Las mil y una noches:759

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Las mil y una noches - Tomo V​ de Anónimo
Capítulo 759: y cuando llegó la 793ª noche

Y CUANDO LLEGÓ LA 793ª NOCHE[editar]

Ella dijo:

"... Y no sabía yo que eran las llaves de las miserias y de los sufrimientos.

Así es que durante todo el viaje, hasta nuestra llegada a El Cairo, soporté muchas miserias y muchas privaciones, y sufrí todos los males, que hubo de ocasionarme la pérdida de mi salud. Pero, por una fatalidad cuya causa ignoraba siempre, sólo yo era víctima de los contratiempos del viaje, mientras que mi amo, tranquilo, dilatado hasta el límite de la dilatación, parecía prosperar con todos los males que me asaltaban. Y pasaba sonriente por entre plagas y peligros, y marchaba por la vida como sobre un tapiz de seda.

Y de tal suerte llegamos a El Cairo, y mi primer cuidado fué correr a mi casa en seguida. Y me encontré la puerta rota y abierta y los perros errantes habían hecho de mi morada asilo suyo. Y nadie estaba allí para recibirme. Y no vi ni trazos de mi madre, de mi esposa y de mis hijos. Y un vecino, que me había visto entrar y oía mis gritos de desesperación, abrió su puerta, y me dijo: "¡Ya Hassán Abdalah, prolónguense tus días con los días que perdieron ellos! ¡En tu casa han muerto todos!" Y al oír esta noticia, caí al suelo, inanimado.

Y he aquí que, cuando volví de mi desmayo, vi a mi lado a mi amo el beduino, que me auxiliaba y me echaba en la cara agua de rosas. Y ahogándome de lágrimas y de sollozos, aquella vez no pude menos de lanzar imprecaciones contra él y acusarle de ser causante de todas mis desdichas. Y durante largo rato le abrumé con injurias, haciéndole responsable de los males que pesaban sobre mí y se encarnizaban conmigo. Pero él, sin perder su serenidad y sin abandonar su calma, me tocó en el hombro, y me dijo: "¡Todo nos viene de Alah y a Alah va todo!" Y cogiéndome de la mano, me arrastró fuera de mi casa.

Y me condujo a un palacio magnífico a orillas del Nilo, y me obligó a habitar allí con él. Y como veía que nada conseguía distraer a mi alma de sus males y de sus penas, con la esperanza de consolarme, quiso compartir conmigo cuanto poseía. Y llevando la generosidad a sus límites extremos, se dedicó a iniciarme en las ciencias misteriosas, y me enseñó a leer en los libros de alquimia y a descifrar los manuscritos cabalísticos. Y con frecuencia, hacía traer ante mí quintales de plomo que ponía en fusión, y echando entonces una partícula de azufre rojo del cofrecillo, convertía el vil metal en el oro más puro. Sin embargo, aun rodeado de tesoros, y en medio de la alegría y las fiestas que a diario daba mi amo, yo tenía el cuerpo afligido de dolores y mi alma era desgraciada. Y ni siquiera podía soportar el peso ni el contacto de los ricos trajes y de las telas preciosas con que me obligaba él a cubrirme. Y se me servían los manjares más delicados y las bebidas más deliciosas; pero en vano, pues yo sólo sentía repugnancia por todo aquello. Y tenía para mí aposentos soberbios, y lechos de madera olorosa, y divanes de púrpura; pero el sueño no cerraba mis ojos. Y los jardines de nuestro palacio, refrescados por la brisa del Nilo, estaban poblados de los más raros árboles, traídos de la India, de Persia, de China y de las Islas, sin reparar en gastos; y unas máquinas construidas con arte elevaban el agua del Nilo y la hacían caer en surtidores refrescantes dentro de estanques de mármol y de pórfido; pero yo no sentía ningún gusto con todas aquellas cosas, porque un veneno sin antídoto había saturado mi carne y mi espíritu.

En cuanto a mi amo el beduino, sus días transcurrían en el seno de los placeres y de las voluptuosidades, y sus noches eran un anticipo de las alegrías del Paraíso. Y habitaba él, no lejos de mí, en un pabellón colgado de telas de seda brochadas de oro, donde la luz era dulce como la de la luna. Y aquel pabellón estaba entre bosquecillos de naranjos y de limoneros, con cuyo aroma se mezclaba el de los jazmines y las rosas. Y allí era donde cada noche recibía a numerosos convidados, a quienes trataba magníficamente. Y cuando sus corazones y sus sentidos estaban preparados a la voluptuosidad, a causa de los vinos exquisitos y de la música y los cantos, hacía desfilar ante los ojos de ellos a jóvenes hermosas como huríes, compradas a peso de oro en los mercados de Egipto, de Persia y de Siria. Y si alguno de los convidados posaba una mirada de deseo en cualquiera de ellas, mi amo la cogía de la mano, y presentándosela al que la deseaba, le decía: "¡Oh mi señor! ¡permíteme que conduzca esta esclava a tu casa!" Y de tal suerte, cuantos se acercaban a él se hacían amigos suyos. Y ya no se le llamaba más que el Emir Magnífico.

Un día, mi amo, que a menudo iba a visitarme al pabellón donde mis sufrimientos me forzaban a vivir solitario, fué a verme de improviso, llevando consigo una nueva joven. Y tenía él la cara iluminada por la embriaguez y el placer, y unos ojos exaltados que brillaban con un fuego extraordinario. Y fué a sentarse muy cerca de mí, puso en sus rodillas a la joven, y me dijo: "¡Ya Hassán Abdalah voy a cantar! Todavía no has oído mi voz. ¡Escucha! Y cogiéndome de la mano, se puso a cantar estos versos con una voz extática, llevando el compás con la cabeza:

¡Ven, joven! ¡El sabio es quien deja a la alegría ocupar su vida por entero!

¡Guarden el agua para la plegaria, las gentes religiosas!

¡Tú, échame de ese vino, que harás más exquisita la rojez de tus mejillas!

¡Quiero beber hasta perder la razón!

¡Pero bebe tú primero, bebe sin temor, y dame la copa que perfuman tus labios!

¡No tenemos por testigos más que a los naranjos, que esparcen sus perfumes en el viento, y a los arroyos rientes que corren fugitivos!

¡Cánteme tu voz cosas apasionadas, y enmudecerán los ruiseñores envidiosos!

¡Canta sin temor, cántame cosas apasionadas, que estoy solo para escucharte!

¡Y no oirás otro ruido que el de las rosas que se abren y el latir de mi corazón!

¡Estoy solo para escucharte, estoy solo para verte! ¡Oh! ¡Deja caer tu velo!

¡Que no tenemos por testigos de nuestros placeres más que a la luna y a sus compañeras!

¡E inclínate y déjame besar tu frente! ¡Déjame besar tu boca y tus ojos y tu seno blanco cual la nieve!

¡Ah! ¡Inclínate sin temor, que no tenemos por testigos más que a los jazmines y a las rosas!

¡Ven a mis brazos, que el amor me abrasa y ya no puedo más! ¡Pero baja tu velo antes que nada, porque si Alah nos viera, tendría envidia!

Y tras de cantar así, mi amo el beduino lanzó un gran suspiro de dicha, inclinó la cabeza sobre el pecho y pareció dormirse. Y la joven, que estaba en sus rodillas, se desenlazó de sus brazos para no turbar su reposo y se esquivó ligeramente. Y me aproximé yo a él para taparle y recostar su cabeza en un cojín, y advertí que su aliento había cesado; y me incliné sobre él en el límite de la ansiedad, ¡y observé que había muerto como los predestinados, sonriendo a la vida! ¡Alah le tenga en su compasión!

Entonces yo, con el corazón oprimido por la desaparición de mi amo, que, a pesar de todo, siempre había estado para conmigo lleno de serenidad y de benevolencia, y olvidando que se habían acumulado sobre mi cabeza todas las desdichas desde el día en que hube de encontrarme con él, ordené que se le hiciesen funerales magníficos. Yo mismo lavé su cuerpo con aguas aromáticas, cerré cuidadosamente con algodón perfumado todas sus aberturas naturales, le depilé, peiné con esmero su barba, teñí sus cejas, ennegrecí sus pestañas y le afeité la cabeza. Luego le envolví en una especie de sudario de cierto tisú maravilloso que se labró para un rey de Persia, y le metí en un ataúd de madera de áloe incrustado en oro.

Tras de lo cual convoqué los numerosos amigos con que se había hecho la generosidad de mi amo; y ordené a cincuenta esclavos, vestidos todos con trajes apropiados a las circunstancias, que llevaran por turno el ataúd a hombros. Y formado ya el cortejo, salimos para el cementerio. Y un número considerable de plañideras, que había yo pagado a tal efecto, seguía al cortejo, lanzando gritos lamentables y agitando sus pañuelos por encima de sus cabezas, mientras abrían la marcha los lectores del Korán, cantando los versículos sagrados, a los cuales respondía la muchedumbre, repitiendo: "¡No hay más Dios que Alah! ¡Y Mohamed es el enviado de Alah!" Y cuantos musulmanes pasaban apresurábanse a ayudar a llevar el ataúd, aunque sólo fuese tocándolo con la mano. Y le sepultamos entre los lamentos de todo un pueblo. Y sobre su tumba hice degollar un rebaño entero de carneros y crías de camello.

Habiendo cumplido de tal modo mis deberes para con mi difunto amo, y después de presidir el festín de los funerales, me aislé en el palacio para empezar a poner en orden los asuntos de la sucesión. Y mi primer cuidado fué comenzar por abrir el cofrecillo de oro para ver si aún tenía los polvos del Azufre rojo. Pero no encontré más que lo poco que ahora queda y que tienes ante los ojos, ¡oh rey del tiempo! Porque, con sus prodigalidades inusitadas, mi amo había ya agotado todo para transformar en oro quintales de plomo. Pero lo poco que todavía quedaba en el cofrecillo bastaba para enriquecer al más poderoso de los reyes. Y no estaba inquieto yo por eso. Además, ni siquiera me preocupaba por las riquezas, dado el estado lamentable en que me encontraba. Sin embargo, quise saber lo que contenía el manuscrito misterioso de piel de gacela, que mi amo no había querido dejarme leer nunca, aunque me había enseñado a descifrar los caracteres talismánicos. Y lo abrí y recorrí su contenido. Y solamente entonces ¡oh mi señor! fué cuando supe, entre otras cosas extraordinarias que te diré un día, las virtudes fastas y nefastas de las cinco llaves del Destino. Y comprendí que el beduino me había comprado y llevado consigo sólo para sustraerse a las tristes propiedades de las dos llaves de oro y de plata, atrayendo sobre mí sus malas influencias. Y hube de invocar en mi ayuda todos los pensamientos más hermosos del Profeta (¡con Él la plegaria y la paz!) para no maldecir al beduino y escupir sobre su tumba.

Así es que me apresuré a sacar de mi cinturón las dos llaves fatales, y para desembarazarme de ellas para siempre, las eché en un crisol y encendí debajo lumbre, a fin de derretirlas y volatilizarlas. Y al mismo tiempo me dediqué a la busca de las dos llaves de la gloria, de la sabiduría y de la dicha. Pero por más que registré en los menores rincones del palacio, no pude encontrarlas. Y volví al crisol, y puse todo mi ahínco en la fusión de las dos llaves malditas.

Mientras estaba yo ocupado en aquel trabajo...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.