Las rosas de la tarde: 10
Aquello no podía continuar;
el anónimo diario llegaba como la flecha de un salvaje, incógnito y venenoso, a herir el pecho sagrado;
y Ada temblaba, bajo aquella nube de dardos, asesinada, como el San Sebastián de Güercino.
Hugo comprendía bien de dónde venían. Sabía que era Leda Nolly, la cantante despechada, quien los enviaba, y resolvió ir a hablarle para hacer de cualquier modo cesar aquel escándalo;
la bondad o el temor; tentaría todos los medios, para evitar a Ada aquel ultraje diario;
antes de partir, si debía partir, antes de volver, si debía volver, era necesario hacer cesar aquella infame;
y fue al teatro, donde cantaba Leda;
Cuando Hugo Vial le fue anunciado, la cantante había acabado su representación de esa noche, el repertorio de sus canciones picantes, que recitaba con voz un poco nasal, sus ojos de una candidez mentirosa, y ciertas entonaciones, cierto acento de una intensa perversidad de pilluelo corrompido, que habían hecho su celebridad en Nápoles y Sicilia, y hacían hoy el encanto de los viejos verdes y de los jóvenes eróticos, asiduos concurrentes del Olimpia, en Roma;
la rival de Ivette Gilber, como gustaba ella hacerse llamar por los cronistas sandios y los revisteros insustanciales, hacía, o deshacía, en ese momento, su toilette, con esa inquietud febril, esa violencia rara, que caracterizaba todos sus actos, y que en su sed de imitación cabotinesca, ella llamaba su temperamento, para buscar en sus excentricidades de partiquina, algún símil con Sarah Bernhard;
la estrella de Café Concierto, nadaba verdaderamente en un mar de tules y de encajes, constelado de cintas y potes de pintura, de esencias y de aromas, contenidos en frascos de baccarat, y flores tiernas, que agonizaban en una agonía lenta de vírgenes cautivas;
de toda aquella onda de indumentaria, de gasas, de cristales y de pétalos, se alzaban perfumes caprichosos, mezclándose con el olor de carne joven, que se exhalaba de los trajes de la artista, humedecidos por el sudor de dos horas de danzas y saludos, y el hálito penetrante de las flores, que, prisioneras en grandes ramos, morían allí, testimonios de admiración, mandados por los hombres, para parecer en holocausto, ante esta otra flor de carne, esbelta y grácil, blanca como azucena del río, moviendo su talle con una suavidad de ritmo;
sobre su cuerpo, que momentos antes blanqueaba y resplandecía desnudo en medio de tanta blancura, como una copia de Cypris Erótica, había arrojado un muy largo peinador de gasa verde, que sólo dejaba en descubierto su garganta, en la cual lucía esmeraldas maravillosas, como un collar de luciérnagas, prendidas al cuello de una Psiquis. Sus brazos se movían, liliales en su blancura, bajo el tul de dos mangas anchísimas, que le formaban como dos alas tenebrosas;
así, de pie, blanca, en la verdura pálida de su traje, como hecho de espumas y de aguas, parecía una grande alga marina, alzándose en la cima de una peña, un extraño pájaro acuático, misterioso y bravío, un símbolo, un enigma de ondas y de luz;
sus ojos de ámbar, movibles y profundos como el mar, llenos como él de perfidias y de monstruos, temibles en su serenidad desconcertante, se habían hecho como fúlgidos de cólera, al anuncio de la llegada de Hugo Vial;
su cabeza serpentina, adornada de aigrettes multicolores, emergiendo altanera de aquella pedrería radiante y del fulgente viso de las sedas, le hacía parecer a un pavo real encolerizado y vano;
avanzó un poco hacia la puerta, como un pájaro rencoroso, con las alas estremecidas, el ojo fijo, el pico purpúreo, presto a la crueldad, y esperó que Hugo Vial apareciese;
éste entró severo en su traje de Soirée, irreprochable en su smocking, y en la blancura de la pechera inmaculada, emergiendo las dos perlas negras, talismánicas, que habían hecho siempre la fascinación y el sueño de la cantante;
se inclinó ceremonioso, cuasi reverente, como ante una duquesa en una fiesta real;
ella se puso recta ante él, y echó atrás su cabeza blonda, que centelleó a la luz, como si su cuerpo se hubiese abierto en flor maravillosa de oro.
–¿Tú aquí? mi querido, le dijo con voz velada, y una sonrisa cruel en sus labios desdeñosos.
–Me parece que soy yo, y creo que estoy aquí. Aunque viéndote tan bella, creería que soñaba, añadió, conociendo la vanidad de aquel pájaro de opereta.
–Gracias, murmuró la artista. Tu galantería tan trivial y tan cursi me demuestra lo que yo sé: que eres necio como todos los demás. Tienes talento para todo, menos para comprender que eres un estúpido como los otros. ¡Y te crees un hombre superior!..: Vete, vete de aquí. Tus galanterías y tus comedias me enojan. ¿Qué quieres de mí? ¿qué quieres?
–Verte, duquesina, dijo, y fijó en ella su mirada serena, indescifrable, dominadora como un encantamiento;
de aquella voz, de aquella mirada se desprendía uno como fluido extraño, que dominaba a su pesar, a aquel pájaro rebelde;
y tembló ella ante la mirada del mágico dominador, como una Sortílega ante el conjuro de Exorcista.
–Yo no soy duquesina, dijo con aspecto de niña pronta a llorar.
–Para mí no serás nunca otra cosa, aun entre los aplausos que la canalla lasciva te prodiga.
–Moral, ¿eh? Gracias, querido. Tú sabes que yo no acepto prédicas ni tutelas.
–Que las aceptes o no, me es indiferente. Yo no te predico. No soy misionero. Tu redención me es indiferente. ¡Oh bella Magdalena! Yo no soy tu Cristo.
–¿Vienes a insultarme, entonces?
–Yo no insulto nunca a una mujer.
–¿Vienes a regañarme, papá?
–Tú sabes que él no lo hacía, y por eso eres así;
a ése recuerdo, como si la voluptuosidad de una caricia hubiese pasado sobre ella, la frente de la joven se entenebreció, y dos lágrimas se anunciaron, más que se vieron, en sus pupilas hechas tiernas;
no quiso llorar, y otra vez soberbia, alzó su cabeza serpentina, sobre cuyos alfileres en diadema brilló la luz eléctrica como sobre un campo de esmeraldas en fusión esplende el sol su lluvia de oro.
–¿Has venido, pues, a entristecerme?
–Tú sabes que yo detesto los portadores de tristezas a domicilio.
–¿A qué has venido entonces?
–Hija mía, a visitarte.
–Otra vez gracias, muchas gracias. ¿Estás hastiado del jamón condal, y quieres comer lo que has llamado en un libro tuyo: pez de escena, manjar de la dispepsia libertina? Esta vez, caro mío, a pesar de todo tu talento has perdido el tiro. Ser bestia una vez, es excusable, ¿quién no lo ha sido? el corazón es el culpable. Pero, ser bestia dos veces, es ser completamente bestia. Yo no lo soy. Regresa, hijo mío, regresa a casa de tu vieja beata, y sé feliz con ella. Es un poco, o mejor dicho, bastante arcaica, pero la Química, ¿tú sabes? un amigo mío dice que nosotras, las artistas, ganamos la vida, primero con la Física, y después con la Química. Mi querido búho, vuelve a tu ruina. Te agradezco la tentativa de predilección, pero no la acepto. Yo soy la Joven Italia, la Italia de los sueños de Mazzini. Soy Roma moderna, la Roma de Garibaldi. Y tú amas la Roma antigua, la Roma de los Tarquinos. Mi querido arqueólogo de Amor, anda a buscar otra columna antigua, un pilar de la Basílica Julia, en que saciar tu pasión de antigüedad. El Forum, para ti, será un harén. Ve, mi querido anticuario, hazte amigo del Comendador Otelli, y dedícate con él a descubrir la vieja Roma, y en una excavación cualquiera hallarás la momia de una Vestal, o una estatua de Popea para saciar tu lujuria retrospectiva;
Y prorrumpió a reír, con una risa canallesca y nerviosa.
–No sabía yo que entre la canalla del cabotinaje y las gentes de coulisses, había sabios más arqueólogos que yo, que te han enseñado esa tirada de estupideces que has recitado con tanto énfasis. Te felicito, carísima, yo te haré una canción sobre ese tema: Cabotin Arqueólogo. Será divertido. ¡Bravo, Leda, bravo!...
y, frío, inmutable, batió sus manos en señal de aplauso;
la cantante no se desconcertó.
–¿Sabes que me gustan los cabotines? repuso, ¿qué quieres? Son jóvenes, como yo. No participo de tus gustos. Las ruinas blasonadas me dan náuseas. Y a propósito ¿sabes quién está enamorado de mí? Tu socio, caro mío, tu socio.
–¿Socio de qué?
–Tu socio en amor, el Conde Larti.
–Basta, Leda, respeta ese nombre, que es el de una mujer honrada.
–Puf... dijo la artista, y prorrumpió a reír, estrepitosa, gozosamente.
esta risa hizo mucho mal a Hugo, porque era sincera, y era alarmante en su sinceridad, cruel en su brutalidad profanadora.
–Te prohíbo que hables y te rías de ella así.
–Yo no tolero imposiciones sino a mis amantes, y tú no lo eres ya. Yo puedo reírme de la virtud de tu momia como de la estatua de Madame Lucrecia, de la Plaza San Marcos, y puedo ponerte a ti a la puerta, por atrevido y por cretino. ¡Ah! Y yo, que te había creído siempre hombre de talento... ¡qué engaño! Tenía admiración por ti, como hombre conocedor de las mujeres. Sabía que eras incapaz de amar; que no cortejabas un mes a una mujer que no pudieras seducir, te conocía como el ser más depravado en el amor bajo tu aire de gran Señor irreprochable. ¿Y ahora, bajo tu alma de sabio, salta un alma de niño?
¿tu talento, tu ciencia, tu experiencia eran mentira? ¡Pobre caro mío! ¡qué desgracia! ¡Por andar entre las ruinas te has hecho una ruina también! ¡Poverino! Propalar la honradez de su querida... ", esa es la cima del chic galante. Hasta en tu decadencia te ha sido dado tener originalidad. El conde Larti se opondría por su propio honor a que tú proclamaras la virginidad de la condesa. Pero si ese ataque de cretinismo sentimental te continúa, terminarás por ahí, porque el ridículo es una pendiente. Pronto te harás el paladín de la juventud de tu vestal. ¡Cocco mío! dijo acariciando con la voz y con el gesto a Hugo. ¿Sabes qué edad tiene tu ídolo?
–No, ni quiero saberlo.
–Es prehistórica.
–¡Cállate!...
–Es como el Panteón, uno de los monumentos mejor conservados de la antigüedad, y uno de los más bellos en decrepitud.
–Que te calles.
–No me callaré sin decírtelo. Tiene cuarenta años, que para una mujer son cuarenta siglos. Y me lo ha dicho su marido que lo sabe bien.
Hugo no hablaba. La cólera lo cegaba. Tenía ganas de estrangular la vípera.
la cantante, implacable, continuó: '
–Yo la respeto mucho, ¿sabes cómo la llamo? el obelisco de Caracalla.
–Cállate, miserable, dijo él avanzando hacia la cancionista;
ella, que conocía los arrebatos de aquel carácter, corrió hacia el timbre, como para llamar la camarera;
él alcanzó a cogerla por un brazo, y con un ademán brutal la arrojó sobre el diván gritándole:
–No te muevas.
Leda no se movió. Sus ojos fosforescentes centelleaban, sin una lágrima.
Hugo la miraba, pálido de rabia;
el león y la sierpe se contemplaron;
con voz velada, cuasi ronca, como estrangulada por la cólera, la artista dijo:
–Caro mío, nada de violencias, porque tú sabes bien que soy muy capaz de matarte. ¡Un diplomático, muerto en el Teatro en el cuarto de una actriz! ¡qué crónica para Roma, tan escasa de hechos sensacionales! ¡qué ganancias para los periódicos, que no tienen para contar al mundo, sino los catarros del Papa y los escándalos de la Cámara! Eso rompería la banalidad de las cuchilladas en las hosterías y de los suicidios en el Pincio. ¡Admirable! Pero antes de dar ese bout de cronique a la «Tribuna» y al «Messaggero», óyeme: Yo detesto tu vieja y te detesto a ti. Yo me vengaré. ¿Tú sabes que me estoy haciendo morfinómana para ganar en el sueño unas horas de consuelo, y tienes la esperanza de verme pronto en un manicomio o en la tumba? Te equivocas. No enloqueceré o no me moriré sin vengarme. Tú me dijiste un día para insultarme, burlando mis delirios artísticos: tú no eres flor de arte, sino flor de locura; y criticando mis arrebatos místicos, me dijiste otro día: tú no eres lirio de claustro, sino flor melancólica de hospital, ¡cuida no te hagas sin quererlo adelfa de presidio o de cadalso! ¿Lo recuerdas?
pues tu profecía ha de cumplirse: hija de alcohólico, entretengo mis atavismos embriagándome con morfina, en vez de alcohol y antes que ser flor melancólica de hospital, seré adelfa de presidio o de cadalso. Sí, porque yo iré hasta el crimen para vengarme;
no te mataré a ti, porque sé, que desprecias la vida, y sueñas con una muerte trágica, para librarte de la vulgaridad de una muerte lenta, en un lecho de dolor;
pero a ella, ¡ah, a ella sí! Ella sabrá lo que cuesta jugar con mi ventura, dijo y sus ojos fulguraron, como los de una loba, con extraña luz de locura y de crimen. Y continuó luego, con una voz sombría:
–Estaba escrito que tú habías de ser mi salvador o mi fatalidad. Serás mi perdición, después de haber sido mi aspiración. Te encontré en mi camino como un Enigma, y tu palabra me fue simiente de mal y de dolor. Tu orgullo me sedujo. Tú no me has amado nunca, me lo dijiste así, cuando me debatía en tus brazos, cuasi violada, porque el fondo de tu alma es brutal y frío como una rosa. Halagaste mis histerismos, mis quimeras de adolescente, aplaudiste todas las negruras de mi alma, ayudaste a abrirse todas mis pasiones, y te inclinaste sobre mi alma con el interés malsano de un horticultor, que ve el desarrollo de una flor extraña, a quien ha inoculado gérmenes de muerte. Violaste mi alma antes de violar mi cuerpo. Me asesinaste moral-mente, antes de poseerme materialmente. ¡Asesino! ¿Por qué la justicia no te prohíbe el uso de la palabra, como prohíbe a los otros el uso del revólver y el puñal? ¿Es que la muerte de las almas nada vale? Tú eres un violador de espíritus, un asesino de conciencias, más monstruoso que Vacher y que Troppman. ¡Y vives! El mal dormía en mi alma, como la vida en el Caos, y tu espíritu pasó sobre él y le dijo: ¡sea! y el mal fue... Todos mis sueños de venganza y de pasión, tú los aplaudiste. Tú aprobaste todos mis delirios de ambición y de gloria, que hacían llorar a mi pobre madre. Un mes, no más, pasaste entonces por mi vida, y la envenenaste para siempre. Me impusiste el sello de tu perversidad y de tu orgullo. Tu garra de Satán, quedó impresa en mi corazón. Todas tus paradojas sonoras germinaron y se abrieron en mi cerebro como flores del Averno, y ausente tú, resplandecieron y vibraron, como la tempestad irremediable del Mal. Mi orgullo se modeló en tu orgullo, y mi maldad en tu maldad. Yo soy tu obra;
él no respondía nada, encantado, deleitado, con el fuego de la requisitoria pueril que aquella pobre mujer creía formidable;
y ella continuó:
–Cuando dejé mi casa, tú lo sabes, a quien busqué fue a ti. Fuiste generoso: no lo niego. Me protegiste sin amarme: lo sé. Yo sí te amaba: esa fue mi desgracia. Yo iba en peregrinación a tu corazón buscando una alma: tú no la has tenido nunca. Me impulsaste, me llevaste a las puertas de la celebridad, como un gran Señor désabusé lanza una corista en el mundo del teatro que él desprecia. A mi aparición en la escena romana, tú me aplaudiste, como todos, me cubriste de joyas, constelada de brillantes mi pobre cabeza loca, y de raras pedrerías mi seno cuasi virgen, porque no lo habían profanado otras manos que las tuyas. Yo era feliz. Yo te amaba. Tú y la gloria de mi teatro: esa era mi ventura. Y la rompiste con los pies. Me arrojaste en el vacío y en el vicio, al arrojarme de ti. Rompiste mi vida. ¿Por quién? por esa mujer. ¡Ah, cómo la detesto! ¡Yo me vengaré! ¿Ves ese pomo cincelado en plata que está allí cerca de mi abanico y mis guantes? es ácido nítrico. Lo llevo siempre conmigo para arrojarlo al rostro de tu cariátide, de tu vieja condesa, y hacerla monstruosa. Busca en esa bolsa, hallarás mi revólver. Yo la arderé o la mataré.
–Tú no harás eso, Leda, dijo él asustado ante el acento firme de la artista.
–Sí, lo haré, pero antes me ocupo de otra cosa. Y no estoy sola. El Conde de Larti aspira a darse el gusto de que yo sea su querida. Y como ese es un título simplemente honorario, lo seré;
¡ah, los dos seremos formidables! Entre los dos daremos cuenta de tu vieja cocotte.
–Cállate, miserable, gritó él al ver insultada a la noble mujer.
–¿Sabes cuánto espera a tu honorable matrona? continuó Leda, impertérrita: tres años de presidio por adulterio, tres años de reclusión en el Buen Pastor, allá irá tu momia a purgar sus vicios con las otras prostitutas no blasonadas.
–¡Víbora, miserable! gritó él, tomándola por los puños y levantándola del sofá, para obligarla a ponerse de rodillas.
–¡Miserable! Di que mientes, pide perdón.
ella dio un grito de pájaro herido y clavó sus dientes furiosamente en las manos que la sujetaban;
él la botó sobre el tapiz, con un deseo infinito de acabarla a puntapiés.
Leda se estremecía, en una verdadera crisis de nervios, en uno de sus ataques epilépticos, tan comunes en ella;
contorsionándose bajo el tul verde su traje, semejaba una serpiente de nieve, en un campo de oro. Uno de los alfileres del cabello habíase hundido en la carne, un tenue hilo de sangre corría por su rostro, como la venazón de un lirio, sus brazos emergían en luz de la tela, que caía como pétalos de una corola fatigada;
lloraba sin sollozos, apretando sus dos pechos, cerrados los ojos, contraídos los labios insolentes;
él sentía una verdadera sed de estrangularla;
logró dominarse, y partió sin llamar a nadie, cerrando la puerta, con esperanza de que la fiera enjaulada se hiriera o se matara contra los muebles;
al estar en la calle, advirtió que no había hablado nada de las cartas; La vergüenza y la soberbia le ahogaban;
cuando entró en su coche, le parecía que todo vacilaba en torno suyo, y un grito de venganza y de tristeza subía de su corazón;
tenía miedo, miedo por la alta y noble mujer a quien aquellas dos serpientes podían morder el seno inmaculado;
¡ella arrastrada a los tribunales, al escándalo, a la prisión!... ¡Oh, no! ¡Jamás! Primero la mataría y se mataría;
lA muerte antes que la deshonra. La muerte piadosa y casta. El gran sudario de tierra cubriendo sus cuerpos juntos. Las nupcias pavorosas de la nada. Así pensaba el fuerte...
¡corazón cobarde, como el corazón de todos los hombres!
¡el corazón! ¿Es que se conoce acaso ese abismo de gloria y de lodo?
¡el corazón! ¿Es que se sacia nunca esa bestia nostálgica y soberbia?
¡Oh! ¡El corazón!