Las mil y una noches:0981
OMAR EL SEPARADOR
[editar]"Cuentan que al Emir de los Creyentes Omar Ibn Al-Khattab -que fué el califa más justo y el hombre más desinteresado del Islam se le apodó El-Farrukh, o el Separador, porque tenía la costumbre de separar en dos, de un sablazo, a todo hombre que se negara a obedecer una sentencia pronunciada contra él por el Profeta (¡con El la plegaria y la paz!)
Y eran tales su sencillez y su desinterés que un día, tras de adueñarse de los tesoros de los reyes del Yemen, mandó distribuir todo el botín entre los musulmanes, sin distinción. Y entre otras cosas, le tocó a cada uno una tela rayada del Yemen. Y Omar tuvo una parte exactamente igual a la del menor de sus soldados. Y mandó que le hicieran un vestido nuevo con aquella pieza de tela rayada del Yemen que le había tocado en el reparto; y así vestido, subió al púlpito de Medina y arengó a los musulmanes para emprender una nueva expedición contra los infieles. Pero he aquí que un hombre de la asamblea se levantó y le interrumpió en su arenga, diciéndole: "No te obedeceremos".
Y Omar le preguntó: "¿Por qué?"
Y el hombre contestó: "Porque, cuando has hecho el reparto de las telas rayadas del Yemen, a cada musulmán le ha tocado una pieza, y a ti mismo también te ha tocado una sola pieza. Pero esa pieza no ha podido bastar para hacerte el traje completo con que te estamos viendo vestido hoy. Por tanto, de no haber tomado, a escondidas nuestras, una parte más considerable que la que nos has dado, no podrías tener el traje que llevas, sobre todo con la mucha estatura que tienes".
Y Omar se encaró con su hijo Abdalah, y le dijo: "¡Oh Abdalah! contesta a ese hombre. Porque su observación es justa". Y Abdalah, levantándose, dijo: "¡Oh musulmanes! sabed que, cuando el Emir de los Creyentes Omar quiso hacerse coser un traje con su pieza de tela, resultó ésta escasa. Por consiguiente, como no tenía traje a propósito para vestirse hoy, le he dado parte de mi pieza de tela para completar su traje". Luego se sentó. Entonces, el hombre que había interpelado a Omar, dijo: "¡Loores a Alah! Ahora ya te obedeceremos, ¡oh Omar!"
Y otra vez, después de conquistar Omar la Siria, la Mesopotamia, el Egipto, la Persia y todos los países de los rums, y después de caer sobre Bassra y Kufa, en el Irak, había entrado en Medina, donde, vestido con un traje tan usado que tenía hasta doce pedazos, se pasaba el día en las gradas que conducen a la mezquita, escuchando las querellas de los últimos de sus súbditos, y haciendo justicia a todos por igual, al emir lo mismo que al camellero.
Y he aquí que, por aquel entonces, el rey Kaissar Heraclio, que gobernaba a los rums de Constantinia, le envió un embajador, con encargo de juzgar por sus propios ojos los medios, fuerzas y acciones del emir de los árabes. Así es que, cuando aquel embajador entró en Medina, preguntó a los habitantes: "¿Dónde está vuestro rey?" Y ellos contestaron: "¡Nosotros no tenemos rey, porque tenemos un emir! ¡Y es el Emir de los Creyentes, el califa de Alah, Omar Ibn Al-Khattab!"
El preguntó: "¿Dónde está? ¡Llevadme a él!" Ellos contestaron: "Estará haciendo justicia, o acaso descansando". Y le indicaron el camino de la mezquita.
Y el embajador de Kaissar llegó a la mezquita, y vió a Omar dormido al sol de la siesta en las gradas ardientes de la mezquita, descansando la cabeza en la misma piedra. Y le corría por la frente el sudor, formando un amplio charco en torno a su cabeza.
Al ver aquello, descendió el temor al corazón del embajador de Kaissar, que no pudo por menos de exclamar: "¡He ahí, como un mendigo, al hombre ante quien inclinan su cabeza todos los reyes de la tierra, y que es dueño del más vasto Imperio de este tiempo!"
Y allí quedó en pie, presa del espanto, pues habíase dicho: "Cuando un pueblo está gobernado por un hombre como éste, los demás pueblos deben vestirse trajes de luto".
Y en la conquista de Persia, entre otros objetos maravillosos cogidos en el palacio del rey Jezdejerd, en Istakhar, se apoderó de una alfombra de sesenta codos en cuadro, que representaba un parterre, del que cada flor, formada con piedras preciosas, se erguía sobre un tallo de oro. Y el jefe del ejército musulmán, Saad ben Abu-Waccas, aunque no estaba muy versado en la tasación mercantil de objetos preciosos, comprendió, sin embargo, cuánto valía una maravilla semejante, y la rescató del pillaje del palacio de los Khosroes para hacer un presente con ella a Omar. Pero el rígido califa (¡Alah le cubra con Sus gracias!), que ya, cuando la conquista del Yemen, no había querido tomar, en el despojo de los países conquistados, más tela rayada que la que necesitaba para hacerse un traje, no quiso, aceptando semejante don, dar pábulo a un lujo cuyos efectos temía por su pueblo. Y acto seguido hizo cortar la pesada alfombra en tantos pedazos como jefes musulmanes había entonces en Medina. Y no se quedó con ningún pedazo para él. Y era tanto el valor de aquella rica alfombra, aun destrozada, que Alí (¡con él las gracias más escogidas!) vendió por veinte mil dracmas, a unos mercaderes sirios, el retazo que le había tocado en el reparto.
Y también en la invasión de Persia fué cuando el sátrapa Harmozán, que había resistido con más valor que nadie a los guerreros musulmanes, consintió en rendirse, pero remitiéndose a la propia persona del califa para que decidiera en su suerte.
Como Omar se encontraba en Medina, Harmozán fué conducido a aquella ciudad bajo la custodia de una escolta comandada por dos emires de los más valerosos entre los creyentes. Y llegados que fueron a Medina, aquellos dos emires, queriendo hacer valer a los ojos del califa la importancia y el rango de su prisionero persa, le hicieron poner el manto bordado de oro y la alta tiara resplandeciente que llevaban los sátrapas en la corte de los Khosroes. Y revestido con aquellas insignias de su dignidad, el jefe persa fué llevado ante las gradas de la mezquita, donde estaba sentado el califa, sobre una estera vieja, a la sombra de un pórtico. Y advertido, por los rumores del pueblo, de la llegada de aquel personaje, Omar alzó los ojos, y vió delante de él al sátrapa vestido con toda la pompa usada en el palacio de los reyes persas. Y por su parte, Harmozán vió a Omar; pero se negó a reconocer al califa, al dueño del nuevo Imperio, en aquel árabe vestido con trajes remendados y sentado solo, sobre una estera vieja, en el patio de la mezquita. Pero Omar, reconociendo en aquel prisionero a uno de aquellos orgullosos sátrapas que durante tanto tiempo habían hecho temblar, con una mirada, a las tribus más fieras de Arabia, exclamó en seguida: "¡Loores a Alah, que ha traído al Islam bendito para humillaros a ti y a tus semejantes!" Y mandó despojar de sus trajes dorados al persa, e hizo que le cubriesen con una grosera tela del desierto; luego le dijo: "Ahora que estás vestido con arreglo a tus méritos, ¿reconocerás la mano del Señor a quien sólo pertenecen todas las grandezas?"
Y Harmozán contestó: "Claro que la reconozco sin esfuerzo. Porque, mientras la divinidad ha sido neutral, os hemos vencido, como atestiguo con todos nuestros triunfos pasados y toda nuestra gloria. Preciso es, pues, que el Señor de que hablas haya combatido en favor vuestro, ya que acabáis de vencernos a vuestra vez".
Y al oír estas palabras en que la aquiescencia se confundía con la ironía, Omar frunció las cejas de tal manera, que el persa temió que su diálogo terminase con una sentencia de muerte. Así es que, fingiendo una sed violenta, pidió agua, y cogiendo el vaso de barro que le presentaban, fijó sus miradas en el califa, y pareció vacilar en llevárselo a los labios. Y Omar preguntó: "¿Qué temes?" Y el jefe persa contestó: "Temo...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.