Las tormentas del 48/III
III
Sigüenza, Noviembre. Al amanecer de hoy, bajando de Barbatona, vi a la gran Sigüenza que me abría sus brazos para recibirme. ¡Oh alegría del ambiente patrio, oh encanto de las cosas inherentes a nuestra cuna! Vi la catedral de almenadas torres; vi San Bartolomé, y el apiñado caserío formando un rimero chato de tejas, en cuya cima se alza el alcázar; vi los negrillos que empezaban a desnudarse, y los chopos escuetos con todo el follaje amarillo; vi en torno el paño pardo de las tierras onduladas, como capas puestas al sol; vi, por fin, a mi padre que a recibirme salía con cara doble, mejor dicho, partida en dos, media cara severa, la otra media cariñosa. Salté del coche para abrazarle, y una vez en tierra, hice mi entrada a pie, llegando a la calle de Travesaña, donde está mi casa, con mediano séquito de amigos, y de pobres de ambos sexos, ciegos, mancos y cojos, que sabedores de mi llegada querían darme la bienvenida... La severidad de más cuidado para mí, que era la de mi padre, se disolvió en tiernas palabras. Verdad que de mis horrendas travesuras en Roma no le habían contado sino parte mínima. Seguía, pues, creyendo con fe ciega en mi glorioso destino eclesiástico, y suponía que, al regresar a la patria, almacenadas traía en mi cerebro todas las bibliotecas de Italia. Mi hermano Ramón fue quien más displicente y jaquecoso estuvo conmigo, anunciándome que si no me determinaba a recibir las órdenes en España, aspirando a un curato de aldea, o cuando más a una media ración en aquella Santa Catedral, la familia tendría que abandonarme, dejándome correr por los caminos más de mi gusto, ora fuesen derechos, ora torcidos... De todo esto hablaré más oportunamente, pues anhelo proseguir lo que dejé pendiente de mi romana historia.
Pego la rota hebra diciendo que el mayordomo de mi tío, Cristóbal Ruiz, español italianizado que había sido fámulo en Monserrat, me informó de la dolencia y muerte del bendito Rebollo. Había sido un lamentable desarreglo de la mente, motivado, según colegí de las medias palabras de Ruiz al tratar este punto, por agrias discordias con otros clérigos de la Rota. De mis desvaríos en San Apolinar y de mi escandalosa fuga y vagancia no dieron al buen señor conocimiento, pues ya había perdido el suyo, y desprovisto de memoria y de juicio, su vocabulario quedó reducido al ho perso il boccino, que estuvo repitiendo hasta el instante de su muerte. Quién se cuidó de participar a mi familia, con el fallecimiento de Rebollo, mis atroces barrabasadas, es cosa que no he sabido con certeza; pero, si no me engaña el corazón, el encargado de esta diligencia fue un secretario del embajador Don José del Castillo. Díjome también Cristóbal Ruiz que una radical divergencia en la manera de apreciar no sé qué asunto de derecho canónico había turbado profundamente la cordial amistad entre el representante de España y su protegido, llevando a éste al remate de su delirio. Cuando apenas se había iniciado la dolencia, hizo D. Matías testamento, nombrando ejecutor de sus disposiciones a otro de sus mejores amigos, monseñor Jacobo Antonelli, segundo tesorero, o como si dijéramos, secretario de Hacienda, persona muy bien mirada en la Corte Pontificia por su talento político y su mundana ciencia. Al tal sujeto habría yo de presentarme; pues, según Ruiz, debía tener instrucciones de Rebollo referentes al cuidado de mis estudios y a la paternal tutela que conmigo ejercía.
Vacilando entre la vergüenza de presentarme a Monseñor y el estímulo de poner fin a mi desamparo, pasaron algunos días que no fueron malos para mí, pues me hallaba asistido de ropa, casa y alimento, y además libre, con toda Roma por mía, para pasar el tiempo en amena vagancia, reanudando mis amistades de artista y de arqueólogo con tantas grandezas muertas y vivas. Los ruidosos acontecimientos de aquellos días de junio me arrastraban a vivir en la calle, siempre con la esperanza de tropezar con mis perdidos camaradas Fornasari y Della Genga. Mientras duró el Cónclave que debía darnos nuevo Papa, me confundí con las multitudes que aguardaban ansiosas en Monte Cavallo. En la noche del 16 al 17, corrió la voz de que había sido elegido Mastai, lo que fue para mí motivo de grandísimo contento, porque el Espíritu Santo me daba la razón contra mis amigos. Al día siguiente, vi al cardenal camarlengo monseñor Riario Sforza salir al balcón del Quirinal, pronunciando con viva emoción el Papam habemus. ¡Y era Mastai Ferretti, mi candidato, el mío, qui sibi imposuit nomen Pium IX! A las aclamaciones de la multitud uní todo el griterío de que eran capaces mis pulmones, y cuando el nuevo Pontífice salió a dar al pueblo romano su primera bendición, creí volverme loco de entusiasmo y alegría. Si mil años viviera, no se borraría de mi alma la impresión de aquellos solemnes instantes, ni tampoco la del 21 en San Pedro, inolvidable día de la coronación. Imposible que dé yo idea del cariño que despertó el nuevo Papa. Toda Roma le amaba, y yo, con íntima efusión que no sabía explicarme, le amaba también y le tenía por mío, sin dejar de ver en él el amor de todos, creyendo cifradas en su persona la felicidad de Roma y de Italia.
Decidido a presentarme al famoso Antonelli, pues algún término había de tener mi vagabunda interinidad, vi aplazada de un día para otro la audiencia que solicité. Monseñor fue nombrado Ministro de Hacienda, después Cardenal. Los negocios de Estado y las atenciones sociales alejaban de su grandeza mi pequeñez. Por fin, una tarde de julio me llamó a su casa, y fui temblando de esperanza y emoción. Recibiome en su biblioteca, y se mostró desde el primer momento tan afectuoso que ganó mi confianza, haciéndome desear que llegase una feliz ocasión de confiarle todos mis secretos. Era un hombre alto y moreno, de mirada fulminante, de rasgada y fiera boca con carrera de dientes correctísimos, que ostentaban su blancura dando gracia singular a la palabra. El rayo de sus ojos de tal modo me confundía, que no acertaba yo a mirarle cuando me miraba. Sujetome a un interrogatorio prolijo, y con tal arte y gancho tan sutil hacía sus preguntas, que le referí todas mis maldades, sintiéndome muy aliviado cuando no quedó en mi conciencia ninguna fealdad oculta. A mi sinceridad correspondió Su Eminencia poniendo en su admonición un cierto aroma de tolerancia, que del fondo de su pensamiento a la superficie de sus palabras severas trascendía.
Díjome, entre otras cosas que procurase fortalecer mi quebrantada vocación religiosa, redoblando mis estudios, aislándome del mundo y reedificando mi ser moral con meditaciones. Insistí yo en manifestarle que me sería muy difícil sostener mi vocación; pero que aplicaría a tan grande intento toda mi voluntad, sometiéndome a cuantos planes de conducta me señalara y sistemas educativos se sirviera proponerme. No me acobardaban los estudios penosos; pero el internado y la disciplina cuartelesca de los principales centros de enseñanza no se avenían con mi natural inquieto, ni con las osadas independencias que me habían nacido en Roma, como si al pisar aquella tierra me salieran alas. Sin duda le convencí, ¡no era flojo triunfo!, porque me propuso hacer conmigo esta prueba: durante un año emprendería yo formidables estudios, conforme a un plan superior acomodado a mi primitiva vocación, y sin someterme a la esclavitud del internado. Enumerando el programa de mis tareas, señalome el Colegio Romano para las ciencias eclesiásticas, la Sapienza para la Jurisprudencia y Filosofía, y para las lenguas sabias el colegio de la Propaganda, regido a la sazón por el portentoso políglota Mezzofanti. En todo convine yo, con expresiones de reconocimiento, y éste subió de punto cuando el Cardenal me manifestó que cuidaría de alojarme, si no en su propia casa, junto a personas de su familiaridad o servidumbre, en lo cual no hacía nada extraordinario, pues D. Matías había dejado caudal suficiente para ésta como para otras sagradas atenciones. Encantado le oí, y mayor fue mi entusiasmo cuando al despedirme me ordenó volver tres días después.
En la segunda entrevista, disponiéndose Su Eminencia a partir para Castel Gandolfo, recreo estival del Papa, me indicó que fuese a pasar las vacaciones a su quinta de Albano, donde hallaría dispuesta una estancia. Me encargaba del arreglo de su biblioteca, que tenía en gran desorden: innumerables libros sin catalogar, y todos los que fueron de D. Matías metidos en cajas, esperando ser clasificados por materias y puestos en los estantes. No me dio tiempo ni a expresarle mi gratitud, porque el coche le aguardaba a la puerta. Salió para Castel Gandolfo, y yo al siguiente día para Albano, gozoso, con ilusiones frescas y ganas de vivir, creyendo que la vida es buena y que en ella hay siempre algo nuevo que ver y descubrir.
La residencia del Cardenal en Albano es arreglo de una incendiada villa de los Colonnas, recompuesta modestamente. Elegantísima puerta del Renacimiento se da de bofetadas con ventanas vulgares. Restos de soberbia escalinata son el ingreso de la biblioteca, y en las cocinas hay un friso con bajorrelieves. La misma confusión o engarce de riquezas muertas con vivas pobrezas se advierte en el jardín, donde permanece un trozo en setos vivos de ciprés lindando con plantíos nuevos y cuadros de hortaliza. Hermosa es por todo extremo la situación del edificio, al sur de la ciudad, no lejos de la nueva vía Apia. Desde la ventana de mi aposento veía yo el sepulcro de los Horacios y Curiacios, y los montes Albanos y los pueblecitos de Ariccia y Genzano... Tal era el desorden de la biblioteca, que empleé todo el verano en remediarlo; y absorto en faena tan grata para mí, se me iba el tiempo sin sentirlo, en dulce concordia con los habitantes de la casa, que me asistían cariñosamente y me tenían por suyo. Siete mujeres había en la villa, y aunque viejas en su mayor parte (dos eran niñas de catorce a quince años), gustábame su cordial trato. Entendí que eran familias de la servidumbre jubilada del Cardenal, que conservaba los criados aun en el período de su decadencia inútil. Todo aquel mujerío y dos hombres, el uno jardinero, cochero el otro, ambos con traza de bandidos, procedían de Terracina, el país de Antonelli. Las dos ragazze, una de las cuales era bonitilla, la otra jorobada, me ayudaban juguetonas y alegres en mis tareas de bibliófilo, y al caer de la tarde nos íbamos a dar una vuelta por las orillas del lago Albano, o emprendíamos despacito y charlando la ascensión al monte Cavo para gozar la vista de todo el territorio albano y del mar, incomparable belleza de suelo y cielo, ante la cual acompañado me sentía de los antiguos dioses.
Terminadas las vacaciones, volví a Roma con cuatro de aquellas mujeronas y la corcovadita, y empecé mis estudios, instalado en el piso alto del palacio de Su Eminencia, en el Borgo-Vecchio. Comenzó para mí una vida monótona y de adelantos eficaces en mis conocimientos. Los estudios de lenguas orientales en la Propaganda me cautivaban; tanto allí como en la Sapienza hice amistades excelentes, y un día de diciembre tuve la inefable sorpresa de encontrarme a Della Genga, que me abrazó casi llorando. Sus padres, convencidos al fin de que a la naturaleza varonil del chico se ajustaba mal la sotana, dedicáronle a la jurisprudencia y al foro. Estaba mi hombre contento y orgulloso de su moderada libertad. Restablecida nuestra fraternal concordia, juntos estudiábamos y juntos nos permitíamos algún esparcimiento propio de la juventud. Debo declarar con toda franqueza que Della Genga me corrompió un tantico, y empañó la pureza de mi moral en aquellos días, comunicándome eficazmente, hasta cierto punto, su innata afición a la mitad más amable del género humano. Acúsome de esto, afirmando en descargo mío que mis debilidades no pasaron de la medida discreta. Y para que todo sea sinceridad, añadiré que no tuvo poca parte en mi comedimiento mi escasez de dineros, la cual vino a ser un feliz arbitrio de la Providencia para preservarme de chocar contra escollos, o de ser arrastrado en vertiginosos remolinos.