Las nacionalidades :13
Las nacionalidades, Francisco Pi y Margall, 1876
Libro primero (Criterio para la reorganización de las naciones)
Capítulo XI
Estado de fuerza en que vive aún Europa. Polonia
Recorro la historia de Europa y no veo más que una larga y no interrumpida serie de mutuas invasiones. Ningún pueblo desperdicia jamás ocasión de ensanchar su territorio. No le importa que al efecto deba agregarse gentes de otra lengua, de otra raza, de otra religión, de otras leyes, de otras costas, de otros continentes. Inglaterra ocupa sin rubor parte de Francia; Francia, Alemania y España, parte de Italia; España, los Países Bajos; Rusia no halla ni en rios ni en mares ni en montañas fronteras que la detengan. Se disputan a veces dos o más naciones el territorio de otra; y allá, sobre el cuerpo de la víctima, se baten y se despedazan. Hay siempre en Europa uno o dos pueblos que pretenden ejercer sobre los demás cierto predominio, una como hegemonía parecida a la que sobre las ciudades de los antiguos griegos procuraron tener hoy Atenas, mañana Esparta, al otro día Tebas: de ordinario antojadizos y soberbios, dan margen a frecuentes usurpaciones y guerras. Cuando no las promueven ellos, las suscita ya el temor de los amenazados, ya el furor de los oprimidos, ya el general deseo de atajar la creciente tiranía.
Creerá tal vez el lector que todo esto, si acontecía en los pasados tiempos, no sucede ya en los presentes, donde más seguras las nociones de derecho, se respeta más la autonomía y la independencia de las naciones. Pero en este mismo siglo hemos visto invadidas y ocupadas por Francia, no sólo España, sino también otros pueblos del Continente; a casi toda Europa, hecha jirones al capricho de Bonaparte; a los reyes del Norte, coligándose contra el imperio napoleónico y rasgándole con ira dentro de los muros de Vienaí a Rusia, avanzando sobre el Cáucaso y el mar Báltico y unciendo al yugo viejas naciones; a Inglaterra y Francia, deponiendo sus odios y uniendo sus enemigas banderas para atajar el paso de los zares a Constantinopla; a Alemania, arrancando a Dinamarca los ducados de Elba; a Francia y Prusia, disputándose las orillas del Rin y la prepotencia en Europa. Hoy, como ayer, existen naciones que pretenden tener a las otras como en tutela; y hoy como ayer, las hay que son para las demás un constante peligro. ¿Qué hemos adelantado con formar grandes pueblos? Reemplazar las pequeñas por las grandes guerras; entregar la mitad de Europa a una sola familia; y, para mayor riesgo, permitir que Rusia extienda sus dominios al Sur y al Norte de Asia, y corra por el estrecho de Behring, a darse la mano con América. ¿Quién detendrá al coloso?
Se reproduce hoy la teoría de las nacionalidades; y, ¡ay!, no se ve que sólo se busca en ella medios de superioridad y de engrandecimiento. Obsérvese la conducta de Prusia en la reconstitución de Alemania. Alemania era ya, bien o mal organizada, una confederación, un pueblo. Tenía, si no un emperador, una Dieta que le servía de núcleo. Pero estaban en la confederación Prusia y Austria, y quería cada cual que su voto pesara más en la balanza de los negocios. Prusia pensó, ante todo, en deshacerse de su rival, y por ahí comenzó su obra. Vencedora en Sadowa, se apresuró a declarar disuelta la antigua confederación y excluir de la nueva al Austria.
No limitó aquí su ambición el rey de Prusia. Con el propósito de asegurar para más adelante su decisiva influencia sobre Alemania, no perdonó medio para engrandecer sus propios Estados. Hizo completamente suyo el Schleswig-Holstein; se apoderó de la ciudad libre de Francfort, del ducado de Nassau, de la Hessse-Electoral, de todo el reino de Hannover, y ganó de un golpe 1.300 millas cuadradas de terreno, 4.000.000 de súbditos. Si quería de buena fe la nueva confederación, si pensaba unirla con vínculos más fuertes de los que nunca tuvo, si ya ningún alemán había de ser extranjero en tierra alemana, ¿a qué esas inicuas usurpaciones y violentos despojos?
Quiso Prusia ser la nación preponderante de Alemania para hacer después de Alemania la nación preponderante de Europa. ¿Quién se lo había de estorbar? ¿Francia, que estaba entonces realmente a la cabeza de las demás naciones? Se aprestó cautelosamente a luchar con Francia, y luego que pudo, fué a humillarla en los campos de batalla. La tenía vencida en Sedán y habría podido imponerle humillantes condiciones; pero quiso abatirla más presentándola a los ojos del mundo rota y destrozada por los píes de sus caballos, y continuó la guerra. ¡Siempre la misma lucha! ¡Siempre el mismo afán por levantarse unas sobre otras las naciones!
Italia, no lo dude ei lector, abriga los mismos pensamientos. No los descubre porque siente aún vacilar el suelo bajo sus plantas. Sí no los tuviera, se los harían concebir por otra parte los recelos de las demás naciones de su raza. Napoleón III, en un momento de entusiasmo, quizá más para quebrantar al Austria que para favorecer los intentos de los reyes de Cerdeña, pasó con sus soldados los Alpes, resuelto a emancipar a Italia. De repente, vencida el Austria en Solferino, firmó, contra lo que esperaba Europa, la paz de Villafranca, y se limitó a enlazar con la corona de los sardos la de Lombardía. ¿Qué le asustó? ¿Qué le detuvo? ¡Oh! No fueron ni la revolución ni el catolicismo: fue, sí, el temor de levantar una nación que pudiera ser un día rival de Francia. Se encontró ya Napoleón sin fuerza para contener el movimiento a que, poco previsor, habia dado impulso; pero le suscitó uno tras otro obstáculos. El fué quien detuvo a la casa de Saboya cuando, ya señora de Parma, de Módena, de parte de los Estados Pontificios, de Nápoles, de Venecia, quería marchar sobre Roma y restablecer el Capitolio. No pudo Victor Manuel entrar en la ciudad del Tíber sino después de rotos en Sedán los ejércitos de Francia.
No era sólo Napoleón el que temía en Francia la unidad de Italia. Porque la temía la combatió Proudhon; y porque la temía la miraba Thiers con malos ojos. Roma ha sido en la antigüedad la domadora de los pueblos y la cabeza del imperio de Occidente: dadas las ideas de predominio que agitan aún el mundo, no sería de extrañar que pretendiese llevar como a remolque las gentes de su raza. No ha mucho tenia sentado en el trono de España a un hijo de sus reyes; hoy tiene aún en el de Portugal a una de las hijas. Y no perdona medio ni pierde coyuntura para terciar en las cuestiones y hacerse oír en los Consejos de Europa.
Si Italia y Prusia estuvieran con sinceridad por la reconstitución de las naciones, si lo estuviera sobre todo Prusia, ¿habíamos de ver aún sin reparación y sin castigo uno de los más grandes crímenes que registra la historia de los pueblos? Hace un siglo que está descuartizada Polonia y repartida entre las naciones del Norte. Por tres veces se la dividieron Rusia, Austria y Prusia con escándalo del orbe. Vanas fueron las protestas de los infelices polacos: Europa los abandonó y se hizo sorda a la voz del derecho y la justicia. No les tendió la mano ni cuando les vió alzarse en armas contra los opresores y pelear como héroes a la sombra de Poniatowski o de Kosciusko.
Creó Napoleón el gran ducado de Varsovia; pero ni con esto organizó a Polonia ni dio fuerzas a los polacos para que reconquistasen y mantuviesen íntegro el suelo de la patria. El ducado fue distribuido de nuevo entre Rusia y Prusia por el Congreso de Viena.
Siquiera aquel Congreso exigió de Rusia que conservara la autonomía de Polonia, es decir, de la parte de Polonia que se le entregaba. Obedecieron los zares y concedieron a sus polacos hasta el derecho de votar en una Dieta las contribuciones y discutir las leyes; pero ¿cómo no habían de sobreponer su autoridad a la de la Asamblea monarcas que no la tenian limitada en lo demás de su imperio? La sobrepusieron, provocaron otra rebelión, y al sofocarla, borraron hasta los últimos vestigios de la nacionalidad polaca. Callaron las potencias todas de Europa, como si no vieran rotos los tratados de Viena: ni una voz tuvieron para condenar el brutal furor con que se había tratado a los insurrectos. Callaron en 1831 y callaron en 1863, postrer esfuerzo de los polacos por su independencia.
¡Y qué! ¿No era Polonia una nación tanto o más respetable que las mejores del mundo? Databa, cuando menos, del siglo VIII. Ya bajo la corona ducal, ya bajo la monarquía hereditaria, ya bajo la electiva, llevaba diez siglos de existencia. Tenía límites bastante bien definidos: ocupaba el territorio comprendido de Mediodía a Norte entre el mar Negro y el Báltico; de Oriente a Occidente, entre el Dniéper y el Oder. Su población era eslava, de la rama de los letones; su lengua, especial; especiales su constitución, sus leyes y sus costumbres. No se había formado tan vasto reino de un golpe, había tenido sus anexiones y sus desmembramientos, pero siempre la misma base. Había ganado en el siglo XIV a la Lituania y no había dejado de poseerla. Poseía también desde el siglo XV la parte occidental de Prusia.
Prusia, que es hoy la primera en invocar la teoría de las nacionalidades, ¿por qué no empieza por desprenderse del ducado de Posen? Posen, ¿es acaso alemán? ¿Hablan alemán sus hijos? Ya que no le sea posible arrancar el resto de Polonia a Rusia y Austria, ¿no podría por lo menos Prusia entablar en el terreno diplomático la cuestión de reorganizar aquel pueblo, y, en tanto que se la resolviese, declarar autónomo a Posen? ¡Ah! No lo hará, que harto dejó conocer su ambición y su pensamiento. No renunciará ni a Posen, ni a Lituania, ni a metro alguno de tierra que haya bien o mal adquirido, y usurpará en cambio lo que pueda.