Historia del mandadero y las tres doncellas

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época


HISTORIA DEL MANDADERO
 Y LAS TRES DONCELLAS


Había en la ciudad de Bagdad un hombre que era soltero y además mozo de cordel.

Un día entre los días, mientras estaba en el zoco, indolentemente apoyado en su espuerta, se paró delante de él una mujer con un ancho manto de tela de Mosul, en seda sembrada de lentejuelas de oro y forro de brocado. Levantó un poco el velillo de la cara y aparecieron por debajo dos ojos negros, con largas pestañas, y ¡qué párpados! Era esbelta, sus manos y sus pies muy pequeños, y reunía, en fin, un conjunto de perfectas cualidades. Y dijo con su voz llena de dulzura: «¡Oh mandadero! coge la espuerta y sígueme.» Y el mandadero, sorprendidísimo, no supo si había oído bien, pero cogió la espuerta y siguió á la joven, hasta que se detuvo á la puerta de una casa. Llamó y salió un nusraní[1], que por un dinar le dió una medida de aceitunas, y ella las puso en la espuerta, diciendo al mozo: «Lleva eso y sígueme.» Y el mandadero exclamó: «¡Por Alah! ¡Bendito día!» Y cogió otra vez la espuerta y siguió á la joven. Y he aquí que se paró ésta en la frutería y compró manzanas de Siria, membrillos osmaní, melocotones de Omán, jazmines de Alepo, nenúfares de Damasco, cohombros del Nilo, limones de Egipto, cidras sultaní, bayas de mirto, flores de alheña, anémonas rojas de color de sangre, violetas, flores de granado y narcisos. Y lo metió todo en la espuerta del mandadero, y le dijo: «Llévalo.» Y él lo llevó y la siguió, hasta que llegaron á la carnicería, donde dijo la joven: «Corta diez artal de carne»[2]. Y el carnicero corto los diez artal, y ella los envolvió en hojas de banano, los metió en la espuerta, y dijo: «Llévalo, ¡oh mandadero!» Y él lo llevó así y la siguió, hasta encontrar un vendedor de almendras, al cual compró la joven toda clase de almendras, diciendo al mozo: «Llévalo y sígueme.» Y cargó otra vez con la espuerta y la siguió, hasta llegar á la tienda de un confitero, y allí compró ella una bandeja y la cubrió de cuanto había en la confitería: enrejados de azúcar con manteca, pastas aterciopeladas perfumadas con almizcle y delicio- samente rellenas, bizcochos llamados sabun, pastelillos, tortas de limón, confituras sabrosas, dulces llamados muchabac, bocadillos huecos llamados lucmet-el-kadí, otros cuyo nombre es assabihzeinab, hechos con manteca, miel y leche. Después colocó todas aquellas golosinas en la bandeja, y la bandeja encima de la espuerta. Entonces el mandadero dijo: «Si me hubieras avisado, habría alquilado una mula para cargar tanta cosa.» Y la joven sonrió al oirlo. Después se detuvo en casa de un destilador y compró diez clases de aguas: de rosas, de azahar y otras muchas, y varias bebidas embriagadoras, como asimismo un hisopo para aspersiones de agua de rosas almizclada, granos de incienso macho, palo de áloe, ámbar gris y almizcle, y finalmente velas de cera de Alejandría. Todo lo metió en la espuerta, y dijo al mozo: «Lleva la espuerta y sígueme.» Y el mozo la siguió, llevando siempre la espuerta, hasta que la joven llegó á un palacio, todo de mármol, con un gran patio que daba al jardín de la parte de atrás. Todo era muy lujoso, y el pórtico tenía dos hojas de ébano adornadas con chapas de oro rojo.

La joven llamó, y las dos hojas de la puerta se abrieron. El mandadero vió entonces que había abierto la puerta otra joven, cuyo talle, elegante y gracioso, era un verdadero modelo, especialmente por sus pechos redondos y salientes, su gentil apostura, su belleza, y todas las perfecciones de su talle y de todo lo demás. Su frente era blanca como la primera luz de la luna nueva, sus ojos como los ojos de las gacelas, sus cejas como la luna creciente del Ramadán, sus mejillas como anémonas, su boca como el sello de Soleimán, su rostro como la luna llena al salir, sus dos pechos como granadas gemelas. En cuanto á su vientre juvenil, elástico y flexible, se ocultaba bajo la ropa como una carta preciada bajo el rollo que la envuelve.

Por eso, á su vista, notó el mozo que se le iba el juicio y que la espuerta se le venía al suelo. Y dijo para sí: «¡Por Alah! ¡En mi vida he tenido un día tan bendito como el de hoy!»

Entonces esta joven tan admirable dijo á su hermana la proveedora y al mandadero: «¡Entrad, y que la acogida aquí sea para vosotros tan amplia como agradable!»

Y entraron, y acabaron por llegar á una sala espaciosa que daba al patio, adornada con brocados de seda y oro, llena de lujosos muebles con incrustaciones de oro, jarrones, asientos esculpidos, cortinas y unos roperos cuidadosamente cerrados. En medio de la sala había un lecho de mármol incrustado con perlas y esplendorosa pedrería, cubierto con un dosel de raso rojo. Sobre él estaba extendido un mosquitero de fina gasa, también roja, y en el lecho había una joven de maravillosa hermosura, con ojos babilónicos, un talle esbelto como la letra aleph, y un rostro tan bello, que podía envidiarlo el sol luminoso. Era una estrella brillante, una noble hermosura de Arabia, como dijo el poeta:

¡El que mida tu talle, ¡oh joven! y lo compare por su esbeltez con la delicadeza de una rama flexible, juzga con error á pesar de su talento! ¡Porque tu talle no tiene igual, ni tu cuerpo un hermano!

¡Porque la rama sólo es linda en el árbol y estando desnuda! ¡Mientras que tú eres hermosa de todos modos, y las ropas que te cubren son únicamente una delicia más!


Entonces la joven se levantó, y llegando junto á sus hermanas, les dijo: «¿Por qué permanecéis quietas? Quitad la carga de la cabeza de ese hombre.» Entonces entre las tres le aliviaron del peso. Vaciaron la espuerta, pusieron cada cosa en su sitio, y entregando dos dinares al mandadero, le dijeron: «¡Oh mandadero! vuelve la cara y vete inmediatamente.» Pero el mozo miraba á las jóvenes, encantado de tanta belleza y tanta perfección, y pensaba que en su vida había visto nada semejante. Sin embargo, chocábale que no hubiese ningún hombre en la casa. En seguida se fijó en lo que allí había de bebidas, frutas, flores olorosas y otras cosas buenas, y admirado hasta el límite de la admiración, no tenía maldita la gana de marcharse.

Entonces la mayor de las jóvenes le dijo: «¿Por qué no te vas? ¿Es que te parece poco el salario?» Y se volvió hacia su hermana, la que había hecho las compras, y le dijo: «Dale otro dinar.» Pero el mandadero replicó: «¡Por Alah, señoras mías! Mi salario suele ser la centésima parte de un dinar, por lo cual no me ha parecido escasa la paga. Pero mi corazón está pendiente de vosotras. Y me pregunto cuál puede ser vuestra vida, ya que vivís en esta soledad y no hay hombre que os haga compañía. ¿No sabéis que un minarete sólo vale algo con la condición de ser uno de los cuatro de la mezquita? Pero ¡oh señoras mías! no sois más que tres, y os falta el cuarto. Ya sabéis que la dicha de las mujeres nunca es perfecta si no se unen con los hombres. Y, como dice el poeta, un acorde no será jamás armonioso como no se reunan cuatro instrumentos: el arpa, el laúd, la cítara y la flauta. Vosotras, ¡oh señoras mías! sólo sois tres, y os falta el cuarto instrumento: la flauta. ¡Yo seré la flauta, y me conduciré como hombre prudente, lleno de sagacidad é inteligencia, artista hábil que sabe guardar un secreto!»

Y las jóvenes le dijeron: «¡Oh mandadero! ¿no sabes tú que somos vírgenes? Por eso tenemos miedo de fiarnos de algo. Porque hemos leído lo que dicen los poetas: «Desconfía de toda confidencia, pues un secreto revelado es secreto perdido.»

Pero el mandadero exclamó: «¡Juro por vuestra vida, ¡oh señoras mías! que yo soy un hombre prudente, seguro y leal! He leído libros y he estudiado crónicas. Sólo cuento cosas agradables, callándome cuidadosamente las cosas tristes. Obro en toda ocasión según dice el poeta:


¡Sólo el hombre bien dotado sabe callar el secreto! ¡Sólo los mejores entre los hombres saben cumplir sus promesas!

¡Yo encierro los secretos en una casa de sólidos candados, donde la llave se ha perdido y la puerta está sellada!»


Y escuchando los versos del mandadero, muchas otras estrofas que recitó y sus improvisaciones rimadas, las tres jóvenes se tranquilizaron; pero para no ceder en seguida, le dijeron: «Sabe, ¡oh mandadero! que en este palacio hemos gastado el dinero en enormes cantidades. ¿Llevas tú encima con qué indemnizarnos? Sólo te podremos invitar con la condición de que gastes mucho oro. ¿Acaso no es tu deseo permanecer con nosotras, acompañarnos á beber, y singularmente hacernos velar toda la noche, hasta que la aurora bañe nuestros rostros?» Y la mayor de las doncellas añadió: «Amor sin dinero no puede servir de buen contrapeso en el platillo de la balanza.» Y la que había abierto la puerta dijo: «Si no tienes nada, vete sin nada.» Pero en aquel momento intervino la proveedora, y dijo: «¡Oh hermanas mías! Dejemos eso, ¡por Alah! pues este muchacho en nada ha de amenguarnos el día. Además, cualquier otro hombre no habría tenido con nosotras tanto comedimiento. Y cuando le toque pagar á él, yo lo abonaré en su lugar.»

Entonces el mandadero se regocijó en extremo, y dijo á la que le había defendido: «¡Por Alah! A ti te debo la primer ganancia del día.» Y dijeron las tres: «Quédate, ¡oh buen mandadero! y te tendremos sobre nuestra cabeza y nuestros ojos.» Y en seguida la proveedora se levantó y se ajustó el cinturón. Luego dispuso los frascos, clarificó el vino por decantación, preparó el lugar en que habían de reunirse cerca del estanque, y llevó allí cuanto podían necesitar. Después ofreció el vino y todo el mundo se sentó, y el mandadero en medio de ellas, en el vértigo, pues se figuraba estar soñando.

Y he aquí que la proveedora ofreció la vasija del vino y llenaron la copa y la bebieron, y así por segunda y por tercera vez. Después la proveedora la llenó de nuevo y la presentó á sus hermanas, y luego al mandadero. Y el mandadero, extasiado, improvisó esta composición rimada:


¡Bebe este vino! ¡Él es la causa de toda nuestra alegría! ¡Él da al que lo bebe fuerzas y salud! ¡Él es el único remedio que cura todos los males!

¡Nadie bebe el vino, origen de toda alegría, sin sentir las emociones más gratas! ¡La embriaguez es lo único que puede saturarnos de voluptuosidad!


Después besó las manos á las tres doncellas, y vació la copa. En seguida, aproximándose á la mayor, le dijo: «¡Oh señora mía! ¡Soy tu esclavo, tu cosa y tu propiedad!» Y recitó estas estrofas en honor suyo:


¡A tu puerta espera de pie un esclavo de tus ojos, acaso el más humilde de tus esclavos!

¡Pero conoce á su dueña! ¡El sabe cuánta es su generosidad y sus beneficios! ¡Y sobre todo, sabe cómo se lo ha de agradecer!


Entonces ella le dijo, ofreciéndole la copa: «Bebe, ¡oh amigo mío! y que la bebida te aproveche y la digieras bien. Que ella te dé fuerzas para el camino de la verdadera salud.»

Y el mandadero cogió la copa, besó la mano á la joven, y una voz dulce y modulada cantó quedamente estos versos:


¡Yo ofrezco á mi amiga[3] un vino resplandeciente como sus mejillas, mejillas tan luminosas, que sólo la claridad de una llama podría compararse con su espléndida vida!

Ella se digna aceptarlo, pero me dice, muy risueña: «¿Cómo quieres que beba mis propias mejillas?» Y yo le digo: «¡Bebe, oh llama de mi corazón! ¡Este licor son mis lágrimas, su color rojo mi sangre, y su mezcla en la copa es toda mi alma!»


Entonces la joven cogió la copa de manos del mandadero, se la llevó á los labios y después fué á sentarse junto á sus hermanas. Y todos empezaron á cantar, á danzar y á jugar con las flores exquisitas. Y mientras tanto, el mozo las abrazaba y las besaba. Y una le dirigía chanzas, otra lo atraía hacia ella, y la otra le golpeaba con las flores. Y siguieron bebiendo, hasta que el vino se les subió á la cabeza. Cuando el vino reinó por completo, la joven que había abierto la puerta se levantó, se quitó toda la ropa y se quedó desnuda. Y de un salto echó su alma en el estanque[4], se puso á jugar con el agua, se llenó de ella la boca y roció ruidosamente al mandadero. Esto no le estorbaba para que el agua corriese por todos sus miembros y por entre sus muslos juveniles. Después salió del estanque, se echó sobre el pecho del mandadero, y tendiéndose luego boca arriba, dijo señalando á la cosa situada entre sus muslos:

«¡Oh mi querido! ¿Sabes cómo se llama esto?» Y contestó el mozo: «¡Ah!... ¡ah!... Ordinariamente, suele llamarse la casa de la misericordia.» Pero ella exclamó: «¡Yu! ¡yu! ¿No te da vergüenza tu ignorancia?» Y le cogió del pescuezo y empezó á darle golpes. Entonces dijo él: «¡Basta! ¡basta! Se llama la vulva.» Y repitió ella: «Tampoco es así.» Y el mandadero dijo: «Pues tu pedazo de atrás.» Y ella repitió: «Otra cosa.» Y dijo él: «Es tu zángano.» Pero ella, al oirlo, golpeó al joven con tal fuerza, que le arañó la piel. Y entonces él dijo: «Pues dime cómo se llama.» Y ella contestó: «La albahaca de los puentes.» Y exclamó el mozo: «¡Ya era hora! ¡Alabado sea Alah! y él te guarde, ¡oh mi albahaca de los puentes!»

Después volvió á circular la copa y la subcopa. En seguida la segunda joven se desnudó y se metió en el estanque, é hizo lo mismo que su hermana. Salió después, se echó en el regazo del mozo, y señalando con el dedo hacia sus muslos y á la cosa situada entre los muslos, preguntó: «¿Cuál es el nombre de esto, luz de mis ojos?» Y él dijo: «Tu grieta.» Pero ella exclamó: «¡Qué palabras tan abominables dice este hombre!» Y le abofeteó con tal furia, que retembló toda la sala. Y después dijo él: «Entonces será la albahaca de los puentes.» Pero ella replicó: «¡No es eso, no es eso!» Y volvió á darle golpes. Entonces preguntó el mozo: «¿Pues cuál es su nombre?» Y contestó ella: «El sésamo descortezado.» Y él exclamó: «¡Para ti sean, ¡oh el más descortezado de entre los sésamos! las mejores bendiciones!»

Después se levantó la tercera joven, se desnudó y se metió en el estanque, donde hizo como sus hermanas, y luego se vistió, y fué á tenderse entre las piernas del mandadero, y le dijo, señalando hacia sus partes delicadas: «Adivina su nombre.» Entonces él le dijo: «Se llama esto, se llama lo otro.» Y enumerando con los dedos, decía: «El estornino mudo, el conejo sin orejas, el polluelo sin voz, el padre de la blancura, la fuente de las gracias.» Y por fin, en vista de sus protestas, acabó por preguntarle, para que no le pegara más: «¿Pues cuál es su nombre?» Y ella contestó: «El khan[5] de Aby-Mansur.»

Entonces el mandadero se levantó, se despojó de sus vestidos y se metió en el agua. ¡Y su espalda sobrenadaba majestuosa en la superficie! Se lavó todo el cuerpo, como se habían lavado las doncellas, y después salió del baño y fué á echarse en el regazo de la más joven, apoyó los pies en el regazo de la otra hermana, y señalando á su virilidad, preguntó á la mayor de todas: «¿Sabes ¡oh soberana mía! cuál es su nombre?» Al oir estas palabras, las tres se echaron á reir tan á gusto, que cayeron sobre sus posaderas, y exclamaron: «¡Tu zib!» Y él dijo: «No es eso, no es eso.» Y les dió á cada una un mordisco. Entonces dijeron: «¡Tu herramienta!» Y él contestó: «Tampoco es eso.» Y á cada una les dió un pellizco en un seno. Y ellas, asombradas, replicaron: «Sí que es tu herramienta, porque está ardiente; si que es tu zib, porque se mueve.» Y el mozo seguía negando con un movimiento de cabeza, y luego las besaba, las mordía, las pellizcaba y las abrazaba, y ellas reían á más no poder, hasta que acabaron por decirle: «¿Cómo se llama, pues?» Entonces él meditó un momento, se miró entre los muslos, guiñó los ojos, y señalando á su zib, dijo: «¡Oh señoras mías! vais á oir lo que acaba de decirme este niño: «Me llaman el macho poderoso y sin castrar, que pace la albahaca de los puentes, se deleita con raciones de sésamo descortezado y se alberga en la posada de Aby-Mansur.»

Y se rieron las tres tan descompasadamente al oirle, que de nuevo doblaron sobre sus partes traseras. Después siguieron bebiendo en la misma copa hasta que comenzó á anochecer. Las jóvenes dijeron entonces al mandadero: «Ahora vuelve la cara y vete, y así veremos la anchura de tus hombros.» Pero el mozo exclamó: «¡Por Alah, señoras mías! ¡Más fácil sería á mi alma salir del cuerpo, que á mí dejar esta casa! ¡Juntemos esta noche con el día, y mañana podrá cada uno ir en busca de su destino por el camino de Alah!» Entonces intervino nuevamente la joven proveedora: «Hermanas, por vuestra vida, invitémosle á pasar la noche con nosotras y nos reiremos mucho con él, porque es una mala persona sin pudor, y además muy gracioso.» Y dijeron entonces al mandadero: «Puedes pasar aquí la noche, con la condición de estar bajo nuestro dominio y no pedir ninguna explicación sobre lo que veas ni sobre cuanto ocurra.» Y él respondió: «Así sea, ¡oh señoras mías!» Y ellas añadieron: «Levántate y lee lo que está escrito encima de la puerta.» Y él se levantó, y encima de la puerta vió las siguientes palabras, escritas con letras de oro: No hables nunca de lo que no te importe, si no, oirás cosas que no te gusten.

Y el mandadero dijo: «¡Oh señoras mías, os pongo por testigo de que no he de hablar de lo que no me importe.»

En este momento de su narración, Schahrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGÓ
LA 10.ª NOCHE
Doniazada dijo: «¡Oh hermana mía, acaba la relación!» Y Schahrazada contestó: «Con mucho agrado, y como un deber de generosidad.» Y prosiguió:

He llegado á saber, ¡oh rey poderoso! que cuando el mandadero hizo su promesa á las jóvenes, se levantó la proveedora, colocó los manjares delante de los comensales, y todos comieron muy regaladamente. Después de esto encendieron las velas, quemaron maderas olorosas é incienso, y volvieron á beber y comer todas las golosinas compradas en el zoco, sobre todo el mandadero, que al mismo tiempo decía versos, cerrando los ojos mientras recitaba y moviendo la cabeza. Y de pronto se oyeron fuertes golpes en la puerta, lo que no les perturbó en sus placeres, pero al fin la menor de las jóvenes se levantó, fué á la puerta, y luego volvió y dijo: «Bien llena va á estar nuestra mesa esta noche, pues acabo de encontrar junto á la puerta á tres ahjam[6] con las barbas afeitadas y tuertos del ojo izquierdo. Es una coincidencia asombrosa. He visto inmediatamente que eran extranjeros, y deben venir del país de los Rum. Cada uno es diferente, pero los tres son tan ridículos de fisonomía, que hacen reir. Si los hiciésemos entrar nos divertiríamos con ellos.» Y sus hermanas aceptaron. «Diles que pueden entrar, pero entérales de que no deben hablar de lo que no les importe, si no quieren oir cosas desagradables.» Y la joven corrió á la puerta, muy alegre, y volvió trayendo á los tres tuertos. Llevaban las mejillas afeitadas, con unos bigotes retorcidos y tiesos, y todo indicaba que pertenecían á la cofradía de mendicantes llamados saalik[7].

Apenas entraron, desearon la paz á la concurrencia, y las jóvenes se quedaron de pie y los invitaron á sentarse. Una vez sentados, los saalik miraron al mandadero, y suponiendo que pertenecía á su cofradía, dijeron: «Es un saaluk como nosotros, y podrá hacernos amistosa compañía.» Pero el mozo, que los había oído, se levantó de súbito, los miró airadamente y exclamó: «Dejadme en paz, que para nada necesito vuestro afecto. Y empezad por cumplir lo que veréis escrito encima de esa puerta.» Las doncellas estallaron de risa al oir estas palabras, y se decían: «Vamos á divertirnos con este mozo y los saalik.» Después ofrecieron manjares á los saalik, que los comieron muy gustosamente. Y la más joven les ofreció de beber, y los saalik bebieron uno tras otro. Y cuando la copa estuvo en circulación, dijo el mandadero: «Hermanos nuestros, ¿lleváis en el saco alguna historia ó alguna maravillosa aventura con que divertirnos?» Estas palabras los estimularon, y pidieron que les trajesen instrumentos. Y entonces la más joven les trajo inmediatamente un pandero de Mosul adornado con cascabeles, un laúd de Irak y una flauta de Persia. Y los tres saalik se pusieron de pie, y uno cogió el pandero, otro el laúd y el tercero la flauta. Y los tres empezaron á tocar, y las doncellas los acompañaban con sus cantos. Y el mandadero se moría de gusto, admirando la hermosa voz de aquellas mujeres.

En este momento volvieron á llamar á la puerta. Y como de costumbre, acudió á abrir la más joven de las tres doncellas.

Y he aquí el motivo de que hubiesen llamado:

Aquella noche, el califa Harún Al-Rachid había salido á recorrer la ciudad, para ver y escuchar por sí mismo cuanto ocurriese. Le acompañaba su visir Giafar-Al-Barmaki[8] y el portaalfanje Masrur, ejecutor de sus justicias. El califa, en estos casos, acostumbraba á disfrazarse de mercader.

Y paseando por las calles había llegado frente á aquella casa y había oído los instrumentos y los ecos de la fiesta. Y el califa dijo al visir Giafar: «Quiero que entremos en esta casa, para saber qué son esas voces.» Y el visir Giafar replicó: «Acaso sea un atajo de borrachos, y convendría precavernos por si nos hiciesen alguna mala partida.» Pero el califa dijo: «Es mi voluntad entrar ahí. Quiero que busques la forma de entrar y sorprenderlos.» Al oir esta orden, el visir contestó: «Escucho y obedezco.» Y Giafar avanzó y llamó á la puerta. Y al momento fué á abrir la más joven de las tres hermanas.

Cuando la joven hubo abierto la puerta, el visir le dijo: «¡Oh señora mía! somos mercaderes de Tabaria[9]. Hace diez días llegamos á Bagdad con nuestros géneros, y habitamos en el khan de los mercaderes. Uno de los comerciantes del khan nos ha convidado á su casa y nos ha dado de comer. Después de la comida, que ha durado una hora, nos ha dejado en libertad de marcharnos. Hemos salido, pero ya era de noche, y como somos extranjeros, hemos perdido el camino del khan, y ahora nos dirigimos fervorosamente á vuestra generosidad para que nos permitáis entrar y pasar la noche aquí. Y ¡Alah os tendrá en cuenta esta buena obra!»

Entonces la joven los miró, le pareció que en efecto tenían maneras de mercaderes y un aspecto muy respetable, por lo cual fué á buscar á sus dos hermanas para pedirles parecer. Y ellas le dijeron: «Déjales entrar.» Entonces fué á abrirles la puerta, y le preguntaron: «¿Podemos entrar, con vuestro permiso?» Y ella contestó: «Entrad.» Y entraron el califa, el visir y el portaalfanje, y al verlos, las jóvenes se pusieron de pie y les dijeron: «¡Sed bien venidos, y que la acogida en esta casa os sea tan amplia como amistosa! Sentaos, ¡oh huéspedes nuestros! Sólo tenemos que imponeros una condición: No habléis de lo que no os importe, si no queréis oir cosas que no os gusten.» Y ellos respondieron: «Ciertamente que sí.» Y se sentaron, y fueron invitados á beber y á que circulase entre ellos la copa. Después el califa miró á los tres saalik, y se asombró mucho al ver que los tres estaban tuertos del ojo izquierdo. Y miró en seguida á las jóvenes, y al advertir su hermosura y su gracia, quedó aún más perplejo y sorprendido. Las doncellas siguieron conversando con los convidados, invitándoles á beber con ellas, y luego presentaron un vino exquisito al califa, pero éste lo rechazó, diciendo: «Soy un buen hadj»[10]. Entonces la más joven se levantó y colocó delante de él una mesita con incrustaciones finas, encima de la cual puso una taza de porcelana de China, y echó en ella agua de la fuente, que enfrió con un pedazo de hielo, y lo mezcló todo con azúcar y agua de rosas, y después se lo presentó al califa. Y él aceptó, y le dió las gracias, diciendo para sí: «Mañana tengo que recompensarla por su acción y por todo el bien que hace.»

Las doncellas siguieron cumpliendo sus deberes de hospitalidad y sirviendo de beber. Pero cuando el vino produjo sus efectos, la mayor de las tres hermanas se levantó, cogió de la mano á la proveedora y le dijo: «¡Oh hermana mía! levántate y cumplamos nuestro deber.» Y su hermana le contestó: «Me tienes á tus órdenes.» Entonces la más pequeña se levantó también, y dijo á los saalik que se apartaran del centro de la sala y que fuesen á colocarse junto á las puertas. Quitó cuanto había en medio del salón y lo limpió. Las otras dos hermanas llamaron al mandadero, y le dijeron: «¡Por Alah! ¡Cuán poco nos ayudas! Cuenta que no eres un extraño, sino de la casa.» Y entonces el mozo se levantó, se remangó la túnica, y apretándose el cinturón, dijo: «Mandad y obedeceré.» Y ellas contestaron: «Aguarda en tu sitio.» Y á los pocos momentos le dijo la proveedora: «Sígueme, que podrás ayudarme.»

Y la siguió fuera de la sala, y vió dos perras de la especie de las perras negras, que llevaban cadenas al cuello. El mandadero las cogió y las llevó al centro de la sala. Entonces la mayor de las hermanas se remangó el brazo, cogió un látigo, y dijo al mozo: «Trae aquí una de esas perras.» Y el mandadero, tirando de la cadena del animal, le obligó á acercarse, y la perra se echó á llorar y levantó la cabeza hacia la joven. Pero ésta, sin cuidarse, de ello, la tumbó á sus pies y empezó á darle latigazos en la cabeza, y la perra chillaba y lloraba, y la joven no la dejó de azotar hasta que se le cansó el brazo. Entonces tiró el látigo, cogió á la perra en brazos, la estrechó contra su pecho, le secó las lágrimas y la besó en la cabeza, que le tenía cogida entre sus manos. Después dijo al mandadero: «Llévatela y tráeme la otra.» Y el mandadero trajo la otra, y la joven la trató lo mismo que á la primera.

Entonces el califa sintió que su corazón se llenaba de lástima y que el pecho se le oprimía de tristeza, y guiñó el ojo al visir Giafar para que interrogase sobre aquello á la joven, pero el visir le respondió por señas que lo mejor era callarse.

En seguida la mayor de las doncellas se dirigió á sus hermanas y les dijo: «Hagamos lo que es nuestra costumbre.» Y las otras contestaron: «Obedecemos.» Y entonces se subió al lecho, chapeado de plata y oro, y dijo á las otras dos: «Veamos ahora lo que sabéis.» Y la más pequeña se subió al lecho, mientras que la otra se marchó á sus habitaciones y volvió trayendo una bolsa de raso con flecos de seda verde; se detuvo delante de las jóvenes, abrió la bolsa y extrajo de ella un laúd. Después se lo entregó á su hermana pequeña, que lo templó y se puso á tañerlo, cantando estas estrofas con una voz sollozante y conmovida:


¡Por piedad! ¡Devolved á mis párpados el sueño que de ellos ha huido! ¡Decidme dónde ha ido á parar mi razón!

¡Cuando permití que el amor penetrase en mi morada, se enojó conmigo el sueño y me abandonó!

Y me preguntaban: «¿Qué has hecho para verte así, tú que eres de los que recorren el camino recto y seguro? ¡Dinos quién te ha extraviado de ese modo!»

Y les dije: «¡No seré yo, sino ella, quien os responda! ¡Yo sólo puedo deciros que mi sangre, toda mi sangre, le pertenece! ¡Y siempre he de preferir verterla por ella á conservarla torpemente en mí!

¡He elegido una mujer para poner en ella mis pensamientos, mis pensamientos que reflejan su imagen! ¡Si expulsara esa imagen, se consumirían mis entrañas con un fuego devorador!

»¡Si la vierais, me disculparíais! ¡Porque el mismo Alah cinceló esa joya con el licor de la vida; y con lo que quedó de ese licor fabricó la granada y las perlas!»

Y me dicen: «¿Pero encuentras en el objeto amado otra cosa que lágrimas, penas y escasos placeres?

»¿No sabes que al mirarte en el agua límpida sólo verás tu sombra? ¡Bebes de un manantial cuya agua sacia antes de ser saboreada!»

Y yo contesto: «¿No creáis que bebiendo se ha apoderado de mí la embriaguez, sino mirando! ¡No fué preciso más; esto bastó para que el sueño huyera por siempre de mis ojos!

»¡Y no son las cosas pasadas las que me consumen, sino solamente el pasado de ella! ¡No son las cosas amadas de que me separé las que me han puesto en este estado, sino solamente la separación de ella!

»¿Podría volver mis miradas hacia otra, cuando toda mi alma está unida á su cuerpo perfumado, á sus aromas de ámbar y almizcle?»


Cuando acabó de cantar, su hermana le dijo: «¡Ojalá te consuele Alah, hermana mía!» Pero tal aflicción se apoderó de la joven portera, que se desgarró las vestiduras, y cayó desmayada en el suelo.

Pero al caer, como una parte de su cuerpo quedó descubierta, el califa vió en él huellas de latigazos y varazos, y se asombró hasta el límite del asombro. La proveedora roció la cara de su hermana con agua, y luego que recobró el sentido, le trajo un vestido nuevo y se lo puso.

Entonces el califa dijo á Giafar: «¿No te conmueven estas cosas? ¿No has visto señales de golpes en el cuerpo de esa mujer? Yo no puedo callarme, y no descansaré hasta descubrir la verdad de todo esto, y sobre todo, esa aventura de las dos perras.» Y el visir contestó: «¡Oh mi señor, corona de mi cabeza! recuerda la condición que nos impusieron: No hables de lo que no te importe, si no quieres oir cosas que no te gusten.»

Y mientras tanto, la proveedora se levantó, cogió el laúd, lo apoyó en su redondo seno, y se puso á cantar:


¿Qué responderíamos si vinieran á damos quejas de amor? ¿Qué haríamos si el amor nos dañara?

¡Si confiáramos á un intérprete que respondiese en nuestro nombre, este intérprete no sabría traducir todas las quejas de un corazón enamorado!

¡Y si sufrimos con paciencia y en silencio la ausencia del amado, pronto nos pondrá el dolor á las puertas de la muerte!

¡Oh dolor! ¡Para nosotros sólo hay penas y duelo: las lágrimas resbalan por las mejillas!

Y tú, querido ausente, que has huido de las miradas de mis ojos cortando los lazos que te unían á mis entrañas,

Di, ¿conservas algún recuerdo de nuestro amor pasado, una huella pequeña que dure á pesar del tiempo?

¿O has olvidado, con la ausencia, el amor que agotó mi espíritu y me puso en tal estado de aniquilamiento y postración?

¡Si mi sino es vivir desterrada, algún día pediré cuenta de estos sufrimientos á Alah, nuestro Señor!


Al oir este canto tan triste, la mayor de las doncellas se desgarró las vestiduras, y cayó desmayada. Y la proveedora se levantó y le puso un vestido nuevo, después de haber cuidado de rociarle la cara con agua para que volviese de su desmayo. Entonces, algo repuesta, se sentó la joven en el lecho, y dijo á su hermana: «Te ruego que cantes más, para que podamos pagar nuestras deudas. ¡Aunque sólo sea una vez!» Y la proveedora templó de nuevo el laúd y cantó las siguientes estrofas:


¿Hasta cuándo durarán esta separación y este abandono tan cruel? ¿No sabes que á mis ojos ya no les quedan lágrimas?

¡Me abandonas! ¿Pero no crees que rompes así la antigua amistad? ¡Oh! ¡si tu objeto era despertar mis celos, lo has logrado!

¡Si el maldito Destino siempre ayudase á los hombres amorosos, las pobres mujeres no tendrían tiempo para dirigir reconvenciones á los amantes infieles!

¿A quién me quejaré para desahogar un poco mis desdichas, las desdichas causadas por tu mano, asesino de mi corazón?... ¡Ay de mí! ¿Qué recurso le queda al que perdió la garantía de su crédito? ¿Cómo cobrar la deuda?

¡Y la tristeza de mi corazón dolorido crece con la locura de mi deseo hacia ti! ¡Te busco! ¡Tengo tus promesas! Pero tú ¿dónde estás?

¡Oh hermanos! ¡os lego la obligación de vengarme del infiel! ¡Que sufra padecimientos como los míos! ¡Que apenas vaya á cerrar los ojos para el sueño, se los abra en seguida el insomnio largamente!

¡Por tu amor he sufrido las peores humillaciones! ¡Deseo, pues, que otro en mi lugar goce las mayores satisfacciones á costa tuya!

¡Hasta hoy me ha tocado padecer por su amor! ¡Pero á él, que de mí se burla, le tocará sufrir mañana!


Al oir esto, cayó desmayada otra vez la más joven de las hermanas, y su cuerpo apareció señalado por el látigo.

Entonces dijeron los tres saalik: «Más nos habría valido no entrar en esta casa, aunque hubiéramos pasado la noche sobre un montón de escombros, porque este espectáculo nos apena de tal modo, que acabará por destruirnos la espina dorsal.» Entonces el califa, volviéndose hacia ellos, les dijo: «¿Y por qué es eso?» Y contestaron: «Porque nos ha emocionado mucho lo que acaba de ocurrir.» Y el califa les preguntó: «¿De modo, que no sois de la casa?» Y contestaron: «Nada de eso. El que parece serlo es ese que está á tu lado.» Entonces exclamó el mandadero: «¡Por Alah! Esta noche he entrado en esta casa por primera vez, y mejor habría sido dormir sobre un montón de piedras.»

Entonces dijeron: «Somos siete hombres, y ellas sólo son tres mujeres. Preguntemos la explicación de lo ocurrido, y si no quieren contestarnos de grado, que lo hagan á la fuerza.» Y todos se concertaron para obrar de ese modo, menos el visir, que les dijo: «¿Creéis que vuestro propósito es justo y honrado? Pensad que somos sus huéspedes, nos han impuesto condiciones y debemos cumplirlas. Además, he aquí que se acaba la noche, y pronto irá cada uno á buscar su suerte por el camino de Alah.» Después guiñó el ojo al califa, y llevándole aparte, le dijo: «Sólo nos queda que permanecer aquí una hora. Te prometo que mañana pondré entre tus manos á estas jóvenes, y entonces les podrás preguntar su historia.» Pero el califa rehusó y dijo: «No tengo paciencia para aguardar á mañana.» Y siguieron hablando todos, hasta que acabaron por preguntarse: «¿Cuál de nosotros les dirigirá la pregunta?» Y algunos opinaron que eso le correspondía al mandadero.

A todo esto, las jóvenes les preguntaron: «¿De qué habláis, buena gente?» Entonces el mandadero se levantó, se puso delante de la mayor de las tres hermanas, y le dijo: «¡Oh soberana mía! En nombre de Alah te pido y te conjuro, de parte de todos los convidados, que nos cuentes la historia de esas dos perras negras, y por qué las has castigado tanto, para llorar después y besarlas, Y dinos también, para que nos enteremos, la causa de esas huellas de latigazos que se ven en el cuerpo de tu hermana. Tal es nuestra petición. Y ahora, ¡que la paz sea contigo!»

Entonces la joven les preguntó á todos: «¿Es cierto lo que dice este mandadero en vuestro nombre?» Y todos, excepto el visir, contestaron: «Cierto es.» Y el visir no dijo ni una palabra.

Entonces la joven, al oir su respuesta, les dijo: «¡Por Alah, huéspedes míos! Acabáis de ofendernos de la peor manera. Ya se os advirtió oportunamente que si alguien hablaba de lo que no le importase, oiría lo que no le había de gustar. ¿No os ha bastado entrar en esta casa y comeros nuestras provisiones? Pero no tenéis vosotros la culpa, sino nuestra hermana, por haberos traído.»

Y dicho esto, se remangó el brazo, dió tres veces con el pie en el suelo, y gritó: «¡Hola! ¡Venid en seguida!» E inmediatamente se abrió uno de los roperos cubiertos por cortinajes, y aparecieron siete negros, altos y robustos, que blandían agudos alfanjes. Y la dueña les dijo: «Atad los brazos á esa gente de lengua larga, y amarradlos unos á otros.» Y ejecutada la orden, dijeron los negros: «¡Oh señora nuestra! ¡Oh flor oculta á las miradas de los hombres! ¿nos permites que les cortemos la cabeza?» Y ella contestó: «Aguardad una hora, porque antes de degollarlos los he de interrogar para saber quiénes son.»

Entonces exclamó el mandadero: «¡Por Alah, oh señora mía! no me mates por el crimen de estos hombres. Todos han faltado y todos han cometido un acto criminal, pero yo no. ¡Por Alah! ¡Qué noche tan dichosa y tan agradable habríamos pasado si no hubiésemos visto á estos malditos saalik! Porque estos saalik de mal agüero son capaces de destruir la más floreciente de las ciudades sólo con entrar en ella.»

Y en seguida recitó esta estrofa:


¡Qué hermoso es el perdón del fuerte! ¡Y sobre todo, qué hermoso cuando se otorga al indefenso! ¡Yo te conjuro por la inviolable amistad que existe entre los dos: no mates al inocente por causa del culpable!


Cuando el mandadero acabó de recitar, la joven se echó á reir.


En este momento de su narración, Schahrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGÓ
LA 11.ª NOCHE
Ella dijo:

He llegado á saber, ¡oh rey afortunado! que cuando la joven se echó á reir, después de haberse indignado, se acercó á los concurrentes, y dijo: «Contadme cuanto tengáis que contar, pues sólo os queda una hora de vida. Y si tengo tanta paciencia, es porque sois gente humilde, que si fueseis de los notables, ó de los grandes de vuestra tribu, ó si fueseis de los que gobiernan, ya os habría castigado.»

Entonces el califa dijo al visir: «¡Desdichados de nosotros, oh Giafar! Revélale quiénes somos, si no, va á matarnos.» Y el visir contestó: «Bien merecido nos está.» Pero el califa dijo: «No es ocasión oportuna para bromas; el caso es muy serio, y cada cosa en su tiempo.»

Entonces la joven se acercó á los saalik, y les dijo: «¿Sois hermanos?» Y contestaron ellos: «¡No, por Alah! Somos los más pobres de los pobres, y vivimos de nuestro oficio, haciendo escarificaciones y poniendo ventosas.» Entonces fué preguntando á cada uno: «¿Naciste tuerto, tal como ahora estás?» Y el primero de ellos contestó: «¡No, por Alah! Pero la historia de mi desgracia es tan asombrosa, que si se escribiera con una aguja en el ángulo interior de un ojo, sería una lección para quien la leyera con respeto.» Y los otros dos contestaron lo mismo, y luego dijeron los tres: «Cada uno de nosotros es de un país distinto, pero nuestras historias no pueden ser más maravillosas, ni nuestras aventuras más prodigiosamente extrañas.» Entonces dijo la joven: «Que cada cual cuente su historia, y después se lleve la mano á la frente para darnos las gracias y se vaya en busca de su destino.»

El mandadero fué el primero que se adelantó, y dijo: «¡Oh señora mía! Yo soy sencillamente un mandadero, y nada más. Vuestra hermana me hizo cargar con muchas cosas y venir aquí. Me ha ocurrido con vosotras lo que sabéis muy bien, y no he de repetirlo ahora, por razones que se os alcanzan. Y tal es toda mi historia. Y nada podré añadir á ella, sino que os deseo la paz.»

Entonces la joven le dijo: «¡Vaya! llévate la mano á la cabeza, para ver si está todavía en su sitio, arréglate el pelo y márchate.» Pero replicó el mozo: «¡Oh! ¡No, por Alah! No me he de ir hasta que oiga el relato de mis compañeros.»


Entonces el primer saaluk entre los saalik avanzó para contar su historia, y dijo:

Historia del primer saaluk

«Voy á contarte, ¡oh mi señora! el motivo de que me afeitara las barbas y de haber perdido un ojo.

Sabe, pues, que mi padre era rey, tenía un hermano, y ese hermano era rey en otra ciudad. Y ocurrió la coincidencia de que el mismo día que mi madre me parió nació también mi primo.

Después pasaron los años, y después de los años y los días, mi primo y yo crecimos. He de decirte que, con intervalos de algunos años, iba á visitar á mi tío y á pasar con él algunos meses. La última vez que le visité me dispensó mi primo una acogida de las más amplias y más generosas, y mandó degollar varios carneros en mi honor y clarificar numerosos vinos. Luego empezamos á beber, hasta que el vino pudo más que nosotros. Entonces mi primo me dijo: «¡Oh primo mío! Ya sabes que te quiero extremadamente, y te he de pedir una cosa importante. No quisiera que me la negases ni que me impidieses hacer lo que he resuelto.» Y yo le contesté: «Así sea, con toda la simpatía y generosidad de mi corazón.» Y para fiar más en mí, me hizo prestar el más sagrado de los juramentos, haciéndome jurar sobre el Libro Noble. Y en seguida se levantó, se ausentó unos instantes, y después volvió con una mujer ricamente vestida y perfumada, con un atavío tan fastuoso, que suponía una gran riqueza. Y volviéndose hacia mí, con la mujer detrás de él, me dijo: «Toma esta mujer y acompáñala al sitio que voy á indicarte.» Y me señaló el sitio, explicándolo tan detalladamente que lo comprendí muy bien. Luego añadió: «Allí encontrarás una tumba entre las otras tumbas, y en ella me aguardarás.» Yo no me pude negar á ello, porque había jurado con la mano derecha. Y cogí á la mujer, y marchamos al sitio que me habían indicado, y nos sentamos allí para esperar á mi primo, que no tardó en presentarse, llevando una vasija llena de agua, un saco con yeso y una piqueta. Y lo dejó todo en el suelo, conservando en la mano nada más que la piqueta, y marchó hacia la tumba, quitó una por una las piedras y las puso aparte. Después cavó con la piqueta hasta descubrir una gran losa. La levantó, y apareció una escalera abovedada. Se volvió entonces hacia la mujer y le dijo: «Ahora puedes elegir.» Y la mujer bajó en seguida la escalera y desapareció. Entonces él se volvió hacia mí y me dijo: «¡Oh primo mío! te ruego que acabes de completar este favor, y que, cuando haya bajado, eches la losa y la cubras con tierra, como estaba. Y así completarás este favor que me has hecho. En cuanto al yeso que hay en el saco y en cuanto al agua de la vasija, los mezclarás bien, y después pondrás las piedras como antes, y con la mezcla llenarás las junturas de modo que nadie pueda adivinar que es obra reciente. Porque hace un año que estoy haciendo este trabajo, y sólo Alah lo sabe.» Y luego añadió: «Y ahora ruega á Alah que no me abrume de tristeza por estar lejos de ti, primo mío.» En seguida bajó la escalera, y desapareció en la tumba. Cuando hubo desaparecido de mi vista, me levanté, volví á poner la losa, é hice todo lo demás que me había mandado, de modo que la tumba quedó como antes estaba.

Regresé al palacio, pero mi tío se había ido de caza, y entonces decidí acostarme aquella noche. Después, cuando vino la mañana, comencé á reflexionar sobre todas las cosas de la noche anterior, y singularmente sobre lo que me había ocurrido con mi primo, y me arrepentí de cuanto había hecho. ¡Pero con el arrepentimiento no remediaba nada! Entonces volví hacia las tumbas y busqué, sin poder encontrarla, aquélla en que se había encerrado mi primo. Y seguí buscando hasta cerca del anochecer, sin hallar ningún rastro. Regresé entonces al palacio, y no podía beber, ni comer, ni apartar el recuerdo de lo que me había ocurrido con mi primo, sin poder descubrir qué era de él. Y me afligí con una aflicción tan considerable, que toda la noche la pasé muy apenado hasta la mañana. Marché en seguida otra vez al cementerio, y volví á buscar la tumba entre todas las demás, pero sin ningún resultado. Y continué mis pesquisas durante siete días más, sin encontrar el verdadero camino. Por lo cual aumentaron de tal modo mis temores, que creí volverme loco.

Decidí viajar, en busca de remedio para mi aflicción, y regresé al país de mi padre. Pero al llegar á las puertas de la ciudad salió un grupo de hombres, se echaron sobre mí y me ataron los brazos. Entonces me quedé completamente asombrado, puesto que yo era el hijo del sultán y aquéllos los servidores de mi padre y también mis esclavos. Y me entró un miedo muy grande, y pensaba: «¿Quién sabe lo que le habrá podido ocurrir á mi padre?» Y pregunté á los que me habían atado los brazos, y no quisieron contestarme. Pero poco después, uno de ellos, esclavo mío, me dijo: «La suerte no se ha mostrado propicia con tu padre. Los soldados le han hecho traición y el visir lo ha mandado matar. Nosotros estábamos emboscados, aguardando que cayeses en nuestras manos.»

Luego me condujeron á viva fuerza. Yo no sabía lo que me pasaba, pues la muerte de mi padre me había llenado de dolor. Y me entregaron entre las manos del visir que había matado á mi padre. Pero entre este visir y yo existía un odio muy antiguo. Y la causa de este odio consistía en que yo, de joven, fuí muy aficionado al tiro de ballesta, y ocurrió la desgracia de que un día entre los días me hallaba en la azotea del palacio de mi padre, cuando un gran pájaro descendió sobre la azotea del palacio del visir, el cual estaba en ella. Quise matar al pájaro con la ballesta, pero la ballesta erró al pájaro, hirió en un ojo al visir y se lo hundió, por voluntad y juicio escrito de Alah. Ya lo dijo el poeta:

¡Deja que se cumplan los destinos; no quieras desviar el fallo de los jueces de la tierra!

¡No sientas alegría ni aflicción por ninguna cosa, pues las cosas no son eternas!

¡Se ha cumplido nuestro destino; hemos seguido con toda fidelidad los renglones escritos por la Suerte; porque aquél para quien la Suerte escribió un renglón, no tiene más remedio que seguirlo!»


Y el saaluk prosiguió de este modo:

«Cuando dejé tuerto al visir, no se atrevió á reclamar en contra mía, porque mi padre era el rey del país. Pero ésta era la causa de su odio.

Y cuando me presentaron á él con los brazos atados, dispuso que me cortaran la cabeza. Entonces le dije: «¿Por qué me matas si no he cometido ningún crimen?» Y contestó: «¿Qué mayor crimen que éste?» Y señalaba su ojo huero. Y yo dije: «Eso lo hice contra mi voluntad.» Pero él replicó: «Si lo hiciste contra tu voluntad, yo voy á hacerlo con toda la mía.» Y dispuso: «¡Traedlo á mis manos!» Y me llevaron entre sus manos.

Entonces extendió la mano, clavó su dedo en mi ojo izquierdo y lo hundió completamente.

¡Y desde entonces estoy tuerto, como todos veis!

Hecho esto, ordenó que me atasen y me metiesen en un cajón. Después llamó al verdugo y le dijo: «Te lo entrego. Desenvaina tu alfanje y lleva á este hombre fuera de la ciudad; lo matas y le dejas allí para que se lo coman las fieras.»

Entonces el verdugo me llevó fuera de la ciudad. Y me sacó de la caja con las manos atadas y los pies encadenados, y me quiso vendar los ojos antes de matarme. Pero entonces rompí á llorar y recité estas estrofas:


¡Te elegí como firme coraza para librarme de mis enemigos, y eres la lanza y el agudo hierro con que me atraviesan!

¡Cuando disponía del poder, mi mano derecha, la que debía castigar, se abstenía, pasando el arma á mi mano izquierda, que no la sabía esgrimir! ¡Así obraba yo!

¡No insistáis, os lo ruego, en vuestros reproches crueles; dejad que sólo los enemigos me arrojen las flechas dolorosas!

¡Conceded á mi pobre alma, torturada por los enemigos, el don del silencio; no la oprimáis más con la dureza y el peso de vuestras palabras!

¡Confié en mis amigos para que me sirviesen de sólidas corazas; y así lo hicieron, pero en manos de los enemigos y contra mí!

¡Los elegí para que me sirviesen de flechas mortales; y lo fueron, pero contra mi corazón!

¡Cultivé sus corazones para hacerles fieles; y fueron fieles, pero á otros amores!

¡Los cuidé fervorosamente para que fuesen constantes; y lo fueron, pero en la traición!


Cuando el verdugo oyó estos versos, recordó que había servido á mi padre y que yo le había colmado de beneficios, y me dijo: «¿Cómo iba yo á matarte, si soy tu esclavo?» Y añadió: «Escápate. ¡Te salvo la vida! Pero no vuelvas á esta comarca, porque perecerías y me harías perecer contigo, según dice el poeta:


¡Anda! ¡Libértate, amigo, y salva á tu alma de la tiranía! ¡Deja que las casas sirvan de tumba á quienes las han construído!

¡Anda! ¡Podrás encontrar otras tierras que las tuyas, otros países distintos de tu país, pero nunca hallarás más alma que tu alma!

¡Piensa que es muy insensato vivir en un país de humillaciones, cuando la tierra de Alah es ancha hasta lo infinito!

¡Sin embargo... está escrito! ¡Está escrito que el hombre destinado á morir en un país no podrá morir más que en el país de su destino! Pero ¿sabes tú cuál es el país de tu destino?...

¡Y sobre todo, no olvides nunca que el cuello del león no llega á su desarrollo hasta que su alma se ha desarrollado con toda libertad!


Cuando acabó de recitar estos versos, le besé las manos, y mientras no me vi muy lejos de aquellos lugares no pude creer en mi salvación.

Pensando que había salvado la vida pude consolarme de haber perdido un ojo, y seguí caminando, hasta llegar á la ciudad de mi tío. Entré en su palacio y le referí todo lo que le había ocurrido á mi padre y todo lo que me había ocurrido á mí. Entonces derramó muchas lágrimas, y exclamó: «¡Oh sobrino mío! vienes á añadir una aflicción á mis aflicciones y un dolor á mis dolores. Porque has de saber que el hijo de tu pobre tío ha desaparecido hace muchos días y nadie sabe dónde está.» Y rompió á llorar tanto, que se desmayó. Cuando volvió en sí, me dijo: «Estaba afligidísimo por tu primo, y ahora se aumenta mi dolor con lo ocurrido á ti y á tu padre. En cuanto á ti, ¡oh hijo mío! más vale haber perdido un ojo que la vida.»

Al oirle hablar de este modo, no pude callar por más tiempo lo que le había ocurrido á mi primo, y le revelé toda la verdad. Mi tío, al saberla, se alegró hasta el límite de la alegría, y me dijo: «Llévame en seguida á esa tumba.» Y contesté: «¡Por Alah! no sé dónde está esa tumba. He ido muchas veces á buscarla, sin poder dar con ella.»

Entonces nos fuimos al cementerio, y al fin, después de buscar en todos sentidos, acabé por encontrarla. Y yo y mi tío llegamos al límite de la alegría, y entramos en la bóveda, quitamos la tierra, apartamos la losa y descendimos los cincuenta peldaños que tenía la escalera. Al llegar abajo, subió hacia nosotros una humareda que nos cegaba. Pero en seguida mi tío pronunció la Palabra que libra de todo temor á quien la dice, y es ésta: «¡No hay poder ni fuerza mas que en Alah, el Altísimo, el Omnipotente!»

Después seguimos andando, hasta llegar á un gran salón que estaba lleno de harina y de grano de todas las especies, de manjares de todas clases y de otras muchas cosas. Y vimos en medio del salón un lecho cubierto por unas cortinas. Mi tío miró hacia el interior del lecho, y vió á su hijo en brazos de aquella mujer que le había acompañado, pero ambos estaban totalmente convertidos en carbón, como si los hubieran echado en un horno.

Al verlos, escupió mi tío en la cara á su hijo y exclamó: «Mereces el suplicio de este bajo mundo que ahora sufres, pero aún te falta el del otro, que es más terrible y más duradero.» Y después de haberle escupido, se descalzó una babucha y con la suela le dió en la cara.»

En este momento de su narración, Schahrazada vió aproximarse la mañana, y discretamente no quiso abusar del permiso que se le había concedido.
PERO CUANDO LLEGÓ
LA 12.ª NOCHE
Ella dijo:

He llegado á saber, ¡oh rey afortunado! que el saaluk, mientras la concurrencia escuchaba su relato, prosiguió diciendo á la joven:

«Después que mi tío dió con la babucha en la cara de su hijo, que estaba allí tendido y hecho carbón, lo mismo que á esa joven, y que tú, no contento con esto, le pegues con la suela de tu babucha.» Entonces mi tío me contó lo siguiente:


«¡Oh sobrino mío! Sabe que este joven, que es mi hijo, ardió en amores por su hermana desde la niñez. Y yo siempre le alejaba de ella y me decía: «Debo estar tranquilo, porque aún son muy jóvenes.» ¡Pero no fué así! Apenas llegados á la pubertad, cometieron la mala acción, y aunque lo averigüé, no podía creerlo del todo. Sin embargo, eché á mi hijo una reprimenda terrible, y le dije: «¡Cuidado con esas indignas acciones, que nadie ha cometido hasta ahora ni nadie cometerá después! ¡Cuenta que no habría reyes que tuvieran que arrastrar tanta vergüenza ni tanta ignominia como nosotros! ¡Y los correos propagarían á caballo nuestro escándalo por todo el mundo! ¡Guárdate, pues, si no quieres que te maldiga y te mate!» Después cuidé de separarla á ella y de separarle á él. Pero indudablemente esta malvada le quería con un amor grandísimo, porque el Cheitán consolidó su obra en ellos.

Así, pues, cuando mi hijo vió que le había separado de su hermana, debió fabricar este asilo subterráneo sin que nadie lo supiera; y como ves, trajo á él manjares y otras cosas; y se aprovechó de mi ausencia, cuando yo estaba en la cacería, para venir aquí con su hermana.

Con esto provocaron la justicia del Altísimo y Muy Glorioso. Y ella los abrasó aquí á los dos. Pero el suplicio del mundo futuro es más terrible todavía y más duradero.»


Entonces mi tío se echó á llorar, y yo lloré con él. Y después exclamó: «¡Desde ahora serás mi hijo en vez de ese otro!»

Pero yo me puse á meditar durante una hora sobre los hechos de este mundo y en otras cosas: en la muerte de mi padre por orden del visir, en su trono usurpado, en mi ojo hundido, ¡que todos veis! y en todas estas cosas tan extraordinarias que le habían ocurrido á mi primo, y no pude menos de llorar otra vez.

Luego salimos de la tumba, echamos la losa, la cubrimos con tierra, y dejándolo todo como estaba antes, volvimos á palacio.

Apenas llegamos, oímos sonar instrumentos de guerra, trompetas y tambores, y vimos que corrían los guerreros. Y toda la ciudad se llenó de ruidos, de estrépito y del polvo que levantaban los cascos de los caballos. Nuestro espíritu se hallaba en una gran perplejidad, no acertando la causa de todo aquello. Pero por fin mi tío acabó por preguntar la razón de estas cosas, y le dijeron: «Tu hermano ha sido muerto por el visir, que se ha apresurado á reunir sus tropas y á venir súbitamente al asalto de la ciudad. Y los habitantes han visto que no podían ofrecer resistencia, y han rendido la ciudad á discreción.»

Al oir todo aquello, me dije: «¡Seguramente me matará si caigo en sus manos!» Y de nuevo se amontonaron en mi alma las penas y las zozobras, y empecé á recordar las desgracias ocurridas á mi padre y á mi madre. Y no sabía qué hacer, pues si me veían los soldados estaba perdido. Y no hallé otro recurso que afeitarme la barba. Así es que me afeité la barba, me disfracé como pude, y me escapé de la ciudad. Y me dirigí hacia esta ciudad de Bagdad, donde esperaba llegar sin contratiempo y encontrar alguien que me guiase al palacio del Emir de los Creyentes, Harún Al-Rachid, el califa del Amo del Universo, á quien quería contar mi historia y mis aventuras.

Llegué á Bagdad esta misma noche, y como no sabía dónde ir, me quedé muy perplejo. Pero de pronto me encontré cara á cara con este saaluk, y le deseé la paz y le dije: «Soy extranjero.» Y él me contestó: «Yo también lo soy.» Y estábamos hablando, cuando vimos acercarse á este tercer saaluk, que nos deseó la paz y nos dijo: «Soy extranjero.» Y le contestamos: «También lo somos nosotros.» Y anduvimos juntos hasta que nos sorprendieron las tinieblas. Entonces el Destino nos guió felizmente á esta casa, cerca de vosotras, señoras mías.

Tal es la causa de que me veáis afeitado y tenga un ojo huero.»


Cuando hubo acabado de hablar, le dijo la mayor de las tres doncellas: «Está bien; acaríciate la cabeza[11] y vete.»

Pero el primer saaluk contestó: «No me iré hasta que haya oído los relatos de los demás.»

Y todos estaban maravillados de aquella historia tan prodigiosa, y el califa dijo al visir: «En mi vida he oído aventura semejante á la de este saaluk.»

Entonces el primer saaluk fué á sentarse en el suelo, con las piernas cruzadas, y el otro dió un paso, besó la tierra entre las manos de la joven, y refirió lo que sigue:


Historia del primer saaluk


«La verdad es, ¡oh señora mía! que yo no nací tuerto. Pero la historia que voy á contarte es tan asombrosa, que si se escribiese con una aguja en el ángulo interior del ojo, serviría de lección á quien fuese capaz de instruirse.

Aquí donde me ves, soy rey, hijo de un rey. También sabrás que no soy ningún ignorante. He leído el Corán, las siete narraciones, los libros capitales, los libros esenciales de los maestros de la ciencia. Y aprendí también la ciencia de los astros y las palabras de los poetas. Y de tal modo me entregué al estudio de todas las ciencias, que pude superar á todos los vivientes de mi siglo.

Además, mi nombre sobresalió entre todos los escritores. Mi fama se extendió por el mundo, y todos los reyes supieron mi valía. Fué entonces cuando oyó hablar de ella el rey de la India, y mandó un mensaje á mi padre rogándole que me enviara á su corte, y acompañó á este mensaje espléndidos regalos, dignos de un rey. Mi padre consintió, hizo preparar seis naves llenas de todas las cosas, y partí con mi servidumbre.

Nuestra travesía duró todo un mes. Al llegar á tierra desembarcamos los caballos y los camellos, y cargamos diez de éstos con los presentes destinados al rey de la India. Pero apenas nos habíamos puesto en marcha, se levantó una nube de polvo, que cubría todas las regiones del cielo y de la tierra, y así duró una hora. Se disipó después, y salieron de ella hasta sesenta jinetes que parecían leones enfurecidos. Eran árabes del desierto, salteadores de caravanas, y cuando intentamos huir, corrieron á rienda suelta detrás de nosotros y no tardaron en darnos alcance. Entonces, haciéndoles señas con las manos, les dijimos: «No nos hagáis daño, pues somos una embajada que lleva estos presentes al poderoso rey de la India.» Y contestaron ellos: «No estamos en sus dominios ni dependemos de ese rey.» Y en seguida mataron á varios de mis servidores, mientras que huíamos los demás. Yo había recibido una herida enorme, pero, afortunadamente, los árabes sólo se cuidaron de apoderarse de las riquezas que llevaban los camellos.

No sabía yo dónde estaba ni qué había de hacer, pues me afligía pensar que poco antes era muy poderoso y ahora me veía en la pobreza y en la miseria. Seguí huyendo, hasta encontrarme en la cima de una montaña, donde había una gruta, y allí al fin pude descansar y pasar la noche.

A la mañana siguiente salí de la gruta, proseguí mi camino, y así llegué á una ciudad espléndida, de clima tan maravilloso, que el invierno nunca la visitó y la primavera la cubría constantemente con sus rosas. Me alegró mucho al entrar en aquella ciudad, donde encontraría, seguramente, descanso á mis fatigas y sosiego á mis inquietudes.

No sabía á quién dirigirme, pero al pasar junto á la tienda de un sastre que estaba allí cosiendo, le deseé la paz, y el buen hombre, después de devolverme el saludo, me abrazó, me invitó cordialmente á sentarme, y lleno de bondad me interrogó acerca de los motivos que me habían alejado de mi país. Le referí entonces cuanto me había ocurrido, desde el principio hasta el fin, y el sastre me compadeció mucho y me dijo: «¡Oh tierno joven, no cuentes eso á nadie! Teme al rey de esta ciudad, que es el mayor enemigo de los tuyos y quiere vengarse de tu padre desde hace muchos años.»

Después me dió de comer y beber, y comimos y bebimos en la mejor compañía. Y pasamos parte de la noche conversando, y luego me cedió un rincón de la tienda para que pudiese dormir, y me trajo un colchón y una manta, cuanto podía necesitar.

Así permanecí en su tienda tres días, y transcurridos que fueron, me preguntó: «¿Sabes algún oficio para ganarte la vida?» Y yo contesté: «¡Ya lo creo! Soy un gran jurisconsulto, un maestro reconocido en ciencias, y además sé leer y contar.» Pero él replicó: «Hijo mío, nada de eso es oficio. Es decir, no digo que no sea oficio—pues me vió muy afligido—, pero no encontrarás parroquianos en nuestra ciudad. Aquí nadie sabe estudiar, ni leer, ni escribir, ni contar. No saben mas que ganarse la vida.» Entonces me puse muy triste y comencé á lamentarme: «¡Por Alah! Sólo sé hacer lo que acabo de decirte.» Y él me dijo: «¡Vamos, hijo mío, no hay que afligirse de ese modo! Coge una cuerda y un hacha y trabaja de leñador, hasta que Alah te depare mejor suerte. Pero sobre todo, oculta tu verdadera condición, pues te matarían.» Y fué á comprarme el hacha y la cuerda, y me mandó con los leñadores, después de recomendarme á ellos.

Marché entonces con los leñadores, y terminado mi trabajo, me eché al hombro una carga de leña, la llevé á la ciudad y la vendí por medio dinar. Compré con unos pocos cuartos mi comida, guardé cuidadosamente el resto de las monedas, y durante un año seguí trabajando de este modo. Todos los días iba á la tienda del sastre, donde descansaba unas horas sentado en el suelo con las piernas cruzadas.

Un día, al salir al campo con mi hacha, llegué hasta un bosque muy frondoso que me ofrecía una buena provisión de leña. Escogí un gran tronco seco, me puse á escarbar alrededor de las raíces, y de pronto el hacha quedó sujeta á una argolla de cobre. Vacié la tierra y descubrí una trampa á la cual estaba prendida la argolla, y al levantarla, apareció una escalera que me condujo hasta una puerta. Abrí la puerta y me encontré en un salón de un palacio maravilloso. Allí estaba una joven hermosísima, perla inestimable, cuyos encantos me hicieron olvidar mis desdichas y mis temores. Y mirándola, me incliné ante el Creador, que la había dotado de tanta perfección y tanta hermosura.

Entonces ella me miró y me dijo: «¿Eres un ser humano ó un efrit?» Y contesté: «Soy un hombre.» Ella volvió á preguntar: «¿Cómo pudiste venir hasta este sitio donde estoy encerrada veinte años?» Y al oir estas palabras, que me parecieron llenas de delicia y de dulzura, le dije: «¡Oh señora mía! Alah me ha traído á tu morada para que olvide mis dolores y mis penas.» Y le conté cuanto me había ocurrido, desde el principio hasta el fin, produciéndole tal lástima, que se puso á llorar, y me dijo: «Yo también te voy á contar mi historia:

»Sabe que soy hija del rey Aknamus, el último rey de la India, señor de la isla de Ébano. Me casé con el hijo de mi tío. Pero la misma noche de mi boda, antes de perder mi virginidad, me raptó un efrit llamado Georgirus, hijo de Rajmus y nieto del propio Eblis, y me condujo volando hasta este sitio, al que había traído dulces, golosinas, telas preciosas, muebles, víveres y bebidas. Desde entonces viene á verme cada diez días; se acuesta esa noche conmigo y se va por la mañana. Si necesitase llamarlo durante los diez días de su ausencia, no tendría mas que tocar esos dos renglones escritos en la bóveda, é inmediatamente se presentaría. Como vino hace cuatro días, no volverá hasta pasados otros seis, de modo que puedes estar conmigo cinco días, para irte uno antes de su llegada.»

Y yo contesté: «Desde luego he de permanecer aquí todo ese tiempo.» Entonces, ella, mostrando una gran satisfacción, se levantó en seguida, me cogió de la mano, me llevó por unas galerías y llegamos por fin al hammam, cómodo y agradable con su atmósfera tibia. Inmediatamente me desnudé, ella se despojó también de sus vestidos, quedando toda desnuda, y los dos entramos en el baño. Después de bañarnos, nos sentamos en la tarima del hammam, uno al lado del otro, y me dió de beber sorbetes de almizcle y á comer pasteles deliciosos. Y seguimos hablando cariñosamente mientras nos comíamos las golosinas del raptor.

En seguida me dijo: «Esta noche vas á dormir y á descansar de tus fatigas, para que mañana estés bien dispuesto.»

Y yo, ¡oh señora mía! me avine á dormir, después de darle mil gracias. Y olvidé realmente todos mis pesares.

Al despertar, la encontré sentada á mi lado, frotando con un delicioso masaje mis miembros y mis pies. Y entonces invoqué sobre ella todas las bendiciones de Alah, y estuvimos hablando durante una hora cosas muy agradables. Y ella me dijo: «¡Por Alah! Antes de que vinieses vivía sola en este subterráneo, y estaba muy triste, sin nadie con quien hablar, y esto durante veinte años. Por eso bendigo á Alah, que te ha guiado junto á mí.»

Después, con voz llena de dulzura, cantó esta estancia:


¡Si de tu venida
Nos hubiesen avisado anticipadamente,
Habríamos tendido como alfombra para tus pies
La sangre pura de nuestros corazones y el negro terciopelo de nuestros ojos!
¡Habríamos tendido la frescura de nuestras mejillas
Y la carne juvenil de nuestros muslos sedosos
Para tu lecho, ¡oh viajero de la noche!
¡Porque tu sitio está encima de nuestros párpados!


Al oir estos versos le di las gracias con la mano sobre el corazón, y sentí que su amor se apoderaba de todo mi ser, haciendo que tendieran el vuelo mis dolores y mis penas. En seguida nos pusimos á beber en la misma copa, hasta que se ausentó el día. Y aquella noche me acosté con ella, para gozar la mayor felicidad. ¡Y jamás en mi vida he pasado una noche semejante! Por eso cuando llegó la mañana nos levantamos muy satisfechos uno de otro y realmente poseídos de una dicha sin límites.

Entonces, más enamorado que nunca, temiendo que se acabase nuestra felicidad, le dije: «¿Quieres que te saque de este subterráneo y que te libre del efrit?» Pero ella se echó á reir y me dijo: «¡Calla y conténtate con lo que tienes! Ese pobre efrit sólo vendrá una vez cada diez días, y todos los demás serán para ti.» Pero exaltado por mi pasión, me excedí demasiado en mis deseos, pues repuse: «Voy á destruir esas inscripciones mágicas, y en cuanto se presente el efrit, lo mataré. Para mí es un juego exterminar á esos efrits, ya sean de encima ó de debajo de la tierra.»

Y la joven, queriendo calmarme, recitó estos versos:


¡Oh tú, que pides un plazo antes de la separación y que encuentras dura la ausencia! ¿no sabes que es el medio de no encadenarse? ¿no sabes que es sencillamente el medio de amar?
¿Ignoras que el cansancio es la regla de todas las relaciones, y que la ruptura es la conclusión de todas las amistades?...


Pero yo, sin hacer caso de estos versos que ella me recitaba, di un violento puntapié en la bóveda...»


En este momento de su narración, Schahrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.


PERO CUANDO LLEGÓ
LA 13.ª NOCHE
Ella dijo:


He llegado á saber, ¡oh rey afortunado! que el segundo saaluk prosiguió su relato de este modo:

«¡Oh señora mía! cuando di en la bóveda tan violento puntapié, la joven me dijo: «¡He ahí el efrit! ¡Ya viene contra nosotros! ¡Por Alah! ¡Me has perdido! Atiende á tu salvación y sal por donde entraste.»

Entonces me precipité hacia la escalera. Pero desgraciadamente, á causa de mi gran terror había olvidado las sandalias y el hacha. Por eso, como había ya subido algunos peldaños, volví un poco la cabeza para dirigir la última mirada á las sandalias y al hacha que habían sido mi felicidad; pero en el mismo instante vi abrirse la tierra y aparecer un efrit enorme, horriblemente feo, que preguntó á la joven: «¿A qué obedece esa llamada tan terrible con la que acabas de asustarme? ¿Qué desgracia te amenaza?» Ella contestó: «Ninguna desgracia. Sentí una opresión en el pecho, á causa de mi soledad, y al levantarme en busca de alguna bebida refrescante que reconfortara mi ánimo, lo hice tan bruscamente, que resbalé y fuí á dar contra la cúpula.» Pero el efrit dijo: «¡Cómo sabes mentir, desvergonzada libertina!» Después empezó á registrar el palacio por todos lados, hasta encontrar mis babuchas y el hacha. Y entonces gritó: «¿Qué significan estas prendas? ¿Cómo han podido llegar aquí?» Y ella contestó: «Ahora las veo por primera vez. Acaso las llevarías tú colgando á la espalda, y así las has traído.» El efrit, en el colmo del furor, dijo entonces: «Todo eso son palabras absurdas, torpes y falsas. Y no han de servirte conmigo, mala mujer.»

En seguida la desnudó completamente, la puso sobre cuatro estacas clavadas en el suelo, y empezó á atormentarla, insistiendo en sus preguntas sobre lo que había ocurrido. Pero yo no pude resistir más aquella escena, ni escuchar su llanto, y subí rápidamente los peldaños, trémulo de terror. Una vez en el bosque, puse la trampa como la había encontrado y la oculté á las miradas cubriéndola con tierra. Y me arrepentí de mi acción hasta el límite del arrepentimiento. Y me puse á pensar en la joven, en su hermosura y en los tormentos que le hacía sufrir aquel miserable después de poseerla veinte años. Y aún me dolía más que la atormentase por causa mía. Y en ese momento me puse á pensar también en mi padre, en su reino y en mi triste condición de leñador. ¡Esto fué todo!

Después seguí caminando, hasta llegar á la casa de mi amigo el sastre. Y lo encontré muy impaciente á causa de mi ausencia, pues se hallaba sentado y parecía que lo estuviesen friendo al fuego con una sartén. Y me dijo: «Como no viniste ayer, pasé toda la noche muy intranquilo. Y temí que te hubiese devorado alguna fiera ó te hubiera pasado algo semejante en el bosque; pero ¡alabado sea Alah que te guardó!» Entonces le di las gracias por su bondad, entré en la tienda, y sentado en mi rincón, empecé á pensar en mi desventura y á reconvenirme por aquel puntapié tan imprudente que había dado en la bóveda. De pronto mi amigo el sastre entró y me dijo: «En la puerta de la tienda hay un hombre, una especie de persa, que pregunta por ti y lleva en la mano tu hacha y tus babuchas. Las ha presentado á todos los sastres de esta calle, y les ha dicho: «Al ir esta mañana á la oración, llamado por el muecín, me he encontrado por el camino estas prendas y no sé á quién pertenecen. ¿Me lo podríais decir vosotros?» Entonces los sastres reconocieron tu hacha y tus sandalias y lo han encaminado hacia aquí. Y ahí está aguardándote en la puerta de la tienda. Sal, dale las gracias, y recoge el hacha y las sandalias.» Pero al oir todo aquello me puse muy pálido y creí desmayarme de terror. Y hallándome en este trance, se abrió de pronto la tierra y apareció el persa. ¡Era el efrit! Había sometido á la joven al tormento, ¡y qué tormento! Pero ella nada había declarado, y entonces él, cogiendo el hacha y las babuchas, le dijo: «Ahora verás si no soy Georgirus, descendiente de Eblis. ¡Vas á ver si puedo traer ó no al amo de estas cosas!»

Y había empleado en las casas de los sastres la estratagema de que he hablado.

Se me apareció, pues, bruscamente, brotando del suelo, y sin perder un instante me cogió en brazos, se elevó conmigo por los aires, y descendió después para hundirme con él en la tierra. Yo había perdido por completo el conocimiento. Me llevó al palacio subterráneo en que había sido tan feliz, y allí vi desnuda á la joven, cuya sangre corría por su cuerpo. Mis ojos se habían llenado de lágrimas. Entonces el efrit se dirigió á ella y le dijo: «Aquí tienes á tu amante.» Y la joven me miró y dijo: «No sé quién pueda ser este hombre. No le he visto hasta ahora.» Y replicó el efrit: «¿Cómo es eso? ¿Te presento la prueba del delito y no confiesas?» Y ella, resueltamente, insistió: «He dicho que no le conozco.» Entonces dijo el efrit: «Si es verdad que no lo conoces, coge ese alfanje y córtale la cabeza.» Y ella cogió el alfanje, avanzó muy decidida y se detuvo delante de mí. Y yo, pálido de terror, le pedía por señas que me perdonase, y las lágrimas corrían por mis mejillas. Y ella me hizo también una seña con los ojos, mientras decía en alta voz: «¡Tú eres la causa de mis desgracias!» Y yo contesté á esta seña con una contracción de mis ojos, y recité estos versos de doble sentido, que el efrit no podía entender:


¡Mis ojos saben hablarte suficientemente para que la lengua sea inútil! ¡Sólo mis ojos te revelan los secretos ocultos de mi corazón!

¡Cuando te apareciste, corrieron por mi rostro dulces lágrimas, y me quedé mudo, pues mis ojos te decían lo necesario!

¡Los párpados saben expresar también los sentimientos! ¡El entendido no necesita utilizar los dedos!

¡Nuestras cejas pueden suplir á las palabras! ¡Silencio, pues! ¡Dejemos que hable el amor!


Y entonces la joven, habiendo entendido mis súplicas, soltó el alfanje. Lo recogió el efrit, y entregándomelo, dijo señalando á la joven: «Córtale la cabeza y quedarás en libertad; te prometo no causarte ningún daño.» Y yo contesté: «¡Así sea!» Y cogí el alfanje y avancé resueltamente con el brazo levantado. Pero ella me imploraba, haciéndome señas con los ojos, como diciendo: «¿Qué daño te hice?» Y entonces se me llenaron los ojos de lágrimas, y arrojando el alfanje, dije al efrit: «¡Oh poderoso efrit! ¡Oh héroe robusto é invencible! Si esta mujer fuese tan mala como crees, no habría dudado en salvarse á costa de mi vida. Y en cambio ya has visto que ha arrojado el alfanje. ¿Cómo he de cortarle yo la cabeza, si además no conozco á esta joven? Así me dieses á beber la copa de la mala muerte, no había de prestarme á esa villanía.» Y el efrit contestó á estas palabras: «¡Basta ya! Acabo de sorprender que os amáis. He podido comprobarlo.»

Y entonces, ¡oh señora mía! cogió el alfanje y cortó una mano de la joven y después la otra mano, y luego el pie derecho y después el izquierdo. De cuatro golpes sajó las cuatro extremidades. Y yo, al ver aquello con mis propios ojos, creí que me moría.

En ese momento la joven, guiñándome un ojo, me hizo disimuladamente una seña. Pero ¡ay de mí! el efrit la sorprendió, y dijo: «¡Oh hija de puta! Acabas de cometer adulterio con tu ojo.» Y entonces de un tajo le cortó la cabeza. Después, volviéndose hacia mí, exclamó: «Sabe, ¡oh tú, ser humano! que nuestra ley nos permite á los efrits matar á la esposa adúltera, y hasta lo encuentra lícito y recomendable. Sabe que yo robé á esta joven la noche de su boda, cuando aún no tenía doce años y antes de que nadie se acostara con ella. Y la traje aquí, y cada diez días venía á verla, y pasábamos juntos la noche, y copulaba con ella bajo el aspecto de un persa; pero hoy, al saber que me engañaba, la he matado. Sólo me ha engañado con un ojo, con el que te guiñó al mirarte. En cuanto á ti, como no he podido comprobar si fornicaste con ella, no te mataré; pero de todos modos, algo he de hacerte para que no te rías á mis espaldas y para humillar tu vanidad. Te permito elegir el mal que quieras que te cause.»

Entonces, ¡oh señora mía! al verme libre de la muerte, me regocijé hasta el límite del regocijo, y confiando en obtener toda su gracia, le dije: «Realmente, no sé cuál elegir de entre todos los males; no prefiero ninguno.» Y el efrit, más irritado que nunca, golpeó con el pie en el suelo y exclamó: «¡Te mando que elijas! A ver, ¿bajo qué forma quieres que te encante? ¿Prefieres la de un borrico? ¿La de un mulo? ¿La de un cuervo? ¿La de un perro? ¿La de un mono?» Entonces yo, con la esperanza de un indulto completo y abusando de su buena disposición, le respondí: «¡Oh mi señor Georgirus, descendiente del poderoso Eblis! Si me perdonas, Alah te perdonará también, pues tendrá en cuenta tu clemencia con un buen musulmán que nunca te hizo daño.» Y seguí suplicando hasta el límite de la súplica, postrándome humildemente entre sus manos, y le decía: «No me condenes injustamente.» Pero él replicó: «No hables más si no quieres morir. Es inútil que abuses de mi bondad, pues tengo que encantarte necesariamente.»

Y dicho esto, me cogió, hendió la cúpula, atravesó la tierra y voló conmigo á tal altura, que el mundo me parecía una escudilla de agua. Descendió después hasta la cima de un monte, y allí me soltó; cogió luego un puñado de tierra, refunfuñó algo como un gruñido, pronunció en seguida unas palabras misteriosas, y arrojándome la tierra, dijo: «¡Sal de tu forma y toma la de un mono!» Y al momento, ¡oh señora mía! quedé convertido en mono. ¡Pero qué mono! ¡Viejo, de más de cien años y de una fealdad excesiva! Cuando me vi tan horrible, me desesperé y me puse á brincar, y brincaba realmente. Y como aquello no me servía de remedio, rompí á llorar á causa de mis desventuras. Y el efrit se reía de un modo que daba miedo, hasta que por último desapareció.

Y medité entonces sobre las injusticias de la suerte, habiendo aprendido á costa mía que la suerte no depende de la criatura.

Después descendí al pie de la montaña, hasta llegar á lo más bajo de todo. Y empecé á viajar, y por las noches me subía para dormir á la copa de los árboles. Así fui caminando durante un mes, hasta encontrarme á orillas del mar. Y allí me detuve como una hora, y acabé por ver una nave, en medio del mar, que era impulsada hacia la costa por un viento favorable. Entonces me escondí detrás de unas rocas, y allí aguardé. Cuando la embarcación ancló y sus tripulantes comenzaron á desembarcar, me tranquilicé un tanto, saltando finalmente á la nave. Y uno de aquellos hombres gritó al verme: «¡Echad de aquí pronto á ese bicho de mal agüero!» Otro dijo: «¡Mejor sería matarlo!» Y un tercero repuso: «Sí, matémoslo con este sable.» Entonces me eché á llorar y detuve con una mano el arma, y mis lágrimas corrían abundantes.

Y en seguida el capitán, compadeciéndose de mí, exclamó: «¡Oh mercaderes! este mono acaba de implorarme, y queda bajo mi protección. Y os prohibo echarle, pegarle ú hostigarle.» Luego hubo de dirigirme benévolas palabras, y yo las entendía todas. Entonces acabó por tomarme en calidad de criado, y yo hacía todas sus cosas y le servía en la nave.

Y al cabo de cincuenta días, durante los cuales nos fué el viento propicio, arribamos á una ciudad enorme y tan llena de habitantes, que sólo Alah podría contar su número.

Cuando llegamos, acercáronse á nuestra nave los mamalik enviados por el rey de la ciudad. Y llegaron para saludarnos y dar la bienvenida á los mercaderes, diciéndoles: «El rey nos manda que os felicitemos por vuestra feliz llegada, y nos ha entregado este rollo de pergamino para que cada uno de vosotros escriba en él una línea con su mejor letra.»

Entonces yo, que no había perdido aún mi forma de mono, les arranqué de la mano el pergamino, alejándome con mi presa. Y temerosos sin duda de que lo rompiese ó lo tirase al mar, me llamaron á gritos y me amenazaron; pero les hice seña de que sabía y quería escribir; y el capitán repuso: «Dejadle. Si vemos que lo emborrona, le impediremos que continúe; pero si escribe bien de veras, le adoptaré por hijo, pues en mi vida he visto un mono más inteligente.»

Cogí entonces el cálamo, lo mojé, extendiendo bien la tinta por sus dos caras, y comencé á escribir. Y escribí cuatro estrofas, cada una con una letra diferente, é improvisadas en distinto estilo: la primera al modo Rikaa, la segunda al modo Rihani, la tercera al modo Sulci y la cuarta al modo Muchik:


a) ¡El tiempo ha descrito ya los beneficios y los dones de los hombres generosos, pero desespera de poder enumerar jamás los tuyos!

¡Después de Alah, el género humano no puede recurrir mas que á ti, porque eres realmente el padre de todos los beneficios!

b) Os hablaré de su pluma:

¡Es la primera, y el origen mismo de las plumas! ¡Su poderío es sorprendente! ¡Y ella es la que le ha colocado entre los sabios más notables!

¡De esa pluma, cogida con las yemas de sus cinco dedos, han brotado y corren por el mundo cinco ríos de elocuencia y poesía!

c) Os hablaré de su inmortalidad:

¡No hay escritor que no muera; pero el tiempo eterniza lo escrito por su manos!

¡Así, pues, no dejes escribir á tu pluma mas que aquello de que puedas enorgullecerte el día de la Resurrección!

d) ¡Si abres el tintero, utilízalo solamente para trazar renglones que beneficien á toda criatura generosa!

¡Pero si no has de usarlo para hacer donaciones, procura, al menos, producir belleza! ¡Y serás así uno de aquellos á quienes se cuenta entre los escritores más grandes!


Cuando acabé de escribir les entregué el rollo de pergamino. Y todos los que lo vieron se quedaron muy admirados. Después cada cual escribió una línea con su mejor letra.

Luego de esto se fueron los esclavos para llevar el rollo al rey. Y cuando el rey hubo examinado lo escrito por cada uno de nosotros, no quedó satisfecho más que de lo mío, que estaba hecho de cuatro maneras diferentes, pues mi letra me había dado reputación universal cuando yo era todavía príncipe.

Y el rey dijo á sus amigos que estaban presentes y á los esclavos: «Id en seguida á ver al que ha hecho esta hermosa letra, dadle este traje de honor para que se lo vista, y traedle en triunfo sobre mi mejor mula al son de los instrumentos.»

Al oirlo, todos empezaron á sonreír. Y el rey, al notarlo, se enojó mucho, y dijo: «¡Cómo! ¿Os doy una orden y os reís de mí?» Y contestaron: «¡Oh rey del siglo! En verdad que nos guardaríamos de reirnos de tus palabras; pero has de saber que el que ha hecho esa letra tan hermosa no es hijo de Adán, sino un mono que pertenece al capitán de la nave.» Estas palabras sorprendieron mucho al rey, y luego, convulso de alegría y estallando de risa, dijo: «Deseo comprar ese mono.» Y ordenó inmediatamente á las personas de su corte que cogiesen la mula y el traje de honor y se fuesen á la nave á buscar al mono, y les dijo: «De todas maneras, le vestiréis con ese traje de honor y le traeréis montado en la mula.»

Llegados á la nave, me compraron á un precio elevado, aunque al principio el capitán se resistía á venderme, comprendiendo, por las señas que le hice, que me era muy doloroso separarme de él. Después los otros me vistieron con el traje de honor, montáronme en la mula y salimos al son de los instrumentos más armoniosos que se tocaban en la ciudad. Y todos los habitantes y las criaturas humanas de la población se quedaron asombrados, mirando con interés enorme un espectáculo tan extraordinario y prodigioso.

Cuando me llevaron ante el rey y lo vi, besé la tierra entre sus manos tres veces, permaneciendo luego inmóvil. Entonces el monarca me invitó á sentarme, y yo me postré de hinojos. Y todos los concurrentes se quedaron maravillados de mi buena crianza y mi admirable cortesía; pero el más profundamente maravillado fué el rey. Y cuando me postré de hinojos, el rey dispuso que todo el mundo se fuese, y todo el mundo se marchó. No quedamos mas que el rey, el jefe de los eunucos, un joven esclavo favorito y yo, señora mía.

Entonces ordenó el rey que trajesen algunas vituallas. Y colocaron, sobre un mantel cuantos manjares puede el alma anhelar y cuantas excelencias son la delicia de los ojos. Y el rey me invitó luego á servirme, y levantándome y besando la tierra entre sus manos siete veces, me senté sobre mi trasero de mono y me puse á comer muy pulcramente, recordando en todo mi educación pasada.

Cuando levantaron el mantel, me levanté yo también para lavarme las manos. Volví después de lavármelas, cogí el tintero, la pluma y una hoja de pergamino, y escribí lentamente estas dos estrofas ensalzando las excelencias de la pastelería árabe:


¡Oh pastelero! ¡dulces, finos y sublimes pasteles, enrollados con los dedos! ¡Vosotros sois la triaca, el antídoto de cualquier veneno! ¡Nada me gusta tanto, y constituís mi única esperanza, toda mi pasión!

¡El corazón se me estremece al ver un mantel bien extendido, en cuyo centro se aromatiza una kenafa[12] nadando sobre la manteca y la miel en una gran bandeja!

¡Oh kenafa! ¡kenafa fina y sedosa como cabellera! ¡Mi deseo por saborearte, ¡oh kenafa! llega á la exageración! ¡Y me pondría en peligro de muerte el pasar un día sin que estuvieses en mi mesa! ¡Oh kenafa!

¡Y tú, jarabe! ¡adorable y delicioso jarabe! ¡Aunque lo estuviera comiendo y bebiendo día y noche, volvería á desearlo en la vida futura!


Después de esto dejé la pluma y el tintero, y me senté respetuosamente á alguna distancia. Y no bien leyó el rey lo que yo había escrito, se maravilló asombrosamente, y exclamó: «¿Es posible que un mono posea tanta elocuencia, y sobre todo una letra tan magnífica? ¡Por Alah!... ¡Es el prodigio de los prodigios!»

En aquel instante trajeron un juego de ajedrez, y el rey me preguntó por señas si sabía jugar, contestándole yo que sí con la cabeza. Y me acerqué, coloqué las piezas, y me puse á jugar con el rey. Y le di mate dos veces. Y el rey no supo entonces qué pensar, quedándose perplejo, y dijo: «¡Si éste fuera un hijo de Adán, habría superado á todos los vivientes de su siglo!»

Y ordenó luego al eunuco: «Ve á las habitaciones de tu dueña, mi hija, y dile: «¡Oh mi señora! Venid inmediatamente junto al rey», pues quiero que disfrute de este espectáculo y vea un mono tan maravilloso.»

Entonces fué el eunuco, y no tardó en volver con su dueña, la hija del rey, que en cuanto me divisó se cubrió la cara con el velo, y dijo: «¡Padre mío! ¿Cómo me mandas llamar ante hombres extraños?» Y el rey dijo: «Hija mía, ¿por quién te tapas la cara, si no hay aquí nadie más que nosotros?» Entonces contestó la joven: «Sabe, ¡oh padre mío! que ese mono es hijo de un rey llamado Amarus, y dueño de un lejano país. Este mono está encantado por el efrit Georgirus, descendiente de Eblis, después de haber matado á su esposa, hija del rey Aknamus, señor de las Islas de Ébano. Este mono, al cual crees mono de veras, es un hombre, pero un hombre sabio, instruido y prudente.»

Sorprendido al oir estas palabras, me preguntó el rey: «¿Es verdad lo que dice de ti mi hija?» Y yo, con la cabeza, le indiqué como era cierto, y rompí á llorar. Entonces el rey le preguntó á su hija: «¿Por qué sabes que está encantado?» Y la princesa contestó: «¡Oh padre mío! Siendo yo pequeña, la vieja que había en casa de mi madre era una bruja muy versada en la magia y me enseñó este arte. Más tarde me perfeccioné en él, y aprendí más de ciento setenta artículos mágicos, de los cuales el más insignificante me permitiría transportar tu palacio con todas sus piedras y la ciudad entera detrás del Cáucaso, y convertir en mar esta comarca y en peces á cuantos la habitan.»

Y el padre exclamó: «¡Por el verdadero nombre de Alah sobre ti, ¡oh hija mía! desencanta á ese hombre, para que yo le nombre mi visir. Pero ¿es posible que tú poseas ese talento tan enorme y que yo lo ignorase? Desencanta inmediatamente á ese mono, pues debe ser un joven muy inteligente y agradable.» Y la princesa respondió: «De buena gana y como homenaje debido.»


En este momento de su narración, Schahrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGÓ
LA 14.ª NOCHE
Ella dijo:

He llegado á saber, ¡oh rey afortunado! que el segundo saaluk dijo á la dueña de la casa:

«¡Oh mi señora! Al oir la princesa el ruego de su padre, cogió un cuchillo que tenía unas inscripciones en lengua hebrea, trazó con él un círculo en el suelo, escribió allí varios renglones talismánicos, y después se colocó en medio del círculo, murmuró algunas palabras mágicas, leyó en un libro antiquísimo unas cosas que nadie entendía, y así permaneció breves instantes. Y he aquí que de pronto nos cubrieron unas tinieblas tan espesas, que nos creímos enterrados bajo las ruinas del mundo. Y súbitamente apareció el efrit Georgirus bajo el aspecto más horrible, las manos como rastrillos, las piernas como mástiles y los ojos como tizones encendidos. Entonces nos aterrorizamos todos, pero la hija del rey le dijo: «¡Oh efrit! No puedo darte la bienvenida ni acogerte con cordialidad.» Y contestó el efrit: «¿Por qué no cumples tus promesas? ¿No juraste respetar nuestro acuerdo de no combatirnos ni mezclarte en nuestros asuntos? Mereces el castigo que voy á imponerte. ¡Ahora verás, traidora!» E inmediatamente el efrit se convirtió en un león espantoso, el cual, abriendo la boca en toda su extensión, se abalanzó sobre la joven. Pero ella, rápidamente, se arrancó un cabello, se lo acercó á los labios, murmuró algunas palabras mágicas, y en seguida el cabello se convirtió en un sable afiladísimo. Y dió con él tal tajo al león, que lo partió en dos mitades. Pero inmediatamente la cabeza del león se transformó en un escorpión horrible, que se arrastraba hacia el talón de la joven para morderle, y la princesa se convirtió en seguida en una serpiente enorme, que se precipitó sobre el maldito escorpión, imagen del efrit, y ambos trabaron descomunal batalla. De pronto, el escorpión se convirtió en un buitre y la serpiente en un águila, que se cernió sobre el buitre, y ya iba á alcanzarlo, después de una hora de persecución, cuando el buitre se transformó en un enorme gato negro, y la princesa en lobo. Gato y lobo se batieron á través del palacio, hasta que el gato, al verse vencido, se convirtió en una inmensa granada roja y se dejó caer en un estanque que había en el patio. El lobo se echó entonces al agua, y la granada, cuando iba á cogerla, se elevó por los aires, pero como era tan enorme cayó pesadamente sobre el mármol y se reventó. Los granos, desprendiéndose uno á uno, cubrieron todo el suelo. El lobo se transformó entonces en gallo, empezó á devorarlos, y ya no quedaba mas que uno, pero al ir á tragárselo se le cayó del pico, pues así lo había dispuesto la fatalidad, y fué á esconderse en un intersticio de las losas, cerca del estanque. Entonces el gallo empezó á chillar, á sacudir las alas y á hacernos señas con el pico, pero no entendíamos su lenguaje, y como no podíamos comprenderle, lanzó un grito tan terrible, que nos pareció que el palacio se nos venía encima. Después empezó á dar vueltas por el patio, hasta que vió el grano y se precipitó á cogerlo, pero el grano cayó en el agua y se convirtió en un pez. El gallo se transformó entonces en una ballena enorme, que se hundió en el agua persiguiendo al pez, y desapareció de nuestra vista durante una hora. Después oímos unos gritos tremendos y nos estremecimos de terror. Y en seguida apareció el efrit en su propia y horrible figura, pero ardiendo como un ascua, pues de su boca, de sus ojos y de su nariz salían llamas y humo; y detrás de él surgió la princesa en su propia forma, pero ardiendo también como metal en fusión, y persiguiendo al efrit, que ya nos iba á alcanzar. Entonces, temiendo que nos abrasase, quisimos echarnos al agua, pero el efrit nos detuvo dando un grito espantoso, y empezó á resollar fuego contra todos. La princesa lanzaba fuego contra él, y fué el caso que nos alcanzó el fuego de los dos, y el de ella no nos hizo daño, pero el del efrit sí que nos lo produjo, pues una chispa me dió en este ojo y me lo saltó; otra dió al rey en la cara, y le abrasó la barbilla y la boca, arrancándole parte de la dentadura, y otra chispa prendió en el pecho del eunuco y le hizo perecer abrasado.

Mientras tanto, la princesa perseguía al efrit, lanzándole fuego encima, hasta que oímos decir: «¡Alah es el único grande! ¡Alah es el único poderoso! ¡Aplasta al que reniega de la fe de Mohamed, señor de los hombres!» Esta voz era de la princesa, que nos mostraba al efrit enteramente convertido en un montón de cenizas. Después llegó hasta nosotros y dijo: «Aprisa, dadme una taza con agua.» Se la trajeron, pronunció la princesa unas palabras incomprensibles, me roció con el agua, y dijo: «¡Queda desencantado en nombre del único Verdadero! ¡Por el poderoso nombre de Alah, vuelve á tu primitiva forma!»

Entonces volví á ser hombre, pero me quedé tuerto. Y la princesa, queriendo consolarme, me dijo: «¡El fuego siempre es fuego, hijo mío!» Y lo mismo dijo á su padre por sus barbas chamuscadas y sus dientes rotos. Después exclamó: «¡Oh padre mío! Necesariamente he de morir, pues está escrita mi muerte. Si este efrit hubiese sido una simple criatura humana, lo habría aniquilado en seguida. Pero lo que más me hizo sufrir fué que, al dispersarse los granos de la granada, no acerté á devorar el grano principal, el único que contenía el alma del efrit; pues si hubiera podido tragármelo, habría perecido inmediatamente. Pero ¡ay de mí! tardé mucho en verlo. Así lo quiso la fatalidad del Destino. Por eso he tenido que combatir tan terriblemente contra el efrit debajo de tierra, en el aire y en el agua. Y cada vez que él abría una puerta de salvación, le abría yo otra de perdición, hasta que abrió por fin la más fatal de todas, la puerta del fuego, y yo tuve que hacer lo mismo. Y después de abierta la puerta del fuego, hay que morir necesariamente. Sin embargo, el Destino me permitió quemar al efrit antes de perecer yo abrasada. Y antes de matarle, quise que abrasara nuestra fe, que es la santa religión del Islam, pero se negó, y entonces lo quemé. Alah ocupará mi lugar cerca de vosotros, y esto podrá serviros de consuelo.»

Después de estas palabras empezó á implorar al fuego, hasta que al fin brotaron unas chispas negras que subieron hacia su pecho. Y cuando el fuego le llegó á la cara, lloró, y luego dijo: «¡Afirmo que no hay más Dios que Alah, y que Mohamed es su profeta!» No bien había pronunciado estas palabras, la vimos convertirse en un montón de ceniza, próximo al otro montón que formaba el efrit.

Entonces nos afligimos profundamente. Gustoso habría yo ocupado su lugar, antes que ver bajo tan mísero aspecto á aquella joven de radiante hermosura que tanto quiso favorecerme; pero los designios de Alah son inapelables.

Al advertir el rey la transformación sufrida por su hija, lloró por ella, mesándose las barbas que le quedaban, abofeteándose y desgarrándose las ropas. Y lo propio hice yo. Y los dos lloramos sobre ella. En seguida llegaron los chambelanes, y los jefes del gobierno hallaron al sultán llorando aniquilado ante los dos montones de ceniza. Y se asombraron muchísimo, y comenzaron á dar vueltas á su alrededor, sin atreverse á hablarle. Al cabo de una hora se repuso algo el rey, y les contó lo ocurrido entre la princesa y el efrit. Y todos gritaron: «¡Alah! ¡Alah! ¡Qué gran desdicha! ¡Qué tremenda desventura!»

En seguida llegaron todas las damas de palacio con sus esclavas, y durante siete días se cumplieron todas las ceremonias de duelo y de pésame.

Luego dispuso el rey la construcción de un gran sarcófago para las cenizas de su hija, y que se encendiesen velas, faroles y linternas día y noche. En cuanto á las cenizas del efrit, fueron aventadas bajo la maldición de Alah.

La tristeza acarreó al sultán una enfermedad que le tuvo á la muerte. Esta enfermedad le duró un mes entero. Y cuando hubo recobrado algún vigor, me llamó á su presencia y me dijo: «¡Oh joven! Antes de que vinieses vivíamos aquí nuestra vida en la más perfecta dicha, libres de los sinsabores de la suerte. Ha sido necesario que tú vinieses y que viéramos tu hermosa letra para que cayesen sobre nosotros todas las aflicciones. ¡Ojalá no te hubiésemos visto nunca á ti, ni á tu cara de mal agüero, ni á tu maldita escritura! Porque primeramente ocasionaste la pérdida de mi hija, la cual, sin duda, valía más que cien hombres. Después, por causa tuya, me quemé lo que tú sabes, y he perdido la mitad de mis dientes, y la otra mitad casi ha volado también. Y por último, ha perecido mi pobre eunuco, aquel buen servidor que fué ayo de mi hija. Pero tú no tuviste la culpa, y mal podrías remediarlo ahora. Todo nos ha ocurrido á nosotros y á ti por voluntad de Alah. ¡Alabado sea, por permitir que mi hija te desencantara, aunque ella pereciese! ¡Es el Destino! Ahora, hijo mío, debes abandonar este país, porque ya tenemos bastante con lo que por tu causa nos ha ocurrido. ¡Alah es quien todo lo decreta! ¡Sal, pues, y vete en paz!»

Entonces, ¡oh mi señora! abandoné el palacio del rey, sin fiar mucho en mi salvación. No sabía adónde ir. Y recordé entonces todo cuanto me había sucedido, desde el principio hasta el fin, cómo me habían dejado sano y salvo los árabes del desierto, mi viaje y mis fatigas de un mes, mi entrada en la ciudad como extranjero, el encuentro con el sastre, la entrevista é intimidad tan deliciosa con la joven del subterráneo, el modo de escaparme de las manos del efrit que me quería matar, todo, en fin, sin olvidar mi transformación en mono al servicio después del capitán mercante, mi compra á elevado precio por el rey á consecuencia de mi hermosa letra, mi desencanto, ¡en fin, todo! Y más que nada, ¡ay de mí! el último incidente, que me hizo perder un ojo. Pero di gracias á Alah, y dije: «¡Más vale perder un ojo que la vida!» Después de esto, fui al hammam á tomar un baño antes de salir de la ciudad. Entonces, ¡oh señora mía! me afeité la barba para poder viajar seguro en calidad de saaluk. Desde aquella fecha no he dejado ni un día de llorar pensando en las desgracias que sobre mí han caído, y sobre todo en la pérdida de mi ojo izquierdo. Y cada vez que esto me viene á la memoria, el ojo derecho se me llena de lágrimas, que no me dejan ver, aunque nunca me impedirán pensar en estos versos del poeta:


¿Conoce Alah misericordioso mi aflicción? ¡Las desdichas pesan sobre mí, y me he dado cuenta de ellas demasiado tarde!

¡Pero haré acopio de paciencia frente á mis grandes desventuras, para que el mundo no ignore que he tomado con paciencia algo que es más amargo que la misma paciencia!

¡Porque la paciencia tiene su belleza, sobre todo cuando es el hombre piadoso quien la practica! ¡De todos modos, ha de ocurrir lo que haya decidido Alah respecto á cada criatura! ¡Mi misteriosa amada conoce los secretos de mi lecho, y ninguno, aunque sea el secreto de los secretos, puede ocultársele!

¡Al que diga que hay delicias en este mundo, contestadle que pronto conocerá días más amargos que el jugo de la mirra!


Entonces salí de la ciudad aquella, viajé por varios países, atravesé sus capitales, y luego me dirigí á Bagdad, la morada de paz, donde espero llegar á ver al Emir de los Creyentes para contarle cuanto me ha ocurrido.

Después de muchos días de viaje, he llegado esta misma noche á Bagdad, y encontré muy perplejo al hermano que está ahí, al primer saaluk, y le dije: «¡La paz sea contigo!» Y él me contestó: «¡Y contigo la paz, y la misericordia de Alah, y todas sus bendiciones!»

Entonces empecé á conversar con él, y se nos acercó el otro hermano, el tercer saaluk, quien después de desearnos la paz, nos dijo que era extranjero. Y nosotros le dijimos: «También somos extranjeros, y hemos llegado hoy á esta ciudad bendita.» Y echamos á andar juntos, sin que ninguno supiera la historia de sus compañeros. Y la suerte y el Destino nos guiaron hasta esta puerta, y entramos en vuestra casa.

He aquí, ¡oh mi señora! los motivos de que me veas tuerto y con la barba afeitada.»

Entonces la dueña de la casa dijo al segundo saaluk: «Tu historia es realmente extraordinaria. Ahora alísate un poco el pelo sobre la cabeza y ve á buscar tu destino por la ruta de Alah.»

Pero él respondió: «En verdad que no saldré de aquí sin haber oído el relato de mi tercer compañero.»

Entonces el tercer saaluk dió un paso y dijo:


Historia del tercer saaluk


«¡Oh gloriosa señora! no creas que mi historia encierra menos maravillas que las de mis dos compañeros! Porque mi historia es infinitamente más asombrosa aún.

Si sobre estos dos compañeros míos pesaron las desgracias, motivadas por el Destino y la fatalidad, otra cosa fué respecto á mí. Si estoy afeitado y tuerto, yo tengo la culpa, pues me atraje la fatalidad y llené mi corazón de penas y zozobras.

Helo aquí. Soy rey, hijo de rey. Mi padre se llamaba Kassib y yo era su hijo. Cuando murió el rey, mi padre, heredé su reino, y reiné y goberné con justicia, haciendo mucho bien entre mis súbditos.

Pero tenía gran afición á los viajes por mar. Y no me privaba de ellos, porque la capital de mi reino estaba junto al mar, y en una gran extensión marítima pertenecíanme numerosas islas fortificadas. Una vez quise ir á visitarlas todas, y mandé preparar diez naves grandes y llenarlas de provisiones para un mes, dándome á la vela. Esta visita duró veinte días, al cabo de los cuales, una noche se desencadenó contra nosotros un viento contrario, que se prolongó hasta el amanecer. Entonces, calmado un poco el viento y suavizado el mar, al salir el sol vimos una isla en la que podíamos detenernos. Fuimos á tierra, hicimos algo de comer, y descansamos dos días en espera de que la tempestad terminara, y luego zarpamos. El viaje duró otros veinte días, hasta que en uno de tantos perdimos la derrota, pues las aguas en que navegábamos eran tan desconocidas para nosotros como para el capitán. Porque el capitán, realmente, no conocía este mar. Entonces le dijimos al vigía: «Mira con atención el mar.» Y el vigía subió al palo, descendió después y nos dijo al capitán y á mí: «A la derecha he visto peces en la superficie del agua, y muy lejos, en medio de las olas, una cosa que unas veces parecía blanca y otras negra.»

Al oir estas palabras del vigía, el capitán sufrió un cambio muy notable en su color, tiró el turbante al suelo, se mesó la barba, y nos dijo: «¡Os anuncio nuestra total pérdida! ¡No ha de salvarse ni uno!» Luego se echó á llorar, y con él lloramos todos. Yo le pregunté entonces: «¡Oh capitán! ¿Quieres explicarnos las palabras del vigía?» Y contestó: «¡Oh mi señor! Sabe que desde el día que sopló el viento contrario perdimos la derrota, y hace de ello once días, sin encontrar un viento favorable que nos permita volver al buen camino. Sabe, pues, el significado de esa cosa negra y blanca y de esos peces que sobrenadan cerca de nosotros: mañana llegaremos á una montaña de rocas negras que se llama la Montaña del Imán, y hacia ella han de llevarnos á la fuerza las aguas. Y nuestra nave se despedazará, porque volarán todos sus clavos, atraídos por la montaña y adhiriéndose á sus laderas, pues Alah el Altísimo dotó á la Montaña del Imán de una secreta virtud que la permite atraer todos los objetos de hierro. Y no puedes imaginarte la enorme cantidad de cosas de hierro que se ha acumulado y colgado de dicha montaña desde que atrae á los navíos. ¡Sólo Alah sabe su número! Desde el mar se ve relucir en la cima de esa montaña una cúpula de cobre amarillo sostenida por diez columnas, y encima hay un jinete en un caballo de bronce, y el jinete tiene en la mano una lanza de cobre, y le pende del pecho una chapa de plomo grabada con palabras talismánicas desconocidas. Sabe, ¡oh rey! que mientras el jinete permanezca sobre su caballo, quedarán destrozados todos los barcos que naveguen en torno suyo, y todos los pasajeros se perderán sin remedio, y todos los hierros de las naves se irán á pegar á la montaña. ¡No habrá salvación posible mientras no se precipite el jinete al mar!»

Dicho esto, ¡oh señora mía! el capitán continuó derramando abundantes lágrimas, y juzgamos segura é irremediable nuestra pérdida, despidiéndose cada cual de sus amigos.

Y así fué; porque apenas amaneció, nos vimos próximos á la montaña de rocas negras imantadas, y las aguas nos empujaban violentamente hacia ella. Y cuando las diez naves llegaron al pie de la montaña, los clavos se desprendieron de pronto y comenzaron á volar por millares, lo mismo que todos los hierros, y fueron á adherirse á la montaña. Y nuestros barcos se abrieron, siendo precipitados al mar todos nosotros.

Pasamos el día entero á merced de las olas, ahogándose la mayoría y salvándonos otros, sin que los que no perecimos pudiéramos volver á encontrarnos, pues las corrientes terribles y los vientos contrarios nos dispersaron por todas partes.

Y Alah el Altísimo, ¡oh señora mía! me quiso salvar para reservarme nuevas penas, grandes padecimientos y enormes desventuras. Pude agarrarme á uno de los tablones que sobrenadaban, y las olas y el viento me arrojaron á la costa, al pie de la Montaña del Imán.

Allí encontré un camino que conducía á la cumbre, y estaba todo él hecho de escalones tallados en la roca. En seguida invoqué el nombre de Alah el Altísimo, y...»

En este momento de su narración, Schahrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGÓ
LA 15.ª NOCHE
Ella dijo:

He llegado á saber, ¡oh rey afortunado! que el tercer saaluk, mientras permanecían sentados y cruzados de brazos los demás, vigilados por los siete negros, que tenían en la mano el alfanje desnudo, prosiguió, dirigiéndose á la dueña de la casa:

«Invoqué, pues, el nombre de Alah, le imploré, y me absorbí en el éxtasis de la plegaria. Y cuando el viento cambió, por orden del Altísimo, logré subir á lo más alto de la montaña, agarrándome como pude á las rocas y excavaciones. Y mi alegría por hallarme en salvo llegó hasta el límite de la alegría. Ya sólo me faltaba llegar á la cúpula; lo conseguí al fin, y pude penetrar en ella. Entonces me hinqué de rodillas y di gracias á Alah por haberme salvado.

Pero estaba tan rendido, que me eché en el suelo y me dormí. Y durante mi sueño oí que una voz me decía: «¡Oh hijo de Kassib! cuando te despiertes cava á tus pies, y encontrarás un arco de cobre y tres flechas de plomo, en las cuales hay grabados talismanes. Coge el arco y dispara contra el jinete que está en la cúpula, y así podrás devolver la tranquilidad á los humanos, librándoles de tan terrible plaga. Cuando hieras al jinete, este jinete caerá al mar y el arco se escapará de tus manos al suelo. Le cogerás entonces y lo enterrarás en el mismo sitio en que haya caído. Y mientras tanto, el mar empezará á hervir, creciendo hasta llegar á la cumbre en que te encuentras. Y verás en el mar una barca, y en la barca á una persona distinta del jinete arrojado al abismo. Esa persona se te acercará con un remo en la mano. Puedes entrar sin temor en la barca. Pero guárdate bien de pronunciar el santo nombre de Alah, y no olvides esto por nada del mundo. Una vez en la barca, te guiará ese hombre, haciéndote navegar por espacio de diez días, hasta que llegues al Mar de Salvación. Y cuando llegues á este mar encontrarás á alguien que ha de llevarte á tu tierra. Pero no olvides que para que todo eso ocurra no debes pronunciar nunca el nombre de Alah.»

Entonces, ¡oh señora mía! desperté y me dispuse animoso á ejecutar las órdenes de aquella voz. Con el arco y las flechas encontradas disparé contra el jinete, lo derribé, y lo vi hundirse en el mar. El arco se me escapó de la mano, y lo enterré en el mismo sitio en que había caído. En seguida el mar se agitó, hirvió y se desbordó, llegando hasta la cumbre en que yo me hallaba Y á los pocos instantes vi en medio del mar una barca que se dirigía hacia la costa. Entonces di gracias á Alah el Altísimo. Y al aproximarse la barca advertí en ella á un hombre de bronce que llevaba en el pecho una chapa de plomo con nombres y talismanes grabados. Y cuando la barca llegó, entré en ella, pero sin decir palabra. Y el hombre de bronce me condujo durante un día, durante dos, durante tres, y así sucesivamente, hasta diez días. Entonces vi unas islas á lo lejos. ¡Aquello era la salvación! Y me alegré hasta el límite de la alegría; pero tanta era la plenitud de mi emoción y de mi gratitud hacia el Altísimo, que pronuncié el nombre de Alah y lo glorifiqué, exclamando: «¡Alahu akbar! ¡Alahu akbar!»[13]

Pero apenas dije tan sagradas palabras, el hombre de bronce se apoderó de mí, me arrojó al mar, y hundiéndose á lo lejos, desapareció.

Estuve nadando hasta el anochecer, en que mis brazos quedaron extenuados y rendido todo mi cuerpo. Entonces, viendo aproximarse la muerte, dije la schehada, mi profesión de fe, y me dispuse á morir. Pero en aquel momento una ola más enorme que las otras vino desde la lejanía como una torre gigantesca y me despidió con tal empuje, que me encontré junto á unas islas que había divisado en lontananza. ¡Así lo quiso Alah!

Entonces trepé á la orilla, retorcí mi ropa, tendiéndola en el suelo para que se secase, y me eché á dormir, sin despertar hasta por la mañana. Me puse mis vestidos secos, me levanté buscando donde ir, y me interné en un pequeño valle fértil, recorriéndolo en todas direcciones, y así di una vuelta entera al lugar en que me encontraba, viendo que me rodeaba el mar por todas partes. Y me dije: «¡Qué fatalidad la mía! ¡Siempre que me libro de una desgracia caigo en otra peor!»

Mientras me absorbían tan tristes pensamientos, divisé que venía por el mar una barca con gente. Entonces, temeroso de que me ocurriera algo desagradable, me levanté y me encaramé á un árbol para esperar los acontecimientos. Al arribar la barca salieron de ella diez esclavos con una pala cada uno. Anduvieron hasta llegar al centro de la isla, y allí empezaron á cavar la tierra, dejando al descubierto una trampa. La levantaron, y abrieron una puerta que apareció debajo. Hecho esto, volvieron á la barca, descargando de su interior y echándose á hombros gran cantidad de efectos: pan, harina, miel, manteca, carneros, sacos llenos y otras muchas cosas; todo, en fin, lo que pueda desear quien vive en una casa. Los esclavos siguieron yendo y viniendo del subterráneo á la barca y de la barca á la trampa, hasta vaciar completamente aquélla, sacando luego trajes suntuosos y magníficos, que se echaron al brazo; y entonces vi salir de la barca, en medio de los esclavos, á un anciano venerable, tan flaco y encorvado por los años y las vicisitudes, que apenas tenía apariencia humana. Este jeque llevaba de la mano á un joven hermosísimo, moldeado realmente en el molde de la perfección, rama tierna y flexible, cuyo aspecto hubo de cautivar mi corazón y conmover la pulpa de mi carne.

Llegaron hasta la puerta, la franquearon y desaparecieron ante mis ojos. Pero pasados unos instantes, subieron todos menos el joven; entraron otra vez en la barca y se alejaron por el mar.

Cuando los hube perdido de vista, salté del árbol, corrí hacia el sitio donde estaba la trampa, que habían cubierto otra vez de tierra, y la quité de nuevo. Entonces descubrí la trampa, que era de madera y del tamaño de una piedra de molino, la levanté con ayuda de Alah, y vi que arrancaba de ella una escalera abovedada. Descendí, poseído de asombro, sus peldaños de piedra, y me encontré al fin en un espacioso salón revestido de tapices magníficos y colgaduras de seda y terciopelo. En un diván, entre bujías encendidas, jarrones con flores y tarros llenos de frutas y de dulces, aparecía sentado el joven, que estaba haciéndose aire con un abanico. Al verme se asustó mucho, pero yo le dije con mi más armoniosa voz: «¡La paz sea contigo!» Y él contestó, tranquilizándose: «¡Y contigo sea la paz, la misericordia de Alah y sus bendiciones!» Yo le dije: «¡Oh mi señor! Que tu corazón no se alarme. Aquí donde me ves, soy rey é hijo de un rey. Alah me ha guiado hasta ti para sacarte de este subterráneo, al cual sin duda te trajeron para que murieses. Pero yo te libertaré. Y serás mi amigo, pues me bastó verte para estar predispuesto á tu favor.»

Entonces el joven, dibujando una sonrisa en sus labios, me invitó á que me sentase junto á él en el diván, y me dijo: «Sabe, ¡oh señor mío! que no me trajeron á este lugar para que muriese, sino para librarme de la muerte. Sabe también que soy hijo de un gran joyero, conocido en todo el mundo por sus riquezas y la cuantía de sus tesoros. Las caravanas que van por cuenta suya á lejanos países para vender su pedrería á los reyes y emires de la tierra han extendido su reputación por todas partes. Al nacer yo, siendo ya él de edad madura, le anunciaron los maestros de la adivinación, que su hijo había de morir antes que su padre y su madre; y mi padre, aquel día, á pesar del regocijo que le había causado mi nacimiento y la felicidad de mi madre, que me dió al mundo después del término de nueve meses, por voluntad de Alah, experimentó un dolor muy grande, sobre todo cuando los sabios que habían leído en los astros mi suerte le dijeron: «Matará á tu hijo un rey, hijo de otro rey, llamado Kassib, cuarenta días después de que aquél haya arrojado al mar al jinete de bronce de la montaña magnética.» Y mi padre el joyero quedó afligidísimo. Y cuidó de mí, educándome con mucho esmero, hasta que hube cumplido los quince años. Pero entonces supo que el jinete había sido echado al mar, y la noticia le apenó y le hizo llorar tanto, que en poco tiempo palideció su cara, enflaqueció su cuerpo y toda su persona adquirió la apariencia de un hombre decrépito, rendido por los años y las desventuras. Entonces me trajo á esta morada subterránea, la cual mandó construir para sustraerme á la busca del rey que había de matarme cuando cumpliera yo los quince años, y yo y mi padre estamos seguros de que el hijo de Kassib no podrá dar conmigo en esta isla desconocida. Tal es la causa de mi estancia en este sitio.»

Entonces pensé yo: «¿Cómo podrán equivocarse así los sabios que leen en los astros? Porque, ¡por Alah! este joven es la llama de mi corazón, y más fácil que matarlo me sería matarme.» Y luego le dije: «¡Oh hijo mío! Alah Todopoderoso no consentirá nunca que se quiebre flor tan hermosa. Estoy dispuesto á defenderte y á seguir aquí contigo toda la vida.» Y él me contestó: «Pasados cuarenta días vendrá á buscarme mi padre, pues ya no habrá peligro.» Y yo le dije: «¡Por Alah! que permaneceré en tu compañía esos cuarenta días, y después le diré á tu padre que te deje ir á mi reino, donde serás mi amigo y heredero del trono.

Entonces el mancebo me dió las gracias con palabras cariñosas, y comprendí que era en extremo cortés y correspondía á la inclinación que á él me arrastraba. Y empezamos á conversar amistosamente, regalándonos con las vituallas deliciosas de sus provisiones, que podían bastar para un año á cien comensales.

Después de haber comido, pude comprobar nuevamente cuán subyugado estaba mi corazón por sus encantos, y luego nos tendimos y dormimos juntos toda la noche.

Al aproximarse el día me desperté y me lavé, llevando al joven la palangana llena de agua perfumada para que asimismo se lavase, y preparé los alimentos y comimos juntos, hablando, jugando y riendo luego hasta la noche. Y entonces pusimos la mesa y cenamos un carnero relleno de almendras, pasas, nuez moscada, clavo y pimienta. Y bebimos agua dulce y fresca, y tomamos también sandía, melón, tortas y pastelillos tan finos y leves como una cabellera, en los cuales no se había escatimado la manteca, la miel, las almendras ni la canela. Y como la noche anterior, nos acostamos, y pude darme cuenta de cuán grande era nuestra amistad. Y así dejamos transcurrir, tranquilos y felices, hasta el día cuadragésimo. Este último día, como tenía que venir su padre, el joven quiso darse un buen baño, y puse á calentar agua en el caldero, vertiéndola después en la tina de cobre y añadiéndole agua fría para hacerla más agradable. El joven entró en el baño, y lo lavé, y lo froté, y le di masaje, perfumándole y transportándole á la cama, donde le cubrí con la colcha y le envolví la cabeza en un pedazo de seda bordada de plata, obsequiándole con un sorbete delicioso, y se durmió.

Al despertarse quiso comer algo, y eligiendo la sandía más hermosa y colocándola en una bandeja, y la bandeja en un tapiz, me subí á la cama para coger el cuchillo grande, que pendía de la pared sobre la cabeza del mancebo. Y he aquí que el joven, por divertirse, me hizo de pronto cosquillas en una pierna, produciéndome tal efecto, que caí encima de él sin querer y le clavé el cuchillo en el corazón. Y expiró en seguida.

Al ver aquello, ¡oh señora mía! empecé á golpearme, y á gritar, y á gemir, y me desgarré las ropas, arrojándome desesperado al suelo. Pero mi amigo muerto estaba, cumpliéndose el Destino para que no mintieran las predicciones de los astrólogos. Alcé los ojos y las manos hacia el Altísimo, y repuse: «¡Oh Señor del universo! Si he cometido un crimen, dispuesto estoy á que me castigue tu justicia.» En este momento sentíame animoso ante la muerte. Pero ¡oh señora mía! nuestros anhelos nunca se satisfacen ni para el bien ni para el mal.

Entonces, no siéndome posible soportar la estancia en aquel sitio, y además, como sabía que el joyero no tardaría en comparecer, subí la escalera, salí y cerré la trampa, cubriéndola de tierra, como estaba antes.

Cuando me vi fuera, me dije: «Voy á observar ahora lo que ocurra; pero ocultándome, porque si no, los esclavos me matarían con la peor muerte.» Y entonces me subí á un árbol copudo que estaba cerca de la trampa, y allí quedé en acecho. Una hora más tarde apareció la barca con el anciano y los esclavos. Desembarcaron todos, llegaron apresuradamente junto al árbol, y al advertir la tierra recientemente removida, atemorizáronse, quedando abatidísimo el viejo. Los esclavos cavaron apresuradamente, y levantando la trampa, bajaron con el pobre padre. Este empezó á llamar á gritos á su hijo, sin que el muchacho respondiera, y le buscaron por todas partes, hallándolo por fin tendido en el lecho con el corazón atravesado.

Al verle, sintió el anciano que se le partía el alma, y cayó desmayado. Los esclavos, mientras tanto, se lamentaban y afligían; después subieron en hombros al joyero. Sepultaron el cadáver del joven envuelto en un sudario, transportaron al padre dentro de la barca con todas las riquezas y provisiones que quedaban aún, y desaparecieron en la lejanía sobre el mar.

Entonces, apenadísimo, bajé del árbol, medité en aquella desgracia, lloré mucho, y anduve desolado todo el día y toda la noche. De repente noté que iba menguando el agua, quedando seco el espacio entre la isla y la tierra firme de enfrente. Di gracias á Alah, que quería librarme de seguir en aquel paraje maldito, y empecé á caminar por la arena invocando su santo nombre. Llegó en esto la hora de ponerse el sol. Vi de pronto aparecer muy á lo lejos como una gran hoguera, y me dirigí hacia aquel sitio, sospechando que estarían cociendo algún carnero; pero al acercarme advertí que lo que hube tomado por hoguera era un vasto palacio de cobre que se diría incendiado por el sol poniente.

Llegué hasta el límite del asombro ante aquel palacio magnífico, todio de cobre. Y estaba admirando su sólida construcción, cuando súbitamente vi salir por la puerta principal á diez jóvenes de elevada estatura, y cuyas caras eran una alabanza al Creador por haberlas hecho tan hermosas. Pero aquellos diez jóvenes eran todos tuertos del ojo izquierdo, y sólo no lo era un anciano alto y venerable, que hacía el número once.

Al verlos exclamé: «¡Por Alah, que es extraña coincidencia! ¿Cómo estarán juntos diez tuertos, y del ojo izquierdo precisamente?» Mientras me absorbía en estas reflexiones, los diez jóvenes se acercaron y me dijeron: «¡La paz sea contigo!» Y yo les devolví el saludo de paz, y hube de referirles mi historia, desde el principio hasta el fin, que no creo necesario repetirte, ¡oh señora mía!

Al oírla, llegaron aquellos jóvenes al colmo de la admiración, y me dijeron: «¡Oh señor! Entra en esta morada, donde serás bien acogido.» Entré con ellos, y atravesamos muchas salas revestidas con telas de raso. En el centro de la última, que era la más hermosa y espaciosa de todas, había diez lechos magníficos formados con alfombras y colchones, y entre aquéllos otra alfombra, pero sin colchón, y tan rica como las demás. Y el anciano se sentó en ésta, y cada uno de los diez jóvenes en la suya, y me dijeron: «¡Oh señor! Siéntate en el testero de la sala, y no nos preguntes acerca de lo que aquí veas.»

A los pocos momentos se levantó el viejo, salió y volvió varias veces, llevando manjares y bebidas, de lo cual comimos y bebimos todos.

Después recogió las sobras el anciano, y se sentó de nuevo. Y los jóvenes le preguntaron: «¿Cómo te sientas sin traernos lo necesario para cumplir nuestros deberes?» Y el anciano, sin replicar palabra, se levantó y salió diez veces, trayendo cada vez sobre la cabeza una palangana cubierta con un paño de raso y en la mano un farol, que fué colocando delante de cada joven. Y á mí no me dió nada, lo cual hubo de contrariarme.

Pero cuando levantaron las telas de raso, vi que las jofainas sólo contenían ceniza, polvo de carbón y khol. Se echaron la ceniza en la cabeza, el carbón en la cara y el khol en el ojo derecho, y empezaron á lamentarse y á llorar, mientras decían: «¡Sufrimos lo que merecemos por nuestras culpas y nuestra desobediencia!» Y aquella lamentación prosiguió hasta cerca del amanecer. Entonces se lavaron en nuevas palanganas que les llevó el viejo, se pusieron otros trajes, y quedaron como antes de la extraña ceremonia.

Por más que aquello, ¡oh señora mía! me asombrase con el más considerable asombro, no me atreví á preguntar nada, pues así me lo habían ordenado. Y á la noche siguiente hicieron lo mismo que la primera, y lo mismo á la tercera y á la cuarta. Entonces ya no pude callar más, y exclamé: «¡Oh mis señores! Os ruego que me digáis por qué sois todos tuertos y á qué obedece el que os echéis por la cabeza ceniza, carbón y khol, pues, ¡por Alah! prefiero la muerte á la incertidumbre en que me habéis sumido.» Entonces ellos replicaron: «¿Sabes que lo que pides es tu perdición?» Y yo contesté: «Venga mi perdición, antes que la duda.» Pero ellos me dijeron: «¡Cuidado con tu ojo izquierdo!» Y yo respondí: «No necesito el ojo izquierdo si he de seguir en esta perplejidad.» Y por fin exclamaron: «¡Cúmplase tu destino! Te sucederá lo que nos sucedió; mas no te quejes, que la culpa es tuya. Y después de perdido el ojo izquierdo, no podrás venir con nosotros, porque ya somos diez y no hay sitio para el undécimo.»

Dicho esto, el anciano trajo un carnero vivo. Lo degollaron, le arrancaron la piel, y después de limpiarla cuidadosamente, me dijeron: «Vamos á coserte dentro de esa piel, y te colocaremos en la azotea del palacio. El enorme buitre llamado Rock, capaz de arrebatar un elefante, te levantará hasta las nubes, tomándote por un carnero de veras, y para devorarte te llevará á la cumbre de una montaña muy alta, inaccesible á todos los seres humanos. Entonces con este cuchillo, de que puedes armarte, rasgarás la piel de carnero, saldrás de ella, y el terrible Rock, que no ataca á los hombres, desaparecerá de tu vista. Echa después á andar, hasta que encuentres un palacio diez veces mayor que el nuestro y mil veces más suntuoso. Está revestido de chapas de oro, sus muros se cubren de pedrería, especialmente de perlas y esmeraldas. Entra por una puerta abierta á todas horas, como nosotros entramos una vez, y ya verás lo que vieres. Allí nos dejamos todos el ojo izquierdo. Desde entonces soportamos el castigo merecido y expiamos nuestra culpa haciendo todas las noches lo que viste. Esa es, en resumen, nuestra historia, que más detallada llenaría todas las páginas de un gran libro cuadrado. Y ahora, ¡cúmplase tu destino!»

Y como persistiera en mi resolución, diéronme el cuchillo, me cosieron dentro de la piel de carnero, me colocaron en la azotea y se marcharon. Y de pronto noté que cargaba conmigo el terrible Rock, remontando el vuelo, y en cuanto comprendí que me había depositado en la cumbre de la montaña, rasgué con el cuchillo la piel que me cubría, y salí de debajo de ella dando gritos para asustar al terrible Rock. Y se alejó volando pesadamente, y vi que era todo blanco, tan ancho como diez elefantes y más largo que veinte camellos.

Entonces eché á andar muy de prisa, pues me torturaba la impaciencia por llegar al palacio. Al verlo, á pesar de la descripción hecha por los diez jóvenes, me quedé admirado hasta el límite de la admiración. Era mucho más suntuoso de lo que me habían dicho. La puerta principal, toda de oro, por la cual entré, tenía á los lados noventa y nueve puertas de maderas preciosas, de áloe y de sándalo. Las puertas de las salas eran de ébano con incrustaciones de oro y de diamantes. Y estas puertas conducían á los salones y á los jardines, donde se acumulaban todas las riquezas de la tierra y del mar.

No bien llegué á la primera habitación, me vi rodeado de cuarenta jóvenes, de una belleza tan asombrosa, que perdí la noción de mí mismo, y mis ojos no sabían á cuál dirigirse con preferencia á las demás, y me entró tal admiración, que hube de detenerme, sintiendo que me daba vueltas la cabeza.

Entonces todas se levantaron al verme, y con voz armoniosa me dijeron: «¡Que nuestra casa sea la tuya, ¡oh convidado nuestro! ¡Tu sitio está sobre nuestras cabezas y nuestros ojos!» Y me ofrecieron asiento en un estrado magnífico, sentándose ellas más abajo en las alfombras, y me dijeron: «¡Oh señor, somos tus esclavas, tu cosa, y tú eres nuestro dueño y la corona de nuestras cabezas!»

Luego todas se pusieron á servirme: una trajo agua caliente y toallas, y me lavó los pies; otra me echó en las manos agua perfumada, que vertía de un jarro de oro; la tercera me vistió un traje de seda con cinturón bordado de oro y plata, y la cuarta me presentó una copa llena de exquisita bebida aromatizada con flores. Y ésta me miraba, aquélla me sonreía, la de aquí me guiñaba los ojos, la de más allá me recitaba versos, otra abría los brazos, extendiéndolos perezosamente delante de mí, y aquella otra hacía ondular su talle sobre sus muslos. Y la una suspiraba: «¡Ay!», y la otra: «¡Huy!», y esta me decía: «¡Ojos míos!», la de más allá: «¡Oh alma mía!», la otra: «¡Entraña de mi vida!», y la otra: «¡Oh llama de mi corazón!»

Después se me acercaron todas, y comenzaron á acariciarme, y me dijeron: «¡Oh convidado nuestro, cuéntanos tu historia, porque estamos sin ningún hombre hace tiempo, y nuestra dicha será ahora completa!» Entonces hube de tranquilizarme, y les conté una parte de mi historia, hasta que empezó á anochecer.

Inmediatamente encendieron numerosas bujías, y la sala quedó iluminada como por el más espléndido sol. Luego pusieron los manteles, sirvieron los manjares más exquisitos y las bebidas más embriagadoras, y unas tañían instrumentos melodiosos, cantando con encantadora voz, otras bailaban, y yo seguía comiendo.

Después de estas diversiones, me dijeron: «¡Oh querido de nuestros ojos, llegó la hora de la cama y del placer positivo! Escoge entre nosotras la que quieras, y no temas ofendernos, pues á cada una le tocará la vez una noche. Somos cuarenta hermanas, y cada una volverá después á jugar contigo todas las noches en el lecho.»

Yo, señora mía, no sabía cuál elegir, pues todas eran igualmente deseables. A ciegas alargué los brazos y cogí á una; ¡pero al abrir los ojos, los volví á cerrar, deslumbrado por su hermosura! Entonces aquella joven me asió de la mano y me llevó á la cama. Y pasé con ella toda la noche. Le di cuarenta asaltos de verdadero asaltador y correspondió á ellos, y cada vez me decía: «¡Ay, ojos míos! ¡Ay, alma mía!» Y me acariciaba, y la mordía yo, y ella me pellizcaba, y así durante toda la noche.

Las siguientes, ¡oh señora mía! se deslizaron de la misma manera, cada noche con una de las hermanas, y no se pasó ninguna noche sin que no hubiese numerosos asaltos por parte de los dos. Un año completo duró esta felicidad. Y cada mañana se me acercaba la joven de la noche próxima, y llevándome al hammam, me lavaba todo, me daba un enérgico masaje y perfumaba mi cuerpo con cuantos perfumes otorgó Alah á sus servidores.

Llegó el final del año. La mañana del último día vi á todas las jóvenes al pie de mi cama, sueltas las cabelleras, llorando amargamente, poseídas de un gran dolor, y me dijeron: «Sabe, ¡oh luz de nuestros ojos! que hemos de abandonarte, como abandonamos á otros antes que á ti, pues te consta que no eres el primero, y que anteriormente otros muchos nos cabalgaron y nos hicieron lo que tú. Pero tú eres verdaderamente el cabalgador más rico en corvetas y en medida de largo y grueso. Eres, en realidad, el más libertino y agradable de todos. Por este motivo, no podremos vivir sin ti.» Y yo les dije: «¿Y por qué habéis de abandonarme? Porque yo tampoco quiero perder la alegría de mi vida, que está en vosotras.» Ellas contestaron: «Sabe que somos todas hijas de un rey, pero de madre distinta. Desde nuestra pubertad vivimos en este palacio, y cada año pone Alah en nuestro camino un cabalgador que nos satisface, como nosotras á él. Pero cada año hemos de ausentarnos cuarenta días para visitar á nuestro padre y á nuestras madres. Y hoy es el día de la marcha.» Entonces dije: «Pero delicias mías, yo me quedaré en este palacio alabando á Alah hasta vuestro regreso.» Y ellas contestaron: «Cúmplase tu deseo. Aquí tienes todas las llaves del palacio, que abren todas las puertas. Él ha de servirte de morada, puesto que eres su dueño; pero guárdate muy bien de abrir la puerta de bronce que está en el fondo del jardín, porque no volverías á vernos y te ocurriría una gran desgracia. ¡Cuida, pues, de no abrir esa puerta!» Dicho esto, me abrazaron y besaron todas, una tras otra, llorando y diciéndome: «¡Alah sea contigo!» Y partieron, sin dejar de mirarme á través de sus lágrimas.

Entonces, ¡oh señora mía! salí del salón en que me hallaba, y con las llaves en la mano empecé á recorrer aquel palacio, que aún no había tenido tiempo de ver, pues mi cuerpo y mi alma habían estado encadenados en el lecho entre los brazos de las jóvenes. Y abrí con la primera llave la primera puerta.

Me vi entonces en un gran huerto rebosante de árboles frutales, tan frondosos, que en mi vida los había conocido iguales en el mundo. Canalillos llenos de agua los regaban tan á conciencia, que las frutas eran de un tamaño y una hermosura indecibles. Comí de ellas, especialmente bananas, y también dátiles, que eran largos como los dedos de un árabe noble, y granadas, manzanas y melocotones. Cuando acabé de comer di gracias por su magnanimidad á Alah, y abrí la segunda puerta con la segunda llave.

Cuando abrí esta puerta, mis ojos y mi olfato quedaron subyugados por una inmensidad de flores que llenaban un gran jardín regado por arroyos numerosos. Había allí cuantas flores pueden criarse en los jardines de los emires de la tierra: jazmines, narcisos, rosas, violetas, jacintos, anémonas, claveles, tulipanes, ranúnculos y todas las flores de todas las estaciones. Cuando hube aspirado la fragancia de todas las flores, cogí un jazmín, guardándolo dentro de mi nariz para gozar su aroma, y di las gracias á Alah el Altísimo por sus bondades.

Abrí en seguida la tercera puerta, y mis oídos quedaron encantados con las voces de numerosas aves de todos los colores y de todas las especies de la tierra. Estaban en una pajarera construída con varillas de áloe y de sándalo. Los bebedores eran de jaspe fino y los comedores de oro. El suelo aparecía barrido y regado. Y las aves bendecían al Creador. Estuve oyéndolas cantar, y cuando anocheció me retiré.

Al día siguiente me levanté temprano, y abrí la cuarta puerta con la cuarta llave. Y entonces, ¡oh señora mía! vi cosas que ni en sueños podría ver un ser humano. En medio de un gran patio había una cúpula de maravillosa construcción, con escaleras de pórfido que ascendían hasta cuarenta puertas de ébano, labradas con oro y plata. Se encontraban abiertas y permitían ver aposentos espaciosos, cada uno de los cuales contenía un tesoro diferente, y valía cada tesoro más que todo mi reino. La primera sala estaba atestada de enormes montones de perlas, grandes y pequeñas, abundando las grandes, que tenían el tamaño de un huevo de paloma y brillaban como la luna llena. La segunda sala superaba en riqueza á la primera, y aparecía repleta de diamantes, rubíes rojos, rubíes azules[14] y carbunclos. En la tercera había esmeraldas solamente; en la cuarta montones de oro en bruto; en la quinta, monedas de oro de todas las naciones; en la sexta, plata virgen; en la séptima, monedas de plata de todas las naciones. Las demás salas estaban llenas de cuantas pedrerías hay en el seno de la tierra y del mar: topacios, turquesas, jacintos, piedras del Yemen, cornalinas de los más varios colores, jarrones de jade, collares, brazaletes, cinturones y todas las preseas, en fin, usadas en las cortes de reyes y de emires.

Y yo, ¡oh señora mía! levanté las manos y los ojos y di gracias á Alah el Altísimo por sus beneficios. Y así seguí cada día abriendo una ó dos ó tres puertas, hasta el cuadragésimo, creciendo diariamente mi asombro, y ya no me quedaba mas que la llave de la puerta de bronce. Y pensé en las cuarenta jóvenes, y me sentí sumido en la mayor felicidad pensando en ellas, en la dulzura de sus ademanes, en la frescura de sus carnes, en la dureza de sus muslos, en la estrechez de sus vulvas, en la redondez y volumen de sus nalgas, y en sus gritos cuando me decían: «¡Ay, ojos míos! ¡Ay, alma mía!» Y exclamé: «¡Por Alah! ¡Nuestra noche va á ser una noche blanca y bendita!»

Pero el Maligno hacíame pensar en la llave de la puerta de bronce, tentándome continuamente, y la tentación pudo más que yo, y abrí la puerta. Nada vieron mis ojos, mi olfato notó un olor muy fuerte y hostil á los sentidos, y me desmayé, cayendo por la parte de fuera de la entrada y cerrándose inmediatamente la puerta delante de mí. Cuando me repuse, persistí en la resolución inspirada por el Cheitán, y volví á abrir, aguardando á que el olor fuese menos penetrante.

Entré por fin, y me encontré en una espaciosa sala, con el suelo cubierto de azafrán y alumbrada por bujías perfumadas de ámbar gris é incienso y por magníficas lámparas de plata y oro llenas de aceite aromático, que al arder exhalaba aquel olor tan fuerte. Y entre lámparas y candelabros vi un maravilloso caballo negro con una estrella blanca en la frente, y la pata delantera derecha y la trasera izquierda tenían asimismo manchas blancas en los extremos. La silla era de brocado y la brida una cadena de oro; el pesebre estaba lleno de sésamo y cebada bien cribada; el abrevadero contenía agua fresca perfumada con rosas.

Entonces, ¡oh señora mía! como mi pasión mayor eran los buenos caballos, y yo el jinete más ilustre de mi reino, me agradó mucho aquel corcel, y cogiéndole de la brida le saqué al jardín y lo monté; pero no se movió. Entonces le di en el cuello con la cadena de oro. Y de pronto, ¡oh señora mía! abrió el caballo dos grandes alas negras, que yo no había visto, relinchó de un modo espantoso, dió tres veces con los cascos en el suelo, y voló conmigo por los aires.

En seguida, ¡oh señora mía! empezó todo á dar vueltas á mi alrededor; pero apreté los muslos y me sostuve como buen jinete. Y he aquí que el caballo descendió y se detuvo en la azotea del palacio donde había yo encontrado á los diez tuertos. Y entonces se encabritó terriblemente y logró derribarme. Luego se acercó á mí, y metiéndome la punta de una de sus alas en el ojo izquierdo, me lo vació, sin que pudiera yo impedirlo. Y emprendió el vuelo otra vez, desapareciendo en los aires.

Me tapé con la mano el ojo huero, y anduve en todos sentidos por la azotea, lamentándome á impulsos del dolor. Y de pronto vi delante de mí á los diez mancebos, que decían: «¡No quisiste atendernos! ¡Ahí tienes el fruto de tu funesta terquedad! Y no puedes quedarte entre nosotros, porque ya somos diez. Pero te indicaremos el camino para que marches á Bagdad, capital del Emir de los Creyentes Harún Al-Rachid, cuya fama ha llegado á nuestros oídos, y tu destino quedará entre sus manos.»

Partí, después de haberme afeitado y puesto este traje de saaluk, para no tener que soportar otras desgracias, y viajé día y noche, no parando hasta llegar á Bagdad, morada de paz, donde encontré á estos dos tuertos, y saludándoles, les dije: «Soy extranjero.» Y ellos me contestaron: «También lo somos nosotros.» Y así llegamos los tres á esta bendita casa, ¡oh señora mía!

«Y tal es la causa de mi ojo huero y de mis barbas afeitadas.»


Después de oir tan extraordinaria historia, la mayor de las tres doncellas dijo al tercer saaluk: «Te perdono. Acaríciate un poco la cabeza y vete.»

Pero el tercer saaluk contestó: «¡Por Alah! No he de irme sin oir las historias de los otros.»

Entonces la joven, volviéndose hacia el califa, hacia el visir Giafar y hacia el portaalfanje, les dijo: «Contad vuestra historia.»

Y Giafar se le acercó, y repitió el relato que ya había contado á la joven portera al entrar en la casa. Y después de haber oído á Giafar, la dueña de la morada les dijo:

«Os perdono á todos, á los unos y á los otros. Pero marchaos en seguida.»

Y todos salieron á la calle. Entonces el califa dijo á los saalik: «Compañeros, ¿adónde vais?» Y éstos contestaron: «No sabemos dónde ir.» Y el califa les dijo: «Venid á pasar la noche con nosotros.» Y ordenó á Giafar: «Llévalos á tu casa y mañana me los traes, que ya veremos lo que se hace.» Y Giafar ejecutó estas órdenes.

Entonces entró en su palacio el califa, pero no pudo dormir en toda la noche. Por la mañana se sentó en el trono, mandó entrar á los jefes de su Imperio, y cuando hubo despachado los asuntos y se hubieron marchado, volvióse hacia Giafar y le dijo: «Tráeme las tres jóvenes, las dos perras y los tres saalik.» Y Giafar salió en seguida, y los puso á todos entre las manos del califa. Las jóvenes se presentaron ante él cubiertas con sus velos. Y Giafar les dijo: «No se os castigará, porque sin conocernos nos habéis perdonado y favorecido. Pero ahora estáis en manos del quinto descendiente de Abbas, el califa Harún Al-Rachid. De modo que tenéis que contarle la verdad.»


Cuando las jóvenes oyeron las palabras de Giafar, que hablaba en nombre del Príncipe de los Creyentes, dió un paso la mayor y dijo: «¡Oh Emir de los Creyentes! Mi historia es tan prodigiosa, que si se escribiese con una aguja en el ángulo interior de un ojo, sería una lección para quien la leyese con respeto.»


En este momento de su narración, Schahrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

PERO CUANDO LLEGÓ
LA 16.ª NOCHE
Ella dijo:


He llegado á saber, ¡oh rey afortunado! que la mayor de las jóvenes se puso entre las manos del Emir de los Creyentes, y contó su historia del siguiente modo:


Historia de Zobeida, la mayor
de las jóvenes


«¡Oh Príncipe de los Creyentes! Sabe que me llamo Zobeida; mi hermana, la que abrió la puerta, se llama Amina, y la más joven de todas, Fahima. Las tres somos hijas del mismo padre, pero no de la misma madre. Estas dos perras son otras dos hermanas mías, de padre y madre.

Al morir nuestro padre nos dejó cinco mil dinares, que se repartieron por igual entre nosotras. Entonces mis hermanas Amina y Fahima se separaron de mí para irse con su madre, y yo y las otras dos hermanas, estas dos perras que aquí ves, nos quedamos juntas. Soy la más joven de las tres, pero mayor que Amina y Fahima, que están entre tus manos.

Al poco tiempo de morir nuestro padre, mis dos hermanas mayores se casaron y estuvieron algún tiempo conmigo en la misma casa. Pero sus maridos no tardaron en prepararse á un viaje comercial; cogieron los mil dinares de sus mujeres para comprar mercaderías, y se marcharon todos juntos, dejándome completamente sola.

Estuvieron ausentes cuatro años, durante los cuales se arruinaron mis cuñados, y después de perder sus mercancías, desaparecieron, abandonando en país extranjero á sus mujeres.

Y mis hermanas pasaron toda clase de miserias y acabaron por llegar á mi casa como unas mendigas. Al ver aquellas dos mendigas, no pude pensar que fuesen mis hermanas, y me alejé de ellas; pero entonces me hablaron, y reconociéndolas, les dije: «¿Qué os ha ocurrido? ¿Cómo os veo en tal estado?» Y respondieron: «¡Oh hermana! Las palabras ya nada remediarían, pues el cálamo corrió por lo que había mandado Alah»[15]. Oyéndolas se conmovió de lástima mi corazón, y las llevé al hammam, poniendo á cada una un traje nuevo, y les dije: «Hermanas mías, sois mayores que yo, y creo justo que ocupéis el lugar de mis padres. Y como la herencia que me tocó, igual que á vosotras, ha sido bendecida por Alah y se ha acrecentado considerablemente, comeréis sus frutos conmigo, nuestra vida será respetable y honrosa, y ya no nos separaremos.» Y las retuve en mi casa y en mi corazón.

Y he aquí que las colmé de beneficios, y estuvieron en mi casa durante un año entero, y mis bienes eran sus bienes. Pero un día me dijeron: «Realmente, preferimos el matrimonio, y no podemos pasarnos sin él, pues se ha agotado nuestra paciencia al vernos tan solas.» Yo les contesté: «¡Oh hermanas! Nada bueno podréis encontrar en el matrimonio, pues escasean los hombres honrados. ¿No probasteis el matrimonio ya? ¿Olvidáis lo que os ha proporcionado?»

Pero no me hicieron caso, y se empeñaron en casarse sin mi consentimiento. Entonces les di el dinero para las bodas y les regalé los equipos necesarios. Después se fueron con sus maridos á probar fortuna.

Pero no haría mucho que se habían ido, cuando sus esposos se burlaron de ellas, quitándolas cuanto yo les di y abandonándolas. De nuevo regresaron ambas desnudas á mi casa, y me pidieron mil perdones, diciéndome: «¡No nos regañes, hermana! Cierto que eres la de menos edad de las tres, pero nos aventajas en razón. Te prometemos no volver á pronunciar nunca la palabra «casamiento». Entonces les dije: «¡Oh hermanas mías! Que la acogida en mi casa os sea hospitalaria. A nadie quiero como á vosotras.» Y les di muchos besos, y las traté con mayor generosidad que la primera vez.

Así transcurrió otro año entero, y al terminal éste, pensé fletar una nave cargada de mercancías y marcharme á comerciar á Basrah[16]. Y efectivamente, dispuse un barco, y lo cargué de mercancías y géneros y de cuanto pudiera necesitarse durante la travesía, y dije á mis hermanas: «¡Oh hermanas! ¿Preferís quedaros en mi casa mientras dure el viaje hasta mi regreso, ó viajar conmigo?» Y me contestaron: «Viajaremos contigo, pues no podríamos soportar tu ausencia.» Entonces las llevé conmigo y partimos todas juntas.

Pero antes de zarpar había cuidado yo de dividir mi dinero en dos partes; cogí la mitad, y la otra la escondí, diciéndome: «Es posible que nos ocurra alguna desgracia en el barco, y si logramos salvar la vida, al regresar, si es que regresamos, encontraremos aquí algo útil.»

Y viajamos día y noche; pero por desgracia, el capitán equivocó la ruta. La corriente nos llevó hasta un mar distinto por completo al que nos dirigíamos. Y nos impulsó un viento muy fuerte, que duró diez días. Entonces divisamos una ciudad en lontananza, y le preguntamos al capitán: «¿Cuál es el nombre de esa ciudad adonde vamos?» Y contestó: «¡Por Alah que no lo sé! Nunca la he visto, pues en mi vida había entrado en este mar. Pero, en fin, lo importante es que estamos por fortuna fuera de peligro. Ahora sólo os queda bajar á la ciudad y exponer vuestras mercancías. Y si podéis venderlas, os aconsejo que las vendáis.»

Una hora después volvió á acercársenos, y nos dijo: «¡Apresuraos á desembarcar, para ver en esa población las maravillas del Altísimo!»

Entonces desembarcamos, pero apenas hubimos entrado en la ciudad, nos quedamos asombradas. Todos los habitantes estaban convertidos en estatuas de piedra negra. Y sólo ellos habían sufrido esta petrificación, pues en los zocos y en las tiendas aparecían las mercancías en su estado normal, lo mismo que las cosas de oro y plata. Al ver aquello llegamos al límite de la admiración, y nos dijimos: «En verdad que la causa de todo esto debe de ser rarísima.»

Y nos separamos, para recorrer cada cual á su gusto las calles de la ciudad, y recoger por su cuenta cuanto oro, plata y telas preciosas pudiese llevar consigo.

Yo subí á la ciudadela, y vi que allí estaba el palacio del rey. Entré en el palacio por una gran puerta de oro macizo, levanté un gran cortinaje de terciopelo, y advertí que todos los muebles y objetos eran de plata y oro. Y en el patio y en los aposentos, los guardias y chambelanes estaban de pie ó sentados, pero petrificados en vida. Y en la última sala, llena de chambelanes, tenientes y visires, vi al rey sentado en su trono, con un traje tan suntuoso y tan rico, que desconcertaba, y aparecía rodeado de cincuenta mamalik con trajes de seda y en la mano los alfanjes desnudos. El trono estaba incrustado de perlas y pedrería, y cada perla brillaba como una estrella. Os aseguro que me faltó poco para volverme loca.

Seguí andando, no obstante, y llegué á la sala del harén, que hubo de parecerme más maravillosa todavía, pues era toda de oro, hasta las celosías de las ventanas. Las paredes estaban forradas de tapices de seda. En las puertas y en las ventanas pendían cortinajes de raso y terciopelo. Y vi por fin, en medio de las esclavas petrificadas, á la misma reina, con un vestido sembrado de perlas deslumbrantes, enriquecida su corona por toda clase de piedras finas, ostentando collares y redecillas de oro admirablemente cincelados. Y se hallaba también convertida en una estatua de piedra negra.

Seguí andando, y encontré abierta una puerta, cuyas hojas eran de plata virgen, y más allá una escalera de pórfido de siete peldaños, y al subir esta escalera y llegar arriba, me hallé en un salón de mármol blanco, cubierto de alfombras tejidas de oro, y en el centro, entre grandes candelabros de oro, una tarima también de oro salpicada de esmeraldas y turquesas, y sobre la tarima un lecho incrustado de perlas y pedrería, cubierto con telas preciosas. Y en el fondo de la sala advertí una gran luz, pero al acercarme me enteré de que era un brillante enorme, como un huevo de avestruz, cuyas facetas despedían tanta claridad, que bastaba su luz para alumbrar todo el aposento.

Los candelabros ardían vergonzosamente ante el esplendor de aquella maravilla, y yo pensé: «Cuando estos candelabros arden, alguien los ha encendido.»

Continué andando, y hube de penetrar asombrada en otros aposentos, sin hallar á ningún ser viviente. Y tanto me absorbía esto, que me olvidé de mi persona, de mi viaje, de mi nave y de mis hermanas. Y todavía seguía maravillada, cuando la noche se echó encima. Entonces quise salir del palacio; pero no di con la salida, y acabé por llegar á la sala donde estaba el magnífico lecho y el brillante y los candelabros encendidos. Me senté en el lecho, cubriéndome con la colcha de raso azul bordada de plata y de perlas, y cogí el Libro Noble, nuestro Corán, que estaba escrito en magníficos caracteres de oro y bermellón, é iluminado con delicadas tintas, y me puse á leer algunos versículos para santificarme, y dar gracias á Alah, y reprenderme; y cuando hube meditado en las palabras del Profeta (¡Alah le bendiga!) me tendí para conciliar el sueño, pero no pude lograrlo. Y el insomnio me tuvo despierta hasta medianoche.

En aquel momento oí una voz dulce y simpática que recitaba el Corán. Entonces me levanté y me dirigí hacia el sitio de donde provenía aquella voz. Y acabé por llegar á un aposento cuya puerta aparecía abierta. Entré con mucho cuidado, poniendo á la parte de afuera la antorcha que me había alumbrado en el camino, y vi que aquello era un oratorio. Estaba iluminado por lámparas de cristal verde que colgaban del techo, y en el centro había un tapiz de oraciones extendido hacia Oriente, y allí estaba sentado un hermoso joven que leía el Corán en alta voz, acompasadamente.

Me sorprendió mucho, y no acertaba á comprender cómo había podido librarse de la suerte de todos los otros. Entonces avancé un paso y le dirigí mi saludo de paz, y él, volviéndose hacia mí y mirándome fijamente, correspondió á mi saludo. Luego le dije: «¡Por la santa verdad de los versículos del Corán que recitas, te conjuro á que contestes á mi pregunta!»

Entonces, tranquilo y sonriendo con dulzura, me contestó: «Cuando expliques quién eres, responderé á tus preguntas.» Le referí mi historia, que le interesó mucho, y luego le interrogué por las extraordinarias circunstancias que atravesaba la ciudad. Y él me dijo: «Espera un momento.» Y cerró el Libro Noble, lo guardó en una bolsa de seda y me hizo sentar á su lado. Entonces le miré atentamente, y vi que era hermoso como la luna llena; sus mejillas parecían de cristal; su cara tenía el color de los dátiles frescos, y estaba adornado de perfecciones, cual si fuese aquel de quien habla el poeta en sus estrofas:


¡El que lee en los astros contemplaba la noche! ¡Y de pronto surgió ante su mirada la esbeltez del apuesto mancebo! Y pensó:
¡Es él mismo Zohal[17], que dió á este astro la negra cabellera destrenzada, semejante á un cometa!

¡En cuanto al carmesí de sus mejillas, Mirrikh[18] fué el encargado de extenderlo! ¡Los rayos penetrantes de sus ojos son las flechas mismas del Arquero de las siete estrellas!

¡Y Hutared[19] le otorgó su maravillosa sagacidad y Abylssuha su valor de oro!

¡Y el astrólogo no supo qué pensar al verle, y se quedó perplejo! ¡Entonces, inclinándose hacia él, sonrió él astro!


Al mirarle, experimentaba una profunda turbación de mis sentidos, lamentando no haberle conocido antes, y en mi corazón se encendían como ascuas. Y le dije: «¡Oh dueño y soberano mío, atiende á mi pregunta!» Y él me contestó: «Escucho y obedezco.» Y me contó lo siguiente:

«Sabe, ¡oh mi honorable señora! que esta ciudad era de mi padre. Y la habitaban todos sus parientes y súbditos. Mi padre es el rey que habrás visto en su trono, transformado en estatua de piedra. Y la reina, que también habrás visto, es mi madre. Ambos profesaban la religión de los magos adoradores del terrible Nardún. Juraban por el fuego y la luz, por la sombra y el calor, y por los astros que giran.

Mi padre estuvo mucho tiempo sin hijos. Yo nací á fines de su vida, cuando traspuso ya el umbral de la vejez. Y fuí criado por él con mucho esmero, y cuando fuí creciendo se me eligió para la verdadera felicidad.

Había en nuestro palacio una anciana musulmana que creía en Alah y en su Enviado, pero ocultaba sus creencias y aparentaba estar conforme con las de mis padres. Mi padre tenía en ella gran confianza, y muy generoso con ella, la colmaba de su generosidad, creyendo que compartía su fe y su religión. Me confió á ella, y le dijo: «Encárgate de su cuidado; enséñale las leyes de nuestra religión del Fuego y dale una educación excelente, atendiéndole en todo.»

Y la vieja se encargó de mí; pero me enseñó la religión del Islam, desde los deberes de la purificación y de las abluciones, hasta las santas fórmulas de la plegaria. Y me enseñó y explicó el Corán en la lengua del Profeta. Y cuando hubo terminado de instruirme, me dijo: «¡Oh hijo mío! Tienes que ocultar estas creencias á tu padre, profesándolas en secreto, porque si no, te mataría.»

Callé, en efecto; y no hacía mucho que había terminado mi instrucción, cuando falleció la santa anciana, repitiéndome su recomendación por última vez. Y seguí en secreto siendo un creyente de Alah y de su Profeta. Pero los habitantes de esta ciudad, obcecados por su rebelión y su ceguera, persistían en la incredulidad. Y un día la voz de un muecín invisible retumbó como el trueno, llegando á los oídos más distantes: «¡Oh vosotros los que habitáis esta ciudad! ¡Renunciad á la adoración del Fuego y de Nardún, y adorad al Rey Único y Poderoso!»

Al oir aquello se sobrecogieron todos y acudieron al palacio del rey, exclamando: «¿Qué voz aterradora es esa que hemos oído? ¡Su amenaza nos asusta!» Pero el rey les dijo: «No os aterréis y seguid firmemente vuestras antiguas creencias.»

Entonces sus corazones se inclinaron á las palabras de mi padre, y no dejaron de profesar la adoración del Fuego. Y siguieron en su error hasta que llegó el aniversario del día en que habían oído la voz por primera vez. Y la voz se hizo oir por segunda vez, y luego por tercera vez, durante tres años seguidos. Pero á pesar de ello, no cesaron en su extravío. Y una mañana, cuando apuntaba el día, la desdicha y la maldición cayeron del cielo y los convirtió en estatuas de piedra negra, corriendo la misma suerte sus caballos y sus mulos, sus camellos y sus ganados. Y de todos sus habitantes fui el único que se salvó de esta desgracia. Porque era el único creyente.

Desde aquel día me consagro á la oración, al ayuno y á la lectura del Corán.

Pero he de confesarte, ¡oh mi honorable dama llena de perfecciones! que ya estoy cansado de esta soledad en que me encuentro, y quisiera tener junto á mí á alguien que me acompañase.»

Entonces le dije:

«¡Oh joven dotado de cualidades! ¿Por qué no vienes conmigo á la ciudad de Bagdad? Allí encontrarás sabios y venerables jeques versados en las leyes y en la religión. En su compañía aumentarás tu ciencia y tus conocimientos de derecho divino, y yo, á pesar de mi rango, seré tu esclava y tu cosa. Poseo numerosa servidumbre, y mía es la nave que hay ahora en el puerto abarrotada de mercancías. El Destino nos arrojó á estas costas para que conociésemos la población y ocasionarnos la presente aventura. La suerte, pues, quiso reunimos.»

Y no dejé de instarle á marchar conmigo, hasta que aceptó mi ruego...»


En este momento de su narración, Schahrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGÓ
LA 17.ª NOCHE
Ella dijo:


He llegado á saber, ¡oh rey afortunado! que la joven Zobeida no dejó de instar al mancebo, y de inspirarle el deseo de seguirla, hasta que éste consintió.

Y ambos no cesaron de conversar, hasta que el sueño cayó sobre ellos. Y la joven Zobeida se acostó entonces y durmió á los pies del príncipe. ¡Y sentía una alegría y una felicidad inmensas!»

Después Zobeida prosiguió de este modo su relato ante el califa Harún Al-Rachid, Giafar y los tres saalik:


«Cuando brilló la mañana nos levantamos, y fuimos á revisar los tesoros, cogiendo los de menos peso, que podían llevarse más fácilmente y tenían más valor. Salimos de la ciudadela y descendimos hacia la ciudad, donde encontramos al capitán y á mis esclavos, que me buscaban desde el día antes. Y se regocijaron mucho al verme, preguntándome el motivo de mi ausencia. Entonces les conté lo que había visto, la historia del joven y la causa de la metamorfosis de los habitantes de la ciudad, con todos sus detalles. Y mi relato les sorprendió mucho.

En cuanto á mis hermanas, apenas me vieron en compañía de aquel joven tan hermoso, envidiaron mi suerte, y llenas de celos, maquinaron secretamente la perfidia contra mí.

Regresamos al barco, y yo era muy feliz, pues mi dicha la aumentaba el cariño del príncipe. Esperamos á que nos fuera propicio el viento, desplegamos las velas y partimos. Y mis hermanas me dijeron un día: «¡Oh hermana! ¿qué te propones con tu amor por ese joven tan hermoso?» Y les contesté: «Mi propósito es que nos casemos.» Y acercándome á él, le declaré: «¡Oh dueño mío! mi deseo es convertirme en cosa tuya. Te ruego que no me rechaces.» Y entonces me respondió: «Escucho y obedezco.» Al oirlo, me volví hacia mis hermanas y les dije: «No quiero más bienes que á este hombre. Desde ahora todas mis riquezas pasan á ser de vuestra propiedad.» Y me contestaron: «Tu voluntad es nuestro gusto.» Pero se reservaban la traición y el daño.

Continuamos navegando con viento favorable, y salimos del mar del Terror, entrando en el de la Seguridad. Aún navegamos por él algunos días, hasta llegar cerca de la ciudad de Basrah, cuyos edificios se divisaban á lo lejos. Pero nos sorprendió la noche, hubimos de parar la nave y no tardamos en dormirnos.

Durante nuestro sueño se levantaron mis hermanas, y cogiéndonos á mí y al joven, nos echaron al agua. Y el mancebo, como no sabía nadar, se ahogó, pues estaba escrito por Alah que figuraría en el número de los mártires. En cuanto á mí, estaba escrito que me salvaría, pues apenas caí al agua, Alah me benefició con un madero, en el cual cabalgué, y con el cual me arrastró el oleaje hasta la playa de una isla próxima. Puse á secar mis vestiduras, pasé allí la noche, y no bien amaneció, eché á andar en busca de un camino. Y encontré un camino en el cual había huellas de pasos de seres humanos, hijos de Adán. Este camino comenzaba en la playa y se internaba en la isla. Entonces, después de ponerme los vestidos ya secos, lo seguí hasta llegar á la orilla opuesta, desde la que se veía en lontananza la ciudad de Basrah. Y de pronto advertí una culebra que corría hacia mí, y en pos de ella otra serpiente gorda y grande que quería matarla. Estaba la culebra tan rendida, que la lengua le colgaba fuera de la boca. Compadecida de ella, tiré una piedra enorme á la cabeza de la serpiente, y la dejé sin vida. Mas de improviso, la culebra desplegó dos alas, y volando, desapareció por los aires. Y yo llegué al límite del asombro.

Pero como estaba muy cansada, me tendí en aquel mismo sitio y dormí próximamente una hora. Y he aquí que al despertar vi sentada á mis plantas á una negra joven y hermosa, que me estaba acariciando los pies. Entonces, llena de vergüenza, hube de apartarlos en seguida, pues ignoraba lo que la negra pretendía de mí. Y le pregunté: «¿Quién eres y qué quieres?» Y me contestó: «Me he apresurado á venir á tu lado, porque me has hecho un gran favor matando á mi enemigo. Soy la culebra á quien libraste de la serpiente. Yo soy una efrita. Aquella serpiente era un efrit enemigo mío, que deseaba violarme y matarme. Y tú me has librado de sus manos. Por eso, en cuanto estuve libre, volé con el viento y me dirigí hacia la nave de la cual te arrojaron tus hermanas. Las he encantado en forma de perras negras, y te las he traído.» Entonces vi las dos perras atadas á un árbol detrás de mí. Luego, la efrita prosiguió: «En seguida llevé á tu casa de Bagdad todas las riquezas que había en la nave, y después que las hube dejado, eché la nave á pique. En cuanto al joven que se ahogó, nada puedo hacer contra la muerte. ¡Porque Alah es el único Resucitador!»

Dicho esto, me cogió en brazos, desató á mis hermanas, las cogió también, y volando nos transportó á las tres, sanas y salvas, á la azotea de mi casa de Bagdad, ó sea aquí mismo.

Y encontré perfectamente instaladas todas las riquezas y todas las cosas que había en la nave. Y nada se había perdido ni estropeado.

Después me dijo la efrita: «¡Por la inscripción santa del sello de Soleimán, te conjuro á que todos los días pegues á cada perra trescientos azotes! Y si un solo día se te olvida cumplir esta orden, te convertiré también en perra.»

Y tuve que contestarle: «Escucho y obedezco.» Y desde entonces, ¡oh Príncipe de los Creyentes! las empecé á azotar, para besarlas después llena de dolor por tener que castigarlas.

Y tal es mi historia. Pero he aquí, ¡oh Príncipe de los Creyentes! que mi hermana Amina te va á contar la suya, que es aún más sorprendente que la mía.»

Ante este relato, el califa Harún Al-Rachid llegó hasta el límite más extremo del asombro. Pero quiso satisfacer del todo su curiosidad, y por eso se volvió hacia Amina, que era quien le había abierto la puerta la noche anterior, y le dijo: «Sepamos, ¡oh lindísima joven! cuál es la causa de esos golpes con que lastimaron tu cuerpo.»


Historia de Amina, la segunda joven


Al oir estas palabras del califa, la joven Amina avanzó un paso, y llena de timidez ante las miradas impacientes, dijo así:

«¡Oh Emir de los Creyentes! No te repetiré las palabras de Zobeida acerca de nuestros padres. Sabe, pues, que cuando nuestro padre murió, yo y Fahima, la hermana más pequeña de las cinco, nos fuimos á vivir solas con nuestra madre, mientras mi hermana Zobeida y las otras dos marcharon con la suya.

Poco después mi madre me casó con un anciano, que era el más rico de la ciudad y de su tiempo. Al año siguiente murió en la paz de Alah mi viejo esposo, dejándome como parte legal de herencia, según ordena nuestro código oficial, ochenta mil dinares de oro. Me apresuré á comprarme con ellos diez magníficos vestidos, cada uno de mil dinares. Y no hube de carecer absolutamente de nada.

Un día entre los días, hallándome cómodamente sentada, vino á visitarme una vieja. Nunca la había visto. Esta vieja era horrible: su cara era más fea que el trasero de un viejo; tenía la nariz aplastada, peladas las cejas, los dientes rotos, el pescuezo torcido, y le goteaba la nariz. Bien la describió el poeta:


¡Vieja de mal agüero! ¡Si la viese Eblis, le enseñaría todos los fraudes sin tener que hablar, pues bastaría con el silencio únicamente! ¡Podría desenredar á mil mulos que se hubieran enredado en una telaraña, y no rompería la tela!

¡Sabe echar sortilegios y cometer todos los horrores: le ha hecho cosquillas en el ano á una niña; cohabitó con un adolescente; ha fornicado con una mujer madura, y excitó hasta lo increíble á una anciana!


La vieja me saludó y me dijo: «¡Oh señora llena de gracias y cualidades! Tengo en mi casa á una joven huérfana que se casa esta noche. Y vengo á rogarte (¡Alah otorgará la recompensa á tu bondad!) que te dignes honrarnos asistiendo á la boda de esta pobre doncella tan afligida y tan humilde, que no conoce á nadie en esta ciudad y sólo cuenta con la protección del Altísimo.» Y después la vieja se echó á llorar y comenzó á besarme los pies. Yo, que no conocía su perfidia, sentí lástima de ella, y le dije: «Escucho y obedezco.» Entonces dijo: «Ahora me ausento, con tu venia, y entretanto vístete, pues al anochecer volveré á buscarte.» Y besándome la mano, se marchó.

Fuí entonces al hammam y me perfumé; después elegí el más hermoso de mis diez trajes nuevos, me adorné con mi hermoso collar de perlas, mis brazaletes, mis ajorcas y todas mis joyas, y me puse un gran velo azul de seda y oro, el cinturón de brocado y el velillo para la cara, luego de prolongarme los ojos con khol. Y he aquí que volvió la vieja y me dijo: «¡Oh señora mía! ya está la casa llena de damas, parientes del esposo, que son las más linajudas de la ciudad. Les avisé de tu segura llegada, se alegraron mucho, y te esperan con impaciencia.» Llevé conmigo algunas de mis esclavas, y salimos todas, andando hasta llegar á una calle ancha y bien regada, en la que soplaba fresca brisa. Y vimos un gran pórtico de mármol con una cúpula monumental de mármol y sostenida por arcadas. Y desde aquel pórtico vimos el interior de un palacio tan alto, que parecía tocar las nubes. Penetramos, y llegadas á la puerta, la vieja llamó y nos abrieron. Y á la entrada encontramos un corredor revestido de tapices y colgaduras. Colgaban del artesonado lámparas de colores encendidas, y en las paredes había candelabros encendidos también y objetos de oro y plata, joyas y armas de metales preciosos. Atravesamos este corredor, y llegamos á una sala tan maravillosa, que sería inútil describirla.

En medio de la sala, que estaba tapizada con sedas, aparecía un lecho de mármol incrustado de perlas y cubierto con un mosquitero de raso.

Entonces vimos salir del lecho una joven tan bella como la luna. Y me dijo: «¡Marhaba! ¡Ahlan! ¡Ua sahlan! ¡Oh hermana mía, nos haces el mayor honor humano! ¡Anastina![20]. ¡Eres nuestro dulce consuelo, nuestro orgullo! Y para honrarme, recitó estos versos del poeta:


¡Si las piedras de la casa hubiesen sabido la visita de huésped tan encantador, se habrían alegrado en extremo, inclinándose ante la huella de tus pasos para anunciarse la buena nueva!

¡Y exclamarían en su lengua: «¡Ahlan! ¡Ua sahlan! ¡Honor á las personas adornadas de grandeza y de generosidad!»


Luego se sentó, y me dijo: «¡Oh hermana mía! He de anunciarte que tengo un hermano, que te vió cierto día en una boda. Y este joven es muy gentil y mucho más hermoso que yo. Y desde aquella noche te ama con todos los impulsos de un corazón enamorado y ardiente. Y él es quien ha dado dinero á la vieja para que fuese á tu casa y te trajese aquí con el pretexto que ha inventado. Y ha hecho todo esto para encontrarte en mi casa, pues mi hermano no tiene otro deseo que casarse contigo este año bendecido por Alah y por su Enviado. Y no debe avergonzarse de estas cosas, porque son lícitas.»

Cuando oí tales palabras y me vi conocida y estimada en aquella mansión, le dije á la joven: «Escucho y obedezco.» Entonces, mostrando una gran alegría, dió varias palmadas. Y á esta señal, se abrió una puerta y entró un joven como la luna, según dijo el poeta:


¡Ha llegado á tal grado de hermosura, que se ha convertido en una obra verdaderamente digna del Creador! ¡Una joya que es realmente la gloria del orfebre que hubo de cincelarla!

¡Ha llegado á la misma perfección de la belleza! ¡No te asombres si enloquece de amor á todos los humanos!

¡Su hermosura resplandece á la vista, por estar inscrita en sus facciones! ¡Juro que no hay nadie más bello que él!


Al verle, se predispuso mi corazón en favor suyo. Entonces el joven avanzó y fué á sentarse junto á su hermana, y en seguida entró el kadí con cuatro testigos, que saludaron y se sentaron. Después el kadí escribió mi contrato de matrimonio con aquel joven, los testigos estamparon sus sellos, y se fueron todos.

Entonces el joven se me acercó, y me dijo: «¡Sea nuestra noche una noche bendita!» Y luego añadió: «¡Oh señora mía! quisiera imponerte una condición.» Yo le contesté: «Habla, dueño mío. ¿Qué condición es esa?» Entonces se incorporó, trajo el Libro Sagrado, y me dijo: «Vas á jurar por el Corán que nunca elegirás á otro mas que á mí, ni sentirás inclinación hacia otro.» Y yo juré observar la condición aquella. Al oirme mostróse muy contento, me echó al cuello los brazos, y sentí que su amor me penetraba en las entrañas y hasta el fondo de mi corazón.

En seguida los esclavos pusieron la mesa, y comimos y bebimos hasta la saciedad. Y llegada la noche, me cogió y se tendió conmigo en el lecho. Y pasamos entrelazados la noche, uno en brazos de otro, hasta que fué de día.

Vivimos durante un mes en la alegría y en la felicidad. Y al concluir este mes, pedí permiso á mi marido para ir al zoco y comprar algunas telas. Me concedió este permiso. Entonces me vestí y llevé conmigo á la vieja, que se había quedado en la casa, y nos fuimos al zoco. Me paré á la puerta de un joven mercader de sedas que la vieja me recomendó mucho por la buena calidad de sus géneros y á quien conocía de muy antiguo. Y añadió: «Es un muchacho que heredó mucho dinero y riquezas al morir su padre.» Después, volviéndose hacia el mercader, le dijo: «Saca lo mejor y más caro que tengas en tejidos, que son para esta hermosa dama.» Y dijo él: «Escucho y obedezco.» Y la vieja, mientras el mercader desplegaba las telas, seguía elogiándolo y haciéndome observar sus cualidades, y yo le dije: «Nada me importan sus cualidades ni los elogios que le diriges, pues no hemos venido mas que á comprar lo que necesitamos, para volvernos luego á casa.»

Y cuando hubimos escogido la tela, ofrecimos al mercader el dinero de su importe. Pero él se negó á tomar el dinemimos y bebimos hasta la saciedad. Y llegada la noche, me cogió y se tendió conmigo en el lecho. Y pasamos entrelazados la noche, uno en brazos de otro, hasta que fué de día.

Vivimos durante un mes en la alegría y en la felicidad. Y al concluir este mes, pedí permiso á mi marido para ir al zoco y comprar algunas telas. Me concedió este permiso. Entonces me vestí y llevé conmigo á la vieja, que se había quedado en la casa, y nos fuimos al zoco. Me paré á la puerta de un joven mercader de sedas que la vieja me recomendó mucho por la buena calidad de sus géneros y á quien conocía de muy antiguo. Y añadió: «Es un muchacho que heredó mucho dinero y riquezas al morir su padre.» Después, volviéndose hacia el mercader, le dijo: «Saca lo mejor y más caro que tengas en tejidos, que son para esta hermosa dama.» Y dijo él: «Escucho y obedezco.» Y la vieja, mientras el mercader desplegaba las telas, seguía elogiándolo y haciéndome observar sus cualidades, y yo le dije: «Nada me importan sus cualidades ni los elogios que le diriges, pues no hemos venido mas que á comprar lo que necesitamos, para volvernos luego á casa.»

Y cuando hubimos escogido la tela, ofrecimos al mercader el dinero de su importe. Pero él se negó á tomar el dinero, y nos dijo: «Hoy no os cobraré dinero alguno; eso es un regalo por el placer y por el honor que recibo al veros en mi tienda.» Entonces le dije á la vieja: «Si no quiere aceptar el dinero, devuélvele la tela.» Y exclamó: «¡Por Alah! No quiero tomar nada de vosotras. Todo eso os lo regalo. En cambio, ¡oh hermosa joven! concédeme un beso, sólo un beso. Porque yo doy más valor á ese beso que á todas las mercancías de mi tienda.» Y la vieja le dijo, riéndose: «¡Oh guapo mozo! Locura es considerar un beso como cosa tan inestimable.» Y á mí me dijo: «¡Oh hija mía! ¿has oído lo que dice este joven mercader? No tengas cuidado, que nada malo ha de pasar porque te dé un beso únicamente, y en cambio, podrás escoger y tomar lo que más te plazca de todas esas telas preciosas.» Entonces contesté: «¿No sabes que estoy ligada por un juramento?» Y la vieja replicó: «Déjale que te bese, que con que tú no hables ni te muevas, nada tendrás que echarte en cara. Y además, recogerás el dinero, que es tuyo, y la tela también.» Y tanto siguió encareciéndolo la vieja, que hube de consentir. Y para ello, me tapé los ojos y extendí el velo, á fin de que no vieran nada los transeuntes. Entonces el joven mercader ocultó la cabeza debajo de mi velo, acercó sus labios á mi mejilla y me besó. Pero á la vez me mordió tan bárbaramente, que me rasgó la carne. Y me desmayé de dolor y de emoción.

Cuando volví en mí, me encontré echada en las rodillas de la vieja, que parecía muy afligida. En cuanto á la tienda, estaba cerrada y el joven mercader había desaparecido. Entonces la vieja me dijo: «¡Alah sea loado, por librarnos de mayor desdicha!» Y luego añadió: «Ahora tenemos que volver á casa. Tú fingirás estar indispuesta, y yo te traeré un remedio que te curará la mordedura inmediatamente.» Entonces me levanté, y sin poder dominar mis pensamientos y mi terror por las consecuencias, eché á andar hacia mi casa, y mi espanto iba creciendo según nos acercábamos. Al llegar, entré en mi aposento y me fingí enferma.

A poco entró mi marido y me preguntó muy preocupado: «¡Oh dueña mía! ¿qué desgracia te ocurrió cuando saliste?» Yo le contesté: «Nada. Estoy bien.» Entonces me miró con atención, y dijo: «Pero ¿qué herida es esa que tienes en la mejilla, precisamente en el sitio más fino y suave?» Y yo le dije entonces: «Cuando salí hoy con tu permiso á comprar esas telas, un camello cargado de leña ha tropezado conmigo en una calle llena de gente, me ha roto el velo y me ha desgarrado la mejilla, según ves. ¡Oh, qué calles tan estrechas las de Bagdad!» Entonces se llenó de ira, y dijo: «¡Mañana mismo iré á ver al gobernador para reclamar contra los camelleros y leñadores, y el gobernador los mandará ahorcar á todos!» Al oirle, repliqué compasiva: «¡Por Alah sobre ti! ¡No te cargues con pecados ajenos! Además, yo he tenido la culpa, por haber montado en un borrico que empezó á galopar y cocear. Caí al suelo, y por desgracia había allí un pedazo de madera que me ha desollado la cara, haciéndome esta herida en la mejilla.» Entonces exclamó él: «¡Mañana iré á ver á Giafar Al-Barmaki, y le contaré esta historia, para que maten á todos los arrieros de la ciudad.» Y yo repuse: «Pero ¿vas á matar á todo el mundo por causa mía? Sabe que esto ha ocurrido sencillamente por voluntad de Alah, y por el Destino, á quien gobierna.» Al oirme, mi esposo no pudo contener su furia y gritó: «¡Oh pérfida! ¡Basta de mentiras! ¡Vas á sufrir el castigo de tu crimen!» Y me trató con las palabras más duras, y á una llamada suya se abrió la puerta y entraron siete negros terribles, que me sacaron de la cama y me tendieron en el centro del patio. Entonces mi esposo mandó á uno de estos negros que me sujetara por los hombros y se sentara sobre mí y á otro negro que se apoyase en mis rodillas para sujetarme las piernas. Y en seguida avanzó un tercer negro con una espada en la mano, y dijo: «¡Oh mi señor! le asestaré un golpe que la partirá en dos mitades.» Y otro negro añadió: «Y cada uno de nosotros cortará un buen pedazo de carne y se lo echará á los peces del río de la Dejla[21], pues así debe castigarse á quien hace traición al juramento y al cariño.» Y en apoyo de lo que decía, recitó estos versos:


¡Si supiese que otro participa del cariño de la que amo, mi alma se rebelaría hasta arrancar de ella tal amor de perdición! Y le diría á mi alma: ¡Mejor será que sucumbamos nobles! ¡Porque no alcanzará la dicha el que ponga su amor en un pecho enemigo!


Entonces mi esposo dijo al negro que empuñaba la espada: «¡Oh valiente Saad! ¡Hiere á esa pérfida!» Y Saad levantó el acero. Y mi esposo me dijo: «Ahora di en alta voz tu acto de fe y recuerda las cosas y trajes y efectos que te pertenecen para que hagas testamento, porque ha llegado el fin de tu vida.» Entonces le dije: «¡Oh servidor de Alah el Óptimo! dame nada más el tiempo necesario para hacer mi acto de fe y mi testamento.» Después levanté al cielo la mirada, la volví á bajar y reflexioné acerca del estado mísero é ignominioso en que me veía, arrasándoseme en lágrimas los ojos, y recité llorando estas estrofas:


¡Encendiste en mis entrañas la pasión, para enfriarte después! ¡Hiciste que mis ojos velaran largas noches, para dormirte luego!

¡Pero yo te reservé un sitio entre mi corazón y mis ojos! ¿Cómo te ha de olvidar mi corazón, ni han de cesar de llorarte mis ojos?

¡Me habías jurado una constancia sin límite, y apenas tuviste mi corazón, me dejaste!

¡Y ahora no quieres tener piedad de ese corazón ni compadecerte de mi tristeza! ¿Es que no naciste mas que para ser causa de mi desdicha y de la de toda mi juventud?

¡Oh amigos míos! os conjuro por Alah para que cuando yo muera escribáis en la losa de mi tumba: «¡Aquí yace un gran culpable! ¡Uno que amó!»

¡Y el afligido caminante que conozca los sufrimientos del amor dirigirá á mi tumba una mirada compasiva!


Terminados los versos, seguía llorando, y al oirme y ver mis lágrimas, mi esposo se excitó y enfureció más todavía, y dijo estas estancias:


¡Si así dejé á la que mi corazón amaba, no ha sido por hastío ni cansancio! ¡Ha cometido una falta que merece el abandono!

¡Ha querido asociar á otro á nuestra ventura, cuando ni mi corazón, ni mi razón, ni mis sentidos pueden tolerar sociedad semejante!


Y cuando acabó sus versos yo lloraba aún, con la intención de conmoverle, y dije para mí: «Me tornaré sumisa y humilde. Y acaso me indulte de la muerte, aunque se apodere de todas mis riquezas.» Y le dirigí mis súplicas, y recité con gentileza estas estrofas:


¡En verdad te juro que, si quisieses ser justo, no mandarías que me matasen! ¡Pero es sabido que el que ha juzgado inevitable la separación nunca supo ser justo!

¡Me cargaste con todo el peso de las consecuencias del amor, cuando mis hombros apenas podían soportar el peso de la túnica más fina ó algún otro todavía más ligero!

¡Y sin embargo, no es mi muerte lo que me asombra, sino que mi cuerpo, después de la ruptura, siga deseándote!


Terminados los versos, mis sollozos continuaban. Y entonces me miró, me rechazó con ademán violento, me llenó de injurias, y me recitó estos otros:


¡Atendiste á un cariño que no era el mío, y me has hecho sentir todo tu abandono!

¡Pero yo te abandonaré, como tú me has abandonado, desdeñando mi deseo! ¡Y tendré contigo la misma consideración que conmigo tuviste!

¡Y me apasionaré por otra, ya que á otro le inclinaste! ¡Y de la ruptura eterna entre nosotros no tendré yo la culpa, sino tú solamente!


Y al concluir estos versos, dijo al negro: «¡Córtala en dos mitades! ¡Ya no es nada mío!»

Cuando el negro dió un paso hacia mí, desesperé de salvarme, y viendo ya segura mi muerte, me confié á Alah Todopoderoso. Y en aquel momento vi entrar á la vieja, que se arrojó á los pies del joven, se puso á besarlos, y le dijo: «¡Oh hijo mío! como nodriza tuya, te conjuro, por los cuidados que tuve contigo, á que perdones á esta criatura, pues no cometió falta que merezca tal castigo. Además, eres joven todavía, y temo que sus maldiciones caigan sobre ti.» Y luego rompió á llorar, y continuó en sus súplicas para convencerle, hasta que él dijo: «¡Basta! Gracias á ti no la mato; pero la he de señalar de tal modo, que conserve las huellas todo el resto de su vida.»

Entonces ordenó algo á los negros, é inmediatamente me quitaron la ropa, dejándome toda desnuda. Y él con una rama de membrillero me fustigó toda, con preferencia el pecho, la espalda y las caderas, tan recia y furiosamente, que hube de desmayarme, perdida ya toda esperanza de sobrevivir á tales golpes. Entonces cesó de pegarme, y se fué, dejándome tendida en el suelo, mandando á los esclavos que me abandonasen en aquel estado hasta la noche, para transportarme después á mi antigua casa, á favor de la oscuridad. Y los esclavos lo hicieron así, llevándome á mi antigua casa, como les había ordenado su amo.

Al volver en mí, estuve mucho tiempo sin poder moverme, á causa de la paliza; luego me aplicaron varios medicamentos, y poco á poco acabé por curar; pero las cicatrices de los golpes no se borraron de mis miembros ni de mis carnes, como azotadas por correas y látigos. ¡Todos habéis visto sus huellas!

Cuando hube curado, después de cuatro meses de tratamiento, quise ver el palacio en que fuí víctima de tanta violencia; pero se hallaba completamente derruído, lo mismo que la calle donde estuvo, desde el uno hasta el otro extremo. Y en el lugar de todas aquellas maravillas no había mas que montones de basura acumulados por las barreduras de la ciudad. Y á pesar de todas mis tentativas, no conseguí noticias de mi esposo.

Entonces regresé al lado de Fahima, que seguía soltera, y ambas fuimos á visitar á Zobeida, nuestra hermanastra, que te ha contado su historia y la de sus hermanas convertidas en perras. Y ella me contó su historia y yo le conté la mía, después de los acostumbrados saludos. Y mi hermana Zobeida me dijo: «¡Oh hermana mía! nadie está libre de las desgracias de la suerte. ¡Pero gracias á Alah, ambas vivimos aún! ¡Permanezcamos juntas desde ahora! ¡Y sobre todo, que no se pronuncie siquiera la palabra «matrimonio»!

Y nuestra hermana Fahima vive con nosotras. Tiene el cargo de proveedora, y baja al zoco todos los días para comprar cuanto necesitamos; yo tengo la misión de abrir la puerta á los que llaman y de recibir á nuestros convidados, y Zobeida, nuestra hermana mayor, corre con el peso de la casa.

Y así hemos vivido muy á gusto, sin hombres, hasta que Fahima nos trajo al mandadero cargado con una gran cantidad de cosas, y le invitamos á descansar en casa un momento. Y entonces entraron los tres saalik, que nos contaron sus historias, y en seguida vosotros, vestidos de mercaderes. Ya sabes, pues, lo que ocurrió y cómo nos han traído á tu poder, ¡oh Príncipe de los Creyentes!

¡Esta es mi historia!»


Entonces el califa quedó profundamente maravillado, y...


En este momento de su narración, Schahrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.

PERO CUANDO LLEGÓ
LA 18.ª NOCHE
Ella dijo:


He llegado á saber, ¡oh rey afortunado! que el califa Harún Al-Rachid quedó maravilladísimo al oir las historias de las dos jóvenes Zobeida y Amina, que estaban ante él con su hermana Fahima, las dos perras negras y los tres saalik, y dispuso que ambas historias, así como las de los tres saalik, fuesen escritas por los escribas de palacio con buena y esmerada letra, para conservar los manuscritos en sus archivos.

En seguida dijo á la joven Zobeida: «Y después, ¡oh mi noble señora! ¿no has vuelto á saber nada de la efrita que encantó á tus hermanas bajo la forma de estas dos perras?» Y Zobeida repuso: «Podría saberlo, ¡oh Emir de los Creyentes! pues me entregó un mechón de sus cabellos, y me dijo: «Cuando me necesites, quema un cabello de estos y me presentaré, por muy lejos que me halle, aunque estuviese detrás del Cáucaso.» Entonces el califa le dijo: «¡Dame uno de esos cabellos!» Y Zobeida le entregó el mechón, y el califa cogió un cabello y lo quemó. Y apenas hubo de notarse el olor á pelo chamuscado, se estremeció todo el palacio con una violenta sacudida, y la efrita surgió de pronto en forma de mujer ricamente vestida. Y como era musulmana, no dejó de decir al califa: «La paz sea contigo, ¡oh Vicario de Alah!» Y el califa le contestó: «¡Y desciendan sobre ti la paz, la misericordia de Alah y sus bendiciones!» Entonces ella le dijo: «Sabe, ¡oh Príncipe de los Creyentes! que esta joven, que me ha llamado por deseo tuyo, me hizo un gran favor, y la semilla que en mí sembró siempre germinará, porque jamás he de agradecerle bastante los beneficios que la debo. A sus hermanas las convertí en perras, y no las maté para no ocasionarla á ella mayor sentimiento. Ahora, si tú, ¡oh Príncipe de los Creyentes! deseas que las desencante, lo haré por consideración á ambos, pues no has de olvidar que soy musulmana.» Entonces el califa dijo: «En verdad que deseo las libertes, y luego estudiaremos el caso de la joven azotada, y si compruebo la certeza de su narración, tomaré su defensa y la vengaré de quien la ha castigado con tanta injusticia.» Entonces la efrita dijo: «¡Oh Emir de los Creyentes! dentro de un instante te indicaré quién trató así á la joven Amina, quedándose con sus riquezas. Pero sabe que es el más cercano á ti entre los humanos.»

Y la efrita cogió una vasija de agua, é hizo sobre ella sus conjuros, rociando después á las dos perras y diciéndoles: «¡Recobrad inmediatamente vuestra primitiva forma humana!» Y al momento se transformaron las dos perras en dos jóvenes tan hermosas que honraban á quien las creó.

Luego, la efrita, volviéndose hacia el califa, le dijo: «El autor de los malos tratos contra la joven Amina es tu propio hijo El-Amín.» Y le refirió la historia, en cuya veracidad creyó el califa por venir de labios de una segunda persona, no humana, sino efrita. Y el califa se quedó muy asombrado, pero dijo: «¡Loor á Alah porque intervine en el desencanto de las dos perras!» Después mandó llamar á su hijo El-Amín, le pidió explicaciones, y El-Amín respondió con la verdad. Y entonces el califa ordenó que se reuniesen los kadíes y testigos en la misma sala en donde estaban los tres saalik, hijos de reyes, y las tres jóvenes, con sus dos hermanas desencantadas recientemente.

Y con auxilio de kadíes y testigos, casó de nuevo á su hijo El-Amín con la joven Amina; á Zobeida con el primer saaluk, hijo de rey; á las otras dos jóvenes con los otros dos saalik, hijos de reyes; y por último mandó extender su propio contrato de casamiento con la más joven de las cinco hermanas, la virgen Fahima, ¡la proveedora agradable y dulce!

Y mandó edificar un palacio para cada pareja, enriqueciéndoles para que pudiesen vivir felices. Y en cuanto anocheció fué á tenderse entre los brazos de la joven Fahima, con la cual hubo de pasar una noche de las más gratas.


«Pero—dijo Schahrazada dirigiéndose al rey Schahriar—no creas, ¡oh rey afortunado! que esta historia sea más prodigiosa que la que ahora sigue.»


 
 

  1. Nusraní, ó sea «nazareno», es el nombre dado por los árabes á los cristianos.
  2. Artal, plural de ratl, peso que varía, según las comarcas, entre dos onzas y doce.
  3. En el texto original, «mi amigo». Los poetas árabes, por eufemismo, usan casi siempre el género masculino al hablar de sus amadas.
  4. En árabe se emplea la palabra «alma» queriendo decir «uno mismo», «una misma», etc.
  5. Khan, posada.
  6. Plural de ahjami, palabra con que se designa á todos los pueblos que hablan lenguas distintas del árabe, y especialmente á los persas y á todos cuantos hablan mal el árabe. Generalmente sólo se aplica á los persas.
  7. Los persas los llaman kalendars ó calendos. Saalik es el plural de saaluk.
  8. Al-Barmaki ó el Barmakida.
  9. Tiberiades.
  10. Hadj, peregrino de la Meca.
  11. Es decir: haz el ademán de saludar llevándote la mano á la cabeza. Es una de las maneras de saludar á la oriental.
  12. Kenafa: especie de pastelillo hecho con fideos muy finos.
  13. Fórmula usada para glorificar a Dios: «Dios es todopoderoso.»
  14. Es decir, zafiros.
  15. Equivale á «estaba escrito».
  16. Bassora.
  17. Zohal es el planeta Saturno.
  18. Mirrikh, el planeta Marte.
  19. Hutared, el planeta Mercurio.
  20. Marhaba, ahlan, ua sahlan y anastina, son saludos de bienvenida, que no se pueden traducir literalmente. Vienen á significar: «¡Que nuestra acogida te sea cordial, amistosa y fácil!»
  21. El Tigris.