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Las mil y una noches:630

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Las mil y una noches - Tomo IV
de Anónimo
Capítulo 630: Y cuando llegó la 642ª noche


Y CUANDO LLEGO LA 642ª NOCHE

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Ella dijo:

"¡... Bendito sea por siempre Alah!" Luego añadió: "Claro que tú no tienes culpa por qué reprocharte; ¡oh hijo mío! pues todo el mal que nos ha sucedido se debe a aquel mercader extranjero a quien invitaste la tarde última a comer y beber contigo, y que se marchó por la mañana sin tomarse el trabajo de cerrar tras él la puerta. ¡Y ya debes saber que cada vez que queda abierta la puerta de una casa antes de salir el sol, el Cheitán entra en la casa y se posesiona del espíritu de los habitantes!

¡Y entonces ocurre lo que ocurre!

¡Demos, pues, gracias a Alah por no haber permitido que caigan sobre nuestras cabezas desgracias peores!" Y contestó Abul-Hassán: "Tienes razón, ¡oh madre! ¡Obra fué de la posesión del Cheitán! Por lo que a mí respecta, bien hube de advertir al mercader de Mossul que cerrara tras de sí la puerta para evitar que entrase el Cheitán en nuestra casa; pero no lo hizo, ¡y con ello nos causó tantos contratiempos!" Luego añadió: "¡Ahora que noto bien que no tengo el cerebro volcado y que se acabaron las extravagancias, te ruego ¡oh tierna madre! que hables con el portero del hospital de locos para que me libren de esta jaula y de los suplicios que soporto aquí a diario!"

Y sin más dilación, corrió la madre de Abul-Hassán a advertir al portero que su hijo había recobrado la razón. Y el portero fué con ella para examinar a Abul-Hassán e interrogarle. Y como las respuestas eran sensatas y el interpelado reconocía que era Abul-Hassán y no Harún Al-Raschid, el portero le sacó de la jaula y le libró de las cadenas. Y sin poder tenerse sobre sus piernas, Abul-Hassán regresó lentamente a su casa, ayudado por su madre, y estuvo acostado durante varios días hasta que le volvieron las fuerzas y se le pasaron un poco los efectos de los golpes recibidos.

Entonces, como empezaba a aburrirle la soledad, se decidió a reanudar su vida de antes, y a ir a sentarse en el extremo del puente, a la puesta del sol, para esperar la llegada del huésped extranjero que le deparase el Destino.

Y he aquí que aquella tarde era precisamente la de primero de mes; y el califa Harún Al-Raschid, que tenía la costumbre de disfrazarse de mercader a principio de cada mes, había salido en secreto de su palacio en busca de alguna aventura, y también para ver por sí mismo si reinaba en la ciudad el orden conforme a sus deseos. Y de tal suerte llegó al puente, al extremo del cual estaba sentado Abul-Hassán. Y Abul-Hassán, que acechaba la aparición de extranjeros, no tardó en divisar al mercader de Mossul a quien ya había albergado, y que se adelantaba, seguido, como la primera vez, de un esclavo corpulento.

Al verle, quizás porque considerase al mercader causa inicial de sus desgracias, quizás porque tenía la costumbre de hacer como que no conocía a las personas que había invitado en su casa, Abul-Hassán apresuróse a volver la cara en dirección al río para no verse obligado a saludar a su antiguo huésped. Pero el califa, que estaba enterado por sus espías de cuanto le sucedió a Abul-Hassán desde su ausencia y del trato que hubo de sufrir en el hospital de locos, no quiso dejar pasar aquella ocasión de divertirse más aún a costa de hombre tan singular. Y además, el califa, que tenía un corazón generoso y magnánimo, había resuelto reparar un día, en la medida de sus fuerzas, el daño sufrido por Abul-Hassán, devolviéndole con beneficios, de una manera o de otra, el placer que experimentó en su compañía. Así es que, en cuanto vió a Abul-Hassán, se acercó a él, y asomó la cabeza por encima del hombro de Abul-Hassán, que mantenía obstinadamente vuelto el rostro hacia el lado del río, y mirándole a los ojos, le dijo: "La zalema contigo, ¡oh amigo mío Abul-Hassán! ¡Mi alma desea besarte!"

Pero Abul-Hassán le contestó sin mirarle y sin moverse: "¡Entre tú y yo no hay zalema que valga! ¡Vete! ¡No te conozco!" Y exclamó el califa: "¿Cómo Abul-Hassán? ¿Es que no reconoces al huésped a quien albergaste toda una noche en tu casa?" El otro contestó: "¡No, por Alah, no te reconozco! ¡Vete por tu camino!" Pero Al-Raschid insistió cerca de él, y dijo: "¡Sin embargo, yo bien te reconozco, y no puedo creer que me hayas olvidado tan completamente, cuando apenas ha transcurrido un mes desde que tuvo lugar nuestra última entrevista y la velada agradable que pasé en tu casa solo contigo!" Y como Abul-Hassán continuara sin contestar y haciéndole señas para que se marchase, el califa le echó los brazos al cuello y empezó a besarle, y le dijo: "¡Oh hermano mío Abul-Hassán! ¡me parece muy mal que procedas conmigo de ese modo! En cuanto a mí, estoy decidido a no abandonarte sin que me hayas conducido por segunda vez a tu casa y me hayas contado la causa de tu resentimiento para conmigo. ¡Porque, por la manera de rechazarme, veo que tienes que reprocharme algo!"

Abul-Hassán exclamó con acento indignado: "¿Conducirte yo a mi casa por segunda vez, ¡oh rostro de mal agüero!? ¡Vamos, vuelve las espaldas y hazme ver la amplitud de tus hombros!" Pero el califa le besó por segunda vez, y le dijo: "¡Ah, amigo mío Abul-Hassán, qué duramente me tratas! ¡Si por acaso mi presencia en tu casa ocasionó alguna desgracia, puedes estar bien seguro de que aquí me tienes dispuesto a reparar todo el daño que involuntariamente te causase! ¡Cuéntame, pues, lo que haya pasado y el daño que hayas sufrido, para que pueda yo ponerle remedio!" Y a pesar de las protestas de Abul-Hassán, sentóse en el puente al lado suyo, y le pasó el brazo por el cuello, como haría un hermano con su hermano, y aguardó la respuesta...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.