Historia del mercader y el efrit

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época


PRIMERA NOCHE


HISTORIA DEL MERCADER Y EL EFRIT


Schahrazada dijo:

He llegado á saber, ¡oh rey afortunado! que hubo un mercader entre los mercaderes, dueño de numerosas riquezas y de negocios comerciales en todos los países.

Un día montó á caballo y salió para ciertas comarcas á las cuales le llamaban sus negocios. Como el calor era sofocante, se sentó debajo de un árbol, y echando mano al saco de provisiones, sacó unos dátiles, y cuando los hubo comido tiró á lo lejos los huesos. Pero de pronto se le apareció un efrit de enorme estatura, que, blandiendo una espada, llegó hasta el mercader y le dijo: «Levántate para que yo te mate como has matado á mi hijo.» El mercader repuso: «Pero ¿cómo he matado yo á tu hijo?» Y contestó el efrit: «Al arrojar los huesos, dieron en el pecho á mi hijo y lo mataron.» Entonces dijo el mercader: «Considera ¡oh gran efrit! que no puedo mentir, siendo, como soy, un creyente. Tengo muchas riquezas, tengo hijos y esposa, y además guardo en mi casa depósitos que me confiaron. Permíteme volver para repartir lo de cada uno, y te vendré á buscar en cuanto lo haga. Tienes mi promesa y mi juramento de que volveré en seguida á tu lado. Y tú entonces harás de mí lo que quieras. Alah es fiador de mis palabras.»

El efrit, teniendo confianza en él, dejó partir al mercader.

Y el mercader volvió á su tierra, arregló sus asuntos, y dió á cada cual lo que le correspondía. Después contó á su mujer y á sus hijos lo que le había ocurrido, y se echaron todos á llorar: los parientes, las mujeres, los hijos. Después el mercader hizo testamento y estuvo con su familia hasta el fin del año. Al llegar este término se resolvió á partir, y tomando su sudario bajo el sobaco, dijo adiós á sus parientes y vecinos, y se fué muy contra su gusto. Los suyos se lamentaban, dando grandes gritos de dolor.

En cuanto al mercader, siguió su camino hasta que llegó al jardín en cuestión, y el día en que llegó era el primer día del año nuevo. Y mientras estaba sentado, llorando su desgracia, he aquí que un jeque[1] se dirigió hacia él, llevando una gacela encadenada. Saludó al mercader, le deseó una vida próspera, y le dijo: «¿Por qué razón estás parado y solo en este lugar tan frecuentado por los efrits?

Entonces le contó el mercader lo que le había ocurrido con el efrit y la causa de haberse detenido en aquel sitio. Y el jeque dueño de la gacela se asombró grandemente, y dijo: «¡Por Alah! ¡oh hermano! tu fe es una gran fe, y tu historia es tan prodigiosa, que si se escribiera con una aguja en el ángulo interior de un ojo, sería motivo de reflexión para el que sabe reflexionar respetuosamente.» Después, sentándose á su lado, prosiguió: «¡Por Alah! ¡oh mi hermano! no te dejaré hasta que veamos lo que te ocurre con el efrit.» Y allí se quedó, efectivamente, conversando con él, y hasta pudo ayudarle cuando se desmayó de terror, presa de una aflicción muy honda y de crueles pensamientos. Seguía allí el dueño de la gacela, cuando llegó un segundo jeque, que se dirigió á ellos con dos lebreles negros. Se acercó, les deseó la paz y les preguntó la causa de haberse parado en aquel lugar frecuentado por los efrits. Entonces ellos le refirieron la historia desde el principio hasta el fin. Y apenas se había sentado, cuando un tercer jeque se dirigió hacia ellos, llevando una mula color de estornino. Les deseó la paz y les preguntó por qué estaban sentados en aquel sitio. Y los otros le contaron la historia desde el principio hasta el fin. Pero no es de ninguna utilidad repetirla.

A todo esto, se levantó un violento torbellino de polvo en el centro de aquella pradera. Descargó una tormenta, se disipó después el polvo y apareció el efrit con un alfanje muy afilado en una mano y brotándole chispas de los ojos. Se acercó al grupo, y dijo cogiendo al mercader: «Ven para que yo te mate como mataste á aquel hijo mío, que era el aliento de mi vida y el fuego de mi corazón.» Entonces se echó á llorar el mercader, y los tres jeques empezaron también á llorar, á gemir y á suspirar.

Pero el primero de ellos, el dueño de la gacela, acabó por tomar ánimos, y besando la mano del efrit, le dijo: «¡Oh efrit, jefe de los efrits y de su corona! Si te cuento lo que me ocurrió con esta gacela y te maravilla mi historia, ¿me recompensarás con el tercio de la sangre de este mercader?» Y el efrit dijo: «Verdaderamente que sí, venerable jeque. Si me cuentas la historia y yo la encuentro extraordinaria, te concederé el tercio de esta sangre.»

Cuento del primer jeque

El primer jeque dijo:

«Sabe, ¡oh gran efrit! que esta gacela era la hija de mi tío[2], carne de mi carne y sangre de mi sangre. Cuando esta mujer era todavía muy joven, nos casamos, y vivimos juntos cerca de treinta años. Pero Alah no me concedió tener de ella ningún hijo. Por eso tomé una concubina, que, gracias á Alah, me dió un hijo varón, más hermoso que la luna cuando sale. Tenía unos ojos magníficos, sus cejas se juntaban y sus miembros eran perfectos. Creció poco á poco, hasta llegar á los quince años. En aquella época tuve que marchar á una población lejana, donde reclamaba mi presencia un gran negocio de comercio.

La hija de mi tío, ó sea esta gacela, estaba iniciada desde su infancia en la brujería y el arte de los encantamientos. Con la ciencia de su magia transformó á mi hijo en ternerillo, y á su madre, la esclava, en una vaca, y los entregó al mayoral de nuestro ganado.

Después de bastante tiempo, regresé del viaje; pregunté por mi hijo y por mi esclava, y la hija de mi tío me dijo: «Tu esclava ha muerto, y tu hijo se escapó y no sabemos de él.» Entonces, durante un año estuve bajo el peso de la aflicción de mi corazón y el llanto de mis ojos.

Llegada la fiesta anual del día de los Sacrificios, ordené al mayoral que me reservara una de las mejores vacas, y me trajo la más gorda de todas, que era mi esclava encantada por esta gacela. Remangado mi brazo, levanté los faldones de la túnica, y ya me disponía al sacrificio, cuchillo en mano, cuando de pronto la vaca prorrumpió en lamentos y derramaba lágrimas abundantes. Entonces me detuve, y la entregué al mayoral para que la sacrificase; pero al desollarla no se le encontró ni carne ni grasa, pues sólo tenía los huesos y el pellejo. Me arrepentí de haberla matado, pero ¿de qué servía ya el arrepentimiento? Se la di al mayoral, y le dije: «Tráeme un becerro bien gordo.» Y me trajo á mi hijo convertido en ternero.

Cuando el ternero me vió, rompió la cuerda, se me acercó corriendo, y se revolcó á mis pies, pero ¡con qué lamentos! ¡con qué llantos! Entonces tuve piedad de él, y le dije al mayoral: «Tráeme otra vaca, y deja con vida este ternero.»


En este punto de su narración, vió Schahrazada que iba á amanecer, y se calló discretamente, sin aprovecharse más del permiso. Entonces su hermana Doniazada le dijo: «¡Oh hermana mía! ¡Cuán dulces y cuán sabrosas son tus palabras llenas de delicia!» Schahrazada contestó: «Pues nada son comparadas con lo que os podría contar la noche próxima, si vivo todavía y el rey quiere conservarme.» Y el rey dijo para sí: «¡Por Alah! No la mataré hasta que haya oído la continuación de su historia.»

Después, el rey y Schahrazada pasaron toda la noche abrazados. Luego marchó el rey á presidir su tribunal. Y vió llegar al visir, que llevaba debajo del brazo un sudario para Schahrazada, á la cual creía muerta. Pero nada le dijo de esto el rey, y siguió administrando justicia, designando á unos para los empleos, destituyendo á otros, hasta que acabó el

día. Y el visir se fué perplejo, en el colmo del asombro, al saber que su hija vivía.

Cuando hubo terminado el diván[3], el rey Schahriar volvió á su palacio.


PERO CUANDO LLEGÓ
LA 2.ª NOCHE
Doniazada dijo á su hermana Schahrazada: «¡Oh hermana mía! Te ruego que acabes la historia del mercader y el efrit.» Y Schahrazada respondió: «De todo corazón y como debido homenaje, siempre que el rey me lo permita.» Y el rey ordenó: «Puedes hablar.»

Ella dijo:


He llegado á saber, ¡oh rey afortunado, dotado de ideas justas y rectas! que cuando el mercader vió llorar al ternero, se enterneció su corazón, y dijo al mayoral: «Deja ese ternero con el ganado.»

Y á todo esto, el efrit se asombraba prodigiosamente de esta historia asombrosa. Y el jeque dueño de la gacela prosiguió de este modo:

«¡Oh señor de los reyes de los efrits! todo esto aconteció. La hija de mi tío, esta gacela, hallábase allí mirando, y decía: «Debemos sacrificar ese ternero tan gordo.» Pero yo, por lástima, no podía de- cidirme, y mandé al mayoral que de nuevo se lo llevara, obedeciéndome él.

Al segundo día, estaba yo sentado, cuando se me acercó el pastor y me dijo: «¡Oh amo mío! Voy á enterarte de algo que te alegrará. Esta buena nueva bien merece una gratificación.» Y yo le contesté: «Cuenta con ella.» Y me dijo: «¡Oh mercader ilustre! Mi hija es bruja, pues aprendió la brujería de una vieja que vivía con nosotros. Ayer, cuando me diste el ternero, entré con él en la habitación de mi hija, y ella, apenas lo vió, cubrióse con el velo la cara, echándose á llorar y después á reir. Luego me dijo: «Padre, ¿tan poco valgo para ti que dejas entrar hombres en mi aposento?» Yo repuse: «Pero ¿dónde están esos hombres? ¿Y por qué lloras y ríes así?» Y ella me dijo: «El ternero que traes contigo es hijo de nuestro amo el mercader, pero está encantado. Y es su madrastra la que lo ha encantado, y á su madre con él. Me he reído al verle bajo esa forma de becerro. Y si he llorado es á causa de la madre del becerro, que fué sacrificada por el padre.» Estas palabras de mi hija me sorprendieron mucho, y aguardaré con impaciencia que volviese la mañana para venir á enterarte de todo.»

Cuando oí, ¡oh poderoso efrit!—prosiguió el jeque—lo que me decía el mayoral, salí con él á toda prisa, y sin haber bebido vino creíame embriagado por el inmenso júbilo y por la gran felicidad que sentía al recobrar á mi hijo. Cuando llegué á casa del mayoral, la joven me deseó la paz y me besó la mano, y luego se me acercó el ternero, revolcándose á mis pies. Pregunté entonces á la hija del mayoral: «¿Es cierto lo que afirmas de este ternero?» Y ella dijo: «Cierto, sin duda alguna. Es tu hijo, la llama de tu corazón.» Y le supliqué: «¡Oh gentil y caritativa joven! si desencantas á mi hijo, te daré cuantos ganados y fincas tengo al cuidado de tu padre.» Sonrió al oir estas palabras, y dijo: «Sólo aceptaré la riqueza con dos condiciones: la primera, que me casaré con tu hijo, y la segunda, que me dejarás encantar y aprisionar á quien yo desee. De lo contrario, no respondo de mi eficacia contra las perfidias de tu mujer.»

Cuando yo oí, ¡oh poderoso efrit! las palabras de la hija del mayoral, le dije: «Sea, y por añadidura tendrás las riquezas que tu padre me administra. En cuanto á la hija de mi tío, te permito que dispongas de su sangre.»

Apenas escuchó ella mis palabras, cogió una cacerola de cobre, llenándola de agua y pronunciando sus conjuros mágicos. Después roció con el líquido al ternero, y le dijo: «Si Alah te creó ternero, sigue ternero, sin cambiar de forma; pero si estás encantado, recobra tu figura primera con el permiso de Alah el Altísimo.»

E inmediatamente el ternero empezó á agitarse y volvió á adquirir la forma humana. Entonces, arrojándome en sus brazos, le besé. Y luego le dije: «¡Por Alah sobre ti! Cuéntame lo que la hija de mi tío hizo contigo y con tu madre.» Y me contó cuanto les había ocurrido. Y yo dije entonces: «¡Ah, hijo mío! Alah, dueño de los destinos, reservaba á alguien para salvarte y salvar tus derechos.»

Después de esto, ¡oh buen efrit! casé á mi hijo con la hija del mayoral. Y ella, merced á su ciencia de brujería, encantó á la hija de mi tío, transformándola en esta gacela que tú ves. Al pasar por aquí encontréme con estas buenas gentes, les pregunté qué hacían, y por ellas supe lo ocurrido á este mercader, y hube de sentarme para ver lo que pudiese sobrevenir. Y esta es mi historia.»

Entonces exclamó el efrit: «Historia realmente muy asombrosa. Por eso te concedo como gracia el tercio de la sangre que pides.»

En este momento se acercó el segundo jeque, el de los lebreles negros, y dijo:


Cuento del segundo jeque


«Sabe, ¡oh señor de los reyes de los efrits! que estos dos perros son mis hermanos mayores y yo soy el tercero. Al morir nuestro padre, nos dejó en herencia tres mil dinares[4]. Yo, con mi parte, abrí una tienda y me puse á vender y comprar. Uno de mis hermanos, comerciante también, se dedicó á viajar con las caravanas, y estuvo ausente un año. Cuando regresó no le quedaba nada de su herencia. Entonces le dije: «¡Oh hermano mío! ¿no te había aconsejado que no viajaras?» Y echándose á llorar, me contestó: «Hermano, Alah, que es grande y poderoso, lo dispuso así. No pueden serme de provecho ya tus palabras, puesto que nada tengo ahora.» Le llevé conmigo á la tienda, lo acompañé luego al hammam[5] y le regalé un magnífico traje de la mejor clase. Después nos sentamos á comer, y le dije: «Hermano, voy á hacer la cuenta de lo que produce mi tienda en un año, sin tocar al capital, y nos partiremos las ganancias.» Y, efectivamente, hice la cuenta, y hallé un beneficio anual de mil dinares. Entonces di gracias á Alah, que es poderoso y grande, y dividí la ganancia luego entre mi hermano y yo. Y así vivimos juntos días y días.

Pero de nuevo mis hermanos desearon marcharse, y pretendían que yo les acompañase. No acepté y les dije: «¿Qué habéis ganado con viajar, para que así pueda yo tentarme de imitaros?» Entonces empezaron á dirigirme reconvenciones, pero sin ningún fruto, pues no les hice caso, y seguimos comerciando en nuestras tiendas otro año. Otra vez volvieron á proponerme el viaje, oponiéndome yo también, y así pasaron seis años más. Al fin acabaron por convencerme, y les dije: «Hermanos, contemos el dinero que tenemos.» Contamos, y dimos con un total de seis mil dinares. Entonces les dije: «Enterremos la mitad, para poderla utilizar si nos ocurriese una desgracia, y tomemos mil dinares cada uno para comerciar al por menor.» Y contestaron: «¡Alah favorezca la idea!» Cogí el dinero y lo dividí en dos partes iguales; enterré tres mil dinares y los otros tres mil los repartí juiciosamente entre nosotros tres. Después compramos varias mercaderías, fletamos un barco, llevamos á él todos nuestros efectos, y partimos.

Duró un mes entero el viaje, y llegamos á una ciudad, donde vendimos las mercaderías con una ganancia de diez dinares por dinar. Luego abandonamos la plaza.

Al llegar á orillas del mar encontramos á una mujer pobremente vestida, con ropas viejas y raídas. Se me acercó, me besó la mano, y me dijo: «Señor, ¿me puedes socorrer? ¿Quieres favorecerme? Yo, en cambio, sabré agradecer tus bondades.» Y le dije: «Te socorreré; mas no te creas obligada á la gratitud.» Y ella me respondió: «Señor, entonces cásate conmigo, llévame á tu país y te consagraré mi alma. Favoréceme, que yo soy de las que saben el valor de un beneficio. No te avergüences de mi humilde condición.» Al oir estas palabras, sentí piedad hacia ella, pues nada hay que no se haga mediante la voluntad de Alah, que es grande y poderoso. Me la llevé, la vestí con ricos trajes, hice tender magníficas alfombras en el barco para ella y le dispensé una hospitalaria acogida llena de cordialidad. Después zarpamos.

Mi corazón llegó á amarla con un gran amor, y no la abandoné ni de día ni de noche. Y como de los tres hermanos era yo el único que podía gozarla, estos hermanos míos sintieron celos, además de envidiarme por mis riquezas y por la calidad de mis mercaderías. Dirigían ávidas miradas sobre cuanto poseía yo, y se concertaron para matarme y repartirse mi dinero, porque el Cheitán[6] sin duda les hizo ver su mala acción con los más bellos colores.

Un día, cuando estaba yo durmiendo con mi esposa, llegaron hasta nosotros y nos cogieron, echándonos al mar. Mi esposa se despertó en el agua, y de súbito cambió de forma, convirtiéndose en efrita[7]. Me tomó sobre sus hombros y me depositó en una isla. Después desapareció durante toda la noche, regresando al amanecer, y me dijo: «¿No reconoces á tu esposa? Te he salvado de la muerte con ayuda del Altísimo. Porque has de saber que soy una efrita. Y desde el instante en que te vi, te amó mi corazón, simplemente porque Alah lo ha querido, y yo soy una creyente en Alah y en su Profeta, al cual Alah bendiga y preserve. Cuando me he acercado á ti en la pobre condición en que me hallaba, tú te aviniste de todos modos á casarte conmigo. Y yo, en justa gratitud, he impedido que perezcas ahogado. En cuanto á tus hermanos, siento el mayor furor contra ellos y es preciso que los mate.»

Asombrado de sus palabras, le di las gracias por su acción, y le dije: «No puedo consentir la pérdida de mis hermanos.» Luego le conté todo lo ocurrido con ellos, desde el principio hasta el fin, y me dijo entonces: «Esta noche volaré hacia la nave que los conduce, y la haré zozobrar para que sucumban.» Yo repliqué: «¡Por Alah sobre ti! No hagas eso, recuerda que el Maestro de los Proverbios dice: «¡Oh tú, compasivo del delincuente! Piensa que para el criminal es bastante castigo su mismo crimen», y además, considera que son mis hermanos.» Pero ella insistió: «Tengo que matarlos sin remedio.» Y en vano imploré su indulgencia. Después se echó á volar llevándome en sus hombros, y me dejó en la azotea de mi casa.

Abrí entonces las puertas y saqué los tres mil dinares del escondrijo. Luego abrí mi tienda, y después de hacer las visitas necesarias y los saludos de costumbre, compré nuevos géneros.

Llegada la noche, cerré la tienda, y al entrar en mis habitaciones encontré estos dos lebreles que estaban atados en un rincón. Al verme se levantaron, rompieron á llorar y se agarraron á mis ropas. Entonces acudió mi mujer, y me dijo: «Son tus hermanos.» Y yo le dije: «¿Quién los ha puesto en esta forma?» Y ella contestó: «Yo misma. He rogado á mi hermana, más versada que yo en artes de encantamiento, que los pusiera en ese estado. Diez años permanecerán así.»

Por eso, ¡oh efrit poderoso! me ves aquí, pues voy en busca de mi cuñada, á la que deseo suplicar los desencante, porque van ya transcurridos diez años. Al llegar me encontré con este buen hombre, y cuando supe su aventura, no quise marcharme hasta averiguar lo que sobreviniese entre tú y él. Y este es mi cuento.»


El efrit dijo: «Es realmente un cuento asombroso, por lo que te concedo otro tercio de la sangre destinada á rescatar el crimen.»


Entonces se adelantó el tercer jeque, dueño de la mula, y dijo al efrit: «Te contaré una historia más maravillosa que las de estos dos. Y tú me recompensarás con el resto de la sangre.» El efrit contestó: «Que así sea.»

Y el tercer jeque dijo:


Cuento del tercer jeque


«¡Oh sultán, jefe de los efrits! Esta mula que ves aquí era mi esposa. Una vez salí de viaje y estuve ausente todo un año. Terminados mis negocios, volví de noche, y al entrar en el cuarto de mi mujer, la encontré acostada sobre los tapices de la cama con un esclavo negro. Estaban conversando, y se besaban, haciéndose zalamerías, riendo y excitándose con juegos. Al verme ella, se levantó súbitamente y se abalanzó á mí con una vasija de agua en la mano; murmuró algunas palabras luego, y me dijo arrojándome el agua: «¡Sal de tu propia forma y reviste la de un perro!» Inmediatamente me convertí en perro, y mi esposa me echó de casa. Anduve vagando, hasta llegar á una carnicería, donde me puse á roer huesos. Al verme el carnicero, me cogió y me llevó con él.

Apenas penetramos en el cuarto de su hija, ésta se cubrió con el velo y recriminó á su padre: «¿Te parece bien lo que has hecho? Traes á un hombre y lo entras en mi habitación.» Y repuso el padre: «¿Pero dónde está ese hombre?» Ella contestó: «Ese perro es un hombre. Lo ha encantado una mujer; pero yo soy capaz de desencantarlo.» Y su padre le dijo: «¡Por Alah sobre ti! Devuélvele su forma, hija mía.» Ella cogió una vasija con agua, y después de murmurar un conjuro, me echó unas gotas y dijo: «¡Sal de esa forma y recobra la primitiva!» Entonces volví á mi forma humana, besé la mano de la joven, y le dije: «Quisiera que encantases á mi mujer, como ella me encantó.» Me dió entonces un frasco con agua, y me dijo: «Si encuentras dormida á tu mujer rocíala con esta agua y se convertirá en lo que quieras.» Efectivamente, la encontré dormida, le eché el agua, y dije: «¡Sal de esa forma y toma la de una mula!» Y al instante se transformó en una mula, y es la misma que aquí ves, sultán de reyes de los efrits.»


El efrit se volvió entonces hacia la mula, y le dijo: «¿Es verdad todo eso?» Y la mula movió la cabeza como afirmando: «Sí, sí; todo es verdad.»

Esta historia consiguió satisfacer al efrit, que, lleno de emoción y placer, hizo gracia al anciano del último tercio de la sangre.


En aquel momento Schahrazada vió aparecer la mañana, y discretamente dejó de hablar, sin aprovecharse más del permiso. Entonces su hermana Doniazada dijo: «¡Ah, hermana mía! ¡Cuán dulces, cuán amables y cuán deliciosas son en su frescura tus palabras!» Y Schahrazada contestó: «Nada es eso comparado con lo que te contaré la noche próxima, si vivo aún y el rey quiere conservarme.» Y el rey se dijo: «¡Por Alah! No la mataré hasta que le haya oído la continuación de su relato, que es asombroso.»
Después el rey y Schahrazada pasaron enlazados la noche hasta por la mañana. Entonces el rey marchó á la sala de justicia. Entraron el visir y los oficiales y se llenó el diván de gente. Y el rey juzgó, nombró, destituyó, despachó sus asuntos y dió órdenes hasta el fin del día. Luego se levantó el diván y el rey volvió á palacio.

PERO CUANDO LLEGÓ
LA 3.ª NOCHE
Doniazada dijo: «Hermana mía, te suplico que termines tu relato.» Y Schahrazada contestó: «Con toda la generosidad y simpatía de mi corazón.» Y prosiguió después:


He llegado á saber, ¡oh rey afortunado! que cuando el tercer jeque contó al efrit el más asombroso de los tres cuentos, el efrit se maravilló mucho, y emocionado y placentero, dijo: «Concedo el resto de la sangre por que había de redimirse el crimen, y dejo en libertad al mercader.»

Entonces el mercader, contentísimo, salió al encuentro de los jeques y les dió miles de gracias. Ellos, á su vez, le felicitaron por el indulto.

Y cada cual regresó á su país.


«Pero—añadió Schahrazada—es más asombrosa la historia del pescador.»

Y el rey dijo á Schahrazada: «¿Qué historia del pescador es ésa?»

Y Schahrazada dijo:


  1. Anciano respetable.
  2. Por eufemismo suelen llamar así los árabes á sus mujeres. No dicen suegro, sino tío; de modo que «la hija de mi tío» equivale á «mi mujer».
  3. La sesión de justicia. Otras veces, esta palabra designa la sala donde se celebra la sesión.
  4. El dinar equivale á diez pesetas aproximadamente.
  5. Nombre que los árabes dan al baño público.
  6. Satanás. El Maligno.
  7. Femenino de efrit.