Las mil y una noches:711

De Wikisource, la biblioteca libre.
Las mil y una noches - Tomo IV​ de Anónimo
Capítulo 711: Y cuando llegó la 744ª noche


Y CUANDO LLEGO LA 744ª NOCHE[editar]

Ella dijo:

"... Cuando se terminaron las provisiones de la bandeja, como la vez primera, Aladino no dejó de coger uno de los platos de oro e ir al zoco, según tenía por costumbre, para vendérselo al judío, lo mismo que había hecho con los otros platos. Y cuando pasaba por delante de la tienda de un venerable jeique musulmán, que era un orfebre muy estimado por su probidad y buena fe, oyó que le llamaban por su nombre y se detuvo. Y el venerable orfebre hizo señas con la mano y le invitó a entrar un momento en la tienda. Y le dijo: "Hijo mío, he tenido ocasión de verte pasar por el zoco bastante veces, y he notado que llevabas siempre entre la ropa algo que querías ocultar; y entrabas en la tienda de mi vecino el judío para salir luego sin el objeto que ocultabas. ¡Pero tengo que advertirte de una cosa que acaso ignores, a causa de tu tierna edad! Has de saber, en efecto, que los judíos son enemigos natos de los musulmanes; y creen que es lícito escamotearnos nuestros bienes por todos los medios posibles. ¡Y entre todos los judíos, precisamente ése es el más detestable, el más listo, el más embaucador y el más nutrido de odio contra nosotros los que creemos en Alah el Único! ¡Así, pues, si tienes que vender alguna cosa, ¡oh hijo mío! empieza por enseñármela, y por la verdad de Alah el Altísimo te juro que la tasaré en su justo valor, a fin de que al cederla sepas exactamente lo qué hacer! Enséñame, pues, sin temor ni desconfianza lo que ocultas en tu traje, ¡y Alah maldiga a los embaucadores y confunda al Maligno! ¡Alejado sea por siempre!"

Al oír estas palabras del viejo orfebre, Aladino, confiado, no dejó de sacar de debajo de su traje el plato de oro y mostrárselo. Y el jeique calculó al primer golpe de vista el valor del objeto y preguntó a Aladino: "¿Puedes decirme ahora, hijo mío, cuántos platos de esta clase vendiste al judío y el precio a que se los cediste?" Y Aladino contestó: "¡Por Alah, ¡oh tío mío! que ya le he dado doce platos como éste a un dinar cada uno!"

Al oír estas palabras, el viejo orfebre llegó al límite de la indignación, y exclamó: "¡Ah maldito judío, hijo de perro, posteridad de Eblis!" Y al propio tiempo puso el plato en la balanza, lo pesó, y dijo: "¡Has de saber, hijo mío, que este plato es del oro más fino y que no vale un dinar, sino doscientos dinares exactamente! ¡Es decir, que el judío te ha robado a ti solo tanto como roban en un día, con detrimento de los musulmanes, todos los judíos del zoco reunidos!" Luego añadió: "¡Ah hijo mío, lo pasado pasado está, y como no hay testigos, no podemos hacer empalar a ese judío maldito! ¡De todos modos, ya sabes a qué atenerte en lo sucesivo! Y si quieres, al momento voy a contarte doscientos dinares por tu plato. ¡Prefiero, sin embargo, que antes de vendérmelo vayas a proponerlo y que te lo tasen otros mercaderes, y si te ofrecen más, consiento en pagarte la diferencia y algo más de sobreprecio!" Pero Aladino, que no tenía ningún motivo para dudar de la reconocida probidad del viejo orfebre, se dió por muy contento con cederle el plato a tan buen precio. Y tomó los doscientos dinares. Y en lo sucesivo no dejó de dirigirse al mismo honrado orfebre musulmán para venderle los otros once platos y la bandeja.

Y he aquí que, enriquecidos de aquel modo, Aladino y su madre no abusaron de los beneficios del Retribuidor. Y continuaron llevando una vida modesta, distribuyendo a los pobres y a los menesterosos lo que sobraba a sus necesidades. Y entretanto, Aladino no perdonó ocasión de seguir instruyéndose y afinando su ingenio con el contacto de las gentes del zoco, de los mercaderes distinguidos y de las personas de buen tono que frecuentaban los zocos. Y así aprendió en poco tiempo las maneras del gran mundo, y mantuvo relaciones sostenidas con los orfebres y joyeros, de quienes se convirtió en huésped asiduo. ¡Y habituándose entonces a ver joyas y pedrerías, se enteró de que las frutas que se había llevado de aquel jardín y que se imaginaba serían bolas de vidrio coloreado, eran maravillas inestimables que no tenían igual en casa de los reyes y sultanes más poderosos y más ricos! Y como se había vuelto muy prudente y muy inteligente, tuvo la precaución de no hablar de ello a nadie, ni siquiera a su madre. Pero en vez de dejar las frutas de pedrería tiradas debajo de los cojines del diván y por todos los rincones, las recogió con mucho cuidado y las guardó en un cofre que compró a propósito. Y he aquí que pronto habría de experimentar los efectos de su prudencia de la manera más brillante y más espléndida.

En efecto, un día entre los días, charlando él a la puerta de una tienda con algunos mercaderes amigos suyos...


En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.