Las rosas de la tarde: 18
¡Oh, los crepúsculos de este fin de Otoño, en esa cámara de enfermo, entibiecida y perfumada como para un nido de Amor!
¡oh, los crepúsculos de oro, fulgurantes, a cuya luz difusa, la cabeza radiosa de la Amada se doblegaba como una rosa muerta sobre el hombro del herido, en medio de la caricia de las sombras, en las cuales el beso es la oración!...
¡oh, los crepúsculos sagrados, que caían como un velo de misterio en la calma adormecida de la estancia, donde las salmodias del deseo preludiaban las nupcias definitivas de las almas!
¡oh, la caricia embriagadora en la tarde lenta, el silencio en la sombra engrandeciente, el beso casto, que revienta en flor!...
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El descenso fue triste, resignado, como la lenta bajada melancólica de dos amantes a un valle muy profundo, en una tarde de Idilio;
ambos parecían tener miedo del hecho irremediable, tenían como pavor de romper aquel hechizo; parecían comprender que bajo las alas blancas de aquella castidad de mujer se amparaba el solo resto de ventura que les quedaba sobre la tierra;
y retrocedían, y olvidaban, y se refugiaban en el poema de su corazón, antes de romper el ánfora ática de sus sueños, que guardaba el último resto de perfume que podía embalsamar sus vidas solitarias;
y se detenían en esa hora de tregua, y se miraban aterrados, ante el dintel obscuro de lo Irremediable
y fue en uno de esos crepúsculos de fin de Otoño, en un crepúsculo áureo, en ese velo misterioso, que la Bien Amada fue vencida, y su cuerpo de lirio profanado, y de sus labios fríos, como de una urna violada, como de un cáliz roto, se escapó el beso maldito, el beso irremediable
¡cayó, en el vértigo del sacrificio, aquella alma de Piedad! ¡Y se dio, así, en el hipnotismo de la inmolación, como un cirio que arde, como una flor que se abre, para dar su luz y su perfume a un ídolo, porque su destino es consumirse y morir en holocausto!...
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y, se alzaron del lecho, tristes, pesarosos;
¡comprendían que algo acababa de morir entre ellos, y se miraron como dos culpables, como dos náufragos, que han arrojado al mar la ventura de su vida!
y se abrazaron en silencio;
ella sollozaba sin palabras, y él no tenía el valor de consolarla;
el presentimiento de la catástrofe final estrangulaba su ventura;
se leía la angustia en los ojos, a través de las tinieblas de aquel crepúsculo muerto;
y, cuando a la luz de la lámpara se miraron, había tanta desolación en ellos, que apartaron sus ojos uno de otro, y no por la vergüenza de sus cuerpos mancillados;
¡temblaban de espanto, porque habían visto desnudas sus dos almas dolorosas!