Las rosas de la tarde: 20

De Wikisource, la biblioteca libre.
y voces de naufragio, y cosas que se mueren...

El drama estallaba de súbito en la paz radiosa de su vida sentimental;

¿no era bastante haber guardado tanto tiempo su corazón en esa paz inalterable, al abrigo de las tormentas, lejos de la aventura irremediable de los naufragios del amor?

¿no era bastante haber vivido la primavera triunfal de su vida en su orgullosa soledad, en su soberbio aislamiento, domador extraño de la pasión fatal, conquistador de almas y de cuerpos, sembrador de besos eróticos, defendiendo en sus lascivias la inalterable quietud de su espíritu, la calma sagrada de su corazón?

¿era pues un naufragio en el puerto?

¿qué era ese resplandor de incendio, que iluminaba la vieja selva otoñal, ya dormida en la calma profunda, en la quietud cercana del invierno?

¿era la devastación? ¿era la ruina?

¿el sueño de su vida había sido una quimera?

¿había vivido para la conquista del desierto?

había dominado su vida, disciplinado su alma, torturado sus sentimientos, para asegurarse la paz definitiva y, ¿venía a perderla en una aventura sentimental y triste, en un drama vulgar de adulterio, a sucumbir así en un campo de ruinas ante un horizonte cubierto de cenizas de crepúsculo?

¿era la muerte definitiva de sus triunfos, la vergüenza de sus sueños?

¿era el amor quien hacía esta catástrofe? ¿Era el orgullo?

¿era el instinto imbécil del altruismo, vivo en el luchador indomable, y trasplantado del campo de la acción ruidosa y fecunda a la pequeña estéril de un drama de corazón?

¿era el quijotismo sentimental, la manía libertadora, los que producían el desastre? No lo sabría decir;

pero maldecía la hora en que había querido hacer hablar su corazón;

en su egoísmo brutal, maldecía ese Idilio triste, ese poema otoñal, cuyos madrigales de ternura, cuyas estrofas de amor, amenazaban hacerse bruscos exámetros de drama, rudos alejandrinos de tragedia;

y la nostalgia de su libertad perdida lo asaltaba. Y su gloria, su gloria amenazada, palidecía en su nimbo rojo, con tristeza de astro moribundo; Y su Ideal, su Ideal abandonado, lo miraba con angustias de Cristo agonizante;

y, en un horizonte pálido de perla, bajo un cielo de malaquita y laca, lívido de tristeza, parpadeaban los astros de sus sueños;

como banderas vencidas, como gonfalones en fuga, huían y se plegaban en ese horizonte de derrota, sus visiones viriles y grandiosas, combatiendo aún, en la tristeza de la hora, des-mesuradas y hoscas, como siluetas de una titanomaquia primitiva;

y el silencio fanático de aquellas multitudes lejanas, asombradas de su mudez actual, enamoradas del ritmo antiguo de sus frases vencedoras, de su verbo sonoro, que estallaba como un bólido en el azul sereno, le daba tristeza y horror; Llejos de ese ruido atronador, su alma sentía la nostalgia de un marino en las montañas, en las cimas muy distantes de las playas del océano;

y su alma lloraba casi, con sus poemas inconclusos, aglomerados sobre su mesa, donde las rimas, que tenían perfume, se enlazaban amorosas al haz de rayos de los panfletos incendiarios;

y todo inconcluso, todo trunco, todo abandonado...

en la gravedad de la hora, aquel abandono era un crimen, aquella vacilación era una deserción;

en el apóstol, detenerse es marchar hacia atrás;

cuando se ha pasado con el gesto del sembrador bíblico, en medio de los surcos, en el campo de la vida, dejar caer la mano fatigada anuncia vencimiento irremediable;

y ese gesto, en la angustia del crepúsculo, semeja los adioses de un fantasma;

¿detenerse ahí?

de su juventud ¿qué quedaba? un lampo: ¿de su sueño de Arte? obra incompleta: ¿de su sueño de gloria? una derrota: ¿de su sueño de Amor? una mentira;

y, ¿había de sucumbir bajo las garras de la quimera, en la laxitud de ese sueño de inercia en que vivía? ¿no podía ya marchar hacia la gloria? ¿era imposible ir hacia la vida?

¡oh, no, no, libertarse era preciso!

mas, ¿cómo pensar en esta liberación? ¿Cómo evadirse del Destino?

ante aquel escollo en que la apacibilidad de su vida se rompía, ante el horror de esa tragedia sentimental, se exasperaba, se hacía melancólico y sombrío, y la cólera lo invadía, una cólera sorda contra la generosidad de su corazón;

y mientras meditaba así, en esa bruma gris que envolvía su pensamiento en una opacidad medrosa, como las telas crepusculares de Carrière, el sonido del timbre lo despertó de su abstracción dolorosa;

era la hora de la cita, y debía de ser Ada quien tocaba;

y fue a abrir él mismo, pues acostumbraba licenciar a su camarero a esa hora;

y era ella;

¡ella, que con un sollozo cayó en sus brazos, pálida como un ampo, rígida como una muerta!

la tomó en sus brazos y la llevó a un diván;

el portero que la había acompañado a subir desfalleciente, le relató en detalles la tremenda escena;

hacía días que Leda Nolly espiaba en torno de la casa, la entrada o la salida de la condesa, y justamente, cuatro tardes antes, había ido contra ella, llenándola de contumelia y alzando la sombrilla para herirla. El portero había ido a su defensa y había abofeteado a la artista, que a la aproximación de un policía había huido despavorida;

pero, ese día, la escena había sido más violenta.

Leda esperaba, oculta en la esquina de la Via Cernaia, el coche de la condesa. Al apearse ésta, la cantante apostrofándola con el vocablo más soez, le arrojó encima el contenido de un frasco de ácido, que felizmente rodó sobre el traje, sin tocar el rostro de Ada, oculto por un triple velo, en que se envolvía siempre que iba a su cita de Amor, o a casa de la señora Stolffi, como decía ella a la servidumbre, aprovechando que aquella pobre amiga suya, paralítica, vivía en el mismo Palazzo, un piso más arriba que el que habitaba Hugo;

al grito de la condesa, que huía, los cocheros cayeron sobre la artista, azotándola y golpeándola tan fuertemente, que cuando la policía llegó, la cantante se debatía en un mar de sangre, bajo las suelas ferradas de los brutos;

¿quién tenía la culpa?

ella, Ada, cuyo corazón generoso se había opuesto a que la artista fuera perseguida por sus escándalos; ella, que había ocultado a Hugo hasta entonces, los ataques brutales de que era objeto;

angustiado, furioso, fue al teléfono, para obtener de la Qüestura la mayor reserva sobre el asunto y la seguridad de que esta vez la víbora sentiría el azote que le rompería las vértebras;

y volvió al lado de Ada, que con los ojos cerrados, la boca triste, parecía dormida ya en el seno de la muerte;

tuvo miedo, miedo de que su enfermedad hereditaria pudiera matarla allí, en sus propios brazos y que el destino adverso la mandara a morir allí, en casa de su amante, como para acabar de deshonrarla;

se abstuvo de llamar un médico;

y él mismo la tomó cariñosamente, le quitó el sombrero y los guantes, le besó las manos con pasión, le quitó el abrigo de Pieles, le abrió el corsé para que respirase mejor, le dio a oler todas las sales inglesas que halló a mano, la friccionó con fuertes esencias, recostó sobre su propio pecho la cabeza primorosa, cuyos cabellos rodaron en ondas luminosas, y tomándole las toan en las suyas, la miró con emoción profunda y silenciosa;

y se asombró, viendo cómo el dolor nublaba aquella faz radiosa, cómo los años parecían haber descendido en tropel sobre aquella frente pálida, cómo la edad y la muerte vagaban como nubes lívidas sobre el rostro amado, envejeciéndolo y deformándolo;

y vio con un dolor cruel, cómo delgados hilos de plata hasta entonces ocultos a su vista, profanaban aquella cabellera de un rubio espléndido de aurora;

y, ante aquel cuadro de la muerte amenazante, de la vejez irremediable y próxima, pensó con un horror creciente, en la suerte de los dos;

¿a dónde iban por ese laberinto sin salida?

el matrimonio era lo imposible;

el amor así, culpable y oculto, era la inquietud, el peligro, la catástrofe final...

y, ¡el Hastío!... ¿no es el Minotauro insaciable que devora todos los amores?...

pocos años más, y ¿qué sería de su amor? ¿qué quedaría de la opulencia de esas formas, de la belleza de ese rostro, amenazados ya por el cierzo de todos los inviernos?

y una angustia infinita lo oprimía, ante esa interrogación formidable;

y, mirando la espantosa tristeza que se pintaba en aquel rostro exangüe, cuyas carnes, de súbito, se habían hecho blandas, sin morbidez, con la flaccidez de un pecho que ha lactado, viendo aquella sombra terrosa que envejecía la faz adorada, tuvo una conmiseración infinita, amó con culto extraño esa belleza fugitiva, sintió la necesidad de consolar aquella vida, que sin él era una tumba, el deber de embalsamar con ilusiones ese pobre corazón adolorido que era suyo. Y, tomando en sus manos la linda cabeza blonda, hecha para ser encuadrada en un marco de rosas primaverales, desfloró su boca con un beso triste, beso caritativo, tierno como la Piedad, fúlgido como el Amor.

Ada abrió los ojos, como tocada por la varilla de un encantador, y llamó al Bien Amado;

y su voz tenía algo de lamentable y de naufragio;

al verlo tan cerca, se abrazó a él con desesperación, y como si hubiese leído el pensamiento en sus ojos, le gritaba:

¿en qué pensabas? ¿en qué pensabas? ¡Oh, dime en qué pensabas! ¿Te cansa mi amor?

¿te hastía el cariño de esta pobre mujer que no puede darte sino pesares y lágrimas? ¿te fatiga el goce de este cuerpo que envejece martirizado por el dolor, y el encanto fugitivo de estas carnes que se marchitan a tu vista, sin haberte dado más primicias que las del corazón enamorado? ¡Ah, ya lo sé! ¡Ya lo sé! tú te sacrificas a la piedad, a la conmiseración que te inspiro. Eres aún joven, célebre, glorioso, el genio brilla en ti como un albor, todo te llama a la lucha y a la gloria, y estás encadenado a mí, que soy árbol de tristeza y de dolor, cuya sombra enferma la floración de tus sueños portentosos, a mí, que soy una vieja, dijo, mostrando los tres hilos de plata, que brillaban en el oro mórbido, como rayos de luna en la corriente blonda de Pactolo.

–¡Oh, callaos, callaos, por Dios! –murmuró él, como temeroso de que hablara aún más, de que desflorara con sus palabras la inviolabilidad de algo muy triste que nacía en su corazón;

y la besó de nuevo en los labios, como para calmar con un exorcismo, la exaltación de aquella alma atormentada;

y enmudecieron los dos;

y sus ojos entristecidos parecían mirar las caravanas sepultadas de sus sueños muertos;

y parecían apostrofar al Destino, diciendo con el poeta:


Voici d'anciens qui passent,
Encore des songes de lassés,
Encore des rêves qui se lassent;
Voilà les jours d'espoir passés!


Y en la soledad profunda de su vida: ¡Nevermore, Nevermore, les decía el Destino implacable!

y la tristeza subía en su corazón como un astro sobre cielos luctuosos, y veían las horas de su juventud, enjambre de abejas rumorosas, perdidas ya muy lejos, en las irradiaciones de otros cielos...

su inquietud engrandeciente los torturaba, se abrazaba a sus corazones como trepadora salvaje, y los ahogaba;

¿cuánto durará esto? parecía decir ella;

¿qué será de nosotros? se decía él;

¿cuánto tiempo será mío?

¿cuánto tiempo?...

y, sin hablarse, sus pensamientos se unían en esa misma ¿olorosa inquietud, en ese terror de lo silencioso, inevitable, que avanzaba;

él o ella, ¿cuál rompería primero esta unión tan quimérica?

¿qué ser, extraño a ellos, qué decreto de la casualidad o del Destino, vendría a separarlos, a arrojarlos de nuevo en el vaivén de la vida, en esa tristeza insondable, en ese limbo, que se llama: la soledad del alma?

no respondían a esta pregunta;

les parecía que callando sobornaban el Destino;

como dos seres que se ocultan, temían que sus palabras los enunciaran al acontecimiento, que caminaba en las sombras;

y la sed de la muerte los poseía entonces, el ansia del reposo y del olvido, el deseo del sueño mortal, la renuncia a la vida...

¿por qué no detenerse en ese punto de ventura y desaparecer? ¿Si el porvenir era inexorable? ¿por qué ir hacia él? Si al fin de su amor estaba el desastre inevitable ¿por qué no escapar?

y hablaban de la muerte, y se sentían como fuera de la vida, en un limbo confuso, inextricable;

y se llamaban en su angustia, como náufragos que las olas separan en el mar y la noche silenciosos...

–¡Habladme, Amado mío! decía ella, rompiendo la hipnosis dolorosa; ¡Habladme, tengo necesidad de ser confortada! ¡Decidme que me amáis, que me amaréis siempre!

–Yo os amo, ¡oh Adorada de mi corazón, yo os amo! respondía él. ¡Y su verbo compasivo quería hacerse rojo, como en la aurora de aquel amor tan triste!

–Mi amor es inmortal, gemía ella. ¡Es superior al Dolor, al Olvido y a la muerte!

y así permanecían horas enteras, uno al lado del otro, silenciosos, como anonadados en la irremediable tristeza de su corazón, inmóviles en la densidad del crepúsculo, que caía lento sobre ellos, como las olas que se cierran silenciosas sobre el trágico sitio de un naufragio;

¡oh! ¿de qué tejido misterioso, de qué red de sueños está hecha la ventura de las almas?

¡oh, la triste ventura de las almas!