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Las mil y una noches:0888

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Las mil y una noches - Tomo VI
de Anónimo
Capítulo 0888: pero cuando llegó la 908ª noche

PERO CUANDO LLEGÓ LA 908ª NOCHE

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Ella dijo:

"… y la sensibilidad de mi corazón trabajará en favor tuyo". Y añadió: "¡No lo dudes!" Y Rama de Coral contestó: "¡Oh joven insigne! claro que no dudo de la sensibilidad del gamo de tu corazón; pero si quieres que te responda con respecto a la pregunta obscura, prométeme por la verdad de nuestra fe que me tomarás por esposa y en tu reino me pondrás a la cabeza de todas las damas del palacio de tu padre". Y el príncipe Diamante cogió la mano de la joven y la besó y la puso sobre su corazón, prometiéndole los desposorios y el rango que pedía.

Cuando la joven Rama de Coral tuvo esta promesa y esta seguridad del príncipe Diamante, se tambaleó de satisfacción y de contento, y le dijo: "¡Oh capital de mi vida! has de saber que debajo del lecho de marfil de la princesa Mohra está un negro sombrío. Y el tal negro ha venido a establecer allí su morada, ignorado por todos, excepto por la princesa, después de huir de su país, que es la ciudad de Wakak. Y precisamente ese negro calamitoso es quien ha incitado a nuestra princesa a formular pregunta tan obscura a los hijos de reyes. Por lo tanto, si quieres conocer la verdadera solución del problema es preciso que vayas a la ciudad de Wakak. Y de esta sola manera podrá descubrirse el secreto. ¡Y esto es cuanto sé acerca de la clase de relaciones que hay entre Piña y Ciprés! ¡Pero Alah es más sabio!"

Cuando el príncipe Diamante hubo oído estas palabras de boca de Rama de Coral, dijo para sí: "¡Oh corazón mío! conviene tener un poco de paciencia antes de que se haga para nosotros la claridad detrás de la cortina del misterio. Porque, por el pronto, ¡oh corazón mío! sin duda tendrás que experimentar en esta ciudad del negro, o sea en la ciudad de Wakak, muchas cosas enojosas que te pesarán". Luego se encaró con la joven, y le dijo: "¡Oh caritativa! en verdad que mientras no vaya a la ciudad de Wakak, que es la ciudad del negro, y no penetre el misterio de que se trata, me parecerá que me está prohibido el reposo. Pero si Alah me depara la seguridad y me hace obtener el resultado apetecido, cumpliré entonces tu deseo. Si no lo hago, consiento en no volver a levantar la cabeza hasta el día de la resurrección".

Y tras de hablar así, el príncipe Diamante se despidió de la suspirante, la gemebunda, la sollozante Rama de Coral, y con el corazón derretido, salió del jardín, sin ser visto, y se dirigió al khan en donde había dejado sus efectos de viaje, y montó en un caballo hermoso como un animal feérico, y salió al camino de Alah.

Pero como ignoraba hacia qué lado estaba situada la ciudad de Wakak, y el camino que había que tomar para llegar a ella, por dónde había de pasar para llegar a ella, empezó a girar la cabeza en busca de algún indicio que pudiera orientarle, cuando divisó a un derviche que iba en dirección suya, vestido con un traje verde y calzados los pies con babuchas de cuero amarillo limón, llevando un báculo en la mano, y semejante a Khizr el Guardián, de tan radiante como tenía el rostro y claro el espíritu ante las cosas. Y Diamante fué en busca de aquel derviche venerable, y le abordó con la zalema, apeándose del caballo. Y cuando le devolvió la zalema el derviche, le preguntó el príncipe: "¿Hacia qué lado ¡oh venerable! está situada la ciudad de Wakak, y a qué distancia se halla?" Y el derviche, tras de mirar atentamente al príncipe durante una hora de tiempo, le dijo: "¡Oh hijo de reyes! abstente de aventurarte en un camino sin salida y en una ruta espantosa. Renuncia a tan loco proyecto, y ocúpate en otra tarea, porque, aunque te pasaras toda la vida en busca de ese camino, no encontrarías ni vestigios de él. ¡Además, al querer ir a la ciudad de Wakak, entregas, al viento de la muerte, tu existencia y tu vida cara!" Pero el príncipe Diamante le dijo: "¡Oh respetable y venerado jeique! el asunto que me mueve es un asunto decisivo, y mi propósito es un propósito tan importante, que prefiero sacrificar mil vidas como la mía antes que renunciar a ello. Así, pues, si sabes algo referente a ese camino, sírveme de guía como Khizr el Guardián".

Cuando el derviche vió que Diamante en manera alguna desistía de su idea, no obstante los útiles consejos de todas clases que seguía dándole, le dijo: "¡Oh joven bendito! sabe que la ciudad de Wakak está situada en el centro de la montaña Kaf, allí donde los genn, los mareds y los efrits habitan por dentro y fuera. Y para llegar allá hay tres caminos: el de la derecha, el de la izquierda y el del medio; pero es preciso ir por el camino de la derecha, y no por el de la izquierda, como tampoco debe intentarse tomar el de en medio. Además, cuando hayas viajado un día y una noche, y aparezca la verdadera aurora, verás un minarete en el cual se encuentra una losa de mármol con una inscripción en caracteres kúficos. Hay que leer esa inscripción precisamente. ¡Y tendrás que ajustar tu conducta a esa lectura!"

Y el príncipe Diamante dió gracias al anciano y le besó la mano. Luego volvió a montar en su caballo y emprendió el camino de la derecha, que debía conducirle a la ciudad de Wakak.

Y anduvo por aquel camino un día y una noche, y llegó al pie del minarete que le indicó el derviche. Y vió que el minarete era tan grande como el firmamento cerúleo. Y estaba empotrada en él una losa de mármol grabada con caracteres kúficos. Y decían así los tales caracteres: "Los tres caminos que tienes ante ti ¡oh caminante! Conducen todos al país de Wakak. Si tomas el de la izquierda, experimentarás gran número de vejaciones. Si tomas el de la derecha, te arrepentirás. Si tomas el de en medio, te ocurrirá algo espantoso".

Cuando hubo descifrado esta inscripción y comprendido todo su alcance, el príncipe Diamante cogió un puñado de tierra, y echándola por la abertura de su traje, dijo: "¡Que yo me vea reducido a polvo, pero que llegue a la meta!" Y se acomodó de nuevo en la silla, y sin vacilar, tomó por el más peligroso de los tres caminos, el de en medio. Y anduvo por él resueltamente un día y una noche. Y a la mañana, se ofreció a su vista un ancho espacio que estaba cubierto de árboles con ramas que llegaban hasta el cielo. Y los árboles estaban dispuestos en hilera para servir de límite y abrigo contra el viento salvaje a un jardín verdeante. Y la puerta de aquel jardín aparecía cerrada por un bloque de granito. Y para guardar aquella puerta y aquel jardín había un negro cuyo rostro daba un tinte sombrío a todo el jardín y a quien robaba sus tinieblas la noche sin luna. Y aquel producto de brea era gigantesco. Su labio superior se alzaba muy por encima de sus narices, que tenían forma de berenjena, y el labio de abajo le caía hasta el cuello. Llevaba al pecho una muela de molino que le servía de escudo; y una espada de hierro chino iba sujeta a su cinturón, que lo constituía una cadena de hierro tan gorda, que por cada uno de sus anillos hubiera podido pasar con toda facilidad un elefante de guerra. Y en aquel momento, el tal negro estaba echado cuán largo era sobre pieles de animales, y de su ancha boca abierta salían ronquidos hijos del trueno.

Y el príncipe Diamante echó pie a tierra sin conmoverse, ató la brida de su caballo a la cabecera del negro, y retirando la puerta de granito, entró en el jardín.

Y el aire de aquel jardín era tan excelente, que las ramas de los árboles se balanceaban como personas ebrias. Y debajo de los árboles pacían gamos grandes que llevaban sujetos a sus cuernos adornos de oro guarnecidos de pedrerías, cubriéndoles los lomos un ropaje bordado y llevando atados al cuello pañuelos de brocado. Y todos aquellos gamos, con sus patas delanteras y sus patas traseras, con sus ojos y sus cejas, se pusieron a hacer señas expresivas a Diamante para que no entrase. Pero Diamante, sin tener en cuenta sus advertencias, y antes bien, pensando que aquellos gamos sólo agitaban así sus ojos, sus cejas y sus extremidades para manifestarle el gusto que tenían en recibirle, empezó a circular tranquilamente por las avenidas de aquel jardín.

Y paseándose de tal modo, acabó por llegar a un palacio al que no habría igualado el del Kessra o el de Kaissar. Y la puerta de aquel palacio estaba entreabierta como el ojo del amante. Y por la abertura de aquella puerta se mostraba una cabeza encantadora de jovenzuela, que era feérica y que habría hecho retorcerse de envidia a la luna nueva. Y aquella cabecita, cuyos ojos avergonzarían a los del narciso, miraba a un lado y a otro, sonriendo.

Pero, en cuanto advirtió a Diamante, quedó estupefacta a la vez que rendida a su hermosura. Y permaneció algunos instantes en aquel estado; luego le devolvió la zalema, y le dijo: "¿Quién eres, ¡oh joven lleno de audacia! que te permites penetrar en este jardín donde ni los pájaros se atreven a agitar sus alas?"

Así habló a Diamante la joven, que se llamaba Latifa y era bella hasta constituir el alboroto del tiempo...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.