Las rosas de la tarde: 15

De Wikisource, la biblioteca libre.
carmíneos horizontes de sangre y destrucción.

¿Era el hamletismo sentimental, que se apoderaba de él?

¿era que un sensualismo se disolvía en sentimentalismo?

¿esta crisis de sensibilidad aguda era el enigma de sus nervios el que la producía?

no podría decirlo, pero se sentía triste, de una tristeza agresiva. Su neurosis tomaba la forma de una melancolía morbosa y colérica;

un rencor insólito rugía en el fondo de su corazón, y despertaba su combatividad dormida;

el quijotismo romántico, que duerme en el alma de todo hombre, y que en él había sido inquieto y guerreador como un cruzado, volvió a alzarse en su corazón, haciendo sonar su armadura enmohecida;

aquella mujer, prisionera en el irreparable pasado como en una fortaleza, encadenada por la ley, espiada y perseguida por el marido, torturada por la hija, ¿no era bastante a conmover su alma, hecha a la lucha incansable de las supremas liberaciones?

y, ¿qué podía hacer él?

la ley no podía aboliría, a la hija no podía castigarla;

era al marido al único a quien podía alcanzar su mano justiciera;

pero, ¿cómo abofetearlo, cómo llevarlo al terreno del combate, sin que la sociedad se diera cuenta del verdadero móvil de aquella provocación, sin que la suspicacia encontrara modo de herir a la esposa, ya tocada por la murmuración aleve?

tal era el dilema;

el conde y él se habían mirado cara a cara en la Villa Borghese, y todo el odio de sus almas, asomado a sus ojos, había tenido un duelo de un minuto;

el marido había leído la provocación a muerte en los ojos del amante, y la había rehuido entonces. Pero se encontrarían;

eso era irremediable. Eso tenía que ser. Eso sería;

él lo necesitaba;

nervioso, febricitante, no pensó ya sino en el momento de verse frente a frente del conde Larti, de poder ofenderlo con una de esas ofensas irremediables, que llaman la Muerte, de poder llevarlo al terreno del combate, clavándole los ojos en los oídos, poder ponerle una espada sobre el corazón, y verlo agonizar bajo ella;

toda la sangre de su estirpe guerrera y belicosa le subía al cerebro y veía rojo en un limbo de visiones sangrientas y asesinas;

dominó su cólera como dominaba todas sus pasiones, este extraño domador hercúleo, y se encerró en su cuarto, lamentando en su gran duelo no poder reposar, como sobre un escudo, su cabeza leonina en el seno divino de su Amada;

y se durmió vestido, con la imagen de la Venganza al lado, como una querida formidable, que había de despertarlo a la hora del beso prometido;

y así fue;

cuando despertó, la luz de los fanales del gas, prendidos en la calle, entraba en su aposento a través de los cristales de un balcón;

tocó el timbre;

su camarero se presentó:

–¿Qué hora es?

–Las ocho, señor.

–Enciende luz, y ven a vestirme;

y se hizo vestir de soirée, y pidió su coche;

media hora después estaba en una butaca del Olympia, aburriéndose del espectáculo;

era el público habitual: cocottes de primera clase, casi todas viejas, lujosas y pedantes, algunas, muy pocas, jóvenes y bellas; mozos de buena sociedad, elegantes y serios; jovencitos ruidosos, y cándidos en su corrupción prematura, orgullosos de tener al ojal una gardenia y al lado una horizontal; ancianos de vida alegre, teñidos y empolvados, creyendo guardar bajo el afeite el secreto violado de sus años; muchos extranjeros, algunos burgueses ahuris de hallarse como extraviados en aquel sitio de elegancia y de placer. En los palcos, una que otra familia provincial, deseosas de no regresar a su país sin haber visto un Café Concierto;

fue feliz de no encontrar allí ningún amigo suyo;

cuando Leda Nolly hubo concluido su última canción entre los aplausos frenéticos de los hombres, ebrios con la lascivia de sus frases, los movimientos felinos de su cuerpo, y el fulgor perverso de sus ojos tenebrosos, Hugo Vial se dirigió al cuarto de la artista;

el conde Larti estaba ya en él;

al ver a Hugo, la cantante tuvo miedo;

la palidez de aquel rostro, doloroso y cruel, el rictus de su boca, donde parecía aletear encadenado el insulto; la mirada de sus ojos provocadores, todo indicaba en él un estado de ánimo tan violento, que hizo temblar a Leda, conocedora de la furia fría y salvaje de aquel carácter, que había domado tantas veces sus ímpetus de loca;

no hubo preámbulo ninguno en el encuentro;

los dos nombres se miraron, como dos enemigos que se esperan.

–Caballero, dijo Hugo Vial sin miramiento alguno, salid de aquí, necesito estar solo con esta mujer; y le mostró la puerta con el gesto imperioso de quien expulsa un lacayo;

el conde no esperaba tal violencia en la agresión, pero viejo vividor, dijo sin desconcertarse:

–Yo no recibo órdenes de nadie. Cuidad si no os hago salir yo;

abandonando los grandes gestos guerreros que le eran habitudes, y en los cuales palpitaba toda el alma de su raza, Hugo se aproximó al conde, y con la frialdad más agresiva, con el más insultante desdén, le dijo:

–Esta mujer es mi querida, y no tiene necesidad de un rufián. Vuestros oficios de souteneur están de más aquí. Esta mujer no es la Banca de... y no podréis explotarla. Nada hace aquí vuestra habilidad de estafador patentado.

–¡Miserable!, exclamó el conde, avanzando sobre Hugo con -a furia asesina de todos los corsarios malteses, de los cuales descendía;

un ruido seco, como de algo que se rompe, se escuchó en la estancia, y el conde vaciló sobre sus pies al golpe de un bofetón en pleno rostro;

ante la magnitud del insulto, el conde se transfiguró, el hombre de honor apareció en él, y pálido, desdeñoso, dijo, mirando a Hugo, que había llevado la mano al bolsillo del revólver:

–No, no me mataréis aquí. Si sois un asesino, pagaréis cara la vida. Sé quién os manda a matarme.

–Mentís.

–Los insultos están de más, dijo el conde, arrojando su tarjeta sobre una mesa;

y se alejó con una serenidad lúgubre;

el incidente había sido por tal motivo tan rápido, que Leda no había podido interponerse entre los dos hombres;

cuando el conde hubo salido, Hugo se volvió a la artista, inmutable, frío.

–Ahora, le dijo, debiera matarte a ti antes de ser muerto o de matar mañana a ese hombre.

Leda no respondió. Tenía miedo de aquella mirada, de aquel revólver, cuyo cabo había visto brillar, acariciado por la mano de Vial cuando el conde había querido lanzarse sobre él.

–Oye bien, continuó Hugo. Tú has sido y eres la cómplice de ese monstruo para el tormento de una mártir. Yo te perdono lo que puedas hacerme a mí. No te perdonaré nunca lo que hagas a ella. Cualquiera que sea el resultado de este duelo, si persistes en su infamia, yo te castigaré. No te haré encerrar en una prisión, como me sería fácil hacerlo. No te haré silbar por un público pago. No te haré enterrar en una guerra de diarios. Todo eso es indigno de mí. Pero te haré someter a un examen médico, y te haré encerrar en un manicomio. Tengo en mi poder las dos atestaciones de Poncio y Drenna, los dos médicos que te asistieron desde niña, y ellos aseguran tu absoluto desequilibrio mental. Y, tengo la autorización legal de tu abuelo, el duque de Camportelazzo, para hacerte recluir en una casa de corrección en nombre de tu familia que deshonras. Ya ves que estás en mis manos; ¿lo comprendes?

Leda se había tornado lívida, y temblaba con una inmensa angustia en la mirada;

la locura era su pesadilla, era su endriago. Se sentía amenazada, si no atacada de ella, y vivía sobrecogida de espanto ante el fantasma aterrador;

ver que aquel hombre, su antiguo amigo y protector, se unía a su familia para perseguirla, le daba un dolor innombrado, un miedo cerval.

–Ya sabes, pues, la condesa irá al Bon Pastor, a la cárcel, pero tú irás a la Palazzina, al manicomio.

Leda no lo oía. Absorta ante la visión de la locura, sollozaba, como si se debatiese ya bajo las garras del espectro formidable.

Hugo se retiró sin despedirse, sin sacarla de aquel hebetamiento sombrío,

cuando llegó a su casa, se sentía satisfecho, cuasi feliz;

toda la ferocidad de sus instintos vibraba en él, como una fanfarria guerrera;

su amor se alzaba como en una transfiguración terrible, en el seno de una nube roja, roja como un corazón sacado del pecho, palpitante y sangriento;

¡y, la venganza le fingía mirajes carmíneos, interminables pampas purpúreas, en las cuales, a la luz de una luna espectral, cabalgaba la Muerte!