Las rosas de la tarde: 04

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LAS ROSAS DE LA TARDE[editar]

El valle pensativo dormido en la penumbra...

Era la hora del Tramonto;

sobre las cumbres lejanas, la gran luz tardía alzaba mirajes de oro en la pompa triste de una perspectiva desmesurada...

toda una floración áurea y rosa, de flores de quimera, se abría sobre el perfil luctuoso de los montes;

sobre las crestas lejanas del Soratte, en las cumbres de las Sabinas, sobre el Lucretilus, de Horacio, aquella luz difusa y purpúrea hacía reventar rosas mágicas, rosas de fuego, que iluminaban de un resplandor feérico, la calma somnolienta, la quietud augusta de la campiña romana...

los montes Albanos, la cima del Cova, la silueta de Testaccio, se borraban en las perspectivas brumosas, en el confín ilimitado de la llanura. Brumas espesas, como preñadas de miasmas, se inclinaban sobre la desolada quietud del Agro Romano, diseñándose en el confín lívido de la sombra, como las formas dolorosas de la enfermedad y de la muerte;

el Tíber amarillo, silencioso, flabus Tiberis del Poeta, ceñía, como un anillo de oro, la Ciudad Eterna;

las siete colinas desaparecían en la perspectiva, y el sol poniente hacía salir de la sombra, iluminándola, hiriéndola como un rayo, la cúpula de San Pedro, cuya mole gris con tonos áureos, semejaba el huevo gigantesco de un pájaro mitológico, caído de los cielos;

cerca a ella, la arquitectura irregular del Vaticano, alzaba la mole de sus construcciones aglomeradas, y más lejos las verdes perspectivas de los jardines ilimitados donde la forma blanca y augusta del Pontífice nonagenario vagaba como un sueño de Restauración, nostálgico de Poder, rebelde a morir, en espera de la hora roja, la hora trágica, en que un cataclismo formidable, conmoviendo los cimientos del mundo político viniera a poner sobre su frente de Apóstol la corona sangrienta de los reyes...

y, allá, al frente, bajo un amas de nubes cárdenas, que se extendían y se esfumaban como flámulas de un combate, la colina enemiga, el Quirinal, diseñaba la mole pesada del Palacio Real, en cuyos muros, un rey generoso y guerrero, hecho para la leyenda caballeresca y épica, languidecía en el papel monótono de un Jefe de plebe confusa y exigente, entre los artificios de una burocracia insaciable y las tormentas de un Parlamento insumiso, anhelante, con el oído atento, como si aguardara cerca a su caballo de guerra enjaezado, el toque de clarín para volar al combate, a defender la patria, con el grito de guerra en los labios y el escudo en las manos: mientras la Soberana, extraña flor de Belleza y de Piedad, suave y triste, en el crepúsculo opulento de su hermosura legendaria, pasaba coronada de perlas, como visión blonda y radiosa, como el perfume y el encanto, el sueño y la Poesía de un pueblo de Artistas y Poetas;

y, sobre esas dos cimas, una mole brillante y cegadora hacía mirajes de transfiguración en el Gianicolo: el Monumento de Garibaldi, la estatua ecuestre del gran guerrero, con la mano extendida sobre la ciudad, como para empuñarla, protegerla, repetir su juramento formidable: Roma o Morte;

en la nueva encarnación de bronce luminoso, parece que sueña el héroe en la eternidad de su conquista;

en la penumbra rumorosa, en un seno de sombra de la llanura adormecida, el Villino Augusto, se envolvía en una como caricia de verdura, alzándose como una gran flor blanca, en el fondo triste de la llanura hecha silente;

en la calma infinita de la tarde, sobre la pradera verde como una esmeralda cóncava, a la cual los montes de la Sabina le formaban uno como borde ideal de valvo desgarrado, la luna vertía su luz, como en el cáliz profundo de una flor mortuoria;

cual un lampadóforo eléctrico, iluminado de súbito, las estrellas aparecían en el esplendor profundo de los cielos luminosos;

la púrpura y el oro, en una profusión portentosa de cuadro veneciano habían decorado el horizonte de un último fulgor, y habían desaparecido en la esfumación lenta y dolorosa de un Adiós;

el último rayo blanco de la tarde se deslizaba en la penumbra densa de los bosques, sobre los pinos negros del Monte Mario, como un alga muerta, sobre la onda obscura de una laguna sombría;

había en la selva sopor de somnolencia;

y, la tierra gemía en aquel celibato de la luz;

blonda y sonriente como una visión de Gloria, en el esplendor extraño de su belleza opulenta, la condesa de Larti veía morir la tarde, con una piedad fraternal y triste, con una noble melancolía, llena de pensamientos severos;

resplandecía en la sombra su belleza soberbia, pomposa y magnífica como una selva lujuriante a la luz de un crepúsculo de Otoño;

y, en la luz difusa, amortecida, en el corredor silencioso cerca a la enredadera de jazmines que la habían protegido de los últimos rayos solares, reclinada en un sillón, la mano puesta sobre la última página del libro, y el pensamiento vagando en torno a la última frase del autor amado, su hermosura irradiaba con una extraña aureola, que hacía como blanquear la tiniebla que acariciaba su silueta soñadora;

los bucles de sus cabellos blondos caían sobre su frente, como estrellándola de un aluvión de crisólitos abiertos, en una irradiación astral. Flores de la enredadera cercana, caídas sobre su cabeza hierática, formaban uno como anademo de zafiros, en torno a su faz imponente y seria como un anáglifo lidio;

una como avalancha de rosas de Tirreno y de jazmines del Cabo, habían venido hasta sus pies y hasta su veste, y subían sobre su seno florido, como aspirando a besarla sobre los labios;

en su boca grande y sensual vagaba el último resplandor de una sonrisa extraña, como arrancada en mudo coloquio con las páginas del libro, y una luz de pasión intensa tenían sus ojos, indescifrables en su color transparente de ágata;

en la onda crepuscular expiraban los sonidos, en un descenso rítmico, en una moribunda sinfonía vegetal, y, la voz de la condesa, interrumpiendo el silencio, sonó lenta y grave, en la melopea de esa tarde moribunda:

–Vuestro libro es desolador y triste, ¡pobre amigo mío! Es una flor de dolor. Su cólera es hecha de ternura. Esa energía es hecha de caídas. Esa amargura es hecha de la última gota de los panales extintos.

Hugo Vial, a quien eran dirigidas esas palabras, y que en un sillón cercano contemplaba a la condesa, con una persistencia ávida, como hambriento de esa belleza pomposa y melancólica, que tenía para él la poesía y el encanto de la última rosa que muere en un jardín abandonado, cuando el invierno llega, alzó el mentón soberbio de su faz voluntariosa y grave, y miró a su interlocutriz, con la tenacidad voluptuosa de un beso enamorado.

–¿Lo creéis?

–Sí, es un libro blasfemo, y la blasfemia es la plegaria de los que no pueden orar. Esa fortaleza es hecha del dolor de las debilidades irremediables. Esa dureza es formada, como las rocas, de restos de un cataclismo. Esa frialdad es hecha de cenizas, como la lava petrificada del volcán. Esa negación del amor es la confesión del amor mismo. Esa impotencia de amar, es el castigo de haber amado mucho. No se llega a esa insensibilidad sino después de haber agotado todos los espasmos del sentimiento. El diamante negro de ese Odio no se halla, sino después de haber trepado las últimas cimas de la pasión, donde los diamantes blancos del Amor arrojaron sus luces moribundas. Esa afonía es causada por el grito desolador de todas las angustias. ¡Ay, amigo! la ceniza atestigua el poder de la llama, no la niega...

Hugo Vial no tenía ningún deseo de discutir las teorías de su libro con su bella amiga, y menos de engolfarse en la psicología escabrosa de su pasado, y en el génesis doloroso de aquella obra suya, que había sido obra de Escándalo, porque era obra de verdad, y con una voz velada, fuerte y acariciadora, como el ruido de las aguas en la soledad, murmuró:

–¿Quién cerca de vos, amiga mía, podrá defender las paradojas de este libro? En presencia de una mujer así, se siente el Amor, no se discute. ¡Se llega larde a él, pero se llega! ¡Oh, vosotras las vengadoras! dijo, y una sonrisa triste y fría, que desmentía la caricia de sus frases, vagó por su boca elocuente y sensual, por sus labios hechos para nido del apostrofe, salientes, como una peña donde se posan las águilas, como la roca de donde se precipita un torrente: en aquella boca esquiliana moraba la elocuencia como el cóndor en su nido, como la tempestad en el seno de la nube;

la condesa, como si no hubiese oído la confesión apasionada de su amigo, o cual si quisiese eludir una respuesta, continuó como hablando consigo misma:

–¡Cuánta razón tiene María Deraimais, cuando dice: el hombre asesina a la mujer porque le resiste, o la desprecia porque cede. Tal es el dilema en que nos coloca a las mujeres en ese drama doloroso del Amor.

–Eso prueba, dijo él con una crueldad inadvertida, que el amor es un espasmo que se agita entre el Pecado y el Hastío, la Esperanza y el Olvido;

la condesa se hizo roja, como el reflejo de una llama sobre una lámina de acero, y clavando en él la mirada de sus ojos hechos opacos y glaucos, pareció interrogarle, con el acento amargo de un reproche.

–Condesa, dijo él, comprendiendo la dolorosa brutalidad de su expresión, sólo he querido decir que en el Amor, cada celaje es una ilusión, cada flor una mentira, cada beso una traición;

serenándose, como si hubiese estado habituada a aquellas explosiones de escepticismo, que sabía bien eran generadas por su resistencia que exasperaba hasta la brutalidad el temperamento de su amigo, continuó:

–Hacéis mal en proclamar así la mentira del Ideal y la nada del Amor. El mundo está lleno aún de almas sensibles, atraídas por esos dos polos imantados, hacia los cuales tenderá eternamente el vuelo doloroso del espíritu humano. Hacia esas dos cimas consolatrices volarán siempre las almas puras: el Amor y Dios. He ahí los puntos culminantes, la última palingenesia del Ideal... Fuera de eso, no hay sino el fango de la vida, y nada más. Dios y el Amor no engañan. Comprenderlos y sentirlos: he ahí la ventura de la vida. En el seno de ellos el dolor se transfigura en esa extraña forma de dicha dolorosa: el martirio. Creer y amar; he ahí lo único alto, lo único digno de la vida. La Fe y el Amor, únicas zonas en que alumbra esa hoguera: el Sacrificio, y, se abre el lirio blanco: el Holocausto. El Amor es de esencia divina, como el Genio, y vino de los cielos, como el fuego. Creer es una necesidad del espíritu: amar es una necesidad del corazón. Una alma sin Dios y un pecho sin Amor, templos vacíos, la negación, la soledad, la muerte...

y él la dejaba hablar, exponer la candidez de sus teorías sentimentales, la inocente Teología de su alma de mujer. ¡Alma de Amor y de Fe!

él, a quien Dios y el Amor no visitaban con sus prodigios ni sus incendios, que no creía casi en ellos, que estaban distantes de su cerebro y de su corazón, escuchaba sin contradecir el místico arrebato, el lirismo pasional de esa alma ingenua;

y ella continuaba:

–Hacéis mal en predicar la bancarrota del sentimiento, porque eso sería declarar la derrota definitiva del Bien y de lo Bello. El triunfo del Placer sería la muerte del Ideal. El reinado del cerdo aún no ha venido. No, el Genio no puede negar el Amor, como la cima no puede negar el rayo. Haber sido herido por ellos es una razón para odiarlos, no para negarlos. Las cimas y los genios son tristes, porque el rayo y el Amor al visitarlos, ardiendo toda la savia de su vida, los condenaron a la soledad aterradora, a la caricia salvaje de las águilas, a la visión perpetua del prodigio. Sí, amigo mío, sen pasiones heridas las que llevan a ese escepticismo, como llevaban al ascetismo en los siglos primitivos. No se puede nada contra el Amor. Él, lo puede todo. Sucede con él, lo que con Dios: negarlo es una forma de confesar que existe.

–Yo no he negado el Amor, lo he descrito. Lo que yo he querido probar es que: hay en el Amor un fondo de engaño y de miraje que conduce a aquellos que se dejan dominar por él, a la mayor desgracia a través de la esperanza de la mayor ventura.

–Es una rebeldía estéril. ¡Ay, no se puede nada contra ese incendio completo del corazón, que se llama Amor!

–Lo sé; sé que ni las alas de los místicos libran de ese incendio formidable. Tomás de Aquino mismo, arrepentido de su vida estéril, se hizo leer para morir, el Cantar de los Cantares. Lo que yo he combatido es: la tiranía del Amor;

yo he condenado los amores racinianos, el Amor irracional, Amor del sentimiento, Amor que mata y no fecunda. He proclamado el imperio de la pasión, generatriz y augusta: el reinado de la Carne. Yo he proclamado la bancarrota del Sentimiento, frente a los que proclaman la bancarrota del Sexo.

–Amigo mío. No sois hecho para la inmensa y soñadora multitud de las almas. Vuestros libros sin corazón no se adhieren a la tierra. Los condenáis a la soledad despreciativa y soberbia. Los priváis del beso de los espíritus sensibles y de los corazones tiernos. ¡Oh, el análisis, el cáncer intelectual del siglo! No hagáis vuestros libros para alimento de águilas, dadlos como un consuelo a las pobres almas sangrientas, que sufren y que lloran... Humanizad vuestro genio. No os conforméis con hacerlo grande, hacedlo bueno.

–Hacerlo bueno, pensaba él, es hacerlo simple. Seguir el consejo del Poeta:

rentre enfin dans la vérité de ton cœur;

¡oh, si yo quisiera –pensaba para sí–, yo haría también obras sentimentales, obras de corazón! Yo escribiría tu historia, ¡pobre mujer dolor osa y soñadora! Yo escribiría este Amor de Otoño, que germina en nosotros, ¡pobres vencidos de la Vida!... Y, esas páginas autumnales irían como palomas escapadas de un incendio, con las alas en llamas, a prender en fuego los corazones doloridos. Yo haría un libro de esta puesta de Sol de nuestras almas;

y, luego, como respondiendo a la condesa, dijo en alta voz:

–Los grandes libros son aislados como los grandes montes y los grandes mares. La majestad es la reina de la Soledad. Hay aves de la cima y aves de los valles. Un águila al posarse, rompería la rama de un arbusto en que un jilguero canta feliz y enamorado... Las águilas no cantan;

la condesa calló, abstraída en su pensamiento. Una tristeza sideral y augusta reinaba en su mirada, sus párpados al moverse la oscurecían como el centellear de un astro muy lejano, una melancolía resignada se reflejaba en su rostro como si se arrastrase por él la sombra de todas las cosas que morían en su alma;

él la contemplaba en silencio, lleno de una dolorosa amargura, sintiéndose incapaz de igualar en intensidad la extraña pasión de aquella alma de mujer, vaso melancólico, vaso de Tristeza y de Amor;

y, miraba el fondo de su alma, donde el cadáver de una gran pasión lo llenaba todo..;

con la palidez de un Cristo, al fulgor de una lámpara votiva, veía él, a la luz de su recuerdo, aquel su Amor, su primero y único amor, exangüe, sacrificado y muerto...

como la celda de un solitario, abierta a los vientos del desierto, así había quedado su corazón, después que aquella pasión hubo partido ¡Oh, lo Indestructible!

como el rostro de una Medusa, el fantasma de aquella gran pasión llenaba todo su pasado, horrorizándolo;

y, veía con dolor, al lado suyo, esa pobre mujer, resignada y triste, con la tristeza de ciertas flores de Otoño, que apenas tienen color y apenas perfume;

la soledad inconmensurable del desierto parecía rodearlos;

en la noche extraña, la luz de la luna levantaba castillos misteriosos en las lontananzas mágicas de un panorama de ensueño. Sinfonías exultantes de la Naturaleza, himnos a la potencia creadora, a la fuerza animal, infinita, desbordaba en la selva;

las estrellas parecían azahares deshojados sobre el manto de duelo de una viuda;

morían las rosas en la tibia calma nocturna, llenando el ambiente de un perfume suave y casto, mientras el viento llevaba lejos sus pétalos inmaculados, onda de blancura estremecida fugitiva en el seno del silencio;

en la calma profunda, en el espejo tenebroso de la sombra flores de lujuria abrían sus cálices rojos, como labios sedientos de la sed divina de los besos;

el aire que hace centellear las pupilas de los leones del desierto y arrullan las palomas de la selva, pasaba, por sobre el campo ardido, somnoliento, en la canícula de esa noche estival;

se acercó suavemente a la condesa, y tomándole la mano, la estrechó con pasión y la cubrió de besos.

–Perdóname, Ada, dijo muy paso, llamándola por su nombre como un arrullo;

ella abrió los ojos, y una sonrisa se dibujó en sus labios, como un alba de resurrección y de vida. Había en sus sienes palideces de nimbo, como de un resucitado. Sus ojos estupefactos parecían haber visto el fondo del Abismo;

sin embargo, los volvió piadosos, al amigo rendido que tenía a sus pies.

–Perdóname, alma mía – le decía él;

ella murmuraba palabras de paz, sobre aquella alma atormentada;

¡cáliz de ópalo, ánfora de diamante, aquel corazón estaba lleno de la ambrosía divina del perdón! Viendo serenarse aquella alma de tempestad, ella le hablaba paso, muy paso; le murmuraba extrañas cosas, y de su boca perfumada como una urna llena de cinamomo, se escapaban las palabras consolatrices, como torcaces enamoradas, y fulgía la sonrisa como una alba de ventura;

él se inclinó hasta el lirio de su rostro, para besar sus labios aromados;

y ella le devolvió el beso amigo;

su beso no tenía la sonoridad cantante de la orgía, era un beso grave y melancólico, como el brillo de una luna de invierno; era un beso pudoroso y crepuscular, cargado de recuerdos y dolores;

él quiso traerla violentamente sobre su corazón, y ella lo rechazó poniéndose de pie;

una rosa blanca, que se abría sobre ellos, reacia a caer, enamorada acaso de un lucero, se deshojó al estremecimiento de sus cuerpos, y los cubrió con sus pétalos enfermos, como con un manto de perfume;

y, allá, lejos, sobre la última cima de la Sabina, un rayo de luz rebelde a desaparecer, fulguraba aún, con la persistencia de un Amor tardío, en la calma serena de la noche.