Las mil y una noches:53
"Sabed, pues, ¡oh Emir de los Creyentes! que mi segundo hermano se llama El-Haddar, porque muge como un camello. Y además está mellado. Como oficio no tiene ninguno, pero en cambio me da muchos disgustos. Juzgad con vuestro entendimiento al oír esta aventura.
Un día que vagaba sin rumbo por las calles de Bagdad, se le acercó una vieja y le dijo en voz baja: "Escucha, ¡oh ser humano! Te voy a hacer una proposición, que puedes aceptar o rechazar, según te plazca". Y mi hermano se detuvo, y dijo: "Ya te escucho". Y la vieja prosiguió: "Pero antes de ofrecerte esa cosa, me has de asegurar que no eres un charlatán indiscreto". Y mi hermano respondió: "Puedes decir lo que quieras". Y ella le dijo: "¿Qué te parecería un hermoso palacio con arroyos y árboles frutales, en el cual corriese el vino en las copas nunca vacías, en donde vieras caras arrebatadoras, besaras mejillas suaves, poseyeras cuerpos flexibles y disfrutaras de otras cosas por el estilo, gozando desde la noche hasta la mañana? Y para disfrutar de todo eso, no necesitarás más que avenirte a una condición".
Mi hermano El-Haddar replicó a estas palabras de la vieja: "Pero ¡oh señora mía! ¿cómo es que vienes a hacerme precisamente a mí esa proposición, excluyendo a otro cualquiera entre las criaturas de Alah? ¿Qué has encontrado en mí para preferirme?" Y la vieja contestó: "Ya te he dicho que ahorres palabras, que sepas callar, y conducirte en silencio. Sígueme, pues, y no hables más".
Después se alejó precipitadamente. Y mi hermano, con la esperanza de todo lo prometido, echó a andar detrás de ella, hasta que llegaron a un palacio magnífico, en el cual entró la vieja e hizo entrar a mi hermano Haddar. Y mi hermano vió que el interior del palacio era muy bello, pero que era más bello aún lo que encerraba. Porque se encontró en medio de cuatro muchachas como lunas. Y estas jóvenes estaban tendidas sobre riquísimos tapices y entonaban con una voz deliciosa canciones de amor.
Después de las zalemas acostumbradas, una de ellas se levantó, llenó la copa y la bebió. Y mi hermano Haddar le dijo: "Que te sea sano y delicioso, y aumente tus fuerzas".
Y se aproximó a la joven, para tomar la copa vacía y ponerse a sus órdenes. Pero ella llenó inmediatamente la copa y se la ofreció. Y Haddar, cogiendo la copa, se puso a beber. Y mientras él bebía, la joven empezó a acariciarle la nuca; pero de pronto le golpeó con tal saña, que mi hermano acabó por enfadarse. Y se levantó para irse, olvidando su promesa de soportarlo todo sin protestar. Y entonces se acercó la vieja y le guiñó el ojo, como diciéndole: "¡No hagas eso! Quédate y aguarda hasta el fin". Y mi hermano obedeció, y hubo de soportar pacientemente todos los caprichos de la joven. Y las otras tres porfiaron en darle bromas no menos pesadas: una le tiraba de las orejas como para arrancárselas, otra le daba papirotazos en la nariz, y la tercera le pellizcaba con las uñas. Y mi hermano lo tomaba con mucha resignación, porque la vieja le seguía haciendo señas de que callase.
Por fin, para premiar su paciencia, se levantó la joven más hermosa y le dijo que se desnudase. Y mi hermano obedeció sin protestar. Y entonces la joven cogió un hisopo, le roció con agua de rosas, y le dijo: "Me gustas mucho, ¡ojo de mi vida! Pero me fastidian las barbas y los bigotes, que pinchan la piel. De modo que, si quieres de mí lo que tú sabes, te has de afeitar la cara". Y mi hermano contestó: "Pues eso no puede ser, porque sería la mayor vergüenza que me podría ocurrir". Y ella dijo: "Pues no podré amarte de otro modo. No hay más remedio". Y entonces mi hermano dejó que la vieja le llevase a una habitación contigua, donde le cortó la barba y se la afeitó, y después los bigotes y las cejas. Y luego le embadurnó la cara con coloretes y polvos, y lo condujo a la sala donde estaban las jóvenes. Y al verle les entró tal risa, que se doblaron sobre sus posaderas.
Después se le acercó la más hermosa de aquellas jóvenes, y le dijo: "¡Oh dueño mío! Tus encantos acaban de conquistar mi alma. Y sólo he de pedirte un favor, y es que así, desnudo como estás y tan lindo, ejecutes delante de nosotras una danza que sea graciosa y sugestiva". Y como El-Haddar no pareciese muy dispuesto, prosiguió la joven: "Te conjuro por mi vida a que lo hagas. Y después lograrás de mí lo que tú sabes". Entonces, al son de la darabuka, manejada por la vieja, mi hermano se ató a la cintura un pañuelo de seda y se puso a bailar en medio de la sala.
Pero tales eran sus gestos y sus piruetas, que las jóvenes se desternillaban de risa, y empezaron a tirarle cuanto vieron a mano: los almohadones, las frutas, las bebidas y hasta las botellas. Y la más bella de todas se levantó entonces y fué adoptando toda clase de posturas, mirando a mi hermano con ojos como entornados por el deseo, y después se fué despojando de todas sus ropas, hasta quedarse sólo con la finísima camisa y el amplio calzón de seda.
El-Haddar, que había interrumpido el baile tan pronto como vió a la joven desnuda, llegó al límite más extremo de la excitación.
Pero entonces se le acercó la vieja y le dijo: "Ahora te toca correr detrás de ella. Porque cuando se excita con la bebida y con la danza, acostumbra desnudarse por completo, pero no se entrega a ningún amante sin haber examinado su cuerpo desnudo, su zib en erección y su ligereza para correr, juzgándole entonces digno de ella. De modo que la vas a perseguir por todas partes, de habitación en habitación, hasta que la puedas atrapar. Y sólo entonces consentirá que la cabalgues".
Y mi hermano, al oír aquello, se quitó el cinturón de seda y se dispuso a correr. Y la joven se despojó de la camisa y de lo demás, y apareció toda desnuda, cimbreándose como una palmera nueva. Y echó a correr, riéndose a carcajadas y dando dos vueltas al salón. Y mi hermano la perseguía con su zib erguido".
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.