Las rosas de la tarde: 06

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las rosas matinales más blancas que la nieve.

El bosque perfumado, como una rosa abierta; el aire embalsamado de nardos y jazmines; el suelo tapizado de flores de naranjos; y tantas rosas blancas abiertas en la frondas, y tantas tuberosas y tantos alelíes, y tantos lirios cándidos, gardenias y claveles, abriendo sus blancuras en medio de la selva, que se diría haber llovido nieve, tanto así las blancuras tamizaban los prados del jardín;

el cielo azul, con un azul de zafiro, con una transparencia de cristal; una calma de bosque de la Arcadia, un silencio magnífico de selva...

de pronto, ese silencio interrumpido por una nota gaya y vibradora...

algo como un arpegio misterioso, como el canto de un pájaro divino, pasó como caricia de armonía, despertando el dormido florestal...

y las flores blanquísimas se irguieron, en un anhelo casto de perfume;

y los ánades místicos plegaron las alas, en señal de adoración;

pasó la nota gaya en la floresta, pasó como un cántico de Amor;

la condesa Larti, que en un banco del jardín aspiraba el aire matinal, alzó su cabeza, soberbiamente bella, bajo el sombrero blanco que la envolvía en una nube de encajes, y prestó atención;

era Irma, su hija, que reía;

Reía, y su carcajada tenía notas del agua fugitiva;

como una corza blanca, escapada a los zarzales de una selva, Irma apareció, radiante y feliz, rompiendo una enredadera cercana, deslumbrante, en su hermosura de canéfora, luminosa, como la Aurora de Güido Reni, guiando el carro del Sol;

¿en qué país de sueños había nacido aquella flor de Belleza?

¿bajo qué cielo, en qué fronda, en qué crepúsculo mágico, se había abierto aquella rosa incomparable y soberbia?

¡divina flor de adolescencia, flor de nubilidad, sugestiva, delicada y triunfal!

sus cabellos negros, de un negro tenebroso, lucían al sol matinal con la radiación difusa de una lámina de acero. Sus grandes ojos verdes, más claros que los de su madre, sombreados por grandes cejas y pestañas negras, semejaban dos gemas, contornadas de zafiros. Su boca se abría, como un alvéolo, picado por un pájaro. Sus formas, en plena eflorescencia, diseñaban los encantos de su cuerpo de virgen cananea;

traía, entre los brazos y el seno, un aluvión de rosas blancas, húmedas de rocío, y sobre aquel nido de alburas perfumadas, se posaba su rostro, radiante, como una flor de pétalos de luz;

su madre la besó en la frente, sonriendo ante tanta juventud, tanta vida, tanta alegría desbordante y ruidosa.

–¡Ay, mamá, qué susto he tenido! –dijo la niña–. Si vieras qué malo es Güido, ha soltado a Tula, para que viniera tras de mí. ¡Me ha hecho correr tanto!

y, deponiendo las rosas sobre el banco de piedra, comenzó a arreglarse los cabellos y el traje, descompuestos por la carrera Y las caricias locas de la perra de caza;

vestido en traje de campo, trayendo ya una inmensa galga blanca, Güido Sparventa llegó riendo, hasta el banco donde estaba la condesa, y se sentó a su lado, mientras Tula, desesperada, pugnaba por saltar de nuevo sobre Irma, que huía;

Güido era el tipo clásico del joven romano, de alto rango, ese tipo serio, aun en los niños, reservado sin frialdad, digno sin pedantería, soberbio sin despotismo, afable, altivo, decoroso en todo;

alto y delgado, imberbe, pálido, con facciones acentuadas, hechas como para encanto de un cincelador de bustos, cabellos castaños lacios, boca grande, imperativa, dientes blanquísimos, no era lo que el vulgo llamaría un hombre bello, pero era el tipo distinguido y puro, el tipo noble de la raza de quirites antiguos;

hijo de los condes Sparventa, y por ende emparentado con los Larti, era mirado por la condesa casi como un hijo suyo, pues vivía en su intimidad, y enamorado de Irma desde niño, se amaban con tal ternura que su matrimonio era una cosa tácitamente pactada entre las dos familias.

Güido reía del susto de Irma, y la condesa reía también;

hubo un breve coloquio de minutos, y los jóvenes partieron de nuevo, en busca de rosas, de más rosas, tan blancas como las que nacían en la primavera gloriosa de sus almas;

la condesa quedó sola;

viendo partir esa pareja enamorada, joven y feliz, que tenía ante sí todo el porvenir de la vida, aquella pobre mujer abandonada, aquella pobre alma sensitiva, sintió que una gran tristeza le invadía el ánimo, una sed inquieta de llorar sobre su corazón desesperado;

como bajo un íncubo doloroso, su corazón gimió bajo el recuerdo;

un hálito de sublime melancolía arrastraba sus pensamientos, como el viento invernal las nubes de los cielos, y pasaba sobre su corazón, como sobre una cosa muerta...

¡ah, tenía un corazón!

¡y, ese corazón desnudo le daba horror! Al mirar en el fondo de él, como por un conjuro evocador, la imagen del Amado surgía magnífica y terrible, y le parecía sentir sobre ella la mirada cruel del domador, y la tristeza de su sonrisa amarga, y la caricia brutal de aquella palabra conquistadora, que pasaba sobre su ternura desolada, como un viento del desierto, como el aliento de aquella alma árida y triste;

la sumisión de aquel genio rebelde, la purificación de aquel corazón bravío, eran el sueño y el tormento de su vida;

inflexible consigo misma, acusaba su corazón con una violencia inusitada y rabiosa, y no quería ocultarse la verdad de su pasión. Sí, lo amaba con una admiración y una ternura superiores a todo lo humano;

su amor estaba hecho de todas las pasiones grandes y nobles, de todos los sentimientos delicados, que crecen en los senos recónditos, en los parajes inaccesibles y sagrados del alma humana. Era un castillo hecho con los fragmentos de las rocas más recias, en las cimas más altas, a donde sólo llegaban los sueños de grandes alas inmaculadas y tristes;

como ahogada bajo aquella honda pasión que le subía a la garganta y a los ojos, provocando el sollozo y las lágrimas, se abrazaba al dolor de su recuerdo, al secreto bendito de su corazón;

sí, amaba; y amaba por primera vez;

su amor era hecho de todas las virginidades, de todas las alburas de su alma inmaculada;

su corazón llegaba al Amor. Pero ¡ay, llegaba tarde!

era en su vida la hora del Tramonto, la hora de la tristeza augusta, en que se ven hundir en el horizonte todos los ideales, como un derrumbamiento de estrellas;

era la puesta de sol, magnífica y grandiosa, de su juventud soberbia. Y, su belleza misma se transfiguraba en esta hora, en una melancólica radiación de lumbre vesperal, en una como apoteosis de astros moribundos;

¡oh, si el Amor pudiese hacer el milagro de Josué! ¡Si pudiese detener el sol de la vida en el horizonte, una hora, un instante, el instante de amar y de morir!

no; El crepúsculo avanzaba silencioso, como una onda negra, y lo ahogaba todo, y todo desaparecía... ¡Oh, la vida! ¿Por qué había llegado su corazón tan tarde a la hora deliciosa del Amor?

¿cuánto duraría ese sol moribundo iluminando el horizonte?

¡aun era bella! Su belleza triunfal y tentadora había deslumbrado los ojos del Amado. Pero, ese mismo deslumbramiento la asustaba;

su alma, exquisita como un perfume, delicada como un pétalo, se resentía de inspirar aquel deseo brutal, que contrastaba con la idealidad de su Amor;

ella se había asomado a aquella alma obscura como el Abismo, tempestuosa como el mar, árida como el desierto, y había visto allí, no el Amor turbador y casto, que purifica y engrandece, sino al Amor brutal, que seduce y que mancilla;

¡y, había retrocedido asombrada!

pero, la fascinación poderosa la retenía allí, al borde del Abismo;

sí, ella había amado la idealidad de aquel Genio, su rebeldía dolorosa, su amargura hostil, su tristeza inconsolable y desdeñosa;

más que aquel cuerpo amaba aquel espíritu, que en lo alto tenía la agilidad del Alcióon, la elegancia del Águila, la fuerza del Cóndor y la armonía de la Alondra;

y, más que todo, amaba aquella palabra que era la música, el reflejo, la imagen de aquella alma;

amaba en él su soberbia, esa conciencia de su personalidad, la primera condición de quien quiere tenerse en pie, en la lucha de la vida;

amaba su egoísmo, ese egoísmo que la asesinaba, porque su alma era hecha de inmolaciones, materia purísima de Sacrificio, como la mirra y como el cirio;

amaba el orgullo indomable de aquel pensamiento, que lo hacía mantenerse siempre en lo alto, porque descender es una tristeza para los genios como para las águilas;

lo amaba como la multitud: por su grandeza;

y, lo amaba por sus dolores;

ella lo había visto replegar el ala en la soledad, como un cóndor herido, y lo había oído sollozar en silencio, en el misterio casto de sus grandes pesares. Las águilas no se arrastran ni en la agonía, caen sobre la roca, inmóviles, plegando las alas pudorosas, con la nostalgia inmensa del espacio, y sus pupilas no se hacen turbias sino rojas, con un fulgor del sol en el ocaso;

ella lo sabía inútil para la lucha infame de la vida, y desdeñoso de ella. El Genio destruye su fortuna, como el cóndor desgarra su nido. Su grandeza lo hace inhábil y sus cualidades, como las alas del Albatros, son remos en la altura, y rémora en el suelo. El Genio es tenebroso y no rampante: ignora las habilidades abyectas;

lo sabía perseguido;

ella lo había visto inmóvil, de pie, en medio de las ruinas de sus sueños, no resignado como Job el de Idumea, ni triste, como Mario el de Minturnes, sino soberbio, como Satán el de la fábula, mirando descrecer el sol, y desafiando el cielo;

ella lo sabía odiado;

él, gustaba de hacerle oír cuanto la Envidia y el Despecho decían contra su Gloria;

y, hacía vibrar la frase insultadora, como un cordel hecho de nudos de vísperas, y, a cuanto la mediocridad decía contra su grandeza, gozaba en ponerle la música de su palabra, como un último homenaje de su desdén;

lo amaba así, como aparecía en la nube blanca de sus sueños; soberbio, irreductible, misterioso y extraño, con el gesto del desdén en la boca, elocuentísima, y el verbo musical y gesto trágico, que se unían en él, en amalgama incomparable;

sí; lo amaba con todo el corazón, con toda el alma;

¡y, al confesarse su pasión, no se ocultaba los escollos del presente, la gran tristeza de la hora formidable!

sí, era la del Poniente;

la declinación da la vida comenzaba para ella, en una pendiente florecida de plantas otoñales, perfumada aún por la flor augustal de su belleza;

pero, era el descenso, era el crepúsculo, el abismo y la sombra... la Noche que venía...

sus sueños de Amor, detenidos como aves incautas, tendrían que huir pronto, que plegar el ala, que dormir, ¡ay! para siempre;

¡oh, lo Ineluctable!

¿por qué se envejece en plena vida?

¿por qué se va la juventud y queda el alma?

¿por qué el Amor no es flor de adolescencia, y crece aún en la zona triste que empieza a helar el viento de la tumba?

¿por qué esa flor matinal, ebria de sol, crece aún en las sombras de la tarde?

¡oh, amores vesperales, cosas tristes! ¡Oh, corazones vivos en la Muerte!

absorta, desoladamente bella, en la agonía de esa hora, la condesa extendió maquinalmente la mano, y arrancó una gran rosa blanca, de la cual algunos pétalos estremecidos rodaron sobre el banco.

–Está marchita – murmuró, trayéndola a sus labios, como a una hermana cariñosa.

–¡Y es aún bella! Una hora más, y nada quedará de tanto encanto;

una tristeza profunda la invadió, besó la rosa con pasión, como si besase su propia vida, y la aspiró con vehemencia, como si el perfume de aquella rosa casi muerta, diera fuerzas a su corazón desfallecido;

y, así, maravillosamente bella, parecía una gran flor de duelo, en aquel jardín en fiesta;

a lo lejos, la risa de Irma formaba ritmos de alegría, y el agua murmuraba en el jardín, como ebria de amor con el beso del Sol;

todo Vida y Amor en torno de ella, sólo en su corazón había la Muerte;

y, las voces del huerto florecido parecían hablarle de Esperanza.

–Aun es tiempo, le decían, aun es tiempo de amar;

y, la voz sensual y rumorosa del Amado parecía subir hasta ella, irresistible, inapelable, diciéndole:

–Aun es la hora de amar. Aun eres bella.

–Déjame detenerme en el sendero de tu corazón. Déjame amarte...

se estremeció, como si escuchase la voz augusta del Deseo;

y, al temblor de su mano, la rosa marchita cayó en pétalos al suelo;

la condesa bajó la frente y lloró sobre aquella rosa muerta símbolo de su juventud y de su vida;

y, un sollozo profundo pasó sobre el jardín en fiesta, como una sinfonía de angustias, como el himno de las rosas moribundas.