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Las rosas de la tarde: 11

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los cantos de la alondra, las garras del alción.

Después que el camarero lo hubo desvestido, y amortiguado la luz de la lámpara, tras la pantalla azul, Hugo Vial, cubierto por un pijama, se dejó caer sobre el sofá, y meditó con espanto en esta nueva complicación de su vida;

no había duda, el conde Larti trataba de hacerse el amigo de Leda Nolly, porque sabía que había sido la amiga de él. Trataba de descubrir sus secretos, de deslizarse de cualquier modo en su pasado, de preparar de cualquier manera su venganza;

¿secretos? Leda no tenía ninguno suyo;

tenía demasiado talento para ser sincero. Su carácter reservado lo libraba de estas asechanzas. Trataba al amigo de hoy como enemigo de mañana. Su alma se cerraba como una fortaleza al ojo del extraño;

era impenetrable;

era invulnerable a las infidencias porque no tenía la debilidad de las confidencias;

pero temía por Ada. Veía con temor la liga de esos dos seres de perversidad, contra aquella alma de pureza y de bondad;

sabía de todo lo que era capaz Leda, manejada y explotada por un malhechor brillante, como el conde Larti. Conocía todos los pensamientos que podían pasar por aquella cabeza de pájaro venenoso, conocía aquella alma violenta y ligera, los odios profundos, las excentricidades novelescas de aquella naturaleza degenerada, la maldad soberbia de aquel pavo real, con garganta de canario y furores de ave carnicera;

y, recordaba con horror cómo la había conocido, cómo se había ligado a este ser extraño y anormal, a quien no había amado nunca, el cual sólo le había proporcionado, fuera del goce de la pasión brutal, el goce aún más raro de ver el desarrollo de una neurosis, de un ser de degeneración, abrirse bajo sus ojos, como una gran flor de Arte, de Histeria y de Perversidad;

hacía tres años de eso;

era al principio de su estadía diplomática en Italia;

había llegado a Palermo, enfermo, más sufriente del alma que del cuerpo. Fatigado del ruido del Hotel, de aquel vaivén cosmopolita, había aprovechado la indicación de una familia amiga para refugiarse en una Pensión, tenida por una dama de la nobleza Siciliana, venida a menos, como dicen allí, para indicar la clase innumerable de los nobles arruinados;

allí encontró lo que deseaba: una seriedad irreprochable, una afabilidad exquisita, una quietud de gran familia solariega;

sus compañeros allí, eran: un matrimonio polaco, viajero y místico; una baronesa alemana, dada a la telepatía, y dos ladys inglesas, no dadas a nada, porque a su respetable edad de setenta años, una virgen no puede darse sino a la Muerte;

la señora de la casa, austera y triste, como una plegaria de duelo, era uno como aforismo de Schopenhauer con enaguas, un funeral ambulante, una Misa de Réquiem a domicilio. Vestida rigurosamente de negro, envuelta en sus largos velos, con el inevitable medallón del marido al cuello, esa como sombra de la Emperatriz Eugenia, ese catafalco blasonado, pertenecía a la espantosa legión de Viudas profesionales cuyo lamento eterno y actitud de Hécubas desoladas, son la amenaza de los vivos y el ridículo de los muertos;

fiel a los deberes de gran dama, extremaba el ceremonial, y no faltaba nunca de informar a sus clientes su alto origen y las catástrofes que la habían llevado a honrarlos con su hospedaje;

oyendo su narración sentimental, infalible a la hora de la comida y recitada con la monotonía de un anagnosto, los eslavos meditaban sin duda en leyendas de viudas abnegadas, muertas en Siberia, mientras las missis, conmovida su sensibilidad británica, dejaban errar su mirada húmeda por los escudos rotos de los armarios, que apenas alcanzaban a divisar sus pupilas septuagenarias;

y él reía interiormente, ante el ridículo incurable que distingue la humanidad, en todas las latitudes del globo;

en ese medio fanático, de tristeza y de duelo, crecía como una flor turbadora y rara, Hilda de Monacci, la hija única de la dueña de la casa y del noble caballero, último de los de ese nombre, que había muerto de congestión cerebral, después de haber vivido ebrio toda su vida y haber disipado la fortuna de su esposa en el juego y las mujeres, espécimen completo de uno de esos brutos cerebrales y sexuales, que la casualidad hace nacer sobre un blasón y morir sobre él, como un mono de orgasmo.


Hilda era bien la hija de un alcohólico, de un degenerado, con su belleza enigmática y salvaje, sus debilidades y sus violencias, su pobre alma perversa y débil, su carácter sombrío y enloquecido, su temperamento arrebatado e inconsciente, un ser de desgracia, un tipo de alma moderna, en la triste decadencia de una raza;

alta, delgada, flébil, de una blancura tenue, que hacía pensar en las hostias y en las alas de los cisnes, en las palideces de la locura, en las del crimen y en las del vicio, en Medea, en Ofelia y en Margarita, aquella extraña virgen, alba de histeria y noche de una sangre, llevaba en su cuerpo puro, marcado Por la fatalidad, los elementos todos de lo bello y lo deforme, el ascetismo y el sensualismo, el de un caos moral con que amalgamar la sombra y la luz, el sacrificio y el crimen, en las fluctuaciones, en las debilidades de su temperamento, en las crisis trágicas de su espíritu, vecino de la insania;

la turbación, de la obscuridad de su alma, se reflejaba bien en sus grandes y bellos ojos grises de un color gris de Mar del Norte, de olas revueltas por la tormenta en playas escandinavas; tenían, como el mar, fluctuaciones, iluminaciones y palideces súbitas, a veces claros y bellos como una aurora, a veces obscuros, abismales, como los cráteres de los volcanes que la habían visto nacer, ojos voluptuosos y dementes, en cuyas pupilas fosforescentes y movibles vagaban, como sobre las olas, el alma invisible de la tempestad y de la Muerte;

sus cabellos, de un blondo rojo, ponían sobre su nuca un reflejo sedeño, como el bello de la mazorca en maizales americanos;

su boca delgada y pálida tenía un tic nervioso, que descomponía a la menor contrariedad sus líneas admirables;

era majestuosa en la esbeltez de sus formas gráciles, severa en la expresión de su rostro trágico, imponente en la pureza de sus líneas, en las formas divinas de su cuerpo, cuya carne suave y ardiente parecía hecha con hojas de rosas y lavas del volcán, como si fuese del Etna;

impulsiva, movible, violenta, todas sus crisis de pasión, todos los conflictos de su alma, se revolvían en enfermedades nerviosas, en verdaderos ataques de epilepsia, cuasi en accesos de una locura aterradora;

inteligente, cultivada, artista dilettante, amaba las artes, los poetas y los viajes. Sabía de Carducci, Stecchetti y Fogazzaro, de Leoncavallo, de Puccini y de Mascagni, y soñaba con países lejanos, con horizontes extraños, con cielos desconocidos, con perspectivas de países remotos y caminos ilimitados, como si fuese una alma de bohemia, prisionera en un castillo..;

y sabía condensar sus sueños, escribía en su Álbum Íntimo páginas deliciosas, pintaba acuarelas soñadoras, cantaba con una voz maravillosa;

al principio, aquella alma impulsiva fue hostil a Hugo Vial. Su frialdad respetuosa, su cortesía displicente le disgustaron;

pero, poco a poco, como cautivada por aquella palabra encantadora, fue acercándose a él, dejándose deslumbrar, dejándose absorber, dejándose aprisionar en la red luminosa de aquel pensamiento y de aquel verbo, sufriendo la rara captación de aquel hipnotismo extraño, extraño;

como las mujeres de Bethania, al arribo del pálido y blondo galileo, así ella sintió la aproximación del Iniciador, y fue hacia él, y el polo de su vida se fijó;

y sus labios dijeron la palabra que salía de todas las bocas: Maestro; ¡Oh, Maestro! y su alma fue hacia él, como una fuente hacia el río;

y la hora de la Anunciación sonó en su alma;

y fue hacia el revelador, como una Magdalena virgen, y le mostró su alma desnuda, aún libre de mancilla como su cuerpo, y abrió el joyel de sus sueños, rico como el tesoro de una cortesana oriental, y regó ante él sus sentimientos como perfumes, y la mirra de sus aspiraciones ardientes perfumó aquel templo del secreto, donde se abría su alma temblorosa y bravía como una flor de Cactus, al beso del sol de Palestina;

y de su corazón se escaparon las confidencias, como palomas ebrias de un néctar venenoso, acendrado en la soledad, como pétalos de flores mortales, abiertas en el silencio, en el dolor de una conciencia irremediablemente enferma;

y a Hugo le parecía escucharla aún aquella noche de luna, perfumada como un bouquet de Amor, rumorosa como un epitalamio, iluminada castamente por una luz difusa de irradiación de estrellas, y el mar como si se durmiera, y a lo lejos el volcán extinto como si velara, y el alma de la virgen abriéndose en el gran silencio de la noche, como un cofre perfumado en cuyo fondo durmiese una serpiente luminosa, un insecto de la India, magnífico y terrible;

su voz angustiada sonaba cuasi trágica, y decía:

–Mi alma es un abismo. Esta débil flor de mi virtud se inclina sobre ella, como atraída fatalmente por el vórtice: ¿quién podrá decirle al rayo, no la quemes? Ella va hacia el fuego y dice: bésame ¡oh llama! envuélveme ¡oh llama! consúmeme. Y contorsionada bajo el flagelo de la sangre, agoniza, atormentada por los espantos de su ideal. Yo soy como la virgen corrompida, la hija de Herodíada cuando dice: yo soy la rosa de Saron y el lirio de los valles, si mi preferido no viene a mi jardín, yo iré hacia él...

yo, como ella, no tengo miedo al Iniciador, y puedo decirle: tú, salvaje del desierto, lleno de odio, el rayo de tus ojos no me da miedo:

mis volcanes y mis ojos fulguran con más fuerza; pero yo quiero prender en ti un fuego dulce y febril, como el sueño de mis noches, cuando los suaves narcisos esparcían sus perfumes en torno a mi cabeza; pero algo más alto que el sueño del amor grita en mi alma que me consume. Yo te oí decir una vez: una alma de excepción no debe sentir intensamente, sino tres grandes pasiones: la Ambición, el Odio y la Soberbia; y no debe aspirar a hacer germinar en las otras almas, sino tres sentimientos: la Admiración, la Envidia y el Odio. Y yo tengo en mi alma un cuarto sentimiento, del cual no te he oído hablar nunca: la venganza: ¿es que no la has sentido jamás?

–La venganza es una prostitución de la Justicia. Yo no me vengo: yo castigo.

–Yo sí me vengaré. Tu yo indagador ¿no ha visto la negrura de mi suerte? ¿No te ha conmovido nunca este limbo de desastre en que me agito? Este nido de escudos rotos y muebles salvados del naufragio, la humillación de esta posada ducal, ¿no te han hecho pensar nunca en lo que sentiría mi pobre alma, que no ha hecho mal a nadie todavía, abriéndose así, bajo un castigo inmerecido, víctima expiatoria de los vicios y de los egoísmos culpables de su raza?

yo soy enferma, porque mi padre era un alcohólico. Yo soy pobre, porque mi abuelo, es un avaro. Y yo pago los vicios de estos dos hombres. Mi padre ha muerto. Yo respeto su tumba. Él me amaba bien. ¡Pero mi abuelo! ¡ah, mi abuelo! ¡Ah, marqués de Camportelazzo! Yo me vengaré;

y la virgen terrible temblaba, como si sus nervios fuesen a estallar en una de esas crisis tremendas, que le eran habituales;

y luego continuó...

–¿Has visto la negrura de este antro en que nos agitamos mi madre y yo, ella, como una hipnotizada de la tristeza, yo como una poseída de la desesperación? ¿no has visto esta agonía lenta de la miseria incurable, este sonrojo silencioso, esta consunción en que evaporamos nuestras vidas, sobre las cenizas de nuestra fortuna, en frente a los retratos de nuestros abuelos impasibles? ¿No has adivinado el drama de nuestra existencia? Mi abuelo, el marqués de Camportelazzo, nos odia. No ha perdonado nunca a su hija, a mi madre, su matrimonio. La raza de mi padre es raza enemiga de los Borbones. La lucha de la libertad en Sicilia cuenta con muchos mártires en ella. El marqués de Camportelazzo era amigo y partidario del Rey Bomba: de ahí su odio inextinguible. Mi padre murió despreciándolo. Y el noble Señor, retirado en su castillo feudal, persigue aún, con sus odios, estas dos mujeres desvalidas. Mi madre lo ha perdonado. Yo, no. Lo odio con un odio ciego y furioso. Las raras veces que la casualidad nos ha puesto frente a frente, he caído sobre él como una cólera, como una maldición. Una vez que por defenderse insultó a mi madre, lo abofeteé en presencia de sus otros nietos estupefactos. Me huye como al cólera, y dice que soy loca. Me ha querido sobornar porque me teme. Yo no acepto limosnas. O todo o nada. O enmienda las injusticias hechas, o perece víctima de ellas;

y, en tanto, ¡qué suerte la mía! Florecen mis diez y ocho años en esta soledad de ergástula, y mi juventud y mi hermosura se abren en pleno eclipse. Y mientras mis tías y mis primas son la principessa de tal, la contesina cual, la marquesina de más allá yo soy la señorita Monacci, y me consumo en la soledad y en la miseria. Y cuando en un baile veo brillar en los hombros desnudos de mis tías, y en el cuello de mis primas, las joyas de mis abuelas, sin que una sola le haya tocado a mi madre, y tengo que retirarme en un coche de alquiler, mientras ellas pasan en sus equipajes, lujosas e insolentes, yo siento que el vértigo de la cólera y del crimen me posee;

yo no espero ni deseo el Príncipe azul, que venga a sacarme de la miseria. Eso sería el descanso, no la venganza. Eso sería grato al ilustre abuelo mío;

la suerte me inclina hacia abajo, y yo iré hasta el fondo;

me vengaré haciendo sonrojar a los que me han hecho llorar. ¡Ah, marqués de Camportelazzo! Yo te enfangaré el blasón, para no limpiarlo nunca. Yo pondré en su escudo un cuartel que no tenía: la prostitución. Sí, pero no la prostitución profesional, que puede reprimirse con la policía, y que no pasa de los límites de una ciudad o de un país, sino la prostitución artística y sonora, cosmopolita y ruidosa, que lleva una corona en sus bagajes, para adornar sus noches de Amor en los cuartos de los hoteles y el camarín de los artistas;

ese hombre tiene la vida en el título y yo lo mataré deshonrándolo. Yo iré al Teatro. Todos me auguran en él una gran carrera. Pero no iré al Teatro en la expresión de un Arte alto y noble, en la ejecución clásica de la música o del drama, en la ópera o la tragedia. Eso no enfanga. La aristocracia ama las grandes artistas, y les da puesto en su seno: la Patti ha sido Marquesa y Baronesa, la Nilson es condesa, la Alboni también, Clara Warlt es Princesa. El arte es una aristocracia. Ellas iban ascendiendo del Arte a la nobleza. Yo iré de la nobleza al Arte. Voy con la cabeza hacia abajo, precipitada como Satán. Yo iré al arte que es hermano y voz del vicio, al arte que corrompe y que degrada, a aquel en el cual no hay una centella de genio, ni de gloria, al arte vil, a lo canallesco, a lo irremediablemente impuro: iré al Café Concierto. Cantaré las canciones más obscenas, con los movimientos más provocativos, emporcaré mis labios y mi mente, entregaré mi nombre y mi cuerpo a las caricias del público, y haré poner en los carteles, al pie de mi nombre del Teatro: de los Marqueses de Camportelazzo... ¿Recuerdas aquella duquesa de Sierra Leona, pintada por Barbey d'Aure-villy en la última de sus Diabólicas? La sombra de esa duquesa seré yo. ¡Oh, mi venganza, oh, mi venganza! dijo, e inclinando su cabeza, sollozó amargamente.

–Te he hecho toda mi confesión, murmuró sobriamente, te he entregado mi espíritu, has visto mi alma desnuda. Eso es bastante por ahora;

y le extendió sus dos manos para decirle: ¡adiós!

y se alejó, blanca y trágica, como la sombra de una Euménide virgen, como una Electra formidable, moviéndose en la lividez de un crepúsculo de crimen...


... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...


Y ella había dicho: aunque te envolvieses en la llamarada de un incendio, yo, sin lamentar un solo día de mi juventud iría hacia ti en medio de las llamas, tendiendo hacia ti mis brazos, gritándote feliz: Envuélveme ¡oh llama! absórbeme, ¡oh llama! ¡anonádame en ti!...

¡y fue hacia el incendio formidable! Y quemó en él sus alas níveas, en una sed inmensa de ignición;

y así la poseyó, en una noche espléndida, de caricias lunares, de espejismos del lago, de alientos perfumados con áloe de las playas africanas;

era pasada medianoche, y él llegaba del Teatro. Al atravesar el comedor, para ir a su cuarto, vio a Hilda que meditaba en el balcón, y parecía esperarlo;

se saludaron;

la hora, el silencio, la soledad, llamaban la confidencia de las almas;

y, ella lloró sobre las tristezas de su vida, y sobre el hombro de su amigo;

él, viéndola en sus brazos, sollozante, quiso desaligerarla del corsé, para que respirase mejor, y como las olas de un mar de nieve sus dos globos de alabastro brotaron insumisos;

Cuando un hombre ha visto los senos de una mujer, esa mujer le pertenece.

besó su boca en flor, como una herida abierta, y la poseyó virgen, sumisa, sin lucha y sin amor.


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y, cuando días después se alejó de allí, no había en su corazón, sino un recuerdo triste, un vago presentimiento de desgracia, un como remordimiento de haber poseído la virgen fatal, de haber acercado sus labios a aquellos labios hechos de fuego y de ceniza como un cráter, de haber desflorado los pétalos de aquel lirio rojo, lirio de Maldición y de Pecado.


*****


Un año después llegó a Nápoles en plena estación estiva;

una noche, deseando cambiar de espectáculo, fatigado de la música del Gambrinus, de las canciones de la Galería Umberto, de los conciertos de la Villa Reále, fue a lo largo de los malecones de Partenope y de Chiaia, viendo la iluminación férrica de aquel cielo incomparable, mecido por el rumor del golfo, cuya olas preludiaban nostálgicas, rumorosas, en lenguaje indefinible, la canción de lo infinito, mientras organillos tristes, y cantores errabundos, llenaban el aire de melodías apasionadas, y voces exultantes, vibradoras de amor perdido, se alzaban en la soledad de la noche, cantando fuertes, acariciadoras, como el alma de aquel pueblo, de aquel hijo de la Gran Grecia, trovador amante y feliz, sobre un lecho de lavas, bajo su cielo de índigo, y el follaje cariñoso de sus naranjos en flor;

y las voces continuaban en cantar:

Oh, Bella Nápoli...

así llegó hasta los malecones de Santa Lucía, y vio, allá, hacia el mar, en un foco de luz eléctrica, los anuncios de El Dorado;

y fue a él;

era el único Café Cantante que le gustaba; avanzado en el golfo, sostenido sobre las olas que rumoreaban juguetonas debajo de él, acariciado por las brisas de Posilipo, que venían cargadas con aromas de jazmines y nardos de Arabia, de los jardines de Pazzuoli, iluminados por los fuegos distantes del Vesubio, acariciado por el rimbombo de su trueno perpetuo y formidable...

habían pasado dos o tres números del repertorio; un prestidigitador, un acróbata, un domador de leones, y el cuarto número apareció anunciado: Leda Nolly, cancionista.

Nápoles es el país de las canciones;

quien las ha oído una vez, nos las olvida nunca;

la música empezó lenta, tierna como una queja, como un rumor de besos prolongados... Después, se hizo alegre, ruidosa, como una ebriedad de sonidos y de notas;

y, entonces, de súbito, como escapada a un país de sueños, arrullada por las voces cantantes de las arpas y de los violines, como si anduviese sobre un tapiz de ritmos, en un nimbo de armonías, apareció la cantante en un traje rojo orlado en negro, como un pistilo de fuego en una corola tenebrosa, con el pecho florecido, como un pectoral de rabino, bordado de cálices y palomas, divinamente incitativa y perversa, como una Salomé hierática y triunfal;

un aplauso prolongado la envolvió. Ella se inclinó reverente, dejando ver al inclinarse, carnes deslumbradoras, más que su extraña pedrería, senos mal cubiertos, en una semidesnudez artificial;

después, como una llama que anduviese en las alas divinas de un acorde, avanzó hacia la escena;

la reconoció bien: era Hilda, bajo su nombre de Teatro;

era la flor del Mal, la rosa lúgubre, que se abría al Sol de la venganza, incitativa y trágica. La joven se inclinó al público, y empezó a cantar;

de su garganta, como el cáliz de una azucena donde durmiera su nido de ruiseñores, brotaron arpegios cristalinos y sonoros, y de su boca en flor se desgranó un torrente obsceno de calembures infames, del lodo rimado, de impurezas vertiginosas y rítmicas, una cloaca musical, alegre y desvergonzada, como el himno de una orgía.

Hugo sintió que el corazón se le ahogaba, y una onda de dolor y de angustia le subía al cerebro, ante el horror de aquella decadencia irremediable;

la artista seguía cantando, moviendo todo su cuerpo, con esbelteces pérfidas de liana, y acariciando como una oferta, las ánforas de sus senos. Sus ojos perversos reían y prometían, mientras enviaban al público, delirante con el tropel de sus rimas impuras, un diluvio de besos incendiados...

no pudo soportar más; un sufrimiento desgarrador, una tristeza profunda lo invadían, y abandonó el Teatro, triste, angustiado, sombrío, ante la inexorabilidad de aquel destino, ante la visión de sus pétalos fulgentes.


*****


Pocos días después, Hilda vino a Roma, y fue en busca de él. Lo amaba y lo necesitaba. Su madre había muerto y estaba sola;

se había hecho aún más bella, con esa belleza deslumbradora y tenebrosa, que la hacía irresistible como el pecado, enigmática como la muerte;

se vieron y se unieron, y ella se hizo ostensiblemente su querida;

y, así, cayó él bajo el yugo del colage, ese yugo enervante y envilecedor, asesino de la energía, que mata en los débiles hasta la última luz del Ideal;

felizmente, él era fuerte, y su querida quedó sumisa, como encadenada a su hipnotismo, tranquila, hasta donde podía estarlo aquella alma inquieta, inapaciguable;

los teatros de Roma, no ofreciendo por entonces nada a la ambición de la joven cancionista, a quien sólo precedía una reputación ruidosa de provincia, se dio al estudio con una consagración febricitante, con un ardor que puso en peligro su salud;

él la llevó a París. Allí la hizo oír de Ivette Gilbert, a Judit, a Clara Warlt, y repasar con maestros especiales todo el repertorio de l’Horloge, des Ambassadeurs, Casino, Jardin de París, Moulin Rouge, la Cigale, Folies Bergères, y todos esos templos de la Lujuria, donde aúllan obscenidades, meretrices líricas, en una horrible prostitución del Arte y de las carnes.

Hilda absorbió a París, se intoxicó de él, se consubstancializó con la Ciudad Monstruo, el alma de Babilonia entró en su alma, y su gran neurosis incurable se asimiló a aquella neurosis ninivita, y apuró el delirio de aquella gran copa de vicio, repleta de histerias;

la desvergüenza artística, canallesca, de Nápoles, se refino hasta desaparecer en la desvergüenza profunda de los teatros parisienses. Su voz, su acción, su mímica, todo se transfiguró en aquel laboratorio de ficciones;

se hizo una artista exquisita, intensamente perversa y turbadora;

regresó a Roma, con los últimos figurines, los últimos trajes, las últimas excentricidades y las últimas canciones parisienses;

sus vestidos eran de Word, sus sombreros de Lantier, sus canciones, de los últimos poetas jóvenes de los cabarets de Montmartre;

él la había cubierto de joyas antiguas y raras, que venían de su país, y que lucían en su garganta y en su cabeza, como una constelación de gemas;

fue contratada para el Teatro Nazionale, donde una compañía de Opereta agonizaba, falta de una great attraction;

y Leda Nolly fue el clou de la estación;

viéndola ya lanzada, Hugo pensó en dejarla;

fue imposible.

Hilda lo había amado siempre y lo amaba entonces más. La gratitud, el hábito, la admiración creciente, habían hecho inmenso el amor en aquella alma apasionada y tenebrosa. Hugo se había hecho para ella todo. Era su amante, y su Maestro, y su Oráculo. Sus gustos literarios, sus teorías de Arte, la facultad maravillosa de distinguir la esencia de lo bello en todo, lo hacían el consejero adorable y adorado de aquella pobre alma enferma y sola;

la admiración de la joven era sincera y fanática, como su amor;

orgullosa de su Musa, llegó a proponerle que hiciera versos que ella cantaría;

él no logró disimular la hilaridad que la propuesta candorosa le produjo;

él, el más soberbio de los escritores de su época, conocido Por tal en los medios literarios que lo leían, él, el hombre de la frase alta y sonora, roja y sublime, haciendo versos para divertir al público noctámbulo de un Café Cantante, le pareció tan divertido, que rió de todo corazón.

–Gracias, carísima mía, le dijo, ¿quieres hacer de mí un d'Annunzio cancionero para una Duse de Café Concierto? ¡Oh, mi Gioconda! ¡Oh, mi Foscarina! Yo no seré tu Stelo Efrén. Gracias, abdico la corona y renuncio a la inmortalidad que tu genio pueda darme;

ella sintió el dardo, sufrió con la crueldad de la burla, porque el Fuocco del poeta del melagrano había dibujado en su cabeza mil horizontes de sueño; pero calló, porque había aprendido a respetar a aquel hombre, al cual era fácil odiar, pero era difícil, cuasi imposible, no admirar;

la indiferencia, el hastío, que empezaban a aparecer en Hugo, llevaban a Hilda a la desesperación;

se hizo humilde, rendida, sus nervios la llevaban a crisis de melancolía alarmantes, y se agarraba desesperada a su Amor y a su corazón, que huían;

él tuvo piedad, y continuó atado a esa cadena de vicio sin amor, esperando que la vida nómada, que iba a principiar para la artista, lo libertaría al fin de esta pesadilla dolorosa;

en ese estado de espíritu conoció a la condesa Larti;

a la aproximación de aquella alma, tan alta y tan recta, su espíritu se volvió hacia ella, como un girasol que abre todos sus pétalos al astro primaveral;

la alba luz de aquel corazón sereno y puro, irradió en sus pupilas de miope moral, y por primera vez vio una alma;

¿existía el Bien?

aquella mujer era algo más que la Belleza perecedera y frágil;

aquel vaso de elección era algo más que la forma ática, impecable; ese vaso casto contenía un perfume: la virtud;

¿existía, pues, la virtud?

él creía haberla enterrado con su madre, y surgía de súbito blanca y radiante, como un rayo de luz, que rompe los intersticios de una tumba;

¿había, pues, una alma en la mujer?

y, por primera vez, vaga, confusamente, como en una alba brumosa, veía la realización de ese fenómeno: la aparición de una alma de mujer ante sus ojos;

las mujeres de Jerusalén, que vieron al Cristo radioso alzarse de la tumba, no sintieron mayor asombro. Sus negaciones, como los pretorianos del Sepulcro, quedaron heridas de verdad;

y tembló ante el Milagro;

el ojo deslumbrado por la Belleza suprema debe cegar;

la pupila que ha visto la última expresión de la Belleza, debe de reventar, ebria de luz;

así, cuando después de haber visto el fulgor de una alma, volvió al limbo moral en que vivía, aquel estercolero en que se agitaban dos cuerpos en pecado le dio horror;

aquella vida se hizo odiosa;

y sacudió su cabeza con una fuerza de león enfurecido;

la artista tembló ante esta rebelión que le pareció definitiva;

lloró, imploró: todo fue en vano;

él no se conmovió, no toleró escenas. Amenazó con el manicomio, y empezó a alejarse, fría, deliberada, paulatinamente;

lo que Hilda sufrió no tiene nombre. No se le ocultaba la causa y entonces germinó en ella ese odio ciego y brutal por la condesa;

en su alma, hecha solitaria y obscura, como un huerto inculto empezó a crecer la planta venenosa: la venganza. Ese sentimiento que la había llevado a la deshonra ¿a dónde la llevaría así, decuplado por su Amor?

las relaciones con una Artista de renombre, no son nunca un secreto en el gran mundo;

la condesa, herida de celos, habló a su amigo de esta relación culpable;

y fue inflexible;

cuando aquel verano, Hilda fue contratada para una jira teatral, fuera de Roma, él creyó llegada la ocasión del rompimiento definitivo;

en vano la Artista le escribió de Livorno, de Viarreggio, de Pisa, requiriéndolo con acentos de una pasión verdadera y profunda, suplicándole fuera a verla, siquiera una semana, a presenciar sus triunfos, siquiera una noche;

todo fue en vano;

egoísta, absorbido en su nueva pasión, desgarró aquella alma trágica, sin pensar que podría serle fatal;

y le escribió a Venecia una carta que era el rompimiento definitivo;

la artista sufrió sin queja, y devoró la injuria;

y el silencio cayó sobre sus labios, como una piedra de sepulcro, y el dolor rompió su corazón, como una ánfora cargada de veneno;

y principió después esa guerra sin cuartel y sin tregua, dispuesta a ir hasta el crimen, por vengarse;

y fue para atemperar esa guerra de anónimos, de insultos, de amenazas, que Hugo se humilló, hasta ir en busca de la artista, a pedir un armisticio, para aquella pobre alma de mujer, herida sin piedad;

y todo estalló en la escena violenta y tempestuosa de esa noche;

se paseaba inquieto, febriciente, por esta excursión a su pasado, cuando vio sobre su escritorio una carta;

reconoció al momento aquella forma de letra elegante y clara, aquel papel lila pálido, aquel sello particular con el exergo latino ad horam, et semper;

la abrió con precipitación. La esperaba después de aquel fin de idilio, de aquella escena en que él se había quedado sollozante de deseos, en un sofá en su salón, y la había visto partir sin detenerla, sin decirle adiós, sin estrecharle la mano, sin coronar con un beso su cabellera fúlgida de aurora;

y la carta decía:

Mío carísimo:

¿Me has perdonado? Sé piadoso para una pobre incomprendida, que tiene el mal de amarte demasiado. Tengo necesidad de ser perdonada. Dime que me amas...

ADA.

y, como toda carta de mujer, llevaba una posdata, que era el objeto de la carta misma, y decía:

Mañana, como todos los jueves, iremos al Pincio, a la música. ¿Me será dado hablarte?

aquella súplica apasionada y tierna, el ruego de aquella alma, vaso de Perdón, lo conmovieron hasta la ternura, y llevó el billete a sus labios y lo cubrió de besos; era el rostro de la Amada;

y el eco de los besos castos sonó en su corazón, corno el rumor de la ola entre la concha marina...