Las mil y una noches:290

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Las mil y una noches - Tomo II​ de Anónimo
Capítulo 290: Pero cuando llegó la 296ª noche



PERO CUANDO LLEGO LA 296ª NOCHE[editar]

Ella dijo:

... me levanté enseguida, desenrollé la tela de mi turbante, y luego de doblarla, la retorcí para servirme de ella como de una soga. La até sólidamente a mi cintura y sujeté ambos cabos con un nudo resistente a un dedo del pájaro. Porque me dije para mí: "Este pájaro enorme acabará por remontar el vuelo, con lo que me sacará de esta soledad y me transportará a cualquier punto donde pueda ver seres humanos. ¡De cualquier modo, el lugar en que caiga será preferible a esta isla desierta, de la que soy único habitante!"

¡Esto fué todo! ¡Y a pesar de mis movimientos, el pájaro no se cuidó de mi presencia más que si se tratara de alguna mosca sin importancia o alguna humilde hormiga que por allí se pasease!

Así permanecí toda la noche, sin poder pegar los ojos por temor de que el pájaro echase a volar y me llevase durante mi sueño. Pero no se movió hasta que fué de día. Sólo entonces se quitó de encima de su huevo, lanzó un grito espantoso y remontó el vuelo, llevándome consigo. Subió y subió tan alto, que creí tocar la bóveda del cielo; pero de pronto descendió con tanta rapidez, que ya no sentía yo mi propio peso, y abatióse conmigo en tierra firme. Se posó en un sitio escarpado, y yo, enseguida, sin esperar más me apresuré a desatar el turbante, con un gran terror de ser izado otra vez antes de que tuviese tiempo de librarme de mis ligaduras. Pero conseguí desasirme sin dificultad, y después de estirar mis miembros y arreglarme el traje, me alejé apresuradamente hasta hallarme fuera del alcance del pájaro, a quien de nuevo vi elevarse por los aires. Llevaba entonces en sus garras un enorme objeto negro, que no era otra cosa que una serpiente de inmensa longitud y de forma detestable. No tardó en desaparecer, dirigiendo hacia el mar su vuelo.

Conmovido en extremo por cuanto acababa de ocurrirme, lancé una mirada en torno de mí y quedé inmóvil de espanto. Porque me encontraba en un valle ancho y profundo, rodeado por todas partes de montañas tan altas, que para medirlas con la vista tuve que alzar de tal modo la cabeza, que rodó por mi espalda mi turbante al suelo. ¡Además, eran tan escarpadas aquellas montañas, que se hacía imposible subir por ellas, y juzgué inútil toda tentativa en tal sentido!

Al darme cuenta de ello no tuvieron límite mi desolación y mi desesperación, y me dije: "¡Ah, cuánto más hubiérame valido no abandonar la isla desierta en que me hallaba y que era mil veces preferible a esta soledad desolada y árida, donde no hay nada que comer ni beber! ¡Allí, al menos, había frutas que llenaban los árboles y arroyos de agua deliciosa; pero aquí sólo rocas hostiles y desnudas, para morir de hambre y de sed! ¡Qué calamidad! ¡No hay recurso y poder más que Alah el Omnipotente! ¡Cada vez que escapo de una catástrofe, es para caer en otra peor y definitiva!"

Enseguida me levanté del sitio en que me encontraba y recorrí aquel valle para explorarle un poco, observando que estaba enteramente creado con rocas de diamante. Por todas partes a mi alrededor aparecía sembrado el suelo de diamantitos desprendidos de la montaña y que en ciertos sitios formaban montones de la altura de un hombre. Comenzaba yo a mirarlos ya con algún interés, cuando me inmovilizó de terror un espectáculo más espantoso que todos los horrores experimentados hasta entonces. Entre las rocas de diamantes vi circular a sus guardianes, que eran innumerables serpientes negras, más gruesas y mayores que palmeras, y cada una de las cuales muy bien podía devorar a un elefante grande.

En aquel momento comenzaban a meterse en sus antros porque durante el día se ocultaban para que no las cogiese su enemigo el pájaro rokh, y únicamente salían de noche.

Entonces intenté con precauciones íntimas alejarme de allí, mirando bien dónde ponía los pies y pensando desde el fondo de mi alma: "¡He aquí lo que ganaste a trueque de haber querido abusar de la clemencia del Destino, ¡oh Sindbad! hombre de ojos insaciables y siempre vacíos!"

Y presa de un cúmulo de terrores, continué en mi caminar sin rumbo por el valle de diamantes, descansando de vez en cuando en los parajes que me parecían más resguardados, y así estuve hasta que llegó la noche.

Durante todo aquel tiempo me había olvidado por completo de comer y beber, y no pensaba más que en salir del mal paso y en salvar de las serpientes mi alma. Y he aquí que acabé por descubrir, junto al lugar en que me dejé caer, una gruta cuya entrada era muy angosta, aunque suficiente para que yo pudiese franquearla. Avancé, pues, y penetré en la gruta, cuidando de obstruir la entrada con un peñasco que conseguí arrastrar hasta allí. Seguro ya, me aventuré por su interior, en busca del lugar más cómodo para dormir, esperando el día, y pensé: "¡Mañana al amanecer saldré para enterarme de lo que me reserva él Destino!"

Iba ya a acostarme, cuando advertí que lo que a primera vista tomé por una enorme roca negra era una espantosa serpiente enroscada sobre sus huevos para incubarlos. Sintió entonces mi carne todo el horror de semejante espectáculo, y la piel se me encogió como una hoja seca y tembló en toda su superficie; y caí al suelo sin conocimiento, y permanecí en tal estado hasta la mañana.

Entonces, al convencerme de que no había sido devorado todavía, tuve alientos para deslizarme hasta la entrada, separar la roca y lanzarme fuera, como ebrio, y sin que mis piernas pudieran sostenerme de tan agotado como me encontraba por la falta de sueño y de comida, y por aquel terror sin tregua.

Miré a mi alrededor, y de repente vi caer a algunos pasos de mi nariz un gran trozo de carne, que chocó contra el suelo con gran estrépito. Aturdido al pronto, alcé los ojos luego para ver quién querría aporrearme con aquélla, pero no vi a nadie.

Entonces me acordé de cierta historia oída antaño en boca de los mercaderes, viajeros y exploradores de la montaña de diamantes, de la que se contaba que, como los buscadores de diamantes no podían bajar a este valle inaccesible, recurrían a un medio curioso para procurarse esas piedras preciosas. Mataban unos carneros, los partían en cuartos y los arrojaban al fondo del valle, donde iban a caer sobre las puntas de diamantes, que se incrustaban en ellos profundamente.

Entonces se abalanzaban sobre aquella presa los rokh y las águilas gigantescas, sacándola del valle para llevársela a sus nidos en lo alto de las rocas y que sirviera de sustento a sus crías. Los buscadores de diamantes se precipitaban entonces sobre el ave, haciendo muchos gestos y lanzando grandes gritos para obligarla a soltar su presa y a emprender de nuevo el vuelo. Registraban entonces el cuarto de carne y cogían los diamantes que tenía adheridos.

Asaltóme a la sazón la idea de que podía tratar aún de salvar mi vida y salir de aquel valle que se me antojó había de ser mi tumba. Me incorporé, pues, y comencé a amontonar una gran cantidad de diamantes, escogiendo los más gordos y los más hermosos. Me los guardé en todas partes, abarroté con ellos mis bolsillos, me los introduje entre el traje y la camisa, llené mi turbante y mi calzón, y hasta metí algunos entre los pliegues de mi ropa. Tras de lo cual, desenrollé la tela de mi turbante, como la primera vez...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.