Las rosas de la tarde: 13
En la pureza transparente del horizonte se extendía ya ese índigo tierno, ese tono lapislázuli en fusión, esa palidez augusta que decora los cielos del Lacio, en las tardes de noviembre;
los carruajes que del Corso, Via Ripetta y Via Babbuino, desembocaban en Piazza del Popolo, se dirigían hacia el Pincio, ascendiendo lenta, majestuosamente por el laberinto de las ramblas florecidas;
era la afluencia habitual de carruajes blasonados, donde lucía todo el armorial del patriciado romano, la heráldica orgullosa de la Italia conquistadora, y los blasones cosmopolitas de Embajadores extranjeros y de príncipes en jira, y luego, la cola interminable de landeaux y faetones de los reyes de la Banca y del Comercio, car-dog, graciosos y ligeros, como barcas aladas, como canastillas de flores, llenos de jóvenes inglesas, transeúntes, felices de hallarse en Roma, y las modestas carrozzelle de alquiler, llenas de burgueses apacibles y de gente del pueblo endomingada. Una visión policroma y feliz de Roma, a la luz de un crepúsculo opulento;
la característica de Roma es la seriedad decorosa, que no se desmiente ni aun en las fiestas populares más bulliciosas;
es un pueblo melancólico el pueblo romano, solemne, grandioso en todo, como un himno sacro, como una visión de guerra, como una puesta de sol..; ebria de antigüedad, su alma clásica, dueña en el presente, con los esplendores épicos desaparecidos, y creyéndose nacido para resucitar las cosas muertas, sueña aún con los hijos de Cornelia, con la púrpura de César, con la sombra de Escipión, y mira hacia la Via Appia, poblada de sepulcros, por ver si sus muertos se alzan, si vuelven sus legiones, dispersas por el mundo;
es un pueblo que tiene la monomanía de la grandeza, la nostalgia de lo augusto. No olvida su corona. Bajo sus harapos de mendigo, vive su alma de Emperador. Y, abriendo su manto en hilachas, dice como Dionisio, a aquellos que lo desprecian: yo también he sido Rey. Pisoteado por todas las barbaries, tolera, despreciándolos, todos sus opresores. Desdeñoso y triste, mira pasar las olas adventicias de sus dominadores, con una seriedad que recuerda la de sus mármoles clásicos. De Genserico a Garibaldi, él ve, con la misma indiferencia, la espada que rompe sus muros y la oriflama que ondea sobre sus puertas sagradas. El desprecio estoico de su Senado por los vencedores de Alía vive intacto en su corazón. Para él cuanto viene de fuera es la barbarie. El alma de Manlio, y la sombra de sus pájaros sagrados, parecen aun vagar sobre el Capitolio, en mudo coloquio con la loba nostálgica, que con el ojo torvo, espía, a través de sus rejas, el Tíber silencioso, que ha de traerle los gemelos de Rea;
el sueño indomable y despectivo de ese pueblo se ve en los ojos negros y sombríos de las mujeres que cruzan las callejuelas del Trastevere, en la insolencia real de los pilluelos que arrojan piedras a la Bocca de la Veritá, en la indolencia de los adultos y la gravedad de los ancianos, que se duermen bajo los pórticos derruidos, entre las columnas del Templo de Vesta, en los muros del Coloseo, en las cuevas húmedas del Palazzo de Césare, como si durmiesen en un lecho de alfombras de cachemira, sobre brocados de la India, entre sedas suavísimas de Smirna;
el alma de un pueblo se corrompe en la esclavitud, como un cadáver en la tumba. Este pueblo ha conservado intacta la conciencia de su destino. La Conquista no lo ha matado. Bajo su miseria vive una alma: el alma del Pueblo Romano. Bajo los Emperadores, bajo los papas, bajo los reyes, se cree un vencido. Y duerme sobre las ruinas estrechando contra su corazón sus grandes águilas mudas. Y espera soltarlas otra vez sobre el mundo sorprendido..;
y sueña alzarse con el único título que cuadra a su grandeza: Pueblo Rey; muerto con la República, la espera... Y presta oído al silencio de sus llanuras somnolientas, como si esperase escuchar, cual un trueno lejano, el rumor de sus legiones que vuelven victoriosas, y negro el horizonte por un vuelo de águilas que vienen a abatirse sobre la colina formidable, huérfana del Jove Capitolino, las águilas vencedoras de Cartago, las águilas temibles, las águilas de la República romana...
y, entretanto, ese pueblo abatido es así triste, como esos cocheros silenciosos, ascendiendo lentos por las ramblas del Pincio, cual si se doblasen bajo sus libreas, al peso de las coronas decrépitas de sus amos;
había en el cielo una como difusión de amatista, y en él aire una como vaga inhalación de rosas. Los horizontes se abrían en pórticos desmesurados y perláceos, como vías lácteas de ópalo expirante, en un vapor rosa pálido, como hecho con alas de insectos y pétalos de jacintos primaverales. Las flores que iban a morir al beso del invierno, los árboles que empezaban a perder sus hojas, aromaban la atmósfera con uno como amor de despedida;
la generalidad de los coches iban descubiertos, como si sus dueños deseasen aspirar estas últimas brisas del Otoño que moría;
bellas mujeres, de belleza imponente y grave, llenaban esos carruajes en toilettes de media estación, colores serios y tiernos, que diseñaban sus siluetas, perfilándolas, esfumándolas cuasi, en una lontananza indefinida;
la condesa Larti y su hija iban bellas, silenciosas, como absorbidas por la calma triste de aquella tarde augural del invierno próximo;
cuando llegaron al punto donde se cruza con las otras avenidas, aquellas que de Vía Sestina y Trinità dei monti, entran en el Pincio, su coche se cruzó con el breack en que Hugo Vial, con otro amigo, iba al paseo. Éste las saludó ceremonioso, al parecer indiferente;
la condesa lo siguió con ojos desolados. La adivinó sufriente, bajo su impasibilidad desconcertante;
cuando llegaron al hemiciclo lleno ya de los más elegantes equipajes, la condesa tuvo un momento de verdadera angustia y de disgusto. El coche de Leda Nolly, estaba a pocos pasos de distancia. La artista, como si estuviese enferma, llevaba vestidos de invierno, de color sombrío, que hacían emerger más nívea su palidez de lirio, y más luminosa su cabellera fosforescente. Llevaba manípulo y boa en piel de marta blanca, porque su naturaleza meridional y su temperamento nervioso la hacían inmensamente sensible a los rigores del frío. Como estaba a cuatro o cinco coches adelante del de la condesa, ésta no veía sino la llama de sus cabellos cuasi rojos, y a veces, el perfil imperioso de pájaro de presa, y el fulgor inquietante de sus ojos tenebrosos.
Hugo, que se había apeado del breack, la había visto también, y había hecho un largo rodeo, para llegar sin ser visto hasta el coche de Ada;
es costumbre de la aristocracia romana hacer y recibir visitas en aquel paraje;
cuando llegó Hugo Vial, ya Güido Sparventa, en la Portière del otro lado, conversaba con Irma. Los dos jóvenes fueron de una frialdad alarmante para el recién llegado. Éste, en revancha, se contentó con una leve inclinación de cabeza, sin darles la mano, con una indiferencia agresiva y glacial. Ada lo notó y tembló, como si la aparición de esos dos nuevos enemigos surgiese en su camino, para amenazar la ventura de su amor, ya tan frágil;
y Ada estaba bella, esa tarde, con una belleza primaveral, superior a la de su hija. Las líneas impecables de su rostro, como las de su cuerpo, semejante al de una virgen, se diseñaban con una pureza de relieve admirable, al reflejo de aquella luz cuasi ateniense;
sus ojos martirizados por la angustia, la sonrisa triste, que vagaba sobre su boca dolorosa, le daban tal aire de dolor irredimible, de vencimiento resignado, que Hugo, conmovido ante aquella angustia silenciosa, le estrechó tiernamente la mano, que tembló entre las suyas, suave y ardiente como el pecho de una golondrina prisionera;
la tristeza de la tarde que moría les llenaba el ánimo;
el amatista de los cielos se diluía en un violeta obscuro, que se incendiaba en la línea del oriente, sobre un mar cárdeno, como la última ondulación azul de una cordillera, desapareciendo en un mar de sangre, y el ocaso, semejante a un archipiélago de púrpura, sembrado de islotes negros, sobre los cuales la candidez de algunas nubes fingía procelarias vagabundas, las alas desmayadas y rompidas, en medio del crepúsculo expirante. Desde esa terraza, por sobre la balaustrada donde el público contemplaba la puesta del sol, se veía esplender ese incendio férrico del cielo, y las cumbres violáceas de las serranías y la cúpula de San Pietro dando reflejos azules, como una tiara ornada de zafiros, y el Gianicolo, en cuya cima, como la imagen de un San Jorge en llamas, de un conquistador alado, visto en el sueño místico, la estatua de Garibaldi centelleaba y fulgía, como un lábaro de fuego, en la irradiación cegadora del sol, como si los cascos de su caballo se enredasen en la púrpura del crepúsculo, como en el manto de gala de un cardenal atropellado, muriente bajo sus pies...
el ruido de la marcha real y el rumor de la multitud los llamaron a la vida;
pasaba la reina, bella, sonriente, con su sonrisa inimitable, inclinándose con esa gracia sólo de ella, con un movimiento de corola, como si fuese la flor cuyo nombre lleva, moviendo su cabeza blonda como en un ritmo luminoso, como acariciada por aquel hálito humano, por aquel soplo de un pueblo enamorado de su Augusta Soberana;
¡pasó, como una visión de luz, rubia y sonriente, como un pistilo de oro, entre las cuatro llamas, que semejaban los cocheros en sus libreas de un rojo cegador!
y la condesa quedó absorta, como siguiendo aquella estela áurea que dejaba la belleza real, y pensando que ella era una niña, una pensionaría, cuando aquella reina ya madre ascendía al trono.
–¡Oh, cuan bella es aún! exclamó, como si en esa exclamación se condensaran todos sus deseos, todas sus esperanzas de permanecer también eternamente joven y eternamente bella, en la irradiación constante de su belleza opulenta;
una carcajada canallesca sonó entonces muy cerca.
Hugo la reconoció: era la risa de Leda Nolly;
el coche de la artista se había detenido por la aglomeración de vehículos, y ésta, con un gesto de pilluelo, mostraba a otra cantante de aire desvergonzado, el coche de la condesa y ambas reían con risa agresiva y brutal;
felizmente los coches que se cruzaban impidieron que nadie se diera cuenta de la escena, y el carruaje de Leda desapareció en el torbellino, llevando la cantante, que por repetidas veces volvió la cabeza con aire escandaloso y gesto populachero.
Ada tembló como si fuese a desmayarse;
no se dijeron nada, temerosos de que Irma pudiese sorprender su secreto en una sola palabra.
–Mañana a las ocho, en la Villa Borghese, en el jardín del lago, cerca al templo de Esculapio, dijo muy bajo la condesa;
y se separaron tristes, sombríos, como si un viento de desastre soplara sobre ellos;
en él, la cólera montaba como una marea formidable;
en ella, la tristeza descendía como la sombra en un valle;
y, su alma de gran dama sentía como un azote en la mejilla la carcajada infame de la Artista;
y, le parecía que aquel dedo extendido mostraba a todo el mundo las debilidades de su corazón;
y tuvo vergüenza, ella, la casta, ella, la irreductible; tuvo vergüenza, una vergüenza altiva, desolada, irredimible...