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Las nacionalidades :14

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Las nacionalidades, Francisco Pi y Margall, 1876


Libro primero (Criterio para la reorganización de las naciones)


Capítulo XII

Solución del problema. Cómo cabe reconstituir las naciones

Se extrañará tal vez que abogue tan calurosamente en favor de Polonia. Esto me lleva como por la mano a decir lo que sobre las nacionalidades pienso. Los pueblos deben ser dueños de sí mismos. Contra los extraños que los dominan entiendo yo, como los antiguos romanos, que tienen constante derecho: Adversus hostem aeterna auctoritas esto. Debe, en mi opinión, ser así, y así es: hallo sobre este punto de acuerdo la razón y la historia. Por esto he dicho antes que los turcos están destinados a desaparecer de Europa. Por la misma razón sostengo ahora que deben abandonar la tierra de Polonia austríacos, prusianos y rusos.

A veces, sin embargo, los pueblos renuncian a este derecho contra sus dominadores: pudiendo rechazarlos, no los rechazan. Veamos cuándo sucede. Sucede cuando, asimilables dominadores y dominados por la identidad o la afinidad de raza, llegan a la larga a fundirse. Sucede cuando esta fuerza de asimilación, lejos de venir contrariada, viene favorecida por la política de los Gobiernos; cuando los Gobiernos establecen igualdad de condiciones y de derechos para dominados y dominadores. Sucede principalmente cuando los dominadores respetan la autonomía de los pueblos vencidos y no la menoscaban sino para la dirección y el régimen de los intereses comunes. Desaparecen entonces los signos de la dominación, se acepta de buen grado lo que por la violencia se impuso; y sí no cesa el derecho contra los conquistadores, cesa por lo menos la razón de ejercerlo.

Por esto italianos, franceses, españoles y griegos fuimos al fin romanos; por esto nosotros más tarde nos identificamos con los godos; por esto hoy pueblos agregados de ayer a la República de Wáshington viven con ella voluntariamente, a pesar de la diversidad de raza y de lengua.

La fuerza de asimilación de los romanos para con los europeos nadie se atreverá a negarla. Establecieron entre ellos y los italianos igualdad de condiciones y derechos ya antes de caer la República; entre ellos y los demás pueblos sometidos a sus armas, sólo en los tiempos de Caracalla, pero después de haber concedido tan profusamente, sobre todo desde Julio César, el titulo de ciudadano de Roma, que ya bajo el imperio de Claudio, en el primer siglo de la Iglesia, lo disfrutaban, según Tácito, más de 5.600.000 hombres; según Eusebio, cerca de 7.000.000. Otorgaban con facilidad a los vencidos las prerrogativas de la ciudadanía y no les imponían jamás ni su religión ni su lengua. No solían imponerles ni siquiera sus leyes: a los Municipios les dejaban la libertad de regirse por las propias hasta en lo político. Yerra grandemente el que crea que, llevados de la unidad, no bien conquistaban una nación, la sometían, ya que no a un solo culto, a un solo derecho: aun dentro de cada nación toleraban y hasta reconocían variedad de fueros. Acá, en España, Itálica era uno de tantos Municipios. Quiso en tiempo de Adriano entrar en el derecho general de las colonias, in jus coloniarum y lo solicitó en forma. Adriano, lejos de aplaudirlo, manifestó en el Senado la extrañeza que le causaba ver a su ciudad natal desprendiéndose de la autonomía. Aun bajo el imperio, había aquí pueblos que no eran sino confederados de Roma, La unidad que más tarde consiguieron la dejaron aquellos conquistadores a la acción del tiempo, a la excelencia de sus instituciones y su idioma, a la autoridad judicial de sus pretores, al aumento de relaciones con los indígenas, a la mezcla cada dia mayor de vencedores y vencidos, a la circunstancia de estar abiertos para los hombres de todas las provincias el Senado, las magistraturas y hasta el trono de los Césares. Los pueblos sojuzgados, considerándose de día en dia latinos, aceptaron al fin un yugo que algunos, como el nuestro, habían rechazado durante siglos.

La conducta de los godos era aún más eficaz que la de los romanos para la fusión de vencidos y vencedores. Al invadir los godos a España reservaron a los vencidos la tercera parte de la tierra. Escribieron a poco el Código de Eurico y declararon que era sólo para los vencedores. A los vencidos no sólo les dejaron las antiguas leyes, sino que también se las resumieron en el Breviario de Aniano. Fueron de cada día acomodándose al Derecho de Roma, que era el de los vencidos, e hicieron así posible la sumisión de los dos pueblos a un solo código; hecho que se verificó en tiempo de Chindasvinto. Tomaron de Roma hasta las instituciones políticas y la lengua, nuevo medio de confundirse con los indígenas. Habían prohibido en un principio el matrimonio entre personas de las dos razas; lo autorizaron en tiempo de Recesvinto.

Aceleró otro hecho la fusión de los españoles y los godos. Cuando vinieron los godos a España, habían abrazado ya el cristianismo, pero eran arrianos. Católicos los españoles, los miraban como herejes y tenían un motivo más para no quererlos. Leovigildo, abjurando el arrianismo al borde del sepulcro, decidió a los suyos en favor del catolicismo, y acercó por la unidad religiosa los corazones de entrambos pueblos. Recaredo, su hijo, llevó a más las cosas: dió grande importancia a los concilios y los hizo un verdadero poder político. Ahora bien: los obispos eran españoles; los españoles llegaron por ahí a compartir con los grandes, que eran godos, la gobernación del reino. Derribadas así una por una las vallas que separaban a dominadores y dominados, apenas formábamos ya más que un pueblo al venir los árabes.

Todos estos recursos eran, sin embargo, lentísimos al lado del que hoy emplea la República de Wáshington. No contaba esta República federativa, al constituirse, más que trece Estados; hoy cuenta treinta y cinco. Entre los nuevos, proceden algunos ds haberse dividido en dos los antiguos; otros, de colonias establecidas en tierras incultas que han ido creciendo, extendiéndose y formando pequeñas naciones. Los hay, empero, adquiridos ya por compra, ya por la guerra. En 1803 compró la República, a Francia, la Luisiana; en 1820 compró a España la Florida, Por la guerra tomó, en 1796, Michigán, a los ingleses, y los obligó, en 1848, a cederle del Oregón todo lo que hoy forma el Estado del mismo nombre; por la guerra tomó, en 1848, a Méjico, la Nueva California. Dos años antes se había hecho con Tejas por la libre voluntad de los que la habitaban.

Fuera de los treinta y cinco Estados, posee la República inmensas comarcas que adquirió asimismo ya por contrato, ya por la fuerza. En 1848 no se satisfizo con arrancar a los mejicanos la Nueva California; les arrebató Nueva Méjico y toda la tierra al Oriente del rio Norte. Ahora, recientemente, ha comprado la América rusa.

Calcúlese la diversidad de razas, de lenguas, de religiones, de costumbres, que ha de haber en aquella República. Auméntala aún la constante emigración de gentes de todas las naciones de Europa que van a buscar allí un alivio al pauperismo que nos aflige. No hay, con todo, un pueblo que suspire por su independencia; todos aceptan pronto el yugo de la Metrópoli. El procedimiento de que se vale la República para obtener este resultado nace del principio que la constituye; es sencillísimo. Que se trate de pueblos comprados, que de pueblos vencidos, la nación no les priva un solo momento ni de la religión que profesan, ni de la lengua que hablan, ni de las leyes por que se rigen. Les impone, y sólo temporalmente, autoridades que los gobiernen y los mantengan en la obediencia. Los eleva pronto a la categoría de territorios, con lo que les da el derecho de enviar al Congreso Central delegados con voz en todos los negocios que a ellos se refieran, y la facultad de elegirse un cuerpo legislativo, cuyos acuerdos son válidos mediante la aprobación de aquella Asamblea. Los erige más tarde en Estados y los pone a nivel de los demás de la República. Tienen ya desde entonces completa autonomía en lo que no ha reservado la Constitución a los poderes federales; tienen Gobierno propio.

Así las cosas, ¿qué podría encender en aquellas gentes el deseo de separarse de la República? En nada sienten menoscabada su autonomía, y tienen más segura la existencia, más protegido el orden y el comercio, más fácil la contratación, más extensos los mercados, más vida, más sombra, más grandeza. Como, por otra parte, es democrática la República, gozan, de amplia libertad de pensamiento y de conciencia, don que sólo pueden estimar los que lo disfrutaron y perdieron. No rinden tributo a sus antiguos señores; contribuyen sólo en la proporción que ellos a las cargas generales del Estado; pagan, como todos los pueblos libres, los servicios que del Estado reciben.

Sólo pudo serles penoso el tiempo que tardaron en ser Estados, y éste no le prolonga la República como cuenten más de 6.000 habítantes. Michigán, adquirido, como he dicho, en 1796, era, en 1805, territorio; en 1836, Estado. La Luisiana, comprada en 1803, era Estado en 1812. La Florida lo era en 1845. California, tomada en 1848, lo era en 1850. El Oregón, cedido en 1846, era territorio en 1850. Estado en 1858. Quizá no tarden mucho en ser Estados los nueve territorios que hoy existen, ni en ser territorio la América rusa. No hablo de territorio indio, porque éste, como destinado a refugio de las tribus indígenas que se arroja de los Estados, está fuera del sistema de la República. Viven y se gobiernan allí las tribus a su albedrío.

Se me dirá que intentaron, en 1861, separarse de la nación no uno, sino muchos Estados. Pero éstos, en primer lugar, no se alzaron cada uno por su independencia, sino para formar la Confederación del Sur, enfrente de la del Norte. Tratábase de la cuestión de la esclavitud, que afectaba mucho menos los intereses del Septentrión que los del Mediodía; y los Estados del Mediodía, viendo amenazadas sus fortunas, prefirieron romper los vínculos de la federación a ver abolida de improviso la servidumbre. ¿Se sublevaron porque contra su voluntad hubiesen pasado a formar parte de la República? Figuraban entre los separatistas las dos Carolinas, Georgia y parte de Virginia, que pertenecían al grupo de los Estados primitivos; entre los federales, Oregón y Michigán, unidos a la nación más tarde. En el hecho de seguir todos los Estados del Norte una bandera y otra los del Mediodía, está la prueba inequívoca de que para nada influía en la actitud de unos y otros su respectivo origen.

Todo esto es, a no dudarlo, significativo. Si los pueblos pueden aceptar aun lo que más instintivamente rechazan, su violenta agregación a otro pueblo; si para que la acepten basta que se les respete su género de vida y se los ponga en igualdad de condiciones y derechos con los vencedores; si aun sin fusión de ninguna clase pueden, por el sistema norteamericano, vivir en buena paz y armonia con usurpadores de que los separe la raza, la lengua, la religión y las leyes, es evidente que no está la base y el criterio de las nacionalidades ni en la identidad de leyes, ni en la de lengua, ni en la de raza; tanto menos cuando, según hemos visto, aquí pueblos de igual familia, allí pueblos que hablan un mismo idioma, más allá pueblos que adoran a un mismo Dios y se rigen por los mismos códigos, viven separados, no sólo por las fronteras, sino también, con harta frecuencia, por la rivalidad y el odio.

Dentro de la misma Europa hay una nación que corrobora lo que estoy diciendo. Me refiero a Suiza, compuesta de veintidós cantones o Estados. De estos cantones, unos son por su origen alemanes, otros franceses, otro italiano; unos son protestantes, otros católicos; unos entraron libremente en ia Confederación, otros por la fuerza; unos empezaron por ser meros aliados de la República, otros meros súbditos. Viven, sin embargo, formando todos tranquilamente un solo cuerpo, sobre todo desde que establecieron en toda su pureza los principios democráticos, y como los Estados Unidos, les dieron la nación por salvaguardia y escudo. Se habían declarado independientes algunos en tiempo de Bonaparte y recibieron luego hasta como un favor que se les volviera al seno de su antigua patria.

¿Por qué aquí también esa unión voluntaria de pueblos tan heterogéneos? Porque hay en Suiza la misma organización política que en la República de Wáshington; porque aquí también tiene cada Estado su Constitución y su Gobierno, y es en su vida interior completamente autónomo; porque la acción del poder federal está aquí también limitada a los comunes intereses, y los cantones reciben del Gobierno Central más de lo que en tiempo alguno les concedieron.

¿A qué, pues, empeñarnos en reconstituir las naciones por ninguno de los criterios que he examinado y combatido? ¿Qué conviene más: que acuartelemos, por decirlo así, las razas, o las mezclemos y confundamos? ¿Que separemos a los hombres por las lenguas que hablen, o los unamos y por este medio enriquezcamos todos los idiomas? ¿Que dividamos a los pueblos por las leyes que los rijan, o los agrupemos y por los conflictos que de la diversidad surjan hagamos sentir la necesidad de un solo derecho? ¿Que nos acostumbremos a ver en las cordilleras, los mares y los ríos muros insuperables, o no veamos en ellos sino accidentes de la Naturaleza, sin influjo alguno en la distribución de nuestro linaje? ¿Que disgreguemos al fin a los hombres por la religión que profesen, medio el más a propósito para que se establezca y afirme en todas partes la intolerancia, o hacinemos a los sectarios de todos los dogmas para que, mutuamente, se respeten y comprendan que la moral tiene su más firme asiento en la conciencia?

Derribar y no levantar vallas debe ser el fin de la política. Tengo para mí que aun siendo aplicable a la formación de las naciones alguno de los criterios de que me hice cargo, debería rechazársele como por él hubiésemos de separar más a los pueblos. Por grandes que hoy fuesen nuestros afanes, no habríamos de conseguir que el hombre tomase la Humanidad por familia y la Tierra por patria; abstengámonos, por lo menos, de hacer nada que contraríe la realización de ese bello ideal de la vida. Agrandemos en los espíritus la noción de la patria, ya que no podemos generalizarla; enseñemos a nuestros semejantes a vivir con hombres de otras razas y aun de otros colores, no sólo en relación de comercio, sino también en comunidad de ideas y de sentimientos.

El medio es conocido. Como en Suiza y los Estados Unidos de América se han acercado y son miembros vivos de una misma República hombres y pueblos de distintas razas, lenguas y leyes, se pueden acercar y ser miembros de un mismo cuerpo social otros pueblos y otras naciones. Se resuelven así fácilmente todos los problemas que he planteado, y no es difícil llegar a la formación de un poder europeo. Dejarían de seguro de ser los irlandeses una perturbación y un peligro para Inglaterra, los bretones para Francia, los vascos para España, los sicilianos para Italia, los bohemios para Austria, los polacos para Rusia, como todas estas naciones reconociesen la autonomía de los distintos pueblos que las componen y les asegurasen la libertad y el derecho. Ni sentirían entonces la repugnancia que ahora Portugal para formar parte de España, Bélgica para ser francesa, los principados del Danubio para unirse a Rusia, la misma Herzegovina para seguir bajo el imperio de Turquía. Ni ¿qué había de importar entonces a la Alsacia y la Lorena pertener a Francia o Alemania? Si Alemania, que es federal, llega a dejarlas regir por sí mismas en todo lo que sea lorenés o alsaciano, ¡ah!, no lo duden nuestros vecinos, serán pronto más alemanas que francesas.

Realizado el principio dentro de las naciones, no dejaría de llevarnos a ulteriores consecuencias. Está universalmente reconocido que hay un derecho de gentes. Cuántas violaciones sufra este derecho por no existir poderes encargados de aplicarlo y hacerlo cumplir, nos lo enseña una dolorosa práctica. De aquí nacen principalmente los conflictos internacionales y las guerras.

La vida de una nación no está, por otro lado, circunscrita a la nación misma; necesita para ser plena y regular del concurso de los demás pueblos. Lo necesita, por ejemplo, para empalmar sus ferrocarriles, enlazar el servicio de sus correos y el de sus telégrafos, corregir con acierto el arancel de sus aduanas, privar de asilo a sus crimínales, navegar libremente por todo el curso de ríos y mares interiores que vayan más allá de sus fronteras, abrirse pasos como el del Sund y estrechos como el de los Dardanelos, extender a tierras extrañas la circulación de sus productos, facilitar y activar los cambios.

Revela todo esto desde luego que hay un orden de intereses superior al de los nacionales; y es evidente que por la sola razón de que existen y constituyen categoría aparte, reclaman un orden especial de leyes, tribunales y poderes. Dado el sistema, ¿no seria lógico crear un poder internacíonal que, conociendo exclusivamente de esta clase de intereses, dejase intacta la autonomía de las naciones?

Sienten las naciones la falta de este poder y se ven frecuentemente obligadas a suplirla, ya por tratados, ya por congresos, ya por arbitrajes. Pero ¡son todos estos paliativos tan ineficaces! Esta es la hora en que, a pesar de los esfuerzos de Napoleón III, en quien no cabrá negar nunca miras generales, no ha sido posible llegar a la adopción de un solo sistema monetario para toda Europa. Hoy, con escándalo de la justicia, no son aún válidos los fallos de nuestros Tribunales en las demás naciones, ni los de los Tribunales extranjeros en España. Hoy no tenemos aún garantida la propiedad literaria en pueblos que hablan nuestra propia lengua. Hoy, para reparar los agravios internacionales, no disponemos todavía de otro procedimiento que el de la guerra, si los pueblos interesados no se avienen a someter a juicio de árbitros la decisión de sus discordias.

Pero no nos elevemos a tanta altura. No pensemos en organizar ni a la Humanidad ni a Europa mientras no tengamos definitivamente formadas las naciones. Hemos visto lo inaplicables que son los criterios hasta aquí propuestos para determinarlas, y lo eficaz que es, en cambio, para atraer y congregar pueblos el principio sobre que descansan en Europa Suiza, en América los Estados Unidos. Yo estoy por que, en vez de agitar el mundo para reconstituir naciones, fundándonos ya en la identidad de razas, ya en la de lengua, ya en la de creencias, ya en las llamadas fronteras naturales, agitación que no puede menos de traer incesantemente perturbado el orbe, se trabaje en todas partes por que se restituya la autonomia a los grupos que antes la tuvieron, dejándolos unidos a los actuales centros sólo para la defensa y el amparo de sus comunes intereses. Cuando esto suceda, no vacilo en decirlo, me parecerán insensatas e injustas cuantas guerras se promuevan bajo el pretexto o con el motivo más o menos fundado de corregir antiguas o fundar nuevas naciones; no tendré por racionales sino las que emprendan pueblos invadidos contra invasores que no hayan hecho lo necesario por asimilárselos, o aun haciéndolo, no lo hayan conseguido, o les impidan gobernarse por sí mismos. Me parecerían hoy santas las insurrecciones de Polonia; no ya justificadas las de Hungría, que sólo por vínculos federales permanece unida al Austria. El pacto purgó aquí el vicio de origen que pudo haber en la reunión de las dos naciones.