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Las mil y una noches:739

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Las mil y una noches - Tomo V
de Anónimo
Capítulo 739: pero cuando llego la 774ª noche

PERO CUANDO LLEGO LA 774ª NOCHE

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Ella dijo:

"... En cuanto ésta hubo entrado en la sala de la bóveda de cristal, y cubierta siempre con su espeso velo que le tapaba la cara, se acercó a Badrú'l-Budur, Aladino salió de su escondite, abalanzándose a ella con el alfanje en la mano, y antes de que ella pudiese decir: "¡Bem!", de un solo tajo le separó la cabeza de los hombros.

Al ver aquello, exclamó Badrú'l-Budur, aterrada: "¡Oh mi señor Aladino! ¡qué atentado acabas de cometer!" Pero Aladino se limitó a sonreír, y por toda respuesta se inclinó, cogió por el mechón central la cabeza cortada, y se la mostró a Badrú'l-Budur. Y en el límite de la estupefacción y del horror, vió ella que la tal cabeza, excepto el mechón central, estaba afeitada como la de los hombres, y que tenía el rostro prodigiosamente barbudo. Y sin querer asustarla más tiempo, Aladino le contó la verdad con respecto a la presunta Fatmah, falsa santa y falsa vieja, y concluyó: "¡Oh Badrú'l-Budur! ¡demos gracias a Alah, que nos ha librado por siempre de nuestros enemigos!" Y se arrojaron ambos en brazos uno de otro, dando gracias a Alah por sus favores.

Y desde entonces vivieron una vida feliz con la buena vieja, madre de Aladino, y con el sultán, padre de Badrú'l-Budur. Y tuvieron dos hijos hermosos como la luna. Y a la muerte del sultán, reinó Aladino en el reino de la China. Y de nada careció su dicha hasta la llegada inevitable de la Destructora de delicias y Separadora de amigos.

Después de contar así esta historia, Schehrazada dijo: "¡Y esto es ¡oh rey afortunado! cuanto sé acerca de Aladino y de la Lámpara Mágica! ¡Pero Alah es más sabio!"

Y dijo el rey Schahriar: "Admirable es esa historia, Schehrazada".

"En este caso, ¡oh rey! permite a tu esclava Schehrazada que te cuente la HISTORIA DE KAMAR Y DE LA EXPERTA HALIMA".

Y el rey Schahriar exclamó: "¡Desde luego, Schehrazada!"

Pero ella sonrió y contestó: "Está bien ¡oh rey! Pero antes, para revelarte el valor que tiene la admirable virtud de la paciencia y hacerte esperar, sin cólera contra tu servidora, la suerte llena de felicidad que Alah destina a tu raza por mediación mía, quiero contarte en seguida lo que nos transmitieron nuestros padres los Antiguos sobre el medio de adquirir LA VERDADERA CIENCIA DE LA VIDA..."

Y dijo el rey: "¡Oh hija de mi visir! date prisa a indicarme el medio de hacer esa adquisición. Pero ¡oh Schehrazada! ¿cuál es la suerte que Alah, por mediación tuya, destina a mi raza, si no tengo posteridad?"

Y dijo Schehrazada: "¡Permite ¡oh rey! a tu servidora Schehrazada que no te hable todavía de lo que ha pasado de misterioso en las veinte noches de silencio que tu bondad le ha concedido para reposar de una indisposición, y durante las cuales se ha revelado a tu servidora el esplendor de tu destino!" Y sin añadir nada más a este respecto, Schehrazada, la hija del visir, dijo:


LA PARABOLA DE LA VERDADERA CIENCIA DE LA VIDA

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Cuentan que en una ciudad entre las ciudades, donde se enseñaban todas las ciencias, vivía un joven que era hermoso y estudioso. Y aunque nada faltara a la felicidad de su vida, le poseía el deseo de aprender siempre más. Un día, merced al relato de un mercader viajero, le fué revelado que en cierto país muy lejano existía un sabio que era el hombre más santo del Islam y que él solo poseía tanta ciencia, sabiduría y virtud como todos los sabios del siglo reunidos. Y se enteró de que aquel sabio, a pesar de su fama, ejercía sencillamente el oficio de herrero, que su padre y su abuelo habían ejercido antes que él. Y cuando hubo oído estas palabras entró en su casa, cogió sus sandalias, su alforja y su báculo, y abandonó inmediatamente su ciudad y sus amigos, y se encaminó al país lejano en que vivía el santo maestro, con objeto de ponerse bajo su dirección y adquirir un poco de su ciencia y de su sabiduría. Y anduvo durante cuarenta días y cuarenta noches, y después de muchos peligros y fatigas, gracias a la seguridad que escribióle Alah, llegó a la ciudad del herrero.

Al punto fué al zoco de los herreros y se presentó a aquel cuya tienda le habían indicado todos los transeúntes. Y luego de besarle la orla del traje, se mantuvo de pie delante de él en actitud de respeto. Y el herrero, que era un hombre de edad, con el rostro marcado por la bendición, le preguntó: "¿Qué deseas, hijo mío?" El otro contestó: "¡Aprender ciencia!" Y el herrero, por toda respuesta, le puso entre las manos la cuerda del fuelle de fragua y le dijo que tirara. Y el nuevo discípulo contestó con el oído y la obediencia, y al punto se puso a estirar y aflojar la cuerda del fuelle, sin interrupción, desde el momento de su llegada hasta la puesta del sol. Y al día siguiente se dedicó al mismo trabajo, así como los días posteriores, durante semanas, meses y todo un año, sin que nadie en la fragua, ni el maestro ni los numerosos discípulos, cada uno de los cuales tenía una tarea tan ruda como la suya, le dirigiesen una sola vez la palabra, y sin que nadie se quejase ni siquiera murmurase de aquel duro trabajo silencioso. Y de tal suerte pasaron cinco años. Y un día el discípulo se aventuró muy tímidamente a abrir la boca, y dijo: "¡Maestro!" Y el herrero interrumpió su trabajo. Y en el límite de la ansiedad, hicieron lo mismo todos los discípulos. Y el herrero, en medio del silencio de la fragua, se encaró con el joven, y le preguntó: "¿Qué quieres?"

El otro dijo: "¡Ciencia!" Y el herrero dijo: "¡Tira de la cuerda!" Y sin pronunciar una palabra más, reanudó el trabajo de la fragua. Y transcurrieron otros cinco años, durante los cuales, desde por la mañana hasta por la noche, el discípulo tiró de la cuerda del fuelle sin interrupción y sin que nadie le dirigiese la palabra ni una sola vez. Pero cuando alguno de los discípulos tenía necesidad de un informe acerca de algo, le estaba permitido escribir la demanda y presentársela al maestro por la mañana al entrar en la fragua. Y sin leer nunca el escrito, el maestro lo arrojaba al fuego de la fragua o se lo metía entre los pliegues del turbante. Si arrojaba al fuego el escrito, sin duda era porque la demanda no merecía respuesta. Pero si colocaba el papel en el turbante, el discípulo que se lo había presentado encontraba por la noche la respuesta del maestro escrita con caracteres de oro en la pared de su celda.

Cuando transcurrieron diez años, el viejo herrero se acercó al joven y le tocó en el hombro. Y por primera vez, desde hacía diez años, soltó el joven la cuerda del fuelle de fragua. Y descendió a él una gran alegría. Y el maestro le habló, diciendo: "Hijo mío, ya puedes volver a tu país y a tu morada llevando en tu corazón toda la ciencia del mundo y de la vida. ¡Pues todo eso adquiriste al adquirir la virtud de la paciencia!"

Y le dió el beso de paz. Y el discípulo regresó iluminado a su país, entre sus amigos; y vió claro en la vida.

Y exclamó el rey Schahriar: "¡Oh Schehrazada! ¡cuán admirable es esa parábola! ¡Y cómo me da que pensar!" Y por un instante permaneció absorto en sus pensamientos. Luego añadió: "¡Date prisa ahora ¡oh Schehrazada! a contarme la historia de Kamar y de la experta Halima!"

Pero Schehrazada dijo: "¡Permíteme ¡oh rey! que todavía retrase el relato de esa historia, porque esta noche no se siente mi espíritu inclinado a ella, y permíteme empezar antes la historia más amable, más lozana y más pura que conozco!"

Y dijo el rey: "Desde luego, ¡oh Schehrazada! estoy dispuesto a escucharte, porque también mi espíritu esta noche se inclina a las cosas amables. ¡Y además, esa espera me hará aprovechar la parábola de la paciencia!"

Entonces dijo Schehrazada:


FARIZADA LA DE SONRISA DE ROSA

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He llegado a saber ¡oh rey afortunado, oh dotado de buenas maneras! que en los días de antaño, hace ya mucho tiempo -pero Alah es el único sabio-, había un rey de Persia llamado Khosrú Schah, a quien el Retribuidor había dotado de poderío, de juventud y de hermosura, y en cuyo corazón hubo de poner tal sentimiento de la justicia, que, bajo su reinado, el tigre y la cabra marchaban uno al lado de otra y bebían en el mismo arroyo. Y aquel rey, al que le gustaba cerciorarse por sus propios ojos de cuanto pasaba en la ciudad de su trono, tenía costumbre de pasearse de noche, disfrazado de mercader extranjero, en compañía de su visir o de alguno de los dignatarios de su palacio.

Una noche en que daba una vuelta por un barrio de gente pobre, al pasar por cierta callejuela escuchó unas voces jóvenes que se dejaban oír al final de la tal calleja. Y se acercó, con su acompañante, a la humilde morada de donde partían las voces, y aplicando un ojo a una rendija de la puerta miró adentro. Y divisó, sentadas sobre una estera en torno de una luz, a tres jóvenes que hablaban después de la comida. Y aquellas tres jóvenes, que parecíanse como pueden parecerse tres hermanas, eran perfectamente bellas. Y la más joven era visiblemente, y con mucho, la más bella.

Y decía la primera: "Mi deseo, puesto que se trata de manifestar un deseo, sería, hermanas mías, llegar a ser la esposa del repostero del sultán. Porque ya sabéis cuánto me gustan los manjares de repostería, sobre todo esos admirables y delicados y deliciosos bocados de hojaldre que se llaman “bocados del sultán”. ¡Y para hacerlos a punto no hay como el repostero jefe del sultán! ¡Ah hermanas mías! ¡qué envidia me tendríais entonces al ver cómo ese régimen de repostería fina redondearía mis formas con grasa blanca, y me embellecería, y me afirmaría el color!"

Y decía la segunda: "Yo, hermanas mías, no soy tan ambiciosa. Me contentaría sencillamente con llegar a ser la esposa del cocinero del sultán. ¡Ah! ¡cómo lo deseo! ¡Eso me permitiría satisfacer mis apetitos reconcentrados en todo el tiempo que llevo anhelando probar tantos manjares extraordinarios que sólo en palacio se comen! ¡Especialmente hay, entre otras cosas, ciertas bandejas de cohombros rellenos y cocidos al horno, que nada más que con verlos pasar en la cabeza de los que los llevan los días de festines dados por el sultán, siento mi corazón lleno todo de emoción! ¡Oh! ¡Lo que yo comería de ese plato! ¡Sin embargo, no me olvidaría de convidaros alguna vez, si mi esposo el cocinero me lo permitiera; pero creo que no me lo permitiría!"

Y cuando hubieron manifestado así sus deseos las dos hermanas, se encararon con su hermana pequeña, que guardaba silencio, y le preguntaron, burlándose de ella: "Y tú, ¡oh pequeñuela! ¿qué deseas? ¿Y por qué bajas los ojos y no dices nada? ¡Pero no te apures, que nosotras te prometemos, para cuando tengamos los esposos que preferimos, tratar de casarte con algún palafrenero del sultán o con algún otro dignatario de la misma categoría, a fin de que siempre estés cerca de nosotras! Habla, ¿en qué piensas?"

Y confusa y ruborizada, la pequeña contestó con una vez dulce como agua de manantial: "¡Oh hermanas mías!" Y no pudo decir más. Y riéndose de su timidez, las dos jóvenes la acosaron a preguntas y bromas hasta que la decidieron a hablar. Y sin levantar los ojos, dijo la menor: "¡Oh hermanas mías! ¡yo desearía llegar a ser la esposa de nuestro amo el sultán! Y le daría una posteridad bendita. Y los hijos que Alah hiciera nacer de nuestra unión serían dignos de su padre. Y la hija que me gustaría tener ante mi vista sería una sonrisa del cielo mismo: ¡sus cabellos serían de oro por un lado y de plata por otro; sus lágrimas, cuando llorara, serían un gotear de perlas; sus risas, cuando riera, serían dinares de oro tintineantes, y sus sonrisas, cuando solamente sonriera, serían otros tantos botones de rosa que abriesen en sus labios!"

¡Eso fué todo!

Y el sultán Khosrú y su visir veían y oían. Pero temiendo que les advirtiesen, se decidieron a alejarse sin enterarse de más. Y en extremo divertido, Khosrú Schah sintió nacer en su alma el prurito de satisfacer los tres deseos; y sin comunicar ni por asomo su propósito a su acompañante, le dió orden de que se fijara bien en la casa para ir a ella al día siguiente por las tres jóvenes y llevárselas a palacio. Y el visir contestó con el oído y la obediencia, y al día siguiente se apresuró a ejecutar la orden del sultán, llevándole a su presencia las tres hermanas.

El sultán, que estaba sentado en su trono, les hizo con la cabeza y con los ojos una seña que quería decir: "¡Acercaos!" Y se acercaron ellas, temblorosas, enredándose en sus pobres trajes de tela grosera; y el sultán les dijo con una sonrisa de bondad: "La paz sea con vosotras, ¡oh jóvenes! ¡Estamos en el día de vuestro destino y en el que se realizará vuestro deseo! ¡Y conozco el tal deseo, ¡oh jóvenes! porque nada hay oculto para los reyes! Tú, la primera, verás cumplido tu deseo, y el repostero mayor será tu esposo hoy mismo. ¡Y tú, la segunda, tendrás por esposo a mi cocinero mayor!" Y habiendo hablado así, se detuvo el rey, y encaróse con la más pequeña, la cual, en extremo emocionada, sentía paralizársele el corazón y estaba a punto de desplomarse en la alfombra. Y se irguió él sobre ambos pies, y cogiéndole de la mano la hizo sentarse junto a él en el lecho del trono, diciéndole: "¡Eres la reina! ¡Y este palacio es tu palacio, y yo soy tu esposo!"

Y efectivamente, aquel mismo día se celebraron las bodas de las tres hermanas, las de la sultana con un esplendor sin precedentes, y las de la esposa del cocinero y la esposa del repostero con arreglo al ceremonial acostumbrado en matrimonios vulgares. Así es que en el corazón de las dos hermanas mayores penetraron la envidia y el odio; y desde aquel momento proyectaron la perdición de su hermana pequeña. Sin embargo, tuvieron buen cuidado de no dejar transparentar sus sentimientos lo más mínimo, y aceptaron con gratitud fingida las muestras de afecto que no cesó de prodigarles su hermana la sultana, quien; en contra de las costumbres reales, las admitía en su intimidad, a pesar de su linaje oscuro. Y lejos de sentirse satisfechas de la dicha que Alah les proporcionaba, experimentaban, en presencia de su hermana menor, las peores torturas del odio y de la envidia.

Y de tal suerte pasaron nueve meses, al cabo de los cuales, con ayuda de Alah, la sultana dió a luz un hijo príncipe, hermoso como el cuarto creciente de la luna nueva. Y las dos hermanas mayores, que, a petición de la sultana, la asistían al parto y actuaban de comadronas, lejos de conmoverse por las bondades de su hermana menor para con ellas y por la belleza del recién nacido, encontraron al fin la ocasión que buscaban de destrozar el corazón de la joven madre. Cogieron pues, al niño, mientras la madre aun era presa de los dolores del parto, le pusieron en un cesto de mimbre, que escondieron por el pronto, y le reemplazaron con un pequeño perro muerto, que presentaron a todas las mujeres de palacio, haciéndole pasar por el fruto del alumbramiento de la sultana. Y al saber esta noticia, el sultán Khosrú Schah vió ennegrecerse el mundo ante su vista; y en el límite de la pena fué a encerrarse en sus aposentos, negándose a despachar los asuntos del reino. Y la sultana quedó sumida en la aflicción, y sintió su alma humillada y su corazón destrozado.

En cuanto al recién nacido, le abandonaron sus tías en el cesto a la corriente del agua del canal que pasaba al pie del palacio. Y quiso la suerte que el intendente de los jardines del sultán, que se paseaba a lo largo del canal, divisase el cesto que flotaba en el agua. Y lo atrajo al borde del canal con ayuda de una azada, lo examinó y descubrió al hermoso niño. Y experimentó igual asombro que el de la hija del Faraón al ver a Moisés en los cañaverales.

Y he aquí que hacía largos años que estaba casado el intendente de los jardines y anhelaba tener uno, dos o tres niños que bendijeran a su Creador. Pero hasta entonces no fueron tomados en consideración por el Altísimo sus deseos y los de su esposa. Y sufrían ambos con el estéril aislamiento en que tenían que vivir. Así es que cuando el intendente de los jardines descubrió aquel niño, de belleza sin par, le cogió con el cesto, y en el límite de la alegría corrió hasta el final del jardín, en donde estaba su casa, y entró en el aposento de su mujer, y le dijo con voz emocionada: "La paz sea contigo, ¡oh hija del tío! ¡He aquí el don que nos hace el Generoso en este día bendito! Sea este niño que te traigo nuestro hijo, como hijo es del Destino".

Y le contó cómo le había hallado flotando en el cesto sobre el agua del canal; y le afirmó que Alah era quien se lo enviaba, premiando por fin de esta manera la constancia de sus plegarias. Y la esposa del intendente de los jardines tomó al niño y le prohijó.

¡Gloria a Alah, que ha llevado al seno de las mujeres estériles el sentimiento de la maternidad, como ha infundido en el corazón de las gallinas desgraciadas el deseo de empollar los guijarros...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.