Las rosas de la tarde: 16

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la noche de la Muerte, Imperio ilimitado.

La sombra prolongaba su imperio sobre el cielo;

rebelde a huir de aquel lecho perfumado de rosas y amarantos, la gran Maga Negra se envolvía en su manto de nieblas. Y el valle se dormía en los brazos perniciosos y pálidos de la noche, una noche tardía, que se empeñaba en usurpar su reino al cándido esplendor de la mañana;

eran las seis cuando Hugo Vial salió de su casa, y la cerrazón de la niebla era tan espesa, que no se veía nada en la calle húmeda y fría, donde las luces del gas parpadeaban, como ojos de ebrios, vencidos por el sueño;

se hizo conducir hacia el Gianicolo;

en la puerta de San Pangrazio dejó el coche, indicando a su cochero dónde debía ir a esperarlo;

con aquella ascensión despistaba todas las suposiciones;

atravesó a pie la passeggiata Margherita, que dormía silenciosa en el encanto de las aguas y las hojas, y en cuyos umbríos esmaltes de frescura extendían guirnaldas de nieblas invernales;

su alma estaba gozosa, con un sentimiento semejante al que lo había poseído cuando, adolescente, cuasi un niño, había ido a batallas sangrientas, en las lidias bravías de su país; un sentimiento de liberación, cuasi de amor al peligro y a la muerte;

principiaba ya a clarear el cielo, cuando apareció ante él la Fontana Paolina, diseñando en el aire límpido sus columnas de granito rojo, que se reflejaban en su basca, como rayos de sol poniente en la concha perlácea de un nautilo, y sobre las aguas y los mármoles vagaban las nieblas y el rocío, como bordados de altares, al resplandor de cirios invisibles;

vibraba una luz mística en el blanco y azul del cielo, de una palidez grave, en la tristeza de sus colores indecisos;

llegado a la explanada de San Pietro in Montorio, se reclinó en su balaustrada y se absorbió en la contemplación del panorama, ante el miraje de Belleza y de Antigüedad y de Gloria, que surgía como un vapor, de aquella ciudad y de aquel valle, dormidos en las nieblas, a sus pies;

el llano, en ondulaciones de ola, iba a perderse en el mar-el sol naciente plateaba los flancos de las montañas nevadas; la aurora doraba las cimas brumosas; la llanura mostraba los pórticos devastados en el trágico duelo de su ruina; acá y allá, manchas de árboles como modelados por el viento, en forma de esqueletos, con sus ramas desnudas, semejando mástiles de buques encallados, rota su arboladura en la tormenta; más lejos la selva se extendía como una mar furiosa; su voz trágica gemía; y cerca, bajo sus pies, la ciudad sibilina, como muerta a la sombra violada de sus muros; y sobre todo eso, el alba extendiendo una luz dulce, como de luna, sobre la superficie fluida de un lago de acero;

como islotes fantásticos en un mar boreal, el Coliseo, la columna Trajana, la de Marco Aurelio, la Basílica de Constantino, la Torre di Nerone, la Pirámide di Sesto, diseñaban sus siluetas negras en la superficie ondeante y láctea de la niebla;

como bandadas de aves somnolientas, abriendo las alas a la aurora, las trescientas cúpulas de las iglesias romanas alzaban en la perspectiva el atrevimiento de sus moles, bajo los pórticos de laca y las brumas fugitivas, mientras los campanarios parecían temblar, como tallos de flores, en el vago espejismo de la niebla, alzando como pistilos sus flechas de oro en la gravedad radiosa del cielo opalescente. San Paolo, rojo y multicolor, como un himno de mármoles, alzaba en la llanura su masa policroma, espléndida y desnuda, a los besos triunfales del sol que despuntaba; Santa Sabina y Santa María del Priorato parecían alzarse en el Aventino, como fortalezas, cual si llamasen a la libertad a los esclavos rebeldes, cual si se diseñase sobre sus torres el fantasma sangriento de Espartaco; la Trinitá dei Monti, sobre su nido de piedra. Y más allá, las arboledas del Pincio obscuras, odorantes, proyectando sus árboles sombríos, como cisnes negros, que erizaban sobre un estanque helado las salvajes tinieblas de sus alas;

la campana de San Pietro in Montorio, que sonó detrás de él, lo llamó de nuevo a la realidad de la vida;

era la hora de bajar a Sant'Onofrio. Y así lo hizo;

y llegado al árbol, a cuya sombra el Tasso sollozó las tristezas de su gloria, allí, cerca a la Abadía donde expiró, y en la cuya iglesia reposan sus restos para siempre, se sentó, y meditó él también, poeta peregrino y abrumado, combatiente también, como los héroes que cantara el poeta enloquecido;

el encanto grave de la hora y del paisaje, de nuevo lo absorbieron:

¡Oh Roma! ¡Oh Roma! ¡Sibila formidable, qué de cosas murmura en el oído tu voz por los siglos fatigada! ¡Sirena irresistible de las ruinas!, ¿quién no escucha tus quejas? ¿quién no llora la inmensa majestad de tus tristezas? ¿Dónde, en tu suelo venerado, dónde se pone el pie, que no levante polvo sagrado? ¿dónde, en tu horizonte inmortal, dónde se fijan los ojos, que una visión de gloria no aparezca?

bien pronto llegaron sus padrinos. Eran un Secretario de Embajada y un Coronel de infantería, amigos suyos;

descendieron los tres bajo la mirada piadosa de un monje taciturno, a quien inquietaba la aparición matinal de esos extraños paseadores;

y, cuando los perdió de vista, el monje alzó los ojos al cielo, sus labios se movieron en oración, cruzó las manos sobre el pecho, y entró al templo salmodiando;

¡acaso ofició, pensando que la muerte se cernía en aquel paraje! ¡Acaso oró por el alma de aquellos desconocidos, que iban tal vez hacia la tumba!...


* * *

El Jardín de los Poetas se extiende al pie del Gianicolo, inculto, misterioso, en su fondo de verdura, en la espesura salvaje de sus hojas, con una alfombra de corolas muertas, como las alas de mariposas despedazadas por el viento;

es propiedad particular, y fue con un engaño que uno de los testigos del conde logró conseguir la llave;

una vez cerrada la verja, estuvo la escasa comitiva a cubierto de miradas indiscretas;

los coches esperaban lejos, en la Via de la Lungara;

la mañana fría, de un frío intenso, hacía tétrico aquel jardín abandonado. Pinos deshojados, cipreses lúgubres, arbustos endebles, rosales muertos bajo el rigor del invierno prematuro. Ni una flor, ni un matiz de vida, ni un rumor de fuente, ni el canto de un pájaro en la fronda;

he aquí el Huerto de la Muerte, dijo para sí Hugo Vial, entrando en él, asombrado ante la desolación de aquel paraje;

el conde era un duelista ameritado. A diario se batía por cuestiones de prensa y de política, que él se empeñaba en llamar de honor, con la misma insistencia con que los monarcas destronados ponen sobre sus cartas de visita el nombre de los territorios que han perdido.

Hugo Vial no se había batido sino tres veces, y siempre con hombres tan versados como él en el manejo de las armas;

era ésa la primera vez que un profesional del duelo, un maestro de la esgrima, era su adversario;

eso no lo intimidaba. Su odio formaba su valor. Su desprecio por la vida era su escudo contra la muerte;

el conde, alto, musculado, fuerte, dominaba con su estatura a Vial, pequeño, endeble, nervioso;

el combate comenzó como entre gente técnica, por pases y repases cuasi fiorituras, en que los dos adversarios se medían;

el conde era violento, Hugo Vial era sereno;

así se vio desde el principio;

el conde era el ofendido: eso lo enardecía;

el recuerdo de la ofensa, la vista de esa mano que lo había abofeteado, triplicaban su coraje;

al fin de diez minutos, el encarnizamiento de las espadas había sido inútil;

los testigos ordenaron unos instantes de reposo.

Hugo se había mantenido cuasi a la defensiva, con la esperanza de fatigar a su contrario, y en el momento preciso, cambiando de juego, ir a fondo y darle el golpe al flanco, que había aprendido de un Maestro griego, en una sala de armas de New York;

el conde estaba impaciente, nervioso;

no haber podido desarmar y matar a aquel extranjero, a aquel rival que lo deshonraba y deshonraba su nombre, aquel que lo había abofeteado y le había escupido al rostro la palabra infame de trufattore, lo exasperaba;

así, el combate se reanudó, violento, como entre dos individuos dispuestos a darle un fin sangriento.

Hugo Vial empezó a perder terreno, arrollado por el ímpetu del conde, y el florete fatigaba ya su mano débil;

entonces, miró fijamente a su contrario con esa mirada cuasi hipnotizadora, que dominaba aun a las bestias, y sin dejarlo de aquella fascinación, hizo dos pases de defensa, y se fue a fondo;

sintió que la hoja de su espada se deslizaba, como prolongándose y comprendiendo que entraba en carne del contrario, avanzó el cuerpo para ultimarlo;

a este movimiento indebido, tropezó con la hoja del conde, aún tendida hacia él, y sintió que le desgarraba el antebrazo y tocaba el pecho;

felizmente, el conde desfalleciente, a fin de fuerzas, cerró los ojos, giró sobre sus talones y cayó al suelo.

Hugo Vial tuvo fuerza para ver caer a su adversario, de cuyo pecho brotaba un mar de sangre, y cuyo rostro lívido tenía la contracción suprema del dolor;

luego sintió como si aquel herido, aquellos árboles, aquel muro, aquel horizonte, todo se desvaneciera a su vista, y perdiendo la noción de las cosas, sintió la impresión de hundirse bajo el agua, en el silencio, en la calma, en nimbos infinitos: en la muerte...

y su alma viajó más allá de la vida en el seno de la Nada...