Las máquinas de matar

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​Las máquinas de matar​ de Rafael Barrett


Han fondeado algunas en la rada. Son colosales y maravillosas. Hay que contemplar los cañones, los reyes de la muerte, y pensar en el mundo complicado y poderoso que los engendra. Para conseguir transportarlos sobre las aguas, hubo que resolver los más arduos problemas de la navegación, y la carabela que llegó al Nuevo Mundo es un juguete ridículo al lado del crucero. Los tubos formidables por donde se envía la catástrofe al horizonte son un resumen de todas las ciencias, desde la geometría a la termodinámica; de todas las industrias, desde la metalurgia a la óptica de taller. Rígidos, relucientes, acariciados y cuidados como telescopios, han exigido más todavía: ha sido necesario fabricar una multitud de mecanismos humanos que engranaran con ellos, y que funcionaran automáticamente en medio de los horrores de la batalla; ha sido preciso inventar una nueva clase de heroísmo. Y aun no basta; hacen falta otros cañones, más grandes, más exactos, más implacables, y los sabios buscan en el secreto de los laboratorios; los ingenieros ensayan sin descanso; miles de trabajadores forjan las armas que los destruirán mañana. La sociedad no se considera bastante hábil en el arte de matar, y se diría que le urge reunir todos los medios para poder suicidarse de un golpe.

El cañón moderno es el resultado de los esfuerzos de largas centurias; los proyectiles que lanza surcan el espacio con una majestad casi astronómica. La bala es el bólido: la guerra, una sucesión de cataclismos. ¡Qué modesta el hacha de pedernal de nuestros antepasados! Había que servirse de ella varias veces para rajar el cráneo espeso del enemigo hermano. Del hacha al cañón: he aquí lo que muchos llaman el progreso. Pero, ¿por qué nos asesinamos los unos a los otros? ¿No es tiempo de arreglar las cuestiones de distinta manera?

Signo funesto: Inglaterra, que ha preparado las libertades políticas de la raza blanca, la nación que mejor conoce la vida por lo mucho que ha viajado, luchado, y sacado partido de la realidad; Inglaterra, que tan dispuesta se mostró recientemente al desarme, sigue construyendo buques, y acaba de aprobar el proyecto del "Neptuno", acorazado de 20.000 toneladas, ¡un prodigio!

Y esos millones de libras esterlinas arrojadas a las olas no son aún más que la paz, el "miedo armado".

Una de dos: o Inglaterra está decidida, en caso de conflicto, a no dejarse guiar por la razón, sino por las ventajas impunes de su enorme poder material, o supone probable un injustificado ataque de los demás países, si en él ven suficientes probabilidades de éxito. Y lo que decimos de Inglaterra es aplicable a Francia, a Alemania, a Norte América, a Italia, al orbe civilizado, sujeto a la fiebre de los armamentos indefinidos. Este crimen sin nombre: una agresión caprichosa, una guerra provocada fríamente, es un fenómeno que el mundo entero juzga próximo y natural. Recordad el pretexto para la campaña del 70: los candidatos al trono español. Hace pocas semanas Europa se estremecía de angustia; las hostilidades estuvieron a punto de romperse, por los enredos de un escribiente de consulado en Casablanca. Y hoy mismo nos comunica el telégrafo que el principal obstáculo a la tranquilidad de los Balcanes es la antipatía que se tienen los ministros de Estado de Austria y de Rusia. El hecho es que al principio del siglo XX continuamos expuestos a caer en los abismos de la matanza, empujados por lo arbitrario, lo inicuo o lo imbécil.

El hecho existe, aplastador. En ciertas cosas somos lógicos; si un aparato se descompone, acudimos al técnico; si nos enfermamos, al especialista. Los pueblos se van acostumbrando a la higiene, a la educación razonada. Marchamos hacia la justicia, que es la ciencia del corazón, y hacia la ciencia, que es la justicia de la naturaleza. Solamente cuando se trata de las relaciones de los pueblos entre sí, es decir, de las que mueven los más vastos e incalculables intereses, es cuando no queremos salir de la barbarie.

Conferencias de la paz, masas de labradores y de obreros que piden la paz, comerciantes partidarios de la paz, pensadores y artistas que hacen la propaganda de la paz, todo eso es platónico. Son gérmenes. Todo eso se estrella contra los armamentos insensatos, contra la coraza de hierro que nos abruma. No se objete que el partido de la paz es una mayoría; una mayoría impotente no es tal mayoría. Por eso la humanidad es bárbara, porque en ella la justicia y la fuerza no están juntas. Los fuertes no son justos; los justos no son fuertes. La generosidad carece de brazos; la espada abusa. Y tal será la obra de la civilización: armar a los pacíficos.

Entonces será imposible que un gobierno mande invadir el ajeno territorio. Entonces tendremos la satisfacción de que los extranjeros arriben a nuestras playas en traje común, y no pertrechados hasta los dientes. Los caminos del planeta estarán seguros, y la hospitalidad gozará de la confianza. Mientras tanto, no admiremos demasiado las portentosas maquinas que matan; símbolo de nuestra potencia física, son también un símbolo de nuestra debilidad moral.


Publicado en "La Razón", Montevideo, 15 de diciembre de 1908.