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Las mil y una noches:774

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Las mil y una noches - Tomo V
de Anónimo
Capítulo 774: y cuando llego la 808ª noche

Y CUANDO LLEGO LA 808ª NOCHE

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Ella dijo:

"... Verdaderamente, ¡oh vendedor! es preciso ¡por Alah! que, para valer semejante precio, esta alfombra sea admirable por algo que ignoro o que no distingo". Y dijo el vendedor: "¡Tú lo has dicho, señor! ¡Has de saber que, en efecto, esta alfombra está dotada de una virtud invisible que hace que al sentarse en ella sea uno transportado inmediatamente adonde quiera ir, y con tanta rapidez, que se efectúa en menos tiempo del que se tarda en cerrar un ojo y abrir el otro! Y ningún obstáculo es capaz de detenerla en su marcha, porque ante ella se aleja la tempestad, huye la tormenta, se entreabren las montañas y las murallas, y por lo mismo, resultan inútiles y vanos los candados más sólidos. ¡Y tal es ¡oh mi señor! la virtud invisible de esta alfombra de plegaria! "

Y tras de hablar así, sin añadir una palabra más, el vendedor comenzaba a doblar la alfombra como para marcharse, cuando exclamó el príncipe Alí, en el límite de la alegría: "¡Oh vendedor de bendición! ¡si esta alfombra es verdaderamente tan extraordinaria como me dan a entender tus palabras, dispuesto estoy a pagarte no solamente los cuarenta mil dinares de oro que pides, sino otros mil más de regalo para ti por el corretaje! ¡Pero es preciso que vea con mis ojos y toque con mis manos!" Y el vendedor contestó sin inmutarse: "¿Dónde están los cuarenta mil dinares de oro, ¡oh mi señor!? ¿Y dónde están los otros mil que me promete tu generosidad?" Y contestó el príncipe Alí: "¡Están en el khan principal de los mercaderes, donde me alojo con mi esclavo! ¡Y allá iré contigo para contártelos, una vez que haya visto y tocado!" Y contestó el vendedor: "¡Por encima de mi cabeza y de mis ojos! ¡Pero el khan principal de los mercaderes está bastante lejos, y llegaremos más de prisa en esta alfombra que con nuestros pies!" Y encarándose con el dueño de la tienda, le dijo: "¡Con tu permiso!" Y se metió en la trastienda, y extendiendo la alfombra, rogó al príncipe que se sentara en ella. Y sentándose junto a él, le dijo: "¡Oh mi señor! ¡desea mentalmente que se te transporte a tu khan y a tu propio domicilio!" Y el príncipe Alí formuló en su alma el deseo. Y antes de que tuviese tiempo de despedirse del dueño de la tienda, que le había recibido tan finamente, se vió transportado a su propio aposento, sin sacudidas y sin incomodidad, en la misma postura en que estaba, y sin poder darse cuenta de si había surcado los aires o había pasado por debajo de tierra. Y el vendedor continuaba a su lado, sonriente y satisfecho. Y ya había acudido entre sus manos el esclavo para ponerse a sus órdenes.

Al adquirir aquella certeza de la virtud maravillosa de la alfombra, el príncipe Alí dijo a su esclavo: "¡Cuenta al instante a este hombre bendito cuarenta bolsas de mil dinares y ponle en la otra mano una bolsa de mil dinares!" Y el esclavo ejecutó la orden. Y dejando la alfombra al príncipe Alí, le dijo el vendedor: "¡Buena adquisición has hecho, ¡oh mi señor!" Y se fué por su camino.

En cuanto al príncipe Alí, convertido de tal suerte en poseedor de la alfombra encantada, llegó el límite de la satisfacción y de la alegría al pensar que había encontrado una rareza tan extraordinaria no bien llegó a aquella ciudad y a aquel reino de Bischangar. Y exclamó: "¡Maschalah! ¡Alhamdú lillah! ¡He aquí que sin esfuerzo he conseguido lo que me proponía con mi viaje, y ya no dudo de ganar a mis hermanos. ¡Y yo soy quien llegaré a esposo de la hija de mi tío, la princesa Nurennahar! Y además, ¿cuál no será la alegría de mi padre y el asombro de mis hermanos cuando yo les haya hecho comprobar las cosas extraordinarias que puede hacer esta alfombra preciosa? ¡Porque es imposible que mis hermanos, por muy favorable que sea su destino, logren encontrar un objeto que de cerca o de lejos pueda compararse con éste!" Y así pensando, se dijo: "¿Y si partiera en seguida para mi país, ahora que para mí no existen distancias?" Luego, tras de reflexionar, se acordó del plazo de un año que había convenido con sus hermanos, y comprendió que, si partía al instante, corría el riesgo de tener que esperarles mucho tiempo en el khan de los tres caminos, punto de cita. Y se dijo: "Entre espera y espera, prefiero pasar el tiempo aquí y no en el desierto khan de los tres caminos. Voy, pues, a distraerme en este país admirable, y al mismo tiempo a instruirme con lo que conozco". Y desde el día siguiente, reanudó sus visitas a los zocos y sus paseos por la ciudad de Bischangar.

Y de tal suerte pudo admirar las curiosidades verdaderamente singulares de aquel país de la India. Entre otras cosas notables, vió, en efecto, un templo de ídolos todo de bronce, con una cúpula situada sobre una terraza a cincuenta codos de altura, y esculpida y coloreada con tres franjas de pinturas muy animadas y de gusto delicado; y todo el templo estaba adornado con bajos relieves de un trabajo exquisito y con dibujos entrelazados; y se hallaba enclavado en medio de un vasto jardín plantado de rosas y otras flores buenas de oler y de mirar. Pero lo que constituía el atractivo principal de aquel templo de ídolos (¡confundidos y rotos sean!) era una estatua de oro macizo, de la altura de un hombre, que tenía por ojos dos rubíes movibles, y dispuestos con tanto arte, que parecían dos ojos con vida y miraban a quien se ponía delante de ellos, siguiendo todos sus movimientos. Y por la mañana y por la noche los sacerdotes de los ídolos celebraban en el templo las ceremonias de su culto descreído, haciéndolas seguir de juegos, de conciertos de instrumentos, de concursos de mimos, de cantos de almeas, danzas de bailarinas y de festines. Y por cierto que aquellos sacerdotes sólo se alimentaban con las ofrendas que continuamente les llevaba la muchedumbre de peregrinos desde el fondo de los países más distantes.

Y durante su estancia en Bischangar, el príncipe Alí pudo también ser espectador de una gran fiesta que se celebraba en aquel país todos los años, y a la cual asistían los walíes de todas las provincias, los jefes del ejército, los brahmanes, que son los sacerdotes de los ídolos, y los jefes del culto descreído y una muchedumbre innumerable de pueblo. Y toda aquella asamblea se congregaba en una llanura inmensa, dominada por un edificio de altura prodigiosa, que albergaba al rey y a su corte, y estaba sostenido por ochenta columnas y pintado por fuera con paisajes, animales, pájaros, insectos y hasta moscas y mosquitos, y todo al natural. Y junto a este edificio había tres o cuatro estrados de una extensión considerable, en donde se sentaba el pueblo. Y lo singular de todas aquellas construcciones consistía en que eran movibles y se las transformaba por momentos, cambiándolas de fachada y de decorado. Y empezó el espectáculo con un concurso de equilibristas de una ingeniosidad extremada, y con juegos de manos y danzas de fakires. Luego se vieron avanzar en orden de batalla, alineados a poca distancia unos de otros, mil elefantes enjaezados suntuosamente y cargado cada uno con una torre cuadrada de madera dorada, con bailarines y tañedoras de instrumentos en cada torre. Y aquellos elefantes tenían la trompa y las orejas pintadas de bermellón y de cinabrio, los colmillos dorados por completo, y en sus cuerpos había dibujadas, con colores vivos, figuras que ostentaban millares de piernas y de brazos en contorsiones terroríficas o grotescas. Y cuando aquel rebaño formidable llegó ante los espectadores, dos elefantes, que no estaban cargados con torres y que eran los mayores de aquel millar, salieron de las filas y avanzaron hasta el centro del círculo que formaban los estrados. Y uno de ellos, al son de los instrumentos, se puso a bailar, sosteniéndose de pie sobre sus patas traseras unas veces y sobre las delanteras otras. Luego trepó con agilidad hasta la parte alta de un poste clavado en tierra perpendicularmente, y agarrándose al extremo con las cuatro patas a la vez, se puso a batir el aire con su trompa y a estirar las orejas y a mover la cabeza en todos sentidos al compás de los instrumentos, mientras el otro elefante se balanceaba agarrado al extremo de otro colocado horizontalmente por en medio sobre un soporte y con una piedra de un tamaño prodigioso sujeta al otro extremo para servir de contrapeso al animal, que subía y bajaba marcando con la cabeza la cadencia de la música.

Y el príncipe Alí quedó maravillado de todo aquello y de otras muchas cosas también. Así es que se dedicó a estudiar con interés creciente las costumbres de aquellos indios, tan distintos a la gente de su país, y continuó paseando y visitando a los mercaderes y a los notables del reino. Pero, como estaba atormentado de continuo por su amor a su prima Nurennahar, aunque no había transcurrido el año, no pudo permanecer alejado de su país por más tiempo y resolvió abandonar la India para acercarse al objeto de sus pensamientos, persuadido de que sería más feliz al no sentirse separado de ella por una distancia tan grande. Y cuando su esclavo se hubo arreglado con el portero sobre el precio de la vivienda, se sentó con él en la alfombra encantada v se recogió en sí mismo deseando con vehemencia ser transportado al khan de los tres caminos. Y como abriera los ojos, que hubo de cerrar por un instante para abstraerse, advirtió que había llegado al khan consabido. Y se levantó de la alfombra y entró en el khan con sus ropas de mercader, y se dispuso a esperar allí tranquilamente el regreso de sus hermanos. ¡Y esto es lo referente a él!

¡En cuanto al príncipe Hassán, segundo de los tres hermanos, he aquí lo que le aconteció!

No bien se puso en camino, se encontró con una caravana que iba a Persia. Y se agregó a aquella caravana, y después de un viaje por llanuras y montañas, desiertos y praderas, llegó con ella a la capital del reino de Persia, que era la ciudad de Schiraz. Y por indicación de los mercaderes de la caravana, con los cuales había entablado amistad, fué a parar al khan principal de la ciudad. Y al día siguiente al de su llegada, en tanto que sus antiguos compañeros de viaje abrían los fardos e instalaban sus mercancías, él se apresuró a salir para ver lo que hubiese de ver. Y se hizo conducir al zoco, que en aquel país se llamaba Bazistán, maravillándose de la prodigiosa cantidad de cosas hermosas que descubría en las tiendas. Y por doquiera veía corredores y pregoneros que iban y venían en todos sentidos desenrollando hermosas piezas de seda, alfombras hermosas y otras cosas buenas que vendían en subasta.

Y he aquí que el príncipe Hassán vió, entre todos aquellos hombres tan atareados, a uno que tenía en la mano un canuto de marfil de una longitud de un pie y un dedo de grueso. Y aquel hombre, en vez de tener el aspecto ávido y presuroso de los demás pregoneros y corredores, se paseaba con lentitud y gravedad sosteniendo el canuto de marfil como un rey sostendría el cetro de su imperio, y más majestuosamente aún...

En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.