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Las mil y una noches:550

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Las mil y una noches - Tomo IV
de Anónimo
Capítulo 550: Y cuando llegó la 551ª noche


Y CUANDO LLEGO LA 551ª NOCHE

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Ella dijo:

"... Sonrió él con una boca que le llegaba de una oreja a otra, y me dijo: "¡Entonces empieza por traerme un laúd que no haya tocado ninguna mano todavía!" Y abrí una caja, y llevé un laúd completamente nuevo que le puse entre las manos. Y cogió él entre sus dedos la pluma de pato tallada, y rozó ligeramente con ella las cuerdas armoniosas. Y desde los primeros sones, advertí que aquel mendigo ciego era indudablemente el mejor músico de nuestro tiempo. ¡Pero cuál no sería mi emoción y mi admiración cuando le oí ejecutar una pieza de un modo que era desconocido en absoluto para mí, aunque no se me consideraba como ignorante en el arte! Después, con una voz a ninguna otra parecida, cantó estas coplas:

¡Atravesando la sombra espesa, el bienamado sale de su casa y viene a buscarme en medio de la noche!

Y antes de desearme la paz, le oigo llamar y decirme: "¿Puede el bienamado franquear la puerta de su amigo?"

Cuando escuchamos este canto del viejo ciego, yo y mi amiga nos miramos en el límite de la estupefacción. Luego ella se puso roja de cólera y me dijo de manera que yo solo oyese: "¡Oh pérfido! ¿no te da vergüenza haberme traicionado contando a ese viejo mendigo mi visita en los cortos instantes que tardaste en abrir la puerta? ¡En verdad, ¡oh Ishak! que no creí tuviese tu pecho una resistencia tan débil, que no pudiera contener un secreto durante una hora!

¡El oprobio para los hombres que se te asemejan!"

Pero yo le juré mil veces que no había por mi parte ninguna indiscreción, y le dije: "¡Por la tumba de mi padre Ibrahim, te juro que no he dicho nada de semejante cosa a ese viejo ciego!"

Y mi amiga se avino a creerme, y acabó dejándose acariciar y besar por mí, sin temor de que la viese el ciego. Y tan pronto la besaba yo en las mejillas y en los labios, como le hacía cosquillas o le pellizcaba los senos o le mordía en las partes delicadas; y se reía ella extremadamente. Luego me encaré con el viejo tío, y le dije: "¿Quieres cantarnos algo más, ¡oh mi señor!?"

El dijo: "¿Por qué no?" Y cogió de nuevo el laúd y dijo, acompañándose:

¡Ah! ¡con frecuencia recorro embriagado los encantos de mi bienamada, y acaricio con mi mano su hermosa piel desnuda!

¡Tan pronto oprimo las granadas de su pecho de marfil joven, como muerdo a flor de labios las manzanas de sus mejillas! ¡Y vuelvo a comenzar!

Entonces yo, al oír ese canto, no dudé ya de la superchería del falso ciego, y rogué a mi amiga que se tapase el rostro con su velo. Y el mendigo me dijo de pronto: "¡Tengo muchas ganas de orinar! ¿Dónde podré hacerlo?"

Entonces me levanté y salí un momento para ir a buscar una vela con que alumbrarle, y volví para conducirle. Pero cuando entré, no encontré a nadie ya: ¡el ciego había desaparecido con la joven! Y cuando me repuse de mi estupefacción, les busqué por toda la casa, pero no les encontré. Sin embargo, las puertas y las cerraduras de las puertas estaban cerradas por dentro, así es que no supe si se habían marchado saliendo por el techo o por el suelo entreabierto y vuelto a cerrar! Pero después me convencí de que era el propio Eblis quien me había servido de alcahuete antes, y me había arrebatado luego a aquella joven, que no era más que una falsa apariencia y una ilusión.

Luego se calló Schehrazada, tras de contar esta anécdota. Y exclamó el rey Schahriar, en extremo impresionado: "¡Alah confunda al Maligno!" Y al ver que fruncía él las cejas, Schehrazada quiso calmarle, y contó la historia siguiente:


EL FELAH DE EGIPTO Y SUS HIJOS BLANCOS

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He aquí lo que en los libros de las crónicas relata el emir Mohammed, gobernador de El Cairo.

Dice:

Cuando viajaba yo por el Alto Egipto, me alojé una noche en casa de un felah, que era el jeique-al-balad del lugar. Y era un hombre de edad, moreno, de un color extremadamente moreno, con la barba cana. Pero noté que tenía hijos pequeños que eran blancos, de un color muy blanco matizado de rosa en las mejillas, con cabellos rubios y ojos azules. Luego, cuando tras de hacernos una buena acogida y un recibimiento cariñoso, fué él a conversar en nuestra compañía, le dije en son de pregunta: "Oye, amigo, ¿a qué obedece el que, teniendo tú la tez tan morena, tus hijos la tengan tan clara y posean una piel tan blanca y rosa, y ojos y cabellos tan claros?" Y el felah, atrayendo a sí a sus hijos, cuyos finos cabellos se puso a acariciar, me dijo: "¡Oh mi señor! la madre de mis hijos es una hija de los francos, y la compré como prisionera de guerra en tiempos de Saladino el Victorioso, después de la batalla de Hattin, que nos libró para siempre de los cristianos extranjeros usurpadores del reino de Jerusalén. ¡Pero ya hace mucho tiempo de eso, porque fué en los días de mi juventud!"

Y yo le dije: "¡Entonces ¡oh jeique! te rogamos que nos favorezcas con esa historia!" Y dijo el felah: "¡De todo corazón amistoso y como homenaje debido a los huéspedes! ¡Porque es muy extraña mi aventura con mi esposa, la hija de los francos!"

Y nos contó:

"Debéis saber que tengo oficio de cultivador de lino; mi padre y mi abuelo sembraban lino antes que yo, y por mi abolengo y por mi origen, soy un felah entre los felahs de este país. Y he aquí que un año acaeció que por la bendición, mi lino sembrado, crecido, limpio y perfecto, alcanzó el valor de quinientos dinares de oro. Y como lo ofrecí en el mercado sin hallar provecho, me dijeron los mercaderes: "¡Vé a llevar tu lino al castillo de Acre, en Siria, donde le venderás con mucho beneficio!" Y yo, que les escuché, cogí mi lino y me fui a la ciudad de Acre, que en aquel tiempo estaba entre las manos de los francos. Y efectivamente, empecé con una buena venta, cediendo a corredores la mitad de mi lino, con crédito de seis meses, y me guardé la otra mitad, y me quedé en la ciudad para venderlo al por menor con beneficios inmensos.

Pero un día, mientras estaba yo vendiendo mi lino, fué a mi casa a comprar una joven franca, que llevaba el rostro descubierto y la cabeza sin velos, según costumbre de los francos. Y se erguía ante mí; bella, blanca y linda; y podía yo admirar a mi antojo sus encantos y su frescura

¡Y cuanto más la miraba al rostro, más me invadía la razón el amor! Y tardé mucho en venderle el lino...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.