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Las rosas de la tarde: 07

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las almas virginales soñando en el Amor.

Güido Sparventa no amaba a Hugo Vial;

aquel orgullo desmesurado, que no tenía el artificio de ocultarse; aquella corrección fría como la hoja de un puñal; aquella urbanidad desdeñosa; aquella elegancia exótica y severamente personal; aquella afabilidad artificial, que no alcanzaba a ocultar todo el desprecio que aquella alma huraña sentía por los hombres y las cosas, disgustaba, y, humillaba el alma exquisita y altiva del joven patricio;

y, sin embargo, cuando se hallaba cerca de él, sufría como todos, la extraña fascinación de esa inteligencia, la rara sugestión de esa mirada, el influjo de ese tacto exquisito, y aun la altanera displicencia de aquella tristeza olímpica, que desbordaba en frases amargas, por esos labios, ungidos para la Verdad, por el beso de todos los dolores;

y, no podía libertarse de admirarlo. Y, había momentos en que lo admiraba todo en él, pero con uno como terror supersticioso, como si admirase las vestiduras brillantes de un sacerdote Sacrificador de víctimas sangrientas, o las sortijas, de un Sortilegio, en el acto de la Evocación;

y, a pesar de eso, venía a buscar el concepto de aquel hombre extraño, en los diarios acontecimientos de la política y de las letras, su consejo en asuntos de etiqueta, y aun su aplauso en el gusto de sus vestidos de joven dandy;

y, admiraba, con igual ingenuidad, la frase incisiva, la sentencia profunda que salían de su boca, como el extraño camafeo, el raro anáglifo de bronce, que lucía en el dedo pálido del Mago. Era en efecto raro aquel anáglifo tosco, comprado a un viejo árabe, vendedor de antigüedades, en una calle de Corfú. Era una cabeza hierática, sin duda de una Emperatriz, según las bandas lidias que encuadraban el rostro, un rostro sereno de Esfinge, enigmático como el misterio. Y, ese rostro inmutable parecía fulgir, resplandecer, casi animarse, cuando su dueño lo agitaba, en el movimiento rítmico y grave con que solía acompañar la música de sus frases;

pero, cuando quedaba solo, libre del sortilegio, sentía una impresión repulsiva hacia aquel parvenu, hacia aquel bárbaro, porque para el joven quirite, aquél era un parvenu de la diplomacia, raro y suntuoso, como un príncipe de Anam, un bárbaro de mucho talento, un Encantador, venido de muy lejos pleno de ciencia oriental y sortilegios fatales;

y, se vengaba entonces diciendo lo que quería a la condesa, que lo escuchaba sin responderle, y a Irma, que asentía a todo, porque ella también odiaba a aquel intruso, a aquel desdeñoso, que la trataba como a una niña y le robaba en parte el cariño de su madre. Y, lo temía, como a un ídolo malo, como a un hechicero, que con un conjuro podía tornarla en piedra, como a las princesas de sus libros de cuentos;

así esa tarde, en que lejos de la madre, en la tibieza tardía de esos crepúsculos de verano, paseaban los dos sus amores por las alamedas desiertas del jardín, bajo el fulgor de un cielo tranquilo, como un damasco blanco-rosa, sembrado de lilas, y el nombre de él, del odiado, surgió entre los dos, sus almas se vieron y se comprendieron, a través de ese odio, hecho de partículas de su amor.

–¿Tú lo odias?–dijo ella con su voz de cántico y de ritmo.

–Sí; mucho, ¿y tú?

–Mucho.

–Y él no nos ama.

–Ese hombre no ama a nadie.

–¿A nadie?

la joven bajó la cabeza, sonrosada, como un copo de nieve, teñido por un rayo de sol;

él calló, como temeroso de mancillar con sus palabras algo sagrado para ellos, de ajar con sus ideas el pudor que temblaba en aquellas carnes blondas, que tenían el esplendor del lis bajo las palideces lunares;

y tomó en las suyas, las manos temblorosas de la virgen, y las llevó a sus labios, con un respeto religioso, como si besase un icono votivo;

amor verdadero, amor que tiembla;

amor es Poesía;

y vagaron así, bajo los grandes árboles, silenciosos, como si un aliento de tristeza o de muerte los circuyera, cual si aquel nombre odiado hubiera pasado entre ellos para separarlos, para acabar con su ventura, como un viento de desolación y de exterminio;

ella se acercó instintivamente a Güido, inclinó sobre su hombro su cabeza negra, cerró las dos libélulas de esmeralda de sus ojos verdes, de un verde pálido, color de aguas marinas;

él tuvo como un presentimiento de desgracia, estrechó fuertemente las manos de Irma, y un resplandor de orgullo y de fuerza brilló en sus ojos desafiadores del Destino y de la Muerte,

–Tengo miedo del porvenir, mucho miedo, dijo ella.

–Los nervios; la tarde anuncia borrasca, dijo él, contemplando el cielo, que se hacía brumoso, oscureciendo en el confín la última irradiación, rosa-gloria, del crepúsculo, donde como en un viejo satín, color de paja, bordado de abejas de oro, vagaban las últimas luces blondas, en el aire coloreado de un carmín pálido de rosas;

estaban cerca al grande estanque, donde en la basca limosa y verde, un cisne hierático bañaba sus alas de plata, y paseaba las nostalgias de sus pupilas de zafiro, más obscuras en el disco místico de su blancura inmaculada de hostia.

–Veamos a Luc, dijo Irma, es mi pájaro agorero, él me porta siempre ventura. Tú sabes que el Amor de los cisnes salva del mal;

y se acercó al estanque;

el pájaro asustado, abrió las grandes alas, como abanicos de nieve, ensayó volar, y huyó hacia la selva, y se perdió en la arboleda obscura, dejando en pos de sí algo como una palpitación de alas, un estremecimiento de onda, una estela eucarística, como un rayo de luna en un campo de rosas;

–Güido, Güido, ¿has visto? exclamó la virgen pálida, temblorosa en el horror de su superstición.

–Sí, respondió él, con voz que ocultaba mal su emoción: Caprichos del animal.

–No, Güido, algo nos amenaza. Ese es un augurio fatal; ¡Dios tenga piedad de nosotros! El vuelo de los cisnes ¿tú sabes lo que significa el vuelo de los cisnes?

y cerró los ojos, como si temiera ver en el cielo los signos del Augurio pavoroso;

un viento de borrasca agitó los árboles, un relámpago iluminó el horizonte, y retumbó el trueno, tras de las cimas lejanas;

y regresaron silenciosos, pensativos, cual si vibraran sobre ellos las grandes alas trágicas de un cisne en vuelo, proyectando su sombra de misterio en la albura muriente de las rosas...