Las posadas del amor/Capítulo 1

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Capítulo 1

La noche tenía una diafanidad de maravilla. Víctor detuvo perezosamente su marcha de pereza ante la fronda del hotel. Había un coche a la puerta y dormía el cochero. Las dos. El problema eterno de su horrible libertad le abrumaba. Si quería, podía entrar. Si quería, podía seguir paseando de un modo filosófico las calles. Por lo pronto, quieto, aspirando el olor de las acacias en la fiesta de este Mayo serenísimo, deploró que la avenida se pareciese a tantas de París, de Roma, de Berlín. Las mismas filas de focos y faroles; las mismas cuádruples hileras de árboles; los mismos rieles y cables de tranvías... Él, en Berlín, en París, en Roma, a estas mismas horas, encontraríase también probablemente delante de un hotel con su misma horrible libertad de entrar o de seguir filosofando por las calles. ¿Dónde estaba, de la tierra toda, el pueblo nuevo de la grande vida?

Abrió la cancela. El minúsculo jardín le sumió en la perfumada sombra de sus cersis. Las ramas subían hasta los balcones, hasta los tejados y terrazas. Un pequeño hotel, tan bizarramente bello como un bello panteón. Entre las dos alas de escaleras vertíanse las conchas de la fuente. Los muros tapizábanse de musgos. Las dos grandes casas inmediatas abrumábanle, empotrábanle burguesamente en antro de rincón de selva. En los lienzos de pared había hornacinas donde pudieran ponerse santas o afroditas. Pensó que igual serviría este sitio para invocar a doña Inés, si hubiese estatuas, o para que a él le clavasen un puñal si fueran menos tontos los ladrones. Y pensó también que la meseta, a la altura de las copas de los cersis, sería excelente para decirle un sermón de loco a unos fantasmas. Abrió y entró.

Su casa. ¡Qué burla! Su hogar... y el de todo el mundo. Volvía a los cinco días y nadie le esperaba. «Se habrá ido al Escorial» -dirían el pintor y el poeta. Si faltase medio mes, dirían: «Se habrá marchado a Londres». Si faltase cuatro años, dudarían: «¿Se habrá muerto?».

Sin embargo, venía luz del comedor: el poeta debía de estar escribiendo al olor de los fiambres.

Llegó y se encontró a dos mujeres. Cenaban con los abrigos y los grandes sombreros puestos. Se asustaron. Él no había armado ruido por la alfombra. Hubo explicación. Nada de asesino; había entrado por la puerta y con la llave, y era uno de los tres dueños de la casa. Ellas siguieron comiendo pastel y le invitaron. Rubias, muy rubias, muy elegantes. Presentáronse a su vez: Claudia y Lucía, hermanas, y venidas el martes de Valencia. Bailaban en un cine. Estaban solas, aquí -y en un estudio de la calle Jorge Juan, Julio y Marcial y otros dos, con la Flora y con la Paca y las Eléctricas. A Víctor no le dio la noticia afán de ir -venía cansado. Entonces, Claudia, la mayor, vio la oportunidad excelente para volverse con ellos. Lo había ofrecido y la aguardaban: los abandonó con Lucía, que no debía estar en la broma, y por dejarla aquí -pues tenían un cuarto las dos, sin sirviente, y sola le daba miedo a Lucía; les dijo Julio que aquí hallarían a la criada y les dio la llave. Tomaron un coche, pero... ¡nadie!, ¡nada de criada tampoco en el hotel! Acababan de revisar las alcobas. En vista de ello, antes de recogerse a su casa, juntas, por quedarse Claudia haciéndole compaña a la medrosa, y habiendo en el aparador encontrado este pastel y estas pasas y este vino, tomaban un bocado, ¡claro!, por si en casa no tenían... ¡Cerraban tan temprano los cafés!

-¡Bravo, riquitas! -sancionó Víctor aceptando la copa de coñac a que también le convidaban.

-Pero si he de irme, ¿quieres?... no como más. Esta, ¿queréis?... sabiendo que tú duermes también en el hotel, no tendría miedo... Vamos, verás, francamente -añadió levantándose y disponiéndose a partir-, no es que a mi hermana la asustase cenar en cueros, según estaban proponiendo las Eléctricas, porque presumen de estatua, sino que no la habrían, al fin, de respetar... Aquí, al menos, tú no estás borracho, ni ella. Además, te supongo, Víctor (¿Víctor, no dijiste?)..., te supongo un caballero capaz de corresponder a la confianza de mi hermana al quedarse. Comprende que cuando ni yo quiero que lo haga, ni ella quiere perder el juicio entre borrachos, será que necesite todavía saber lo que se pesca. ¡Adiós!

Partió, y a los dos minutos rodaba por la calle el coche. Lucía quiso inútilmente verlo por los vidrios del balcón: se lo impidió el ramaje. Era muy joven, tendría diez y siete años. Una chiquilla en una esbelta corpulencia de mujer. Menos diestra tal vez en hablar y provocar con la palabra que en despertar los deseos con la mostración de su talle sensual, habría querido que la viese Víctor así, de espaldas, completándole el encanto azul y rubio de su cara de Purísima. Volviendo a cerrar las puertas del balcón, se acercó a la mesa.

Traía un aire indeciso y pudibundo.

-¿De verdad que no saldrás? -le preguntó a Víctor sin sentarse.

-No.

-Entonces me acuesto. ¿En qué cuarto?

-En el que quieras. En el mío.

-¡Oh, tú estás cansado! -eludió ella con malicia.

-Pero mi cansancio puede menos que una rubia como tú.

-Me acostaré en el de la estufa. No duermen allí Marcial ni Julio, ¿verdad?

-Te veo informada de la casa.

-Comimos también ayer con tus amigos. Tú, ¿dónde andabas?... Hasta en tu alcoba había dos: una Pura y una Antonia. Creo que no las conocían. Las Eléctricas vivían aquí desde el martes.

-Aquí hay cama y mesa siempre para todas las bonitas. La posada del Amor. No se las pregunta quiénes son. Basta mirar si son bellas.

-Sí, le llaman a esto La posada del Amor. Ya lo sé.

Víctor recordó, aunque no quiso, perezoso, decírselo a Lucía, que en una cierta Pascua de Cuaresma se habían reunido en el hotel, entre amigas y compañeras de amigas, quince mujeres. Tuvieron muchas que dormir por los divanes -hasta que echaron diez el Jueves Santo y volaron las demás el Sábado de Gloria.

-¿Conque me acuesto allí?

-Tonta, en mi cuarto.

-¡No! -rechazó Lucía, esta vez vivamente.

Pero él se levantó, fue a ella y dijo besándola con menudos y tranquilos besos:

-¡Bah, mujer! Deja reparos. Debí de parecerte antes descortés... Creo que le dije a tu hermana que tenía, más gana que de nada, de dormir. Ahora, contigo solo, tú eres demasiado linda huésped para que pienses que me cuesta esfuerzo librarte de miedos en mi alcoba.

Lucía dejábase besar, pero de nuevo protestó:

-No es eso. Es... que yo no quiero.

-¡Ah! ¿Por qué? -dijo Víctor soltándola y sentándose- ¿Te desagrado? Sí. ¡Yo ya soy un poco viejo!

-No. Tú eres muy amable, como Marcial y como Julio; pero yo... ¡no puedo! Recuerda lo que te advirtió mi hermana.

-¿Algún amante, allá en Valencia... a quien le eres fiel en Madrid, bajo la guarda de tu hermana? Entonces, vete: respeto siempre a las que aman mucho.

En el silencio, ella sonreía maligna y pudorosa.

-Te engañas... ¡Al contrario! -susurró-. Precisamente al revés; es... porque yo no he tenido amantes nunca.

-¡Cómo! -no pudo Víctor menos de exclamar, todo en duda y en asombro-. ¿Con quién hablo! ¿Qué es lo que me cuentas, chiquilla?

-¡Eso; lo que estás oyendo!

-Y eso... ¿puede creerse, mujer?

-Creerse... y demostrarse, si hace falta.

-¿De qué modo?

-¡Del que quiera... quien lo quiera!

-¡Pues yo lo quiero! -lanzó Víctor irguiéndose en la silla.

Pero Lucía, con un gesto, le contuvo en su ademán de levantarse.

-¡Ah, serían precisas condiciones... condiciones!

-¿Cuáles?

-¿A qué decírtelas?

-Dilas.

-Bien; me importa poco. ¿Dónde andabas desde que hemos llegado nosotras de Valencia?... Si hubieras estado con Julio y con Marcial, con los amigos, las sabrías, porque las saben ellos, y en este Madrid lo sabe todo todo el mundo. El que me quiera la primera vez, o tiene que darme dos mil duros o ponerme casa y asegurarme dos mil pesetas mensuales.

Víctor, que de largo tiempo atrás solía pasmarse de pocas cosas en la vida, se quedó perplejo.

El cartel de venta había sido izado por la virgen rubia con tal simple y brava ingenuidad, que ni siquiera dudó más que ella intentase engañar al comprador neciamente. Y como ella le miraba en oferta; como ella le consideraba un instante en posible comprador, viéndole primero en la mano un gran brillante, viéndole pronto después, sin embargo, en los ojos, una pena y un desprecio, bajó púdicamente la mirada al disculpar:

-¡Ya ves tú, nosotras... no tenemos, para empezar bien, más remedio!... A mi hermana le dieron los dos mil duros. Un conde. Puedes creer que si estuviese ya como mi hermana... me importaría poco irme a tu cuarto de balde. ¿No he dejado que me beses?... ¡No; no somos egoístas!

Giró y se marchó despacio hacia la alcoba de la estufa.

Sintió Víctor, viéndola partir tan bella, tan miserable, en la soledad indefensa del hotel de vicio y de bohemia, el amargo y rabioso ímpetu de ir detrás y... violentarla, sin otro premio que la ira de quien se ve robar su joya de valía...

Desistió. Sería como si la hubiese visto entre el corsé los dos mil duros en billetes y en esta soledad se los quitase. Ella tendría un absoluto derecho a decírselo después en los cafés y en las calles: «¡Ladrón!». Por lo demás, no estaba dispuesto a darla dos mil duros; y aun hubiese de escupirla si por tres volviera la virgen a ofrecérsele.

Una piedad negra e infinita, que cogía desde esta niña rubia y este hotel al Universo, le ahogaba.

Se levantó y se fue a su dormitorio.

En la piedra de la mesa tenía las cartas de seis días. Púsose a romper sobres-. Una le pedía una cita. Otra pedíale cien pesetas; «estaba enferma, grave» -fecha de cuatro atrás- bien; se las daría, si no había muerto. Mery le enviaba besos desde Londres y Ricarda desde Niza. Pero había también una carta de Versala, sin letra de Clotilde; esto le alarmó, porque la mensualidad de la niña en el convento se la había girado al doctor hacía poco. Y escribía el doctor:

«Mi querido don Víctor: desde el sábado está su hija en cama con fiebre infecciosa. Aunque esta fiebre suele no ser de gran peligro, es larga, pesadísima, durando a veces ocho y nueve septenarios. Además, la niña es muy nerviosa y delira. Esta mañana tuvo dos ataques. El síntoma me inquieta, porque pudiera la infección hacerse cerebral. Si puede usted venir, venga a verla. No cesa de nombrarles a usted y a su pobre madre (q. e. g. e.) La bañamos. Creo que su excitación se calmaría si le viese a usted a su lado. De todas suertes le tendré al corriente día por día. Suyo afectísimo, Antonio Flores».

¡Oh!

Buscó si había otra carta con noticias más recientes. No hallándola, miró la fecha de la que acababa de leer, y se calmó; era de hoy.

¡Pobre Clotilde... y pobre Clotildina!

Su hija. ¡Como su casa, como su hogar... nada de él y todo de todos, y suyo también lo de los otros!

Su «hija» llevaba en el convento dos años. Desde que murió la amante desdichada a quien pudo él amar un poco más que a otras amantes. ¡Un poco más! ¡Pobre Clotilde! Murió... y le dejaba otra Clotilde niña sin padre conocido. Expiró llorando, y abrazada a él y abrazada a ella (al ángel de belleza y de inocencia que le creía su padre), le pidió que la amparase... Él, ¡qué hacer mejor!, la declaró su hija, la reconoció delante de un juzgado, como hija propia... Daba igual; ella podría heredarle (si no era su sino también morir primero) menos ingratamente que una imbécil parentela.

¡Pobre Clotilde!

Su sombra, que le pareció a Víctor que acudía invocada por su honda compasión, por su ternura, le recordó a la rubia virgen en subasta que dormía no lejos. Acaso de otra noche de subasta naciera Clotildina... ¡Y cuánto la amó su madre!... ¡¡Y cuánto entonces de amor inmenso y dormido, de humano corazón divino de mujer, habría, sin que ni el mundo ni ellas propias lo supiesen, hasta en estas vírgenes en venta!!

Tenía casi una lágrima en los ojos.

Se la arrancaba, a la vez, su olvido de la huérfana. Supo de un colegio, allá en Versala, donde él tenía a un doctor por viejo amigo, y la envió, y no habían vuelto a verse. ¡Escribirla, bah, cada domingo! ¡Leer sus cartas!... «Queridísimo papá...». -¡Pobrecilla!

Resolvióse a ir al día siguiente. Si muriese... quería él recogerla el último beso puro que hubiesen de darle unos labios... ¡Qué pena, habiendo tantas bellas bocas de mujer que podrían besar con más amor de diosa que los ángeles... con inmensamente más pureza que las niñas!

Se ahogaba.

Abrió la ventana y se asomó.

La noche tenía una infinita diafanidad de maravilla.