Las mil y una noches:50
PERO CUANDO LLEGO LA 30ª NOCHE
Ella dijo:
He llegado a saber ¡oh rey afortunado! que el kadí, sorprendido, les dijo: "¿Qué ha hecho vuestro amo para que yo lo mate? ¿Y por qué está entre vosotros ese barbero que chilla y se revuelve como un asno?" Entonces el barbero exclamó: "Tú eres quien ha matado a palos a mi amo, pues yo estaba en la calle y oí sus gritos".
Y el kadí contestó:
"¿Pero quién es tu amo? ¿De dónde viene? ¿Adónde va? ¿Quién lo ha traído aquí?" Y el barbero dijo: "Malhadado kadí, no te hagas el tonto, pues sé toda la historia, la entrada de mi amo en tu casa y todos los demás pormenores. Sé, y ahora quiero que todo el mundo lo sepa, que tu hija está prendada de mi amo, y mi amo la corresponde. Y le he acompañado hasta aquí. Y tú lo has sorprendido en la cama con tu hija, y lo has matado a palos, sin ayuda de tu servidumbre. Y yo te voy a obligar ahora mismo a que vengas conmigo al palacio de nuestro único juez, el califa, como no prefieras devolvernos inmediatamente a nuestro amo, indemnizarle de los malos tratos que le has hecho sufrir y entregárnoslo, sano y salvo, a mí y a sus parientes. Si no, me obligarás a entrar a viva fuerza en tu casa para libertarlo. Apresúrate, pues, a entregárnoslo".
Al oír estas palabras, el kadí quedó cortado y lleno de confusión y de vergüenza ante toda aquella gente que estaba escuchando. Pero de todos modos, volviéndose hacia el barbero, le dijo: "Si no eres un embaucador, te autorizo para que entres en mi casa y busques a tu amo por donde quieras, y lo libertes". Entonces el barbero se precipitó dentro de la casa.
Y yo, que asistía a todo esto detrás de una celosía, cuando vi que el barbero había entrado en la casa, quise huir inmediatamente. Pero por más que buscaba escaparme, no hallé ninguna salida que no pudiese ser vista por la gente de la casa o no la pudiese utilizar el barbero. Sin embargo, en una de las habitaciones encontré un cofre enorme que estaba vacío, y me apresuré a esconderme en él, dejando caer la tapa. Y allí me quedé bien quieto, conteniendo la respiración.
Pero el barbero, después de rebuscar por toda la casa, entró en aquel cuarto, y debió mirar a derecha e izquierda y ver el cofre. Entonces, el maldito comprendió que yo estaba dentro, y sin decir nada, lo cogió, se lo puso a la cabeza y buscó a escape la salida, mientras que yo me moría de miedo. Pero dispuso la fatalidad que el populacho se empeñase en ver lo que había en el cofre, y de pronto levantaron la tapa. Y yo, no pudiendo soportar aquella vergüenza, me levanté súbitamente y me tiré al suelo, pero con tal precipitación, que me rompí una pierna, y desde entonces estoy cojo. Y luego sólo pensé en escapar y esconderme, y como me vi entre una muchedumbre tan extraordinaria, me puse a echar puñados de monedas, y mientras se detuvieron a recoger el oro, me escurrí y escapé lo más aprisa que pude. Y así recorrí las calles más oscuras y más apartadas. Pero juzgad cuál sería mi temor cuando de pronto vi al barbero detrás de mí. Y decía a gritos: "¡Oh buenas gentes! ¡Gracias a Alah que he encontrado a mi amo!" Después, sin dejar de correr detrás de mí me dijo: "¡Oh mi señor! Ya ves ahora cuán mal hiciste en obrar con impaciencia y sin atender a mis consejos, porque, según has podido comprobar, no eras hombre de muchas luces, pues eres muy arrebatado y hasta algo simple. Pero señor, ¿adónde corres así? ¡Aguárdame!" Y yo, que no sabía ya cómo deshacerme de aquella calamidad a no ser por la muerte, me paré y le dije: "¡Oh barbero! ¿No te basta con haberme puesto en el estado en que me ves? ¿Quieres, pues, mi muerte?"
Pero al acabar de hablar vi abierta delante de mí la tienda de un mercader amigo mío. Me precipité dentro y supliqué al mercader que le impidiera entrar detrás de mí a ese maldito. Y pudo lograrlo con la amenaza de un garrote enorme y echándole miradas terribles. Pero el barbero no se fué sin maldecir al mercader y también al padre y al abuelo del mercader, vomitando insultos, injurias y maldiciones tanto contra mí como contra el mercader. Y yo di gracias al Recompensador por aquella liberación que no esperaba nunca.
El mercader me interrogó entonces, y le conté mi historia con este barbero, y le rogué que me dejara en su tienda hasta mi curación, pues no quería volver a mi casa por miedo a que me persiguiese otra vez ese barbero de betún.
Pero por la gracia de Alah mi pierna acabó de curarse. Entonces cogí todo el dinero que me quedaba, mandé llamar testigos y escribí un testamento, en virtud del cual legaba a mis parientes el resto de mi fortuna, mis bienes y mis propiedades después de mi muerte, y elegí a una persona de confianza para que administrase todo aquello, encargándole que tratase bien a todos los míos, grandes y pequeños. Para perder de vista definitivamente a este barbero maldito, decidí salir de Bagdad y marcharme a cualquiera otra parte donde no corriese el riesgo de encontrarme cara a cara con mi enemigo.
Salí, pues, de Bagdad, y no dejé de viajar día y noche hasta que llegué a este país, donde creía haberme librado de mi perseguidor. Pero ya veis que todo fué trabajo perdido, ¡oh mis señores! pues me lo acabo de encontrar entre vosotros, en este banquete a que me habéis invitado.
Por eso os explicaréis que no pueda tener tranquilidad mientras no huya de este país, como del otro, ! y todo por culpa de ese malvado, de esa calamidad con cara de piojo, de ese barbero asesino, a quien Alah confunda, a él, a su familia y a toda su descendencia!"
Cuando aquel joven -prosiguió el sastre, hablando al rey de la China- acabó de pronunciar estas palabras, se levantó con el rostro muy pálido, nos deseó la paz, y salió sin que nadie pudiera impedírselo.
En cuanto a nosotros, una vez que oímos esta historia tan sorprendente, miramos al barbero, que estaba callado y con los ojos bajos, y le dijimos: "¿Es verdad lo que ha contado ese joven? Y en tal caso, ¿por qué procediste de ese modo, causándole tanta desgracia?" Entonces el barbero levantó la frente, y nos dijo: "¡Por Alah! Bien sabía yo lo que me hacía al obrar así, y lo hice para ahorrarle mayores calamidades. Pues a no ser por mí, estaba perdido sin remedio. Y tiene que dar gracias a Alah y dármelas a mí por no haber perdido más que una pierna en vez de perderse por completo. En cuanto a vosotros, ¡oh mis señores! Para probaros que no soy ningún charlatán, ni un indiscreto, ni en nada semejante a ninguno de mis seis hermanos, y para demostraros también que soy un hombre listo y de buen criterio, y sobre todo muy callado, os voy a contar mi historia, y juzgaréis". Después de estas palabras, todos nosotros -continuó el sastre- nos dispusimos a escuchar en silencio aquella historia, que juzgábamos había de ser extraordinaria.