Las lavativas
Cierta joven soltera,
de quien un oficial era el amante,
pensaba a cada instante
cómo con su galán dormir pudiera,
porque una vieja tía
gozar de sus amores la impedía.
Discurrió al fin meter al penitente
en su casa, y, fingiendo que la daba
un cólico bilioso de repente,
hizo a la vieja, que cegata estaba,
que un colchón separase
y en diferente cama se acostase.
Ella en la suya, en tanto,
tuvo con su oficial lindo recreo,
dándole al dengue tanto
que a media voz, en dulce regodeo,
suspiraba y decía:
-¡ Ay ... ! ¡Ay ... ! ¡Cuánto me aprieta esta agonía!
La vieja cuidadosa,
que no estaba durmiendo,
los suspiros oyendo,
a su sobrina dijo cariñosa:
-Si tienes convulsiones aflictivas,
niña, yo te echaré unas lavativas.
-No, tía, ella responde, que me asustan.
-Pues si son un remedio soberano.
-¿Y qué, si no me gustan?
-Con todo, te he de echar dos por mi mano.
Dijo, y en un momento levantada,
fue a cargar y a traer la arma vedada.
La mozuela, que estaba embebecida
cuando llegó este apuro,
gozando una fortísima embestida,
pensó un medio seguro
para que la función no se dejase
ni a su galán la tía allí encontrase;
montó en él ensartada,
tapándole su cuerpo y puesta en popa,
mientras la tía, de jeringa armada,
llegó a la cama, levantó la ropa
por un ladito y, como mejor pudo,
enfiló el ojo del rollizo escudo.
En tanto que empujaba
el caldo con cuidado,
la sobrina gozosa respingaba
sobre el cañón de su galán armado,
y la vieja, notando el movimiento,
la dijo: -¿Ves como te dan contento
las lavativas, y que no te asustan?
¡Apuesto a que te gustan!
A lo cual la sobrina respondió:
-¡ Ay!, por un lado sí, por otro no.