estaría loco, tales eran sus gestos y sus arrebatos.
Íbamos cruzando el Pacífico cuando se nos sublevaron los chinos, y no sé si ellos o algunos de la tripulación mataron a Zaldumbide y al médico holandés.
Hubo luego una serie de luchas y de reyertas entre parte de la tripulación, que era enemiga de la otra; pero, al fin, se pudieron arreglar estas diferencias y yo me encargué del mando de El Dragón.
Mi plan era llegar a Europa, entregar el barco a los armadores y volver a España.
Marchando por el Pacífico, hacia el sur, nos encontramos con un barco desmantelado que nos hizo señales y nos preguntó si llevábamos médico. Le dijimos que no, y lo único que pudimos darles fue agua y té.
Al día siguiente teníamos el vómito negro en el barco. Alguno encontró en el cuarto del médico un frasco con polvos de quina. Hicimos una poción para los enfermos. De veinte atacados se nos murieron ocho.
Ugarte tuvo la humorada de sublevar algunos marineros estando el barco atacado de fiebres. Quería que cambiásemos el nombre a El Dragón y nos dedicáramos a la piratería por el Pacífico.
Tuve que arrestar a aquel loco.
Después de una travesía larga y llena de peripecias, llegamos frente al estrecho de Magallanes; pero como no teníamos viento favorable, decidí bajar y doblar el cabo de Hornos.
Pasamos por el cabo Deseado y el de la Desolación, con un frío muy intenso y tiempo claro; pero al llegar a la altura de la isla de Wollaston se nos echó encima una bruma densísima, que no se quitó en una porción de días.
La prudencia nos aconsejaba detenernos, pero yo seguí. Varias veces estuvimos a punto de chocar con grandes bloques de hielo que venían flotando. Estos bancos de hielo nos servían para hacer la aguada.
Recalamos un día en la bahía de Nassau, y sin esperar a que mejorara el tiempo, seguimos adelante. La tripulación estaba aniquilada, los marineros trabajaban como febricitantes; yo temía que, de descansar, se apoderara de ellos la atonía y pereciéramos todos en aquellos parajes inhospitalarios.
Con tiempos horribles y borrascas salimos de la bahía de Nassau, atravesamos el estrecho de Le Maire y, en medio de una tormenta de nieve, llegamos al puerto Cook de la isla de los Estados.
Pocos sitios más tétricos que aquél. El puerto era un fiordo flanqueado por montañas altísimas con rocas desnudas y siniestras; el suelo, fangoso e inculto. A pesar de que la tripulación quería descansar allí, yo decidí seguir adelante hasta recalar en la bahía de la Soledad, de las islas Malvinas.
Aquí pudimos reponernos, y cuando la tripulación ya se encontró con fuerzas nos pusimos en derrota, camino de Europa.
A la altura de San Vicente, un barco de guerra inglés nos dio caza dos veces, y a la última nos destrozó la arboladura de El Dragón a cañonazos. Huimos en la ballenera, y creo que al cocinero y a algún otro se les ocurrió apoderarse de los cofres de Zaldumbide y llevarlos con nosotros. Cuando huíamos, El Dragón se hundió. Después Ugarte se jactaba de haber hecho en el casco un boquete. No sé si esto fue verdad.
Si no hubiera sido por la carga del tesoro de Zaldumbide, hubiésemos desembarcado en seguida en una de las islas de Cabo Verde; pero con aquella impedimenta me pareció peligroso tocar en tierra. Comenzamos a navegar con rumbo al norte, hacia las Canarias. Decidimos, de común acuerdo, acercarnos a la costa africana y enterrar los cofres.
Entramos por el río Nun y exploramos sus orillas. junto al mar, dunas de arena blanca, formadas por el viento, reflejaban el sol, hasta dejarle a uno ciego. Después comenzaban a verse zarzas, callistris y algunas piteras. A unas quince millas de la costa encontramos unas ruinas; quizá eran restos de una de las torres que Diego García de Herrera levantó, por orden del rey de España, cerca de la costa. No me parecía prudente enterrar allí los cofres, y busqué otro punto mejor. Todas aquellas lomas y montículos del río, formados de arena, probablemente cambiarían de posición y de forma al impulso del viento del Sahara. Era necesario encontrar jalones más firmes.
Me acerqué a un muro del castillo, que tenía grabado un elefante, y, siguiendo la visual del ojo, vi que entre dos grandes bloques de piedra se veía en aquella hora la sombra de una peña afilada, colocada a orillas del río. El vértice de la sombra caía en aquel momento al pie de un árbol de argán. Aquél me pareció el sitio mejor para enterrar los cofres.
Fijé el lugar, y como era muy posible que nos dieran caza y encontrándonos un papel así nos lo quitaran, traduje la indicación al vascuence, y, mientras esperábamos que acabaran de enterrar el tesoro, Allen, por mi consejo, fue marcando en un devocionario las letras que componían los datos puestos en vasco.
Los marineros se habían entendido con unos moros para cambiarles un rifle de los que llevábamos por dos corderos; pero los moros, en vez de cumplir el pacto, nos atacaron y nos mataron varios hombres.
Salimos de allí perseguidos por los moros, y nos lanzamos al mar. Nos cogió un temporal deshecho. No podíamos navegar; las olas enormes nos inundaban la ballenera; teníamos que sacar el agua con las gorras, la espuma nos azotaba la cara y el viento nos apagaba el farol cuando queríamos ver la brújula, y nos dejaba sordos.
Luchamos durante dos días con la lluvia, y a la mañana del tercero vimos la isla de Lanzarote como una nube. .
Creíamos encontrar la salvación, cuando un buque inglés de guerra nos capturó y nos llevó al navío que días antes nos había dado caza.
Éramos sospechosos de piratería. Sabido es que las leyes contra los piratas son muy severas. El pirata está fuera del derecho de gentes, y la ley inglesa le condena a ser colgado por el cuello, hasta que sobrevenga la muerte.
El navío inglés se llamaba El Argonauta. El médico de este barco era una excelente persona; no tuve ningún inconveniente en contarle mi vida, sin ocultarle nada. Él dio de mí buenos informes e influyó, seguramente, para que no me colgaran de una verga.
Durante la travesía de las Canarias a Plymouth me trataron bien los ingleses. Ugarte era el que se encargaba de hacerme la vida odiosa, recriminándome por no haber seguido su consejo cuando navegábamos por el Pacífico.
Llegamos a tierra y nos condujeron delante de los jueces. Aparecieron en el banquillo todos los tripulantes de El Dragón. El no haber resistido y el quedar los hechos oscuros nos salvó de ser ahorcados.
Si el juicio hubiera sido como los ordinarios, quizá hubiéramos quedado libres; pero nos juzgaron tan sumariamente que no pudimos defendernos. Fuimos condenados a la deportación en distintos presidios y pontones: los jefes a diez años, los marineros a cinco.
No a todos nos enviaron al mismo punto. Los marineros fueron conducidos a presidios del interior y a los pontones próximos a Portsmouth y Chatham. A nosotros nos destinaron a un pontón del norte.
Embarcamos en un cutter que se llamaba Flying Fish (el Pez Volador), Ugarte, Nissen, el timonel, Old Sam, el contramaestre, el irlandés Allen, que quiso venir conmigo por amistad, y otros prisioneros franceses. Al salir de Plymouth, Old Sam se tiró al agua. No se le vio durante algún tiempo. Los soldados dispararon a todos los sitios que les indicaron. No quise ver aquella horrible caza. Al día siguiente, al anochecer, se detuvo el Flying Fish y una barca vino a acercársele.
Bajamos, con las esposas en las muñecas, y nos sentamos en la barca. Venía custodiándonos un oficial con varios soldados.
Perdimos de vista el Flying Fish, y fuimos avanzando hacia tierra. No se veía más que la entrada de un río entre la niebla espesísima. En medio de la bruma de un cielo polar se destacaban promontorios avanzados, grises, sin vegetación, y hacia tierra pantanos negros, por encima de cuyas aguas inmóviles volaban nubes de pájaros.
Todavía seguía el crepúsculo cuando nos acercamos al pontón. El barco, desmantelado y sin palos, se destacaba como una mancha oscura entre el cielo gris y el mar del mismo color. De cerca el viejo navío parecía un arca de Noé, sujeta por amarras y cadenas; era altísimo, de tres pisos, con un tejado; por sus chimeneas salían columnas negras de humo. En el mascarón de proa se destacaba una figura de Neptuno.
Por todas partes, alrededor, dominaba igual color neutro, triste; las aguas amarillentas se confundían en la penumbra con el cielo. Nunca he sentido mayor melancolía. Pasamos por delante del coronamiento de popa, que tenía tres pisos fuera del agua, con galerías y ventanas recargadas de adornos barrocos.
La parte más alta del coronamento de popa estaría lo menos a treinta pies sobre el agua, y de ella colgaba un gran farol que brillaba en el ambiente gris del anochecer.
El pontón era un viejo navío de la época de Trafalgar. Se llamaba El Neptuno.
Al llegar a la cubierta estuvimos esperando durante una hora larga y fría. Me mandaron quitarme la ropa. Obedecí y me dieron unos pantalones raídos, un chaleco viejo y una chaqueta con un número grande en la espalda. Tenía el propósito decidido de no protestar de nada, y eso me sirvió, porque algunos de nuestros compañeros, entre ellos Ugarte, además del despojo, tuvieron que sufrir el encierro.
Cuando me encontré con Allen sobre cubierta, los dos vestidos de pontoneros, nos miramos atentamente y nos dimos la mano. juramos no separarnos jamás.
Allí tenía uno que vivir diez años. ¡Una vida! Tenían que pasar primaveras, veranos e inviernos en aquella cárcel flotante, siempre a la vista de un mar gris, de unos pantanos llenos de fango, sin más comunicación con el mundo exterior que el ruido de las olas y el grito áspero de las gaviotas y de los patos salvajes. La vida en el pontón era horrible; apenas teníamos sitios donde revolvernos; a proa se alojaban los soldados de guardia, y a popa, los oficiales. La población pontonera vivía entre la galería baja y la barraca hecha sobre cubierta, vigilada por unos y otros.
Difícil era acostumbrarse a vivir allí, pero todo se consigue a fuerza de energía y de perseverancia. Estoy convencido de que los primeros días no enfermé por un esfuerzo extraordinario de la voluntad. Constantemente estaba febril, mi cabeza ardía; de noche no podía dormir y caía en un estado de abatimiento profundo. Al amanecer, a la hora de diana, me levantaba con las ropas húmedas y el pelo mojado; sentía dolores en todas las articulaciones y una gran postración.
A pesar de esto, mi voluntad no cedía; yo la encontraba fuerte y tensa, dispuesta a cualquier esfuerzo. Tomé una poción de quina, y a los quince días había recobrado la salud.
A los confinados en los pontones se les trataba corno a presidiarios. En caso de rebeldía se les mandaba azotar, se les ponían cadenas o se les llevaba al calabozo, el black hole (agujero negro), en don de se les tenía a pan y agua.
Casi todos los reclusos tenían palomas, pájaros, ardillas y otra porción de animales domesticados. Cada cual buscaba el entretenimiento más en armonía con sus gustos e inclinaciones.
Había un capitán negrero inglés que, según nos contó él mismo, cuando los negros se le sublevaban los ataba a la boca de los cañones y disparaba. Este capitán, cuando le cazaron, iba recogiendo negros, metiéndolos en barricas y echándolos al agua. Tan brutal energúmeno se conmovía pensando en un conejo al que había domesticado.
Ugarte y un marsellés nos fastidiaban con frecuencia. Ugarte era el eterno descontento; la mala alimentación, la humedad, el frío, todas las molestias naturales en una cárcel de aquel género, le tenían fuera de sí, y sus protestas no le servían más que para estar encadenado y en el calabozo.
A mí me acusaba de adulador y de vil porque no protestaba. No le podía convencer de que una protesta que no sirve más que para que a uno le castiguen nuevamente, es una necedad.
El marsellés, que se llamaba, no sé si de nombre o de apodo, Tiboulen, era, por otro estilo, un hombre molesto.
Lo que en Ugarte era dignidad vidriosa, en Tiboulen era patriotismo y odio a los ingleses. El marsellés tenía esa amargura y esa personalidad de los mediterráneos, excesiva, aparatosa, unida al patriotismo petulante y exaltado de los franceses.
Tiboulen no era un hombre violento y malo como Ugarte; estando solo era razonable, pero cuando tenía público se volvía loco. Tiboulen necesitaba que se ocuparan de él con cualquier motivo, y reñía con los compañeros de prisión y dirigía mil ridículas amenazas a los carceleros.
Esta clase de hombres, que viven únicamente para la galería, producen alternativamente cólera y desprecio. A veces yo deseaba que arrancaran la piel a golpes a semejante idiota; otras me daba lástima verle entregado sin defensa a la brutalidad de sus verdugos.
A Tiboulen y a Ugarte los llevaron a otra cuadrilla y nos dejaron en paz.
Los primeros meses, Allen y yo nos dedicamos a estudiar sistemáticamente todas las formas y posibilidades de fugarse.
Era muy difícil; las aberturas tenían fuertes hierros; las puertas, pesados cerrojos. Alrededor del barco corría una galería baja, a flor de agua, con las ventanas tan próximas una a otra que era imposible que pasara nadie ni nada por delante sin que lo vieran los centinelas.
Siempre había gran vigilancia en esta galería, y las rondas circulaban por ella cada cuarto de hora. Además, como flotaban otros pontones en esta entrada del mar, unos se vigilaban a otros, y varias lanchas con gente armada recorrían las proximidades de los viejos navíos, de noche.
Por las conversaciones de los demás compañeros, pude enterarme de que en el pontón funcionaba una logia masónica llamada Fe y Libertad, que tenía agentes para relacionarse con los presos de los demás pontones, y no sólo con los presos, sino también con algunos oficiales de la guarnición.
Allen y yo expusimos deseos de ingresar en la logia, y después de hacer nuestras pruebas, pasamos a ser hermanos. El venerable era un viejo pirata griego, cuya historia era una serie de horrores.
Por esta masonería pudimos enterarnos de algunos datos interesantes para una posible evasión. La ría donde se encontraba nuestro pontón era como un gran lago, de más de una legua de ancho. Había en ella tres pontones, y el nuestro estaba en medio.
La distancia desde El Neptuno a tierra era, aproximadamente, de dos millas.
Un peligro mucho mayor que el del mar, en caso de evasión, lo constituían los pantanos fangosos de la costa, de más de cien metros de ancho. Según se decía, era tan imposible atravesarlos andando como nadando.
La mayoría de los evadidos habían quedado en ellos sin poder avanzar, sirviendo de pasto a los cuervos y a las aves de rapiña que se cebaban en los cadáveres putrefactos.
En aquellos pantanos negros y siniestros, que de noche exhalaban fuegos fatuos, habían desaparecido muchos de los escapados de los barcos-prisiones.
En vista de que no había posibilidad de evadirse, me dediqué a estudiar matemáticas. La recomendación del médico de El Argonauta seguía siendo eficaz para mí, y, gracias a ella, el comandante me prestó varios libros de geometría, de álgebra y de física. A éstos añadió una Biblia.
Allen, que era un católico fanático, me recomendó varias veces que no la leyera.
Como los presos estaban aburridos de su inacción, cada cual buscaba el mejor modo de entretenerse.
Yo me dediqué a darles lecciones de matemáticas, y llegué a ganar algún dinero. Por la noche, a pesar de que estaba prohibido tener luz, yo leía; guardaba los trozos de tocino que daban en el rancho, les ponía una mecha con un poco de estopa y me servían para alumbrarme.
La indiferencia que sentía por todo, unida a una filosofía estoica que iba adquiriendo, me ayudaba a soportar las penalidades tranquilo y sin cólera. Además, tenía la esperanza de que, pasados dos o tres años, me llevarían a una colonia penitenciaria, donde la vida sería más soportable.
Varias veces quise enseñar matemáticas a Allen, pero no quería. Prefería, acompañándose de un acordeón que no le abandonaba, cantar canciones sentimentales de su país.
Al año conocía yo a toda la gente pontonera.
Había algunos viejos confinados que tenían una industria curiosa. Consistía ésta en hacer un agujero en el pontón y vendérselo al que pagara más. Estos agujeros debían salir entre el nivel del agua y la galería baja, lugar vigilado de noche y de día.
Ugarte, que se estaba pasando la mayor parte del tiempo en el calabozo, me dijo que me enterara de quién podría hacer un agujero para escaparnos nosotros. Tenía dinero, y pagaría lo que fuese.
Un marinero holandés de la tripulación de El Especulador, un barco pirata que dio mucho que hablar en su tiempo, entabló negociaciones con él, y se comprometió a cederle una mina después de terminada. Ugarte comenzó a mostrarse más dócil con la esperanza de la fuga.
El holandés hizo parte de su galería; pero a la mitad del trabajo un vigilante encontró la mina, y hubo que suspender la obra.
Ugarte, después de esta tentativa frustrada, ya no me dejó vivir. en paz. Todos los días me exponía uno o dos proyectos. La idea de la evasión le obsesionaba; gracias a aquella idea fija podía estar tranquilo.
Yo comenzaba a acostumbrarme a la vida del pontón. La posibilidad de quedar en el pantano para servir de pasto a los cuervos no me seducía.
Ugarte estaba enfermo, irritado por los castigos, y me excitaba preguntándome si es que tenía miedo.
Yo traté de convencerle de que había que conservar la energía para los momentos graves, sin malgastarla estúpidamente en rabiar por cosas fútiles; además, le advertí que la condición indispensable para que aceptase un plan de fuga era el que fuese sencillo. La única garantía del éxito era la sencillez.
Nos asociamos Ugarte, Allen y yo. Discutimos varios días un plan, hasta que llegamos a aceptar uno.
Consistía éste en hacer un agujero en el muro de la barraca donde dormíamos, para salir a cubierta. De aquí había que subir a la toldilla, que ocupaba casi la mitad posterior del barco, descolgarnos por las galerías de la cámara del comandante con una cuerda y echarnos al mar.
Yo puse como condición previa que no nos defendiéramos ni matáramos a nadie. Era tan difícil salir del pontón, ganar la costa y salvarse, que había que pensar que teníamos cien probabilidades contra una de volver.
Comenzamos los preparativos. Ugarte había recibido dinero y estaba dispuesto a pagar. Por mediación de nuestra masonería nos trajeron unas limas, una sierra, una brújula de bolsillo y manojos de cáñamo para hacer cuerda.
Dormíamos todos en hamacas. Era en invierno y quedamos los tres convenidos en permanecer con la cabeza tapada, como si tuviéramos frío.
La idea era ir acostumbrando al master, cuando hacía la requisa, a que nos viera en una misma posición, y hacerle creer, en días sucesivos, que nos dormíamos en seguida.
También convinimos en no -hablarnos delante de gente. Para que no chocase su cambio de conducta, le aconsejé a Ugarte que fingiera de cuando en cuando alguna cólera violenta.
El día de Nochebuena comenzamos a hacer el boquete. íbamos labrando por la noche cuatro ranuras en forma de cuadro, que al terminar el trabajo se cubrían con alquitrán. Se trataba de horadar la pared de tal modo que el pedazo arrancado fuera como un tapón, que al ponerlo no se notara que había agujero.
Tardamos bastantes días en terminarlo. Cuando estuvo acabado, Allen se sentó varias veces en la parte de afuera de la pared agujereada por nosotros a tocar el acordeón, y con el dedo untado en alquitrán fue tapando las rendijas que podían verse.
Ya hecho este primer camino, discutimos entre los tres una cuestión importante: la manera de cruzar el pantano de la orilla. Por él, según decían, era tan imposible andar como nadar. Allen dijo que podíamos hacer unas a modo de suelas anchas para los pies, y al llegar a los pantanos sujetarlas como unas sandalias y buscar la parte más dura del cieno.
Aceptada la idea, decidimos fabricarlas con unas tablas finas. Allen pidió al master madera para hacer dos cajas, una para él y otra para mí, para guardar nuestros efectos. La madera costó un dineral, porque los caprichos de los presos se pagaban. El dinero de Ugarte quedó reducido a unas pocas monedas. No se desconfió de la petición, y Allen hizo seis tablas delgadas, aunque bastante resistentes, que guardaba, con autorización de un vigilante, en la toldilla de popa. Estas tablas tenían pie y medio de ancho por tres de largo, y llevaban en medio agujeros disimulados con cera para sujetarlas a los pies.
Terminados los preparativos, nos dedicamos a esperar un día oscuro. La luna comenzaba a menguar, pero aún las noches eran bastante claras.
A medida que el momento se acercaba, me sentía intranquilo y febril. No soy cobarde; pero al mirar desde la borda aquella agua espumosa y gris, al pensar que era indispensable lanzarse a ella, me daba el vértigo y se me encogía el corazón.
En esto, un sábado, pocos días después de Reyes, Allen vio en la costa, a gran distancia, con un catalejo de uno de los pontoneros, un botecillo atado a una punta, sin duda dejado por algún cazador de patos salvajes.
El bote estaba más allá de los pantanos.
Nos decidimos e hicimos nuestros últimos preparativos; cada uno llevaría su ropa, una lima y cuatro o cinco chelines en una bolsa, todo envuelto en un trozo de tela impermeable, formando un paquete, atado a la espalda.
Las lías pequeñas para sujetarnos al pie las sandalias de madera las llevaríamos, mientras íbamos andando, atadas al cuello.
La cuerda grande la tendríamos que dejar abandonada en la barandilla del coronamiento de popa.
La noche fijada para la evasión fue la del domingo.
Nuestros vecinos sabían el proyecto, y esperaban ver el resultado, como en una función de teatro.
La guardia entró y nos pasó lista, como siempre, antes de acostarnos; después, era la costumbre que volviese el master con algunos guardianes y mirase si todos estábamos en nuestras hamacas.
Pasada la lista, nos desnudamos Allen, Ugarte y yo, e hicimos líos con la ropa y los envolvimos en la tela impermeable. Luego cogimos del colgador las ropas de otros reclusos y las metimos en nuestras hamacas. Dejamos las gorras poco más o menos como los demás días, y cuando entró el master nos echamos en el suelo los tres, abrimos el boquete, pasamos primero los fardeles con las ropas y luego nosotros, como por una gatera, y salimos a cubierta. Cerramos el boquete. Hacía un frío terrible. El centinela, a nuestro lado, gritó: All is well (todo va bien).
La noche no estaba del todo oscura; había una vaga niebla rojiza. Agachados, corriendo por cerca de la borda, nos fuimos acercando hasta saltar a la toldilla de popa, que cogía casi toda la mitad del barco.
Estuvimos allí esperando hasta ver si éramos descubiertos.
Yo estaba temblando de frío.
-Tome usted; frótese usted -me dijo, en voz baja, Allen dándome un trozo de sebo.
Comencé a frotarme con aquello, y él me embadurnó la espalda. Con esta capa de grasa desapareció el frío. Ugarte y Allen hicieron lo mismo.
-¿Y las maderas para los pies? -dije yo.
-Aquí, a un lado, las tengo -me contestó Allen.
Esperamos a que terminaran de hacerla requisa. Si se habían dado cuenta de nuestra falta, era una locura intentar nada.
Salieron el master y su tropa, como de ordinario. Se renovaron los centinelas. No habían notado nuestra desaparición. Era el momento de obrar.
Allen corrió por la toldilla y vino al poco rato, deslizándose con nuestras sandalias de madera. All is well (todo va bien), podíamos decir también nosotros.
Avanzamos por el techo de la toldilla sin hacer el menor ruido. De allí teníamos que saltar a la galería redonda del coronamiento de popa, adonde daban los balcones de la cámara del comandante. De aquélla era necesario descender a otro balcón corrido, más bajo y menos saliente.
Desde una a otra barandilla había una altura de doce pies.
Si atábamos la cuerda en la galería alta, podríamos bajar a la otra. Pero ¿cómo desatarla después para seguir bajando hasta el mar? La cuerda en’ dos dobleces no bastaba. Queríamos entrar en el agua sin ruido que pudiera llamar la atención del centinela.
A los lados de la popa del pontón, en las aristas, había chaflanes con vidrieras llenas de adornos barrocos.
A esta clase de chaflanes llamaban en los navíos antiguos los jardines. No había manera de pasar por encima de ellos.
-Dame la lima -me dijo Ugarte.
Se la di. Ugarte se fue con decisión a una de las aristas del chaflán de popa y clavó con fuerza una de las limas en la juntura; probó si le sostenía, se inclinó y clavó otra. más abajo. Desde allí ganó la barandilla de la segunda galería.
Le seguimos, y agarrándonos a las dos limas pudimos bajar los tres al segundo balcón. Arrancamos la lima colocada más abajo.
Esta galería inferior tenía tres ventanas iluminadas. A través de sus cristales se veía a dos jefes sentados en el cuarto.
Desde allá nos faltaban unos quince o dieciséis pies para llegar al agua. Debajo, todavía estaba la galería inferior con sus centinelas, pero en esta parte de popa era donde había menos vigilancia.
Hubiéramos podido bajar desde allá al mar por una de las cadenas que sujetaban el pontón; pero esta cadena se hallaba tan iluminada por la luz del fanal de popa, que tuvimos miedo de que nos viese la guardia.
Allen ató la cuerda en uno de los barrotes de la barandilla, y al otro extremo las tablas que nos tenían que servir para atravesar los pantanos. El irlandés comenzó a bajar sin hacer el menor ruido; cuando la cuerda dejó de estar tensa, se descolgó Ugarte, y después fui yo. Hubo un momento; al descender, que creí que el centinela me estaba mirando; pero, sin duda, fue ilusión mía.
-Bueno; vamos.
Soltamos las tablas de la cuerda y comenzamos a nadar los tres hacia la costa. Había mucha mar.
Soplaba un nordeste muy fuerte, que comenzó a traer grandes gotas de lluvia.
Ugarte comenzó a nadar con brío; yo le dije que tuviera cuidado, porque se iba a cansar pronto. Me atendió, y de cuando en cuando los tres nos echábamos boca arriba para descansar.
Nos sustituimos llevando el fajo de tablas, que nos servía para nadar con menos fatiga.
Pasamos por delante del otro pontón. En medio de la bruma parecía un inmenso y fantástico gusano de luz. Fuimos dejando atrás el barco fanal. Gracias a nuestro sistema de paradas metódicas, pudimos resistir más de dos horas nadando.
Serían las diez de la noche cuando llegamos al borde del pantano. La corriente del río separaba las aguas del mar del terreno cenagoso. Cruzamos el río, que estaba helado, y entramos en la zona del fango.
Al principio, era imposible marchar sobre aquel légamo líquido; pero a los cuatro o cinco metros se espesaba.
Nos metimos valientemente en el pantano, hasta llegar a una zona en que era lo bastante espeso para sostener el cuerpo de un hombre, aunque no para permitirle andar. Echados en el lodo, nos atamos a los pies, unos a otros, las suelas de madera; luego, nos levantamos los tres, y comenzamos a andar en fila, agarrados. El olor de aquella masa fétida de cieno nos mareaba. Hubo momentos en que nos hundimos en agujeros viscosos y blandos; y cayendo y levantándonos, con barro hasta la coronilla, llegamos a tocar tierra firme en una punta arenosa.
Anduvimos por la costa. Allí no estaba el bote, o se lo habían llevado o nos habíamos despistado de noche.
Ugarte se puso a blasfemar y lamentarse de su suerte. Allen le dijo que se callara; la Providencia nos estaba favoreciendo, y blasfemar así era desafiar a Dios.
Ugarte le contestó sarcásticamente, y hubieran llegado a las manos a no ponerme yo en medio a tranquilizarlos.
-Si vierais lo ridículos que estáis con ese caparazón de barro, negro como el de un cangrejo, no os pondríais a reñir.
Dimos vuelta a la punta arenosa en que nos encontrábamos y llegamos a una playa en donde el agua estaba limpia. Nos lavamos lo mejor que pudimos, frotándonos con manojos de hierbas para quitarnos la capa de grasa y barro que nos cubría, y nos pusimos la ropa. No sabíamos qué hacer: si echar a andar o esperar a que llegara la mañana. Por gusto, hubiéramos comenzado a marchar inmediatamente, pero nos retenía la esperanza de encontrar el bote visto el día anterior por Allen.
Decidimos, por último, quedarnos, y estuvimos en aquel sitio esperando a que se hiciese de día.
Por fin, después de aquella larguísima noche, comenzó a aclararse la bruma y se presentó la mañana, una mañana triste, de un color sucio, como envuelta en lluvia y en barro. Los cuervos pasaron por encima de nuestras cabezas lanzando gritos estridentes. Parecían lamentarse de no ver nuestros cadáveres sobre el cieno inmundo de los pantanos.
Allen vio de pronto el bote en una punta próxima.
-Allá está -dijo, y echó a correr.
Ugarte y yo le seguimos. El bote estaba atado con una cadena. Nos quedaban dos limas, y comenzamos a limar el hierro. Tardábamos mucho. Ugarte, siempre impaciente, buscó una piedra, vino con ella, y dio tal golpe en el candado, que lo hizo saltar. Estuvo a punto de romper el bote; pero él no calculaba nada.
Había dos remos. Nos metimos en la lancha y comenzamos a remar, sustituyéndonos alternativamente. Al principio, aquel ejercicio nos reanimó; pero pronto empezamos a cansarnos. Íbamos entre la bruma. A media mañana vimos que se acercaba hacia nosotros un guardacostas; retiramos los remos y nos tendimos los tres en el fondo de la lancha. Los del guardacostas no nos vieron o creyeron que se trataba de un bote abandonado, y siguieron adelante.
Yo tenía un plano hecho por mí de memoria, recordando el que había en el cuerpo de guardia de los oficiales del pontón. No podíamos encontrar pueblo alguno hasta recorrer, por lo menos, cinco o seis millas. Salió un momento el sol, un sol pálido, que apareció en el cielo envuelto en un halo opalino. Nos contemplamos los tres. El aspecto que teníamos era horrible; trascendíamos al presidio; en nuestra espalda podían leerse aún los números del pontón.
Cuando les hice observar esto, Ugarte y Allen se sacaron la chaqueta y con la punta de la lima quitaron los infamantes números. Yo hice lo mismo.
Fuimos navegando sin alejarnos mucho de la costa; de cuando en cuando nos sustituíamos y uno descansaba de remar. Como habíamos perdido la costumbre, las manos se nos hinchaban y despellejaban.
El país que se nos presentaba ante la vista era una tierra desolada, con colinas bajas y pantanos cerca de la costa. A lo lejos se veía el humo de alguna quinta aislada o la ruina de un castillo.
Al comenzar la tarde, la bruma se apoderó del mar, y fuimos navegando a ciegas.
El hambre, la sed y el cansancio nos impulsaron a acercarnos a tierra. Hacía más de veinticuatro horas que estábamos sin comer; teníamos las manos ensangrentadas.
Aterramos en una playa desierta, próxima a un pueblecito que tenía su puerto.
Yo había oído decir que en algunos puntos de Escocia y de Irlanda comen esas algas que se llaman laminarias, y era tal nuestra hambre, que intentamos tragarlas; pero fue imposible.
Allen encontró unas lapas y nos llamó. Fuimos arrancándolas con la punta de la lima, y esto nos sirvió de comida para todo el día.
Decidimos encallar el bote y pasar la noche en tierra. No quisimos entrar en el pueblecito con aquellas trazas, y subimos por el arenal, y escalando unas dunas, sin que nos viera nadie, nos metimos en el cementerio de la aldea, y tendidos entre dos sepulcros, resguardados del viento, pudimos descansar y dormir.
A medianoche nos despertamos de hambre y de frío. Nos levantamos, salimos del cementerio y echamos a andar.
-Vamos al pueblo -dijo Ugarte- a ver si encontramos algo que comer.
El cielo estaba despejado y lleno de estrellas, los charcos, helados; el suelo, endurecido por la escarcha.
El viento frío soplaba con fuerza. Nos acercamos a la aldea. Era ésta de pocas casas. Los perros
ladraban en el silencio de la noche. Pasamos por delante de una casita pobre con dos ventanas iluminadas.
Decidimos que Allen entrara a comprar un poco de pan. Allen volvió en seguida, diciendo que no había nadie.
-¿No hay nadie? -exclamó Ugarte-. Pues mejor.
Y entró y volvió al poco rato con un pan y un trozo de cecina.
Estábamos convertidos en ladrones vulgares. Ugarte se dirigió al puerto.
-Pero ¿a qué vamos por aquí? ¿No es mejor ir a la playa?
-dije yo.
-Haremos una intentona -contestó él.
Llegados al puerto, se dirigió a un quechemarín que estaba atado a una argolla y ‘bajó a él.
-No hay nadie. ¡Es magnífico! Hala, bajad.
-¿Aquí? -pregunté yo en el colmo del asombro.
-¿Por qué no? ¿Qué importa robar un bote o un barco de vela? Es lo mismo.
En el fondo tenía razón. Soltamos la amarra, y los tres, apoyándonos en la pared de un malecón, sacamos el queche fuera del puerto. Luego, levantamos las velas y nos echamos al mar. Había dentro del quechemarín agua y comestibles para unos días. Por la mañana, raspamos el nombre del barco, que se llamaba Betty, y le bautizamos con el de Rosa, de la matrícula de Bangor, el pueblo de Allen.
Navegamos todo el día y toda la noche y pudimos comer y descansar. La mañana del miércoles nos encontrábamos ya a bastante distancia del pontón para no temer que diesen con nosotros. Habíamos aprovechado el tiempo.
Si llegábamos a tener vientos favorables, podíamos arribar a Francia. Nos faltaba un plano; pero para salir del mar de Irlanda, a pesar de la niebla, el rumbo era bastante.
Yo estaba deseando llegar a un lugar cualquiera en donde se separaran Ugarte y Allen. Al encontrarse ambos fuera de peligro, se despertó entre ellos un odio feroz. Todo cuanto uno decía, le parecía mal al otro.
Yo intentaba apaciguarlos, pero no era fácil siempre, dada la terquedad del irlandés y la irritabilidad de mi paisano.
Luchamos con vientos fuertes durante tres días. El barco cabeceaba de proa; iba como rompiendo el agua, dando en ella como un machete, lo que era muy molesto. La noche del viernes navegábamos por el canal de San Jorge, que yo conocía bastante bien.
Durante toda la noche y todo el día danzamos por encima de las olas, envueltos en la niebla, sin poder ponernos en rumbo. El viento se moderó por la mañana a la salida del sol, y cuando el cielo comenzó a limpiarse y a desvanecerse la bruma, nos encontramos a la vista de la costa de Irlanda, costa formada allí por acantilados de roca viva. El mar, agitado, se fue calmando hasta quedar inmóvil, y el viento cesó por completo.
Nos faltaba el agua, y se decidió que nos acercáramos a la costa.
Teníamos el recelo de que si entrábamos en cualquier puerto pudieran conocer el barco, y por primera providencia nos prendiesen; así que decidimos aterrar en un arenal. Allen iría a la aldea próxima con los cuatro o cinco chelines que nos quedaban para ver si podía agenciarse víveres; yo marcharía por agua, y Ugarte se quedaría pescando.
No encontré por los alrededores ni arroyo ni fuente. Un hombre del campo me indicó que por allí no había agua.
Volví al barco y esperé a que llegara Allen. Éste traía víveres, que devoramos, y una botella de cerveza. Después de comer dijo:
-Ahora les tengo que contar lo que me ha pasado y la proposición que me han hecho. He ido al pueblo, he entrado en la tienda a comprar la comida; me han preguntado quién era, de dónde venía. Les he contado la historia de un naufragio, y me ha dicho el tendero:
-Si usted quiere trabajar, ahí en el pueblo de al lado hay una finca donde necesitan gente.
He tomado la carretera y he ido a la finca; se me ha presentado un joven moreno, y, al ver que me aceptaba sin inconveniente, le dije que venían dos compañeros conmigo.
De pronto, el joven moreno me dijo:
-Vosotros sois corsarios.
-No, no.
-Aunque os hayáis escapado de algún pontón, no me importa. Si trabajáis bien, os pagaré como a los demás. ¿Los otros compañeros son también irlandeses?
-No, son españoles.
-Me es igual. Con tal de que no sean ingleses, los acepto.
-Me despedí de él -continuó diciendo Allen- y vine corriendo aquí.
Discutimos si aceptar o no la proposición y convinimos en que era lo más prudente. Después pensamos en lo que haríamos con el queche. Abandonarlo allí era dejar un indicio de dónde habíamos desembarcado.
Llevamos el queche hasta un extremo del arenal; había en aquel instante algo de viento; izamos los foques y la cangreja, atamos la caña del timón y empujamos el barco metiéndonos en el agua. La embarcación, al principio, parecía como desconcertada, como asombrada; avanzaba un poco, retrocedía, daba la impresión de una persona indecisa que quiere dar un salto y no se atreve. Al último cogió tan bien el viento, que se alejó, dejándonos estupefactos.
-Ya sabe ella dónde va -dijo Allen, convencido.
Al subir a un montículo de arena volvimos la mirada hacia atrás. Nuestro barco seguía navegando.
-Ahora vamos a la finca -dije yo.
Desde la altura adonde habíamos subido se veían dos pueblecillos, uno que debía ser una aldea de pescadores, y el otro un pueblo de tierra adentro, rodeado de campos de labranza.
Por la noche, y esquivando las miradas de la gente, llegamos a la finca en donde había estado Alíen. Se hallaba ésta a un lado de la carretera y tenía delante una frondosa alameda de árboles altísimos. La casa era de piedra, grande y negruzca, y estaba rodeada de construcciones bajas, de ladrillo.
El capataz nos dio ropas nuevas, y al día siguiente comenzamos a trabajar en el campo.
A pesar de sus ofrecimientos de tratarnos lo mismo que a los demás obreros, el capataz se aprovechaba de nuestra calidad de indocumentados y presuntos convictos para explotarnos.
Yo comprendía que no había manera de librarse de esta explotación. Alíen se defendía por ser irlandés; pero Ugarte, que no tenia esta preeminencia, se desesperaba y me molestaba continuamente.
-Vámonos de aquí -nos decía a cada paso.
-Espera que podamos vestirnos decentemente y reunir unos cuartos, y nos iremos -le decía yo.
Esperó, con grandes protestas. Con el primer dinero que tuve, compré una chaqueta, un morral y unas botas grandes con polainas. Alíen se vistió a la moda del país; Ugarte, cuando se vio con su traje nuevo, dijo que teníamos que marcharnos.
Él quería que nos fuéramos los dos, dejando a Alíen; en cambio, Alíen había pensado en abandonar a Ugarte. Yo hubiese preferido ir con Alíen y dejar a Ugarte; pero ya éste me daba lástima.
-Creo que lo mejor -les dije a uno y a otro- es que cada cual tire por su lado, y luego nos reunamos en Francia.
-No, no; eso no.
-Bueno; entonces vayamos los tres juntos y tengamos la misma suerte; pero hay que someterse a una dirección; si no, es imposible.
-Tú mandas -me dijeron los dos-. Te obedeceremos.
-¿De manera que me nombráis jefe?
-Sí.
-Bueno, pues desde ahora os advierto que me separaré del que no siga mis órdenes, sea en el camino, en el mar o en cualquier parte.
Los dos se comprometieron a obedecerme ciegamente.
Al otro día le hablé al capataz. Le dije que, efectivamente, habíamos estado en un pontón presos por cuestiones políticas; que habíamos visto rondando la finca a uno de la policía inglesa y que teníamos que marcharnos. Añadí que estábamos muy contentos de su acogida y que le suplicábamos que, si le preguntaban algo de nosotros, no dijera nada.
El capataz, que era de estos irlandeses que tienen un odio furioso a Inglaterra, nos prometió que no sólo no diría nada, sino que si veía algún espía en la finca lo zambulliría en el estanque.
Salimos de allá; pensábamos ir al sur, por la costa, a ganar Wexford, en donde podríamos tomar un barco que nos dejara en él continente.
Echamos a andar. Era un día de otoño muy melancólico; el cielo estaba oscuro; lloviznaba; los cuervos pasaban graznando por el aire. Los árboles se despojaban de sus hojas rojizas y amarillas, cubriendo el campo con ellas; las ráfagas de viento las llevaban de acá para allá por el camino; había un olor otoñal de hierba marchita, de helecho mojado y de hojas húmedas.
Marchábamos por la orilla del mar, subiendo y bajando por una sucesión de colinas de poca altura, cubiertas de matorrales. Veíamos a lo lejos ruinas negruzcas de algún castillo, casas de campo, cuyas chimeneas arrojaban columnas de humo en el aire, verdes praderas, lomas también verdes y algunos bosques espesos y sombríos.
El primer día, por la tarde, comenzaron las reyertas entre Ugarte y Alíen. Reñían por cualquier cosa.
Como era natural, el irlandés, encontrándose en su país, lo conocía mejor y tenía más simpatías que nosotros. Ugarte consideraba este hecho tan lógico como un insulto que nos dirigía a él y a mí. Les advertí que si seguían riñendo les abandonaba y me iba solo. Se calmaron un tanto y cesaron en su disputa.
Al anochecer alcanzamos a unos enormes rebaños de ovejas. Allen se hizo amigo de los pastores. Con ellos llegamos a una venta del camino que se llamaba la Campana Azul. Desde su portada se divisaba el mar y los cantiles y rocas de la costa.
Los días siguientes, la compañía de Alíen, que tanto exasperaba a Ugarte, siguió librándonos de una porción de conflictos.
Antes de llegar a una aldea se destacaba el irlandés y entraba solo; inspeccionaba el pueblo; si veía algo que consideraba peligroso, en la primera casa marcaba una cruz con carbón; en cambio, si no había nada inquietante, dibujaba un ocho.
Nosotros nos acercábamos, fijándonos en las marcas; si la señal era no entrar, dábamos la vuelta al pueblo; si no, íbamos a alguna taberna, a cuya puerta él nos esperaba. Solíamos tomar en el albergue una sopa caliente, un trozo de carne cocida y un vaso de cerveza, y nos tendíamos en algún camastro o en la hierba seca.
Por las mañanas, antes de salir, comprábamos algunos víveres y almorzábamos en el campo. Ugarte traía la leña, yo hacía el fuego y Allen guisaba.
Se nos había hecho de noche a cuatro millas de Wexford. Entramos en una aldea y llegamos hasta la posada a pedir alojamiento. La posada era una casita pequeña, retirada de la carretera, con un arco en medio, sobre el cual se balanceaba una muestra que representaba un delfín de colores chillones. A los lados del arco había dos ventanas y debajo de ellas dos bancos de piedra.
La posadera, una mujer enérgica, nos dijo que tenía el establecimiento lleno y no podía alojarnos.
Conseguimos que nos diera de cenar, por la insistencia de Allen. Luego, mientras nos servía la cena, nos preguntó:
-¿Qué son ustedes?
-Marinos. Hemos naufragado en la costa hace ocho días y venimos andando.
-Si son ustedes marinos, vayan ustedes a casa del capitán Sandow. Allí les aceptarán.
-¿Quién es el capitán Sandow? -pregunté yo-. ¿Un militar?
-No; es un antiguo capitán de barco. Un viejo loco que vive con su hija. Otras veces ha alojado en su casa náufragos.
Salimos de la posada en compañía de un chico, que nos fue acompañando.
La casa de Sandow era un viejo castillo, guarnecido con una torre cuadrada de piedra gris, cubierta de hiedras. A su alrededor se levantaban varios edificios desiguales. Una porción de chimeneas, como tubos de órgano, le daban un aspecto fantástico, y otras en zigzag parecían brazos en flexión. Una escalera exterior subía hasta el piso principal. Rodeaba a la casa un terreno pantanoso, antiguo jardín abandonado y salvaje, de un aire dramático y misterioso, sobre todo a la blanca claridad de la luna.
No había camino del castillo a la puerta de la tapia; la avenida principal estaba casi borrada por las hierbas y por los arbustos.
En dos ventanas del castillo brillaban luces; miradas melancólicas que parecían observar algo a través del follaje. El jardín tenía grandes olmos copudos, como haciendo centinela, y muchos rosales que aún conservaban marchitas rosas blancas.
Tiramos de una cuerda que colgaba cerca de la puerta y sonó una campana a lo lejos.
Salió a la puerta una criada vieja, y Allen le dijo que éramos náufragos.
-Se lo voy a decir al capitán. Esperad.
Desapareció, y al poco rato se abrió una de las ventanas iluminadas de la casa y se presentó en ella una figura de hombre, que gritó:
-¡Eh, los náufragos! ¡Adelante!
Empujamos la puerta, pasamos al jardín y entramos por un patio a cuyos lados había dos perros de piedra. Subimos por la antigua escalera, hasta llegar a un salón con cierto aire entre abandonado y señorial, un cuarto sin luz, húmedo y frío.
El capitán Sandow era un viejo flaco y cetrino, con barba blanca; su hija, una muchacha delgada y muy pálida, con el pelo negro y los ojos azules.
Allen comenzó a contar en irlandés una narración arreglada a su gusto, que tenía aprendida de nuestro fingido naufragio; pero le interrumpió el capitán contando sus viajes. Le escuchamos atentamente, nos invitó a cenar, cenamos con él, y al retirarnos nos dijo:
-Aquí podéis estar el tiempo necesario para vuestro descanso.
Después, precedidos por una vieja, subimos por una escalera de caracol que llevaba a la torre; había que marchar con cuidado por los escalones húmedos, resbaladizos y rotos, y bajar la cabeza para no tropezar.
Al final, la criada abrió una puerta y pasamos los tres a una biblioteca abandonada, en donde había varios colchones de paja tirados en el suelo, y allí dormimos.
Al día siguiente yo le dije a Allen que advirtiera al capitán Sandow que, para corresponder de alguna manera a su hospitalidad, trabajaríamos en su casa.
A Ugarte le parecía una simpleza ponerse a trabajar cuando no se lo pedían a uno; el capitán Sandow replicó que no quería que hiciésemos nada; pero, sin duda, en vista de la insistencia de Allen, dijo que podíamos ponernos a arreglar el jardín.
Aquel castillo lo había comprado el capitán por muy poco dinero, y no tenía intención de arreglarlo. Allí todo era viejo y arruinado: las paredes estaban carcomidas por debajo de las hiedras negruzcas; había una capilla vieja en el mayor abandono, unas salas viejas y desmanteladas, una biblioteca vieja llena de libros húmedos, y tres o cuatro criados tan viejos y arruinados como toda la casa.
En los aleros y canalones habían hecho sus nidos las golondrinas, y en los altos árboles se cobijaban cornejas y lechuzas, que lanzaban de noche su grito siniestro. El jardín era un jardín abandonado, con un estanque misterioso y sombrío, a cuyas orillas los chopos, desprendiéndose de sus hojas durante años, le rodearon de láminas de plata.
Al día siguiente de llegar, Allen, Ugarte y yo comenzamos a descubrir las avenidas del jardín, a arrancarles la hierba y a enarenarlas; luego nos dedicamos a limpiar los perales, en forma de abanicos extendidos delante de las tapias. El domingo oímos la misa en la capilla, y después yo estuve registrando la biblioteca. Era éste un cuarto fantástico, grande, con el techo artesonado, abierto en muchas partes; tenía varios armarios llenos de libros humedecidos, y sobre los armarios cuadros negros, agujereados y desgarrados. Se veían en este cuarto una porción de trofeos de caza, que, sin duda, al actual poseedor del castillo no le agradaban. Por una puerta de cuarterones, apolillada, con la cerradura roñosa, se salía a una galería llena de nidos de murciélagos y de golondrinas. Al final había una bóveda con ventanas pequeñas en las gruesas paredes. Esta bóveda estaba ocupada por varios bustos de personajes antiguos, mutilados, y por una serie de relojes de pared de todos los tamaños, parados y la mayoría rotos. Yo registré por todos los rincones y encontré varios libros de Walter Scott y los Poemas de Ossian, de Macpherson.
Los sequé en el comedor, delante de la chimenea; los compuse la pasta y se los di a la hija del capitán.
-¿Dónde los ha encontrado usted? -me preguntó ella.
-Ahí, en la biblioteca. Debe haber más.
Efectivamente, encontré muchos otros. Leímos, al mismo tiempo los dos, Rob Roy, Ivanhoe y Quintin Durward, y hablamos mucho de los personajes de las novelas del gran escritor. Yo encontraba a la hija del capitán cierto parecido con Diana Vernon, aunque Ana Sandow era más melancólica que la heroína de Walter Scott.
Ana vivía a merced de los caprichos de su padre, viejo loco y egoísta, que no la dejaba hablar con nadie. Allen se había hecho amigo de la criada y de gentes de la vecindad; yo escuchaba, sin muestras de impaciencia, la séptima, la octava y la novena vez la relación de las aventuras de Sandow; y Ugarte, después de hacer como que trabajaba en el jardín, se tendía en la cama, y allí estaba maldiciendo de su suerte.
Yo comenzaba a sentir una amistad fraternal por Ana Sandow. La pobre muchacha, tan alegre y tan viva naturalmente, era una víctima.
El capitán no quería que su hija se casara ni que tuviera amistades con nadie. Por este motivo se había encerrado en aquel castillo, amenazando con la expulsión a los criados si dejaban entrar personas extrañas a la casa. A pesar de este deseo de incomunicación, el viejo egoísta se aburría y quería que fuera gente, pero sólo a distraerle a él.
Ugarte vio que la señorita de la casa me manifestaba simpatía, y, llevado por uno de sus movimientos de rabia y de envidia, escribió al capitán Sandow, diciéndole que yo iba entablando amistades con su hija, que los tres éramos piratas, que veníamos escapados de los pontones.
El capitán Sandow me llamó y le conté lo que nos había pasado, sin ocultarle nada. Como comprendí su disgusto, por su aspecto de mal humor, le dije:
-No tenga usted cuidado; hoy mismo nos iremos.
-Lo celebraré -me contestó-, no por usted, sino por no ver al denunciador.
Después de haberle prometido que nos iríamos en seguida, no comprendía bien su mal humor; pero, por
lo que dijo Allen al día siguiente, me lo expliqué. Le había interrogado a él sobre lo que yo le conté, y, al cerciorarse de que era verdad, se sintió humillado, porque sus aventuras eran completamente vulgares en comparación con las nuestras.
Avisé a Allen y a Ugarte que nos teníamos que marchar.
-¿Y por qué? -preguntó Ugarte, echándoselas de sorprendido.
-Por nada. Por algún bien intencionado que le ha dicho a Sandow qué clase de gente somos nosotros y de dónde venimos.
-¿Y quién será? -preguntó él.
-Eso lo sabes tú mejor que nadie -le contesté yo, en castellano.
Allen nos oía, suponiendo la mala acción de Ugarte.
-No sé qué quieres decir con eso -murmuró Ugarte; y, viendo que yo no replicaba, añadió cínicamente-:
La verdad es que la cartita te ha reventado.
-¡Hombre! ¡Claro!
-¿Y qué te ha dicho el capitán?
-Me ha dicho que le dan asco los denunciadores y que por eso sólo nos debemos ir.
Ugarte palideció. Y Allen, que había comprendido todo, exclamó:
-¡Ah! ¿Es él el que nos ha denunciado?
-Tú no te metas en lo que no te importa, ¡animal!
El irlandés prorrumpió en insultos, y yo impedí que se lanzara sobre Ugarte.
La última noche que pasamos en casa de Sandow, yo escribí una larga carta a Ana. Dormíamos los tres huéspedes del capitán en la biblioteca; Ugarte y Allen se habían tendido en sus camastros, pero estaban despiertos.
Cuando terminé de escribir, salí de la biblioteca, metí la carta en un libro, llamé a la criada y le encargué que diera aquello a la hija del capitán. Temía que, al volver, me iba a encontrar a Ugarte y a Allen luchando a brazo partido.
No pudimos dormir ninguno de los tres; Allen estaba indignado contra Ugarte. Antes de amanecer, salimos de casa sin despedirnos de nadie. Hacía un día frío; tomamos la carretera y fuimos marchando por la costa, azotados por una lluvia menuda.
Allen y Ugarte no querían hablarse. Para no tener relación el uno con el otro, Ugarte me hablaba en castellano y Allen en inglés.
-¡Que por un canalla miserable tengamos que andar así! -murmuraba Allen, entre dientes.
Por la noche, mojados hasta los huesos, encontramos un albergue, medio taberna, medio cabaña, que se llamaba el Reposo del Cazador. Era una choza, con las paredes y el tejado cubiertos por completo de hiedra, con dos ventanas con cortinillas rojas, iluminadas por la luz interior. Parecía aquella cabaña la cabeza hirsuta y peluda de un monstruo, con sus dos ojos encarnados.
Aunque nos faltaba poco para el pueblo, decidimos quedarnos allá. Nos sentamos a una mesa y pedimos de cenar. Ugarte se puso a burlarse del capitán Sandow y de su hija. Al principio me indignó; pero luego me produjo lástima y desprecio, comprendiendo que estaba en uno de sus arrebatos de locura, de insensatez. Ya tanto me dijo y me insultó, que le pregunté con sorna:
-¿Qué te he hecho yo para que me odies así?
-Me estorbas -gritó él-. Uno de los dos sobramos en el mundo.
Y en el paroxismo de la cólera empezó a insultarme con furia, a decirme que estaba deseando que me muriera, porque era su bestia negra.
Allen, desencajado, pálido de rabia, exclamó:
-Yo no lo aguantaría.
-¿Qué te mezclas tú? ¡Canalla! ¡Miserable! -gritó Ugarte.
Y, en su furor, extrajo una de las limas de las sacadas del pontón, que aún llevaba, e hirió al irlandés en la mejilla.
Éste, de pronto, se levantó, cogió el banco en donde estaba sentado, lo alzó en el aire y le dio a Ugarte tal golpe en la cabeza que lo dejó muerto.
Después, Allen, como loco, siguió golpeando el cadáver, la mesa, con una furia de elefante herido, hasta que rompió el banco y se quedó con un trozo de madera en la mano, contemplándolo como un sonámbulo que despierta; luego lo tiró al suelo y comenzó a llorar. Toda la gente de la taberna había presenciado el hecho y estaba de parte de Allen.
-Vamos -le dije yo-. Hay que huir.
-No, no. ¿Para qué?
Me quedé a su lado. La herida que tenía en la cara era leve.
-Usted, sí. Váyase. Escápese usted -dijo Allen.
-No, no le abandono.
-Hay testigos aquí de lo que ha pasado. Váyase usted. Si se escapa me puede usted servir mejor desde fuera de la cárcel que de dentro. Tome usted el dinero que me queda. Si llega usted a Francia, escriba usted a la criada vieja de casa de Sandow.
Salí de la taberna y eché a correr por el camino; el viento contrario me impedía avanzar, un viento húmedo, cargado con efluvios de mar. Oí voces de lejos, de gente que pasaba. Quizá era la policía, avisada; me escondí a un lado de la carretera. Luego seguí corriendo hasta llegar a la ciudad; entré en una callejuela.
El viento silbaba en las encrucijadas, ladraban los perros, comenzaba a llover a chaparrón. Decidí entrar en la primera fonda o posada que me saliera al paso. La primera que encontré fue una que tenía una enseña con un caballo. Se llamaba así: El Caballo Blanco. Era de estas fondas tranquilas, poco frecuentadas, que hay en las islas británicas, que tienen un carácter de limpieza y respetabilidad.
Una muchacha muy vivaracha me preguntó si había cenado; le dije que sí, me llevó a un cuarto, y vino poco después, con un gran calentador, a templar la cama.
Caía un verdadero diluvio.
-Le voy a pagar a usted -le dije a la muchacha-, porque voy a salir de casa muy temprano.
-Como usted quiera.
-¿Estará la puerta abierta desde por la mañana?
-Sí. Siempre suele estar abierta.
Le pagué lo que me dijo y me acosté. Seguía lloviendo; el agua azotaba los cristales, el viento silbaba furioso, dando unas notas de tiple extraordinarias. Me metí en la cama y me dormí al momento. Me desperté antes del amanecer con un sobresalto. Me asomé a la ventana; no llovía; me vestí rápidamente y bajé las escaleras. La puerta no estaba abierta. Pensé si alguien habría advertido en la casa que la cerrasen aquella noche; quizá la cerraron por el viento.
Me asomé a la ventana. La altura no era grande. Salté a la calle.
Encontrándome solo, sin la compañía de Allen y de Ugarte, me sentía más enérgico y con mayor miedo de ser preso. Todo, antes de volver al pontón. El recuerdo de aquellos promontorios negruzcos, del mar gris, de los pantanos fangosos, me horrorizaba.
Pasé la noche en el campo, y a la mañana siguiente, al salir el sol, entré en el puerto de Wexford. Había una goleta que iba a Saint-Malo. Hablé con el capitán para que me llevara, y tuve que vencer su resistencia.
Le di el dinero que tenía y prometí pagarle más al llegar a Francia.
El capitán era una especie de oso de mal humor.
Hicimos un viaje horrible, con tiempo malísimo y mar borrascoso. El capitán, sin duda, no tenía por costumbre ocuparse del barco, y se metió en su camarote a intoxicarse con whisky. A la hora, apareció borracho, con la nariz roja y balbuceando, y en vista del temporal, intentó cambiar de rumbo y marchar a refugiarse a Inglaterra.
Yo le convencí de que era un absurdo.
El hombre, que no tenía las ideas muy claras, hizo lo que le decía, y llegamos a Saint-Malo. ‘ Inmediatamente escribía Ana Sandow contándole lo ocurrido después de salir de su casa e interesándole por el pobre Allen.
Al cabo de algún tiempo recibí carta suya y un recorte de periódico, en donde se contaba la muerte de Ugarte en una venta próxima a Wexford, llamada el Reposo del Cazador.
El muerto aparecía con el nombre de Juan de Aguirre, y yo, de quien se ignoraba el paradero, como Tristán de Ugarte.
Por lo que me contaba Ana, Allen se encontraba en situación favorable; todos los testigos habían declarado a su favor; el ser el muerto un aventurero extranjero, y él una persona del país, le favorecía también mucho.
Como toda esta zona francesa de Normandía y de Bretaña tiene su principal comercio con Inglaterra, y a mí no me convenían los aires de la pérfida Albión, tardé mucho en encontrar empleo, hasta que lo hallé en un almacén de El Havre.
Mi vida tenía un fin, un entusiasmo: había una mujer que pensaba en mí. Les escribía constantemente a ella y a Allen, y a éste le enviaba parte de mi sueldo.
Allen pasó poco tiempo preso. Cuando salió fue a ver a Ana. El capitán Sandow estaba cada vez más brutal y más despótico con su hija. Allen se concertó con ella, y un día, con gran asombro por mi parte, les vi a los dos venir hacia mi casa.
Ana y yo nos casamos y tuvimos una niña, Mary.
Entonces, pensando en mi hija, quise enterarme de lo que pasaba en Lúzaro, y escribí a mi madre, y ella me comunicó cómo se me había creído muerto y se habían celebrado mis funerales.
Mi vida con Ana hubiera sido feliz; pero mi mujer tenía poca salud. Aquella delicada criatura, tan sencilla, tan ingenua, murió en mis brazos después de lenta agonía.
La recuerdo siempre en la casa sombría de su padre, y a su recuerdo uno el de la Diana Vernon de Walter Scott. Al mismo tiempo que la conocí leí la obra del novelista escocés, y no puedo pensar en mi querida muerta sin recordar la figura literaria del gran escritor.
Cuando ella murió me decidí a dejar Francia y a volver a Lúzaro con mi hija y con Allen, que no quería separarse de mí.
Ésta ha sido mi vida. Errores, faltas, he cometido. ¿Quién no los comete?
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Esto decía el manuscrito de mi tío. Juan. de Aguirre
Un día de otoño, al anochecer, se presentaron en Lúzaro, en la posada de Chiquierdi, dos extranjeros de aspecto sospechoso.
Bajaron de la diligencia, entraron en la cocina de la posada, y, mientras cenaban, preguntaron con gran interés por don Santiago Andía. La posadera les dijo que hacía mucho tiempo que yo no vivía en Lúzaro, sino en Izarte, y al saberlo se informaron de la distancia a que se hallaba nuestra aldea del pueblo.
A la mañana siguiente, el cartero, al traer el periódico, me dio estos datos, y me dijo que aquellos hombres me buscaban. Les esperé, un tanto intrigado, y poco antes del mediodía les vi acercarse a mi casa. Uno de ellos era alto, rojo, pesado; el otro, pequeño, de pelo negro y ojos vivos. Los contemplé por entre las cortinillas de mi cuarto. Al primer golpe de vista no me pareció gente de mala catadura.
Llamaron, y la criada les hizo pasar a mi cuarto.
El alto y grueso parecía un poco turbado; el otro, sonriendo con una sonrisa insinuante, me dijo en castellano, con acento andaluz.
-¿Podría usted escucharnos media hora?
-Sí, señor, con mucho gusto. Hagan el favor de sentarse.
-¡Gracias! -contestó el bajito, y añadió en inglés, dirigiéndose a su compañero-: Siéntese usted, Smiles.
Se sentaron los dos.
-¿No es usted español? -le pregunté al moreno.
-No, soy inglés. He nacido en Gibraltar. Soy un escorpión de roca, como nos llaman en Inglaterra a los del Peñón. Me llamo Small, Ricardo Small. Mi padre era inglés, mi madre gaditana; por eso hablo regularmente el español.
-Regularmente, no, muy bien; bastante mejor que yo.
-¡Muchas gracias! Le explicaré en las menos palabras posibles el asunto que nos trae aquí. Hasta hace unos meses vivía en Liverpool humildemente; estaba de empleado en un almacén e iba a casarme cuando conocí a un viejo irlandés, hermano de la madre de mi novia. Este irlandés se llamaba Patricio Allen.
-¡Patricio Allen! -exclamé yo-. ¡El que ha vivido tanto tiempo aquí!
-El mismo. Allen llegó a casa de su hermana y contó la historia del tesoro del capitán Zaldumbide; dijo cómo usted le había dado la indicación exacta del lugar, que estaba escrita en vasco en un devocionario.
Desde aquel día, la casa de mi novia se transformó; mi novia, sus hermanos, la familia entera no veía más que millones por todas partes. Me encargaron de buscar un socio capitalista que pusiera los medios necesarios para ir donde está el tesoro; y yo encontré al señor Smiles.
-¡Presente! -dijo el hombre alto y rojo, llevándose la mano a la cabeza y haciendo un saludo militar.
-Bueno, cállese usted -replicó el joven moreno-. Como decía, encontré al señor Smiles, que tenía un saloon bar en Liverpool. El señor Smiles traspasó su establecimiento, yo abandoné mi empleo, y, en compañía de Allen, los tres bien armados, fuimos a Las Palmas. Aquí alquilamos una goleta, con tripulación y todo, y nos dirigimos al río Nun. El patrón de la goleta tenía la orden de esperarnos durante una semana, cerca de la desembocadura del río, y, en caso de que no apareciéramos, volver durante seis meses en el período de luna llena. Abandonamos la goleta, y en un bote remontamos el río, hasta llegar frente a las ruinas de una fortaleza que se levantaba en un cerro. Dejamos el bote atado a un árbol de la orilla, y escondiéndonos entre las peñas con grandes precauciones, subimos el cerro, hasta llegar al castillo arruinado.
No nos habíamos topado con nadie. Por lo que dijo Allen, teníamos que encontrar entre aquellas paredes un muro en donde estuviera esculpido un elefante. El primero que lo vio fui yo.
-Ahí está -grité.
Allen se acercó al muro, se puso de espaldas a él y sacó un pequeño anteojo de bolsillo. Estábamos Smiles y yo mirándole con ansia, cuando vimos que dos hombres blancos se arrastraban por detrás de un muro a observar lo que hacía Allen. Al ver que nos habíamos dado cuenta de su espionaje, los hombres se abalanzaron sobre nosotros, y tras ellos diez o doce moros que estaban escondidos. No tuvimos tiempo de hacer uso de nuestras armas, y quedamos prisioneros.
Por lo que dijo Allen, los dos blancos eran uno Ryp Timmermans, el cocinero de El Dragón, y el otro, un marinero holandés llamado Van Stein. Ambos llevaban más de un año buscando el tesoro; pero no daban con él. Habían pasado por allí varios de los antiguos tripulantes de El Dragón, habían hecho excavaciones en todos los montículos de la orilla del río, sin encontrar los cofres de Zaldumbide.
Ryp y Van Stein, más tenaces, se quedaron allá; renegaron de su religión, y, convertidos al mahometismo, se casaron con moras, y eran los jefes de un aduar establecido en un pequeño oasis con unos cuantos pozos salobres, un bosquecillo de palmeras y acacias espinosas y arganes.
Los dos renegados y los moros nos llevaron a Smiles, Allen y a mí prisioneros a su aduar. Era éste un conjunto de cabañas miserables, hechas con palos, piedras y barro, cubiertas unas con hierbas y otras con un tejido especial formado por pelo de camello o de cabra. Nos encerraron en una choza, y Ryp y Van Stein nos comenzaron a interrogar. Smiles y yo dijimos la verdad: que nos habían dicho que allí había un tesoro y que habíamos ido a buscarlo.
Ryp suponía que teníamos algunos datos, y nos aseguró que, mientras no dijéramos lo que sabíamos, no saldríamos de allá. Allen estaba dispuesto a callar. Smiles y yo nada podíamos decir, porque nada sabíamos.
Estuvimos en aquella barraca un mes; nos daban de comer un poco de pan, pescado salado, leche y miel.
Los moros del aduar eran la mayoría salvajes; mestizos de negros. Allí únicamente trabajaban las mujeres. Aquellos bigardos se pasaban la vida con un fusil al hombro, charlando. Ellas cultivaban la tierra y metían las cosechas en silos, ahumaban y secaban carne y pescado, fabricaban anzuelos y flechas. Los hombres únicamente cazaban, pastoreaban las cabras y compraban y vendían pieles curtidas, jaiques, azufre, camellos y bueyes.
Casi todos los años, en cierta época, se internaban tierra adentro y hacían una expedición de un par de meses para robar negros susús. Al llegar a tina aldea negra, la rodeaban durante la noche, y a una señal dada comenzaban a tirar tiros y a dar gritos. Los desdichados negros se asustaban, echaban a correr y los moros los iban cogiendo como conejos. Estos negros, formados en caravanas, los vendían a los comerciantes de esclavos, que los llevaban a Fez, Marrakesh y Tafilete.
Era difícil comprender cómo Ryp y Van Stein habían llegado a dominar a aquellos bandidos moros, crueles y cobardes; pero la verdad es que los tenían en un puño. Los moros nos hubieran hecho pedazos con mucho gusto, pero Ryp nos protegió. El cocinero supuso que Allen tenía la indicación exacta de dónde se encontraba el tesoro, y mandó registrarle; pero no se le encontró nada. Entonces quiso pactar con él y convinieron
en que si Allen encontraba los cofres enterrados, se hicieran dos partes: una para ellos, otra para nosotros.
Allen, tan pronto decía que sí como decía que no. Había llegado a dar más importancia al tesoro que a su vida.
-¿Quieres que te diga dónde está el tesoro, para quedarte con él y luego matarme? -solía decir por la noche-. No, hijo mío, no.
Nosotros, Smiles y yo, le decíamos que se entendiera con Ryp; yo, por mi parte, estaba deseando salir de allí, aunque fuera con las manos vacías. Allen no quería.
Un día nos dijo que sí, que estaba dispuesto a decir dónde estaba el tesoro. Llamó a Ryp y quedamos de acuerdo en ir todos a la orilla del río, escoltados por diez moros armados. Llegamos a la arruinada fortaleza, y Allen exigió que le dejaran solo. Estuvo un cuarto de hora, y después se encaminó hacia el río, y apoyándose en una piedra de la orilla, dijo: «Aquí está».
No acababa de decir esto cuando Van Stein le disparó un pistoletazo a boca de jarro y lo dejó muerto.
Smiles y yo echamos a correr, temiendo que siguieran con nosotros. Ryp, Van Stein y los moros se pusieron a cavar furiosamente, mientras nosotros nos alejábamos corriendo por la orilla del río. Llegamos rendidos cerca del mar, y nos encontramos en un arenal inmenso, formado por dunas que el viento levantaba y deshacía. Nos guarecimos los dos en una grieta de la arena y estuvimos así escondidos horas y horas, con el oído atento.
De pronto, en la calma de la noche, oímos voces. Eran Ryp y Van Stein.
-¿No se ve a nadie? -preguntaba Ryp.
-A nadie.
-Habrán atravesado el río, quizá.
-Y, después de todo, ¿qué nos importa por ellos? -dijo Van Stein.
-¿Qué nos importa? -replicó el otro-. A mí no me chocaría nada que el moreno sepa dónde está el tesoro. Smiles y yo oímos la conversación; al dejar de distinguirse las dos voces, Smiles me dijo:
-No han encontrado nada.
-Es indudable.
No supe si alegrarme o entristecerme; no habiendo encontrado el tesoro, nos buscarían con más ahínco.
Al hacerse de noche salimos de nuestro escondrijo, y, metiéndonos en la arena hasta la cintura, avanzamos por la playa. ¿Con qué objeto? No teníamos ninguno. De pronto, Smiles exclamó:
-¡Maldición! La luna llena. Nos van a descubrir.
Efectivamente, la luna salió, iluminando la playa con una fuerza tal que se veían todos los montículos y piedras.
Yo, en aquel momento, me acordé de que el patrón de la goleta alquilada en Canarias se había comprometido a acercarse a la desembocadura del río todos los meses en el plenilunio. Todavía estábamos en el quinto mes. Si había cumplido su palabra y la goleta estaba allá, podíamos darnos por salvados. Smiles y yo, saltando por encima de aquella arena movediza, llegamos a la desembocadura del río. Allá estaba la goleta; sin duda se disponía a partir.
-¡Socorro! ¡Socorro! -gritamos Smiles y yo desesperadamente, uniendo nuestras voces.
Al principio no nos debieron oír; después vimos a la luz de la luna que el barco se acercaba a nosotros con las velas desplegadas.
La gente de Ryp debió darse cuenta de nuestros gritos y comenzó a dispararnos. Smiles y yo nos echamos al agua y, nadando, llegamos a coger la goleta.
Cuando yo me encontré sobre cubierta, prometí no volver a aquel maldito paraje. Llegamos a las Canarias, y de las Canarias a Liverpool. Yo pensaba que con la relación de nuestras fatigas y con la muerte de Allen, la familia de mi novia se habría curado del deseo de encontrar tesoros, pero fue todo lo contrario.
-Tienes que ir -me decía mi futura suegra- a ver a ese español, a que te diga dónde está el tesoro de Zaldumbide. Y a eso venimos. Usted pónganos sus condiciones. .
-Yo, ninguna. Soy rico, no tengo necesidad de nada. Les daré la indicación. Sólo deseo que tengan ustedes mejor suerte.
-Sin embargo...
-Nada, nada.
Les di la indicación, traducida del devocionario de Allen, y se fueron, después de darme las gracias efusivamente
Un año después recibí una carta del joven Small y un paquete pequeño.
En el paquete venían dos grandes perlas que Small me enviaba. Me repugnaba quedarme con ellas; no quise enseñarlas a mi mujer, y, subiendo al Izarra, las eché al mar.
-Servirán -pensé- para que se adorne alguna ondina de aquéllas conocidas por Yurrumendi
El tesoro nos ha dado mala suerte -decía-. Fuimos al Nun con una tropa de quince hombres armados. Al ver que descubríamos las cajas enterradas y nos las llevábamos, Ryp y los suyos nos atacaron a la desesperada. En la refriega, Smiles y Ryp murieron; Van Stein quedó malherido y dos de nuestros hombres cayeron prisioneros. Yo cogí una fiebre y no me he curado todavía de ella.