Ir al contenido

Las rosas de la tarde: 19

De Wikisource, la biblioteca libre.
las almas doloridas volando hacia su Dios.

El alma es una lira, y en horas de pesares, sus cuerdas vibran solas;

¿la Duda va a tocarlas? estalla la Blasfemia;

¿la Fe llega a pulsarlas? pues brota la oración;

las almas que son puras acendran la plegaria, que tiembla entre sus labios, cual néctar de un panal;

las almas que son fuertes no ruegan, interrogan, y el verbo brota de ellas, cual llama de un volcán;

la mujer es el pájaro asustado, que teme a las tormentas de la vida...

y, huérfanos están los cielos de sus ojos, si Dios en ellos no refleja el fulgor de sus alas de Quimera;

y, las almas que sollozan en las lívidas penumbras de las penas; y las almas que naufragan en los mares procelosos de la angustia; y, los ojos que se asombran en los turbios horizontes, donde van las crespas olas del dolor, creciendo siempre, en tumultos gigantescos, precursores del espanto, del abismo y de la muerte, se alzan pávidos al cielo, para ver tras de las nubes, tempestuosas y agrupadas, la Esperanza que fulgura en los ojos de su dios. Y los labios azotados por las ondas insurrectas, escocidos al contacto salobre, y desgarrados por el beso como flor de los naufragios, como pálida rosa de agonía, en los labios deformes de la Muerte.

y Ada había dicho al Bien Amado, con voz de rítmica caricia.

–Al estar bueno, ¿me prometes acompañarme a una parte?

y él había prometido.

–Y ¿me juras hacer lo que yo quiero? había dicho la adorada, inclinando el esplendor de su cabeza blonda, sobre el pálido rostro del enfermo;

y él había jurado.

–Mañana iremos a donde te he invitado, le dijo ella dos días después de que sus labios habían ardido como por una llama, por el beso irredimible.

–En el Coleseo, a las ocho de la mañana, en la ambulacra, que mira hacia el arco de Tito.

–¿En coche?

–Sería mejor a pie, menos visible, ¿te sientes fuerte?

–Sí.

y así lo hizo;

al día siguiente, con una mañana fría y lluviosa, bajo la intemperie de una tramontana tenaz, llegó a pie hasta la Piazza delle Terme, tomó el tranvía eléctrico, que recorre la Via Cavour, se apeó en el ángulo de Via dei Serpenti, desde donde se divisa la gran mole del antiguo Circo, y por esa misma calle llegó a él;

entró por la galería de la izquierda, y dio vuelta cuasi a todo el edificio, buscando con el alma y con los ojos la sombra fugitiva de la Amada. La alcanzó a ver, allá, en un punto de sombra, sentada sobre una piedra, bajo la bóveda húmeda, desolada, como la imagen de Judea después que hubo pasado por ella Tito, el guerrero salvaje y destructor, que alzó por manos le esclavos esa mole, bajo cuyas arcadas, ella, la visión melancólica, arbitraba sus dolores;

así, como una virgen cautiva, que va de las violaciones al martirio, y espera la muerte como una liberatriz, así estaba;

absorta parecía, desfallecida, en una de esas largas postra-iones que sucedían en ella a las horas febriles del amor;

sus grandes ojos guardaban una fijeza demente; un pliegue [oloroso cercaba su frente; el bouquet sensual de sus labios tenía palidecido el rojo de sus rosas, y vencido parecía el orgullo de su belleza radiante. Fantasmas pavorosos debían obscurecer su pensamiento, porque su rostro se plegaba dolorosamente, bajo las cejas contraídas su mirada se ensombrecía de angustia;

nunca había él visto en la faz amada, tal sello de vencimiento definitivo. Su palidez era tan intensa, su aspecto tan oloroso, que tuvo miedo por ella, miedo por su razón, que había visto vacilar a veces como una luz agitada por un viento de borrasca, tenía miedo por su vida, que él sabía amenazada por na enfermedad orgánica, hereditaria: la parálisis cardiaca;

de eso habían muerto casi todos los suyos, y ella solía decir:

–Yo moriré de un colpo, como todos los míos, o acabaré loca, como mi madre. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡qué triste fin!

y, cuando él la había hecho llorar mucho, en alguna escena violenta, tenía miedo a la palidez súbita que la cubría, a la extraña mirada de sus ojos espantados, y le ponía las manos sobre ellos como para no ver la expresión de esas pupilas extraviadas, y la consolaba con besos interminables;

se acercó a ella, respetuoso, conmovido, como siempre que llegaba a aquella pobre alma, tan duramente profanada por la ida. Ada lo miró con esa mirada vaga, que a él le daba tanto horror, mirada de inconsciencia trágica, así como si su espíritu volviese de súbito al mundo, cual si regresara de países muy remotos, de cielos incógnitos;

y luego, sonrió con esa sonrisa angélica, que era como una aurora de su rostro doloroso, y vino hacia el Amado, hacia el cautivador, como a un refugio, como a un conjurador de los malos sueños que la perseguían... Y sonrió a la vida, como siempre que despertaba bajo el mágico encanto de esos besos;

él le dio el brazo y caminaron silenciosos, meditabundos, hacia el monte Coelius;

el silencio era el supremo pudor de su ternura;

la ceniza de los años que había caído sobre las grandes flores de su juventud, entristecía el paisaje de su vida, y no daba lugar a los rumores locuaces de la fantasía, a la floración de madrigales radiosos, extraños en la tristeza majestuosa de ese crepúsculo de dos existencias, en ese cuadro de amargura, de desolación y de angustia;

la influencia de la hora y de sus emociones profundas los hacía graves y callaban, para no repetir el dúo doloroso de su desesperanza interminable...

llegados frente a la iglesia de Santo Stefano Rotondo, ella le hizo una leve presión en el brazo y lo llevó hacia el templo, y le dijo cariñosa y triste:

–He prometido una misa por vos. Vais a oiría conmigo. Me lo habéis prometido. Es en acción de gracias por haber escapado de la muerte, ¡tenemos necesidad de Dios!

y entraron en el templo;

¡oír una misa! Hacía acaso más de veinte años que no oía ninguna;

pero, ¿cómo adolorar, cómo contrariar aquel corazón inocente, que iba a orar por él, aquella pobre alma sencilla, que perseguida en la tierra buscaba en el cielo la esperanza? Además, él había prometido, sin saber de qué se trataba, y debía cumplir;

el aspecto del templo, de antiguo dado al culto de Baco, hecho bajo Nerón el macellum, considerado por otros como un edificio cristiano del siglo V, y que es el tipo clásico de las iglesias redondas de la era constantina, alegró su vista, halagó su culto estético, encantó su ánimo, como si un soplo de paganismo, escapado a las selvas de Jonia, pasara entre las cincuenta y cinco columnas del templo, trayendo ecos de fiestas sirias, himnos de Bybios, cual si un tropel de ménades, coronadas de hiedra, apareciesen con el dios imberbe y sonriente, coronado de pámpanos, ebrio y feliz, bajo la policromía cantante de aquella iglesia cristiana;

hizo una genuflexión y se sentó.

Ada fue a la sacristía, habló con el guardián, y volvió a arrodillarse en un reclinatorio, vecino al de él;

poco después, un sacerdote anciano, pálido, de una palidez que se confundía con lo albo de sus vestiduras, salió de la sacristía, seguido de un niño de coro, vestido en rojo y blanco;

y, la misa empezó;

él se entretuvo en mirar la cúpula, de la cual descendía la luz blanca y triste, filtrándose en las tintas opacas de los cuadros, que yacían en la semi-obscuridad de las capillas, meditativos en la tristeza de su beatitud, en su apoteosis litúrgica, colorida y pomposa;

nada hablaba a su corazón aquel mundo inmóvil de cuadros y de estatuas, aquel pueblo de leyenda inocente y pueril;

y, en la calma sagrada, en la bruma matizada de esplendores místicos, donde los cirios y las lámparas temblorosas del ciborium, fingían claridades de estrellas, en la onda blanca del incienso, que se extendía en la atmósfera del santuario, llenándolo de perfumes y de nubes de una grandeza sagrada, sus ojos no se fijaron sino en el Cristo trágico, que había en el fondo del altar, un Cristo de colores verdosos, de negruras infinitas, atribuido al Volterra, y que debe de ser sin duda de alguno de sus discípulos más cercanos;

sobre la colina ríspida, tétrica y roja, la silueta negra del patíbulo;

y el Dios, solitario, clavado al madero, sus brazos extendidos, radiosos en la sombra;

la densa tiniebla blanquear parecía, de aquel cuerpo muerto, el albo fulgor;

y las pálidas manos, las manos del Dios muerto, señalaban con sus rígidos dedos, en las sombras, en los vagos, confusos horizontes los ocultos caminos de su reino, las veredas que llevan hacia él;

su nimbo, un nimbo de mártir, hacía en la penumbra reflejos de un sol; Su candida frente, bajo él, semejaba una hostia, o un lirio, teñidos de sangre, un ampo de nieve caído en las zarzas, rodeado de espinas...

las áureas potencias le daban un brillo de estrellas, clavadas en torno a un cometa;

las blondas guedejas se hacían aún más blondas, los cirios les daban fulgor de metal;

los ojos muy tristes, los ojos opacos, dos cuencas de soles extintos fingían;

y todo era nimbo en torno al martirio; y todo era muerte en torno del Dios;

sus brazos muy blancos, sus manos muy albas, marcaban caminos allá en las tinieblas, senderos obscuros, veredas muy tristes, que llevan... ¿a dónde? a los cielos. Y el cielo ¿do está?

la madre doliente, la madre lloraba, lloraba muy triste al pie del patíbulo;

un blanco sudario temblaba en sus manos, sus pálidas manos, que habían arrullado al casto Profeta, colgado a la cruz;

extrañas potencias formábanle un nimbo, un lívido nimbo de un blanco de muerte, un nimbo de tumba, y su áurea cabeza de místico encanto, la rosa del dolor, la rosa triste, arrastrada en las ondas del torrente, la rosa del naufragio parecía;

¡oh, la doliente madre del Profeta!

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

La campanilla, que sonó en el altar, le anunció que era el momento de la Elevación, y se puso de rodillas para no hacer ver su absoluta incredulidad a las almas piadosas que lo rodeaban, para no dejar ver el hastío y el enojo que la ceremonia le inspiraban;

el olor del incienso y de las flores, el rumor de las plegarias, que se alzaban de aquellos corazones férvidos por una correlación natural de los recuerdos, alzaron ante su alma los panoramas blancos de su infancia;

¡oh, los pálidos encantos de los mirajes divinos!

y vio, en la niebla del recuerdo alzarse la iglesia de su pueblo, blanca y roja, sobre el verde tapiz de la llanura interminable. Y le pareció sentir el sonido de sus campanas acariciadoras, llamándole a las fiestas de la Fe;

y se vio niño aún, oficiar lleno de piedad, como aquel otro niño, que en ese momento agitaba la campanilla, y alzaba reverente la casulla del viejo sacerdote, inclinado, absorto, ante el cáliz áureo y el disco inmaculado, donde Dios fulguraba como un sol, a sus ojos de creyente;

y, de entre aquel rumor confuso, de entre esas nubes de incienso, del fondo de ese cáliz, sobre el disco sagrado de la hostia, se alzaba más blanco, más radiante, más fulgente, como un lirio de Amor, como un astro de Esperanza, el rostro santo, el rostro idolatrado de su madre. ¡Oh, la muerta inolvidable!

y brisas de la infancia, brisas de inocencia, soplaron sobre su corazón, corrompido y calcinado;

y pensó en su niñez, ya tan distante, en su juventud que declinaba, en la esterilidad sentimental de su vida, en la inanidad de sus esfuerzos hacia el Amor...

y volvió los ojos hacia esa pobre mujer dolorosa, que sollozaba cerca de él;

y la vio inmóvil, doblada sobre el reclinatorio, levemente estremecida, como una ave en su agonía, su cabeza auroral entre las manos, y moviendo al ritmo de su oración la corola de sus labios.

–¡Cree, cree, álzate hasta mí! parecía decirle su madre, esfumándose muy triste en la nube crepuscular de las aromas.

–¡Ama, ama con amor ideal, elévate hasta mí! parecía decirle esa mujer sollozante, pálida como las rosas que morían en el altar;

¡ay, era tarde para amar y tarde para creer!

y alzó los ojos, como para pedir perdón a la sombra de su madre, qué se iba, envuelta entre la bruma matinal. Y los bajó luego, acariciadores, implorantes, hacia la Amada, que temblorosa rogaba al lado suyo.

Ada se había puesto en pie, serena y resignada;

la oración fortalecía aquella alma mística y fuerte;

se detuvieron un momento a mirar los grandes frescos circulares del Circignano y del Tempesta, en una irradiación dolorosa de cinabrio y blancuras de cadáver, toda la epopeya del martirologio cristiano.

Ada contempló taciturna las vírgenes despedazadas, lirios candidos de fe, los ancianos torturados, muriendo con una serenidad radiosa de crepúsculos, bajo la garra de los leones.

–El verdadero martirio no se ha pintado, dijo.

–¿Cuál?

–El martirio de las almas.

–No habléis del dolor. ¡Amada mía!

–¡Oh, el martirio innombrado!

–No lo nombréis.

–Sí, he de nombrarlo como una expiación.

–Expiación ¿de qué?

–Del amor culpable.

–¡Oh, por piedad! ¡Callaos!

–¡Oh, el martirio de la vida, el Amor de lo Imposible! Dijo, y calló;

y anduvieron melancólicos, apoyados el uno en el otro, perseguidos por sus presentimientos, como por una partida de lobos en una selva de Circasia;

llegados a la Piazza di S. Giovanni, él la condujo hacia el tranvía y se separaron sin un consuelo, sin una frase de piedad, ¡como dos condenados a la cadena, que se despiden ocultando las lágrimas que han de correr a mares en la soledad de su ergástula!

¡Oh, los galeotes desventurados del Amor!