Ir al contenido

Las nacionalidades :7

De Wikisource, la biblioteca libre.

Las nacionalidades, Francisco Pi y Margall, 1876


Libro primero (Criterio para la reorganización de las naciones)


Capítulo V

El criterio histórico. Italia

Pues ¿y esas mismas Italia y Alemania que tanto han conmovido y ensangrentado a Europa para constituirse en naciones? Seré aquí más extenso.

Empiécese por observar que tardó en venir comprendida bajo el nombre de Italia gran parte del actual territorio. La Italia primitiva tenía al Norte, por frontera, no los Alpes, sino los Apeninos. Todas las llanuras entre estas dos cordilleras y los Abruzzos constituían la Galia Cisalpina, la patria de aquellos terribles galos que tantas veces llevaron el pavor al corazón de Roma, y para matarla no vacilaron en unir sus armas con las de Aníbal. Las crestas de los Apeninos y la margen izquierda del Rubicón, hoy río Pisatello, eran entonces los límites septemtrionales de Italia. Porque era el Rubicón el paso de las Galias a Italia, no podían cruzarlo con sus ejércitos los generales romanos; lo hizo César y bastó para que se le considerase en abierta rebelión contra la República. El espacio entre Sinigaglia y Rímini pasó a formar parte de Italia un siglo antes de Jesucristo; el valle del Po, antes de la nueva era. Y en verdad que así cabía tomar por fronteras naturales de Italia los Apeninos como los Alpes; tan relativo y arbitrario es el criterio de las fronteras naturales. Augusto fué el primero que extendió Italia a los Alpes y la dividió en once regiones.

No ocupaba, por cierto, una sola raza ni un solo pueblo la primitiva Italia. Mommsen, apoyándose en la filología, descubre en aquella región tres razas: la de los yapigas, la de los etruscos y la de los italiotas. La de los italiotas se dividió, según él, en dos grandes ramas: la de los latinos y la de los umbríos, de la que derivaban, entre otros pueblos, los marsos y los samnitas.

En los primeros tiempos históricos fué pronto a juntarse con esas razas la de los helenos, fundadores en Italia de tal número de colonias, que se daba a gran parte de la del Mediodía el nombre de Magna Grecia. Ni dejaron tampoco de aumentar los fenicios y los celtas las razas itálicas. Téngase en cuenta que dejo a un lado la Galia Cisalpina.

Las naciones independientes que había en la verdadera Italia el siglo IV antes de Jesucristo eran aún numerosísimas. Descollaban entre todas el Lacio, la Etruria y el Samnio, que se disputaron mucho tiempo la preeminencia y tuvieron por siglos indecisa la victoria.

Trescientos años de guerra, como llevo dicho, necesitó Roma para someter a esas tres naciones y a las demás de Italia. Sin contar las pequeñas, habia a la sazón en aquella tierra, además del Lacio, la Etruria y el Samnio, la Umbría, el Piceno, los Sabinos, la Apulia, la Campania, la Lucania, la Calabria, los Abruzzos, Sicilia, Cerdeña y Córcega. Componíase cada una de otras que habia unido o la federación, o la conquista. Tales eran, en el Lacio, los Equos, los Volscos y los Hérnicos; en la Umbría, los Sennones; en el Piceno, los Pelignos y los Marsos, etc., etc. No hablo aquí tampoco de la Galia Cisalpina, dividida en Traspadana y Cispadana, y repartida en multitud de pueblos, los principales Liguria y Venecia.

Constituyó al fin Italia un solo pueblo; pero como las demás regiones que conquistó Roma, Italia fué, ni más ni menos que Francia y España, una provincia de la gran República. Suponen algunos historiadores que Roma la consideró desde luego como parte y extensión de sí misma; pero no permiten creerlo ni la oposición del Senado a concederle los derechos de ciudadanía, ni la sangrienta lucha que, con el nombre de guerra social, se sostuvo antes de otorgárselos, ni el hecho de seguírsela sorteando después de la guerra para darle pretor que la mandara, ni el de haber designado Augusto cabalmente doce ciudades de Italia para recompensa de sus veteranos. Las demás provincias obtuvieron también, aunque más tarde, los derechos políticos de la Metrópoli.

Durante la Edad Media Italia sólo fué nación durante el reinado de Odoacro y el de los Ostrogodos, desde el año 476 al 533, unos cincuenta y siete años. Del 553 al 568 estuvo en poder de los griegos, y no fué más que una provincia del imperio de Oriente. En 568, invadida por los lombardos, se hizo ya pedazos. Los lombardos la daminaron por más de dos siglos, pero no toda. Su reino se extendía de los Alpes a los Apeninos y bajaba por las vertientes occidentales de esta cordillera hasta muy cerca de Roma. Abrazaba al Mediodía parte de lo que ha sido después reino de Nápoles; pero ese territorio, como alejado y separado del centro por el de otros pueblos, era poco menos que autónomo. En las fronteras del reino lombardo empezaba la Italia griega, que regía, desde Rávena, un exarca en nombre de los emperadores de Constantinopla. La formaban las costas septentrionales y occidentales del Adriático, los ducados de Nápoles y Roma y las playas de la Liguria, hoy golfo de Génova. Habia, además, en Italia, una república: la de Venecia.

En el siglo VIII, el año 726, existía ya otro Estado independiente. Roma, a consecuencia del furor iconoclasta de León III, se habia emancipado de Constantinopla y erigídose en una como república bajo la protección de los Papas. Vióse a poco amenazada por los lombardos, que acababan de apoderarse de gran parte de la Italia griega; y los Papas impetraron el auxilio de los francos. Con los francos quedó más dividida Italia. Arrancó Carlomagno a los lombardos gran parte de lo que en ella poseían, pero no el ducado de Benevento, que sólo pudo reducir a la condición de tributario. No tomó tampoco las costas del Mediodía. Hubo, así, en Italia, un reino franco, un ducado lombardo, un Estado romano, no ya del todo independiente, la República de Venecia, y, aunque más reducida que antes, una Italia griega. Los Papas mandaban no sólo en Roma, sino también en las playas del Adriático; mas reconociendo la soberanía de Carlomagno, que les había cedido el dominio útil de tan extenso territorio.

Habían nacido estas divisiones, cuando menos en parte, de causas ajenas a la voluntad de los habitantes; pero no tardaron en demostrar los sucesos que palpitaba el sentimiento antiunitario en el corazón de la misma Italia. Dominaron en ella los carlovingios hasta el año 888. Débil la autoridad de muchos de estos reyes, se fueron poco a poco los feudos emancipando de la Corona; tanto, que, al destronamiento de Carlos el Gordo, sostuvieron largas y sangrientas guerras civiles. Esas guerras, que vino a complicar la irrupción de los húngaros y los sarracenos y agravó la tiranía de los vencedores, se prolongaron hasta el siglo X y condujeron a los italianos a buscar un escudo en Otón el Grande, emperador de Alemania, que, por de pronto, se ciñó la corona de Lombardía. Tres veces bajó Otón a Italia: el año 945, el 961 y el 971; la última era ya dueño de todas las posesiones lombardas.

Había entonces en Italia, por una parte, la Monarquía de 0tón el Grande y la República de Roma; por otra, el ducado de Benevento y el principado de Salerno; por otra, Venecia; por otra, las posesiones del imperio de Oriente, entre las cuales estaban las ya florecientes Repúblicas de Gaeta, Nápoles y Amalfi. Reconocían aún estas Repúblicas la soberanía de los emperadores de Constantinopla, como la de Roma la autoridad de los de Alemania; pero sin dejar de gobernarse por leyes propias. Formáronse pronto otras Repúblicas. Reinando los Otones, surgieron y se organizaron las de Pisa y Génova; contribuían a fomentar el espíritu de independencia los mismos emperadores, que dieron amplios fueros a las ciudades para hacerlas servir de contrapeso al feudalismo y tenerlas más dispuestas a rechazar a los sarracenos y los húngaros. Extinguida la familia de los Otones, hubo gran confusión en Italia, y se multiplicaron las Repúblicas. Sólo en Lombardía se establecieron las de Milán, Como, Novara, Pavía, Lodi, Cremona y Bérgamo. La tendencia a la división era tal, que Crema, no yo ciudad, sino villa dependiente de Cremoria, quiso también ser autónoma, y lo consiguió aliándose con los milaneses. Creció de día en día el número de las Repúblicas; y los pueblos que no lo eran constituían Estados también autónomos con el nombre de condados, marquesados, ducados o principados.

Todas esas Repúblicas, lejos de vivir unidas por lazos políticos, eran rivales y se hacían frecuentemente la guerra. Lucharon Génova y Pisa, Milán y Pavía, Como y Milán, Milán y Lodi, Crema, Milán y Cremona, Sólo la guerra entre Como y Milán duró diez años. Confederábanse alguna vez aquellos diminutos Estados; mas sólo para la común defensa, cuando no para su propia ruina. En la guerra de Como se pusieron al lado de Milán casi todas las Repúblicas de Lombardía. Verificábase en tanto cierta reacción al Sur de la misma Italia; pero no por la voluntad de los italianos, sino por las armas. Sobre las ruinas de las Repúblicas de Gaeta, Nápoles y Amalfi, fundaban a la sazón, los normandos, el reino de Sicilia.

A mediados del siglo XII sucumbieron las Repúblicas de Lombardía a las armas de Federico Barbarroja, que, deseoso de reivindicar la autoridad de sus mayores, bajó a Italia con numerosos y brillantes ejércitos. Opuso Milán una resistencia heroica; tanto, que el emperador, en 1155, hubo de retirarse sin tomarla, y en 1162, a pesar de sus 100.000 infantes y sus 15.000 caballos, la entró sólo después de tres años de lucha; pero cayó, al fin, arrastrando consigo la libertad y la independencia de la comarca. ¿Se restableció por esto la unidad de Italia? Ni las victorias de Barbarroja, ni las resoluciones de las asambleas de Roncaglia y el campo de Boloña, encaminadas todas a reducir el poder de las ciudades y aumentar el de los emperadores, pudieron contener sino por tiempo la fuerza de disgregación de los anteriores siglos.

Quedaron en pie Venecia, Genova y Pisa, y revivieron pronto las disueltas Repúblicas. Acercó entonces la opresión común a ciudades que se odiaban de muerte; hasta las que por celos de sus rivales habían apoyado a Barbarroja, no vacilaron en confederarse. Verona, Vicenza, Padua, Treviso, fueron las primeras en unirse para romper el yugo; apenas habían tomado parte en la pasada guerra y estaban, sin embargo, sometidas como las otras a duros vejámenes. En 1167 tenían ya otra vez a Barbarroja en Italia cuando convocaron a las demás ciudades a una Dieta que había de celebrarse en el monasterio de Puntido, entre Milán y Bérgamo. Acudieron al llamamiento Cremona, Bérgamo, Brescia, Mantua, Ferrara y algunos milaneses que ardían en deseos de ver restablecida su patria. Aliáronse allí todas por veinte años, comprometiéndose a socorrerse contra el que atacapa sus libertades e indemnizarse los perjuicios que sufriesen por defenderlas. Entró en la liga Venecia; y poco después de la toma de Lodi, entraron también Plasencia, Parma, Módena y Boloña. Barbarroja, sintiéndose débil para atacarlas de frente, después de una guerra de escaramuzas, repasó los Alpes. Se apresuraron entonces a formar parte de la liga Novara, Verceil, Como, Asti, Tortona y aun algunos feudatarios del Imperio.

Esta entonces formidable liga fué la que, fundando la ciudad de Alejandría en la confluencia del Tanaro Y la Bormida, rechazando de los muros de esta plaza a Barbarroja, y batiéndole en Lignano, aseguró, primero por la tregua de Venecia y luego por la paz de Constanza, firmada en 1183, la vida y la independencia, no sólo de sus Repúblicas, sino también de las demás de Italia. El emperador, por el tratado de Constanza, cedió a todas las ciudades de la liga y aun a otras que les dió como aliadas, entre ellas Pavía y Génova, todas las regalías que le correspondieran y hubiese adquirido por la prescripción y el uso, asegurándoles el derecho de elegir a los magistrados, ejercer la jurisdicción civil y criminal, fortificarse y levantar ejércitos. ¿Qué valían ya los insignificantes actos de soberanía que sobre ellos se reservaba?

Trabajaron, como se ve, los italianos, no por unirse en cuerpo de nación, sino por dividirse; y si ahora y más tarde se confederaron, fué para sostener la autonomía de las pequeñas Repúblicas. Sus ciudades por un lado y los barones por otro, mantuvieron durante la Edad Media a Italia dividida en multitud de pueblos. Los lazos que los unían al Imperio eran por demás flojos; y aun éstos se desataron después de las violentas y largas luchas entre los guelfos y los gibelinos. Celebráronse durante siglos, en Roncaglia, las citadas asambleas generales, pero con escasísima influencia sobre tan reducidas naciones. Como hace observar Sismondi, si con ellas se congregaba Italia, con ellas se disolvía. Para la vida de Italia servian aún menos que no sirvió para la de Grecia el Consejo de los Anfictiones en su época de decadencia. Como este Consejo, fueron cayendo en desuso y desaparecieron; las convocadas por Barbarroja fueron las últimas.

No hablaré ahora de las vicisitudes por que pasaron estas y otras Repúblicas que nacieron más tarde, como la de Luca, Siena y Florencia, ni de las frecuentes agregaciones y disgregaciones que sufrieron, ni de las mudanzas que ocurrieron en el reino de Sicilia, obra de los normandos. ¿Fué tampoco Italia nación a la caída de las Repúblicas? Campo de batalla primero de las casas de Anjou y de Aragón, luego de las de Francia y España, más tarde de las de Borbón y Este, fué siempre, no una nación, sino un grupo de naciones. Antes de las campañas de Bonaparte había en Italia el reino de Cerdeña, el ducado de Módena, el de Parma, el de Toscana, los Estados de la Iglesia, el reino de Nápoles y dos Repúblicas que habían logrado sobrevivir a la general ruina: la de Génova y la de Venecia. Ni durante la República ni durante el Imperio reunió tampoco Bonaparte en un solo cuerpo las naciones de Italia. En 1801 incorporó a Francia Saboya y el Piamonte, formó con el Milanesado la República Cisalpina, cedió al Austria Venecia, a cambio de la Lombardía, creó el reino de Etruria, respetó el de NápoIes, el de Cerdeña y los Estados de la Iglesia. En 1805, después de la batalla de Austerlitz, unió, por el Tratado de Presburgo, Venecia a la República Cisalpina y la transformó en reino de Italia; añadió a su imperio el Estado de Génova y arrancó a Fernando IV el de Nápoles, dejándote sólo la isla de Sicilia. En 1808 y 1809 aumentó el Imperio con Etruria, el Tirol Meridional y los Estados del Papa. Aun dentro de reinos tan limitados, dejó otros más diminutos: el principado de Luca y de Piombino, por ejemplo, que regaló a su hermana Elisa.

Los Tratados de Viena, por fin, no dieron mayor unidad a Italia. El Papa recobró sus Estados; el rey de Cerdeña, el Piamonte, Saboya y Niza con Génova; Austria, a Lombardía y Venecia; Fernando IV, a Nápoles. Contó, además, Italia, cuatro ducados: el de Toscana, el de Módena, el de Parma y el de Luca. ¿Es, después de esto, posible buscar en la Historia la actual Italia? Nápoles y Sicilia han vivido independientes del resto de Ia península nada menos que ocho siglos, hasta el año 1861. Venecia lo fué desde 697 a 1797, en que se la cedió al Austria por el Tratado de Campo Formio; Génova, desde el siglo X hasta 1805. ¿No eran estos períodos bastante largos para formar de aquellos Estados verdaderas naciones?