Las rosas de la tarde: 05

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el sueño de la Vida brillante en su fulgor.

En la eflorescencia blanca del crepúsculo, la palidez hialina de la aurora, daba tintes de ámbar al cielo somnoliento.

La noche recogía su ala tenebrosa de misterio, y la mañana surgía en una irradiación de blancuras del natalicio fúlgido del Sol.

Hugo Vial, apoyado de codos en la veranda del balcón de su aposento, que daba sobre el jardín, meditaba, cansado por aquella noche de insomnio, perseguido por la visión radiosa del Deseo.

El alma y el cuerpo fatigados, se sentía presa de una laxitud melancólica, y se entregaba a pensamientos austeros, como siempre que replegaba las alas de su espíritu en la región obscura del pasado.

La magnificencia de sus sueños lo aislaba siempre de las tristezas de la vida.

Se refugiaba en su pensamiento, como en un astro lejano... Y, el mundo rodaba bajo sus pies, sin perturbarlo...

Las armonías divinas de su cerebro serenaban las borrascas terribles de su corazón. Las músicas estelares pasaban por sobre las ondas rumorosas y las calmaban.

Sentía que la Soberbia y la Esperanza, sus dos grandes diosas, venían a reclinarse sobre su corazón, tan lacerado, y le parecía que el dulzor de los labios divinos venía a posarse sobre sus labios mustios.

La acuidad de sus sensaciones diluía hasta lo infinito, este placer intelectual del ensueño luminoso.

La voluptuosidad misma de su temperamento, tan poderoso, no llegaba a irrespetar la pureza mística y bravía de sus ideales.

La animalidad, que sacudía sus nervios y circulaba por sus venas, como el agua en los canales sin olas de una ciudad lacustre, no llegaba a manchar el alba, la inmaculada pureza de sus ideas, refugiadas en la torre de marfil de su cerebro, altanero y aislado, como una fortaleza medioeval.

Cuando la mediocridad ambiente de la vida lo acosaba, como una jauría de perros campesinos a un gato montés, se escapaba a la selva impenetrable de su aislamiento y era feliz.

Iba a la soledad como un león a la montaña: era su dominio.

En el silencio, poblado de visiones, su pensamiento vibraba y fulgía, como las alas de un águila hecha de rayos de Sol.

Su ideal, como el templo de Troya, siete veces ardido y siete veces reconstruido, volvía a alzarse, en el esplendor de su belleza insuperable.

El aislamiento es la paz.

Flores de consuelo, flores desmesuradas y balsámicas, extienden allí su fronda misteriosa, y el juego de esas plantas da el brebaje salvador del Desprecio y del Olvido.

Amaba la soledad, como a una madre, en cuyos senos inextinguibles se bebe el néctar lácteo de la quietud suprema.

Sólo los hombres de un individualismo muy pronunciado pueden amar la soledad; y él la amaba.

El Genio se basta y se completa a sí mismo.

Él, como Goethe, se había hecho una religión: la de su Orgullo.

Y, desde aquel castillo encantado, gozaba la voluptuosidad de sentir los pies sobre la frente de la multitud.

Su estilo lo aislaba de la muchedumbre, como su carácter.

Aquel su estilo, señorial y extraño, torturado y luminoso, exasperaba las medianías, enradiaba la crítica y hacía asombrar las almas cándidas, pensativas, al ver cómo la Gloria besaba aquella cabeza tormentosa, engendradora de monstruos. Había en aquellas frases lapidarias, llenas de elipsis y sentencias, de sublimidades obscuras y de apostrofes bíblicos, tal cantidad de Visión, que asombraba las almas débiles incapaces de comprenderlas, que retrocedían asombradas, como a la aproximación de lo sobrenatural o al contacto del Prodigio.

Y, las almas artistas se deleitaban con aquella pompa regia, aquellas perspectivas orientales, donde la dialéctica fingía el miraje, donde se veían, como estatuas de pórfido rosa, esfinges de granito rojo, lontananza de turquesa pálida, en la inmensa floración de imágenes y colores con que adornaba sus pasiones y sus sueños, en esa decoración espléndida, en la cual el Dolor pasaba como una águila marina, lanzando un grito de horror, al entrar en la tiniebla...

Se aislaba, esperando la victoria inevitable del Genio sobre la vulgaridad ambiente, sobre la miseria imperante y poderosa de su época.

Su aislamiento no era el Ocio.

Su vida era el combate.

Combatía desde su soledad, como desde una fortaleza. Y, arrojaba sus ideas, como granadas incendiadas, sobre los campamentos enemigos.

Sus libros, perturbadores y austeros, iban como Cristos pálidos, insultados por la estulticia de la multitud y el odio fariseo, lapidados e inmortales, esperando desde la altura de su cruz, su resurrección inevitable, su reinado inextinguible.

A su palabra, en el silencio de una admiración decorosa, las almas grandes se abrían, como una germinación de rosas al viento primaveral.

Su verbo fecundaba como el sol y como el aire.

Y, muchas veces, los oprimidos se habían ido tras ese verbo rojo a la contienda, como tras un estandarte de triunfo, en esas horas tristes de la Historia, en que siendo vanas todas las llamadas al Derecho, se opta por las soluciones vengadoras de la Fuerza y el Hecho, sangriento y pavoroso, aparece sobre la roca formidable.

¡Horas tristes, en que sobre el horizonte se extienden como dos madres de carmín las alas bermejas de Azrael! ¡Horas de la desesperanza, en que los pueblos, cansados de aguardar al Dios salvador, buscan al Hombre, salvador, y viendo que el cielo no se abre y el Cristo no desciende, bajan ellos mismos, sangrientos, a la arena, y el suelo se hace rojo, y a la oración sucede el trueno...

Habituado a mirar en el fondo túrbido de la multitud, para encontrar en ese fango humano las cosas infinitas, de que hablaba Leonardo a sus discípulos, lanzaba sobre ella su palabra de fuego, seguro de su efecto. Él sabía que la elocuencia verdadera debe producir sobre los pueblos el efecto del huracán sobre las olas, de la llama sobre el heno seco, de la chispa sobre la pólvora, debe producir la tormenta, el incendio, la explosión, la tragedia irremediable...

Llegaba al espíritu de la multitud, como un domador entre las fieras, y le arrojaba su elocuencia como una cadena. Su verbo piadoso caía sobre aquel mundo en desgracia, sobre aquella mártir anónima, como un bálsamo salvador, como un grito de esperanza.

Y, recibía el aliento enfermo, la confesión de aquella alma llagada, como los sacerdotes de San Miníato, con las manos ligadas, confesando los pestíferos de Florencia...

Y, se refugiaba después en su soledad, y se envolvía en su manto de nubes: el Desdén.

No quería, como el Federico Moreau de Flaubert, ser castigado por no haber sabido despreciar.

El desdén es una cima.

En su altura formidable no bate su ala el dolor.

Y aquel gran desdeñoso, aquel luchador, aquel Apóstol, se refugiaba en su fortaleza, esa mañana, y se volvía hacia el pasado, como si su alma entrase en el reino silencioso de la sombra y de la muerte.

Miraba el periplo de su vida dolorosa.

Sonaba en esa vida la hora del Tramonto.

Había pisado el séptimo lustro de su edad. Pocos pasos más, otro lustro, y su juventud iba a desaparecer en el crepúsculo de la cuarentena florida y radiosa.

Su juventud agonizaba en una apoteosis de sueños y dolores.

Y, su pobre alma herida y triste, sollozaba en el fondo de esa nube luminosa.

En el estuario de esa juventud moribunda, las olas turbulentas se retiraban, dejando en descubierto sobre la playa triste, ruinas de sueños y de pasiones como esqueletos de crustáceos desmesurados.

Los ruidos de aquella edad le llegaban como murmullos de un mar lejano.

Con una melancolía profunda, miraba la marea de la vida alejarse de su corazón, y allá, en el horizonte, como naves empavesadas, veía la juventud de otros marchar hacia la vida.

Y, allá, más lejos, sobre cimas muy remotas, el sol de la Gloria, rojo y fúlgido, iluminando su horizonte, en esa hora de la tarde, en que el sol de la juventud se eclipsaba para siempre.

Una gran sombra de tristeza vagaba sobre su rostro, y se refugiaba como el ala de un pájaro negro, en la comisura de sus labios, en el rictus doloroso de su boca elocuente y melancólica, en donde el desdén habitual de la vida había impreso un sello triste, perenne, como un desafío a la risa y al Amor.

¡El Amor!... He ahí lo que preocupaba en ese instante su alma extrañamente turbada, ante el problema pavoroso...

La imposibilidad de amar, que acorazaba su corazón, lo laceraba también.

Aquella fortaleza que había sido el Orgullo y la fuerza de su vida, se le hacía dolorosa en aquel momento.

Y, llevaba las manos a su pecho, como buscando el corazón, bajo la malla invulnerable.

¿No latía al reclamo del Amor?

León dormido ¿no despertaría sino al rugido del contrario o al estallido del trueno formidable? ¿el arrullo de las palomas no perturbaba su sueño, poblado de visiones de combate y vuelo de águilas rojas?

Y, hubiera querido amar, hubiera querido ser susceptible de la pasión sentimental y tierna, hubiera querido tener un corazón, para darlo en cambio de aquel corazón que se le ofrecía, sangriento y doloroso, con sed de inmolación, resignado y triste, en su crucifixión estéril, corazón que tenía el valor de renunciar a la esperanza, y, sin embargo, desgarrándose a sí mismo, con sed divina de holocausto, decía a su propia pasión, como el klepté al águila: come mi corazón, crecerás de un palmo.

Una alma es un símbolo. Y, aquella alma de mujer se abría ante él, profunda en su misterio, luminosa en su angustia; y de su seno de flor celeste salía, blanco y doliente, como un niño marchando hacia las fieras del Circo, la negación perpetua de su vida: el Amor.

¿Y su corazón permanecería insensible ante la dolorosa inmolación de un alma, sereno como el sacerdote que sacrificaba las antiguas víctimas, y como el dios que recibía el holocausto?


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Un año hacía que se agitaba, queriendo hacer hablar su corazón, mudo, impenetrable...

Un año hacía que había conocido a la condesa Adaljisa Larti, en el baile que el Embajador de una gran Potencia daba en honor de un huésped real.

Displicente, taciturno, como siempre que el deber de su puesto lo obligaba a concurrir a aquellas fiestas, había ido, como muchos, dispuesto a aislarse, a perderse en medio de aquel mundo brillante, del cual él sabía bien que era un átomo galoneado, venido como la mayoría de sus colegas, a hacer fondo de tapicería, al poderoso representante de un Amo Omnipotente, en el cuadro deslumbrador de aquella fiesta casi regia.

Formaba de los últimos en una de las alas que se abrían reverentes, al paso de los soberanos que partían.

Había apenas desaparecido en el salón cercano la figura marcial y blanca del Rey y la silueta blonda y sonriente de la Reina, cuando al levantarse de todas aquellas cabezas inclinadas, se alzó frente a él, majestuosa y rubia, como la estela de la belleza real, que acababa de ocultarse, una dama prodigiosamente hermosa, vestida de negro, cuya cabeza áurea, constelada de perlas, semejaba una flor de oro, en un mar de estaño. De sus ojos verdes, medio entornados, de su garganta maravillosa, de su seno desnudo y pulcro, como el de una estatua, de su cabellera, recogida en ondas luminosas, sobre su frente estrecha y pensativa, de toda su belleza, eminentemente sugestiva, se desprendía un extraño poder de atracción, una sensualidad misteriosa, irresistible, que llamaba como un abismo, y atraía como una vorágine, en las ondas violentas del deseo.

Era la condesa Larti.

Belleza otoñal, belleza en el tramonto, se le habrían dado apenas veinticinco años, tal era la tersura de su piel, tal el esplendor de sus formas casi núbiles, el perfume de juventud y de frescura que emanaba de toda ella, en el prestigio turbador de su belleza.

Última de las tres hijas del Duque de Rocca-Estella, gran Señor romano, irreductible, que después de la caída del Poder temporal del Papa se había retirado a su castillo señorial en los montes Albanos, no queriendo ver ni oír nada de lo que la conquista hacía dentro de los muros derruidos de la Ciudad Eterna.

Adaljisa Rocca, rebelde a consumirse en aquel nido medioeval, entre la malaria y el hastío, había casado a los diez y seis años con el conde Larti, noble maltes, apasionado servidor de la nueva dinastía, y rabiosamente adverso a la tradición papal. El duque no perdonó nunca a su hija aquel matrimonio, que el creía una abdicación de su raza. La duquesa murió de soberbia, en un golpe de apoplejía, como herida de un rayo, entre las blondas y los encajes negros de su duelo inconsolable.

Adaljisa no fue feliz.

El conde Larti era un verdadero beduino blasonado. Corrompido hasta la medula de los huesos, cínico, insustancial, libertino de baja estofa, agotado, incurable, gastando su fortuna, debida toda a la política, en la embriaguez, el juego y las queridas nominales, dejó a su pobre mujer en un abandono ultrajante, del cual ella, demasiado altiva, no pidió nunca cuenta.

Un escándalo deshonroso del marido hizo a la condesa pedir la separación que le fue concedida, con la guarda de su hija.

Desde entonces vivía sola, inaccesible a la murmuración, en el duelo de todos sus afectos.

El duque murió sin perdonar, pero, gran Señor hasta la hora de la muerte, no dejó a su hija en desamparo, y Adaljisa gozaba de una gran renta, a la cual no podía alcanzar la torpe avidez de su marido.

Su nombre, su infortunio, su belleza, la mantenían siempre en la más alta sociedad, sobre la cual ejercía la influencia de su talento superior y de su hermosura enigmática y triste.

Hugo Vial se hizo presentar a ella, por un diplomático amigo suyo.

Y, el encuentro de aquellas dos almas fue decisivo.

Ella sintió en su naturaleza tierna y herida, la impresión poderosa de un alma superior, algo como la sombra de las alas de un águila, sobre el nido de una paloma enamorada. Sintió como la caricia de una garra, sobre su corazón; algo extraño, divinamente dominador, que la poseía y la exaltaba. Sintió el hálito de fuego de aquella palabra voluptuosa y alta, pasar sobre el desierto de su alma cargada con el polen de extraños pensamientos.

Y, sintió el verbo anunciador de cosas irreveladas vibrar en un limbo confuso, como el eco augural de divinas evocaciones.

Y amó al Iniciador.

Y, él sintió el aliento tibio de aquella carne otoñal, el brillo glauco de aquellas pupilas tristes, el aliento de aquella boca desdeñosa y sensual, subirle al cerebro, perturbándolo, y pasar por sus nervios, en todos los espasmos del deseo.

Y, anheló aquella madurez florida, como un bosque en octubre, aquellas pupilas tristes, como vésperos invernales, aquel seno que lo atraía como imán irresistible.

El alma de ella, como una rosa enferma, se abrió al sol divino leí Amor.

Y, el cuerpo de él, como el de un toro salvaje, se agitó al liento enervante del deseo.

El Amor se alzaba en ella, como el nimbo de un astro.

El deseo se alzaba en él, como la niebla de un pantano.

Y esta opuesta psicología de su pasión formaba la lucha dolorosa de sus almas.

Ella, a alzarlo hasta su sueño.

Él, a bajarla hasta su deseo.

Alma delicada, como las alas de una crisálida, suave, como los pétalos de una flor, la condesa no ignoraba qué diferencia había entre el Amor de su corazón, ardiente, inmaterial, como una plegaria, y aquel Amor de deseo que ella inspiraba, amor ardiente como una llama, brutal, como la caricia de un león.

Y amaba a aquel Dominador. Amaba de sus ojos ]a mirada extraña y sugestiva; amaba aquella voz que tenía toda la gama de la elocuencia, y amaba aquella alma única, solitaria y alta, tempestuosa y bravía.

Y, él amaba aquella carne tentadora y fulgente, aquellos ojos de luces fosforescentes, luminosos y profundos, aquel seno, aquellas curvas, todo aquel cuerpo, que hablaba a su deseo, que lo fascinaba como un sortilegio de carne, como una vibradora admonición a interminables horas de placer.

Y, comprendía aquella alma generosa y triste, solitaria en la vida, altiva y melancólica.

Y, hubiera querido amarla, con un amor puro, alzarse hasta ella, en ese éxtasis venturoso, ir como ella, hasta la inmolación del deseo, en sacrificio al sentimiento.

Pero ¡ay! el amor inmaterial le era desconocido. Su corazón no latía para estas beatitudes supremas. Su cerebro, ardiente como una fragua, consumía toda su vida. El éxtasis del Yo, su solo culto, lo ensordecía para el arrullo tenue de la pasión vulgar. Sólo los grandes ruidos del aplauso y del combate, el espectáculo neroniano de las multitudes en delirio, las fiestas dionisíacas de las democracias en orgía, las furias del tremendo mar humano, hacían despertar en su cerebro las águilas fulgentes.

¡Y la deseaba, y sufría, y era torturado, por esta sed carnal de la pasión!

¿Cómo llegar hasta ella, hasta la posesión de su cuerpo perfumado, que era para él todo el poema del Amor?

Sí, porque él la amaba a su manera.

Si le hubieran dicho que esa mujer iba a desaparecer de su vida, a dejarlo para siempre, habría sentido un dolor profundo y verdadero, un eclipse de sol en su espíritu, la soledad de un náufrago que se siente morir entre las olas y el cielo, en la salvaje inclemencia de la duna solitaria.

Habría dado todo por salvarla, todo por detenerla: todo menos la inmolación de su sueño.

¿Cómo llegar hasta esta cima de su deseo, hasta el perfume de esta rosa otoñal, inaccesible? Por el camino del sentimiento único abierto en aquella alma noble, soñadora de quimeras.

E iba así, por este sendero de rosas, bajo este cielo de nubes fúlgidas, entre este vuelo de mariposas áureas, él, el soñador de nubes rojas y de cóndores bravíos.

Iba así, en pos de su deseo, en peregrinación hacia el Amor él, que no creía en el ídolo maldito. Y se perdía en los senderos' bucólicos, tras el vuelo de las palomas, él, hecho a trepar las cimas abruptas del pensamiento, bajo el ala de los huracanes tras el vuelo vertiginoso de las águilas.

Y, odiaba esa comedia sentimental, y, sin embargo, la seguía, y, temía mancillar la pureza inmaculada de aquella alma, descubriendo ante ella la llaga brutal de su deseo.

Y, ese deseo lo torturaba más que el Amor sagrado de la carne.

Y, allí estaba ese día, exasperado y violento, torturado por la angustia, pensando en los domingos, que durante ese estío le era dado ir al Villino Augusto, y estar al lado de Adaljisa, y envolverla en la llama triunfal de su deseo.

Y, allí estaba, insomne y triste, como un enamorado romántico, él, el gran apóstata del sentimiento y del Amor.

¡Y, hubiera querido tener un corazón sentimental!

¡Y, hubiera querido amar como las almas tiernas y sensibles! ¡Y era tarde para amar!

Y, Tántalo soberbio, veía a lo lejos el agua bullidora, y tendía a ella los labios, ardidos del deseo.

Y, dejaba volar sus sueños rojos en la quietud inmaculada de esa mañana serena, y sus ojos deslumbrados con la visión cantante de la Gloria, veían, allá, sobre las cimas azuladas, inaccesibles, alzarse como un halo de misterio, en símbolo de sacrificio, en su blancura eucarística, el pan del espíritu, la hostia divina del Amor.

Agnus Dei...