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Las tormentas del 48/XI

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XI

¡Casarme! ¡Dios! Inaudita sorpresa... De cuanto en el mundo existe pensé que me hablaría mi hermana menos de matrimonio. ¡Casarme! ¿Y con quién? ¿Será con la incógnita dama del baile? Esta sospecha elevó al máximo grado el inmenso desvarío que la extraña declaración de Catalina produjo en mi mente. Bueno, Señor; que me la traigan, en su verídica forma y rostro, pues yo no puedo comprometerme a ser esposo de una máscara.

-Está bien -dije a mi hermana...-. ¿Y puedo saber con quién me caso?

-¿Quieres callarte, chiquillo? -replicó ella con infantil enojo-. Apenas se te habla de boda, ya estás pensando en melindres. Conténtate por ahora con saber que me ocupo en curarte, conforme a la receta del prudentísimo Cardenal, y espera mis acuerdos con todo el recogimiento y la honestidad que el caso pide.

-Pero, hermana querida, ¿por qué has de ver malos pensamientos en este deseo mío, tan natural, tan humano, de saber qué persona...? ¿Acaso no lo sabes tú todavía?

-Lo sé; pero no quiero decírtelo... Empezarías a calentarte la cabeza, a mirar por el lado de la liviandad cosa tan grande y santa como el matrimonio. No me repliques: con lo que hoy te digo debe bastarte. Y ponte muy contento, Pepe... da gracias a Dios por haberme inspirado esta idea de tu regeneración por la esclavitud.

Diciendo esto se levantó. Al verla yo en pie, lanzando sobre mí por los huecos de la doble reja su mirada fulgurante, fui asaltado de un pensamiento dulcísimo. Quise rechazarlo, y como un rayo atravesó de nuevo mi mente. Dios me lo perdone. Vi tal semejanza entre la mirada de Catalina al través de los hierros y la de la mascarita por los agujeros de su careta, que creí que monja y máscara eran una misma persona. Vuelvo a decir que me lo perdone Dios, porque sin duda tal pensamiento fue de los más ruines, y un agravio soez al decoro monástico de mi hermana, y a la Orden, y al mismo Jesucristo... No podía ser, no, y sólo en la corrupción de mi entendimiento podía encontrar el germen de tan desatinada sospecha. No tardé en reflexionar, en comparar... Indudablemente, entre el lenguaje mundano y un si es no es desenvuelto de la máscara, y el acento quejumbroso, salmista y nasal de Catalina, no había la menor concomitancia... La única relación estaba en los ojos... ¿Pero eso qué?... ¡Locura, perversión de jovenzuelo que en nuestra sociedad se llena de malicias antes de ser hombre! Fuera, fuera, pensamiento vil.

Sin duda influyen en mí los desvaríos de la literatura corriente: en Italia como en España se ha puesto de moda introducir en dramas y novelas personajes monjiles, con desprecio de la dignidad religiosa, y ya vemos profesas y novicias que se dejan robar, o que se descuelgan de las rejas a la calle, ya otras no menos desatinadas que burlan la clausura para salir encubiertas a ver mundo, o a husmear, amparadas de la noche y de un buen tapujo, en las fiestas de Carnaval. Las aventuras de monjas, hoy tan del gusto de los poetas, pasan de la creación literaria a nuestro pensar y sentir en los casos de la vida real. Perdóneme Sor Catalina de los Desposorios que manchara su pureza arrojando sobre ella jirones de una literatura insana.

«¿En qué piensas? -me dijo la monja como riñéndome-. En vanidades del mundo, en corruptelas y vicios...

-No, hermana querida: pienso que antes de dar el sí a tu proyecto, necesito saber...

-¡Dale!... Por hoy, no se hable más del asunto. Déjalo que madure; espera y calla.

-Sí; pero...

-Que calles te digo y te mando. Volverás cuando yo te avise y hablaremos otro poquito... Ya no puedo entretenerme más; dentro de un instante llamarán a coro.

-En ese caso, debo retirarme.

-Aguarda un momento, que quiero hablarte de otras cosillas. Según parece, en París han puesto la República. Los demonios andan sueltos otra vez por allá: pronto veremos cómo asoman la oreja o el cuerno los diablejos de aquí. Cuidadito, Pepe, con meterte entre revolucionarios. Mira bien con quién andas... Y no creas que con callarte y disimular tus locuras, no las voy a saber. Aquí lo sabemos todo. No te trates con progresistas, que de ésos sacarás lo que el negro del sermón. Mantente a distancia de los que alborotan, y no te faltarán adelantos en tu carrera... Bien mirado, no porque haya República en Francia, hemos de tener aquí Progresismo, que en nuestra tierra sobran medios para poner un dique a la maldad. En Francia no hay religión, aquí sí; en Francia no hay hombres que expongan su vida por los Reyes, aquí los hay. Luego... En fin, que me llaman a coro. Otro día te lo explicaré mejor... Adiós, hermanito. Que seas sumiso y bueno. Escribiré a madre que has venido a verme, y se pondrá muy contenta la pobre... Retírate ya... El Señor te acompañe...».

Salí de La Latina con tanta confusión y alboroto en mi cabeza, que en todo el resto del día no fui dueño de mis pensamientos. Las alusiones al manuscrito, la propuesta de casorio, la sospecha de que mi hermana y la máscara no eran personas distintas, y, por fin, las vagas apreciaciones políticas que oí de sus labios al despedirme, tantas emociones y sorpresas en el breve espacio de una visita que apenas duró media hora, eran para volverme tarumba, si no tuviese yo un cerebro muy bien organizado, gracias a Dios. Por fin, al anochecer empecé a ver claro, y entendí que la protección de Sor Catalina de los Desposorios (¡vaya que el nombre tiene miga!) era de un carácter positivo, como fundada en el cariño fraternal. Debía yo, pues, esperar a que se fueran aclarando las nieblas que envolvían el pensamiento de mi bendita y muy amada hermana.

3 de Marzo.- Las noticias de Francia son cada día más interesantes, y en ellas palpita el drama político, tan del gusto de estos pueblos imaginativos y apasionados. La fuga del Rey, las escenas teatrales de la duquesa de Orleáns en las Cámaras, con sus niñitos de la mano; las barricadas, la proclamación de la República, llegan aquí como páginas epilogales del sangriento poema del 93. Es muy comentada, con evidente exaltación de la susceptibilidad española, la noticia de que la infanta Luisa Fernanda, duquesa de Montpensier, quedó abandonada en las Tullerías al huir toda la familia real: en aflictiva soledad estuvo la pobre niña un mediano rato, oyendo el rugido de las turbas, hasta que se salvó, nadie sabe cómo, pero ello fue por arte milagroso.

Con estas cosas, y lo que aquí se presume y teme, tenemos el cerebro de Sofía en espantosa ebullición: su voz no cesa de explanar las causas de la catástrofe, y la precisión en que estamos de poner una aduana de ideas en la frontera para que no pase acá la dolencia revolucionaria, ni se nos cuelen en España esas malditas utopías. «Aquí no queremos utopías -repite con un flujo de amplificación que acaba por ser insoportable-, pues bastante guerra nos han dado las que introdujeron los caballeros de la emigración».

Lo único que la consuela del detestable cariz que toman los asuntos europeos es que al frente de la República francesa aparezca la interesante figura de un poeta, el dulce y tiernísimo Lamartine, que ahora debe aplicar al arte político las sonrosadas imágenes, las opalinas nieblas y los reflejos lacustres de sus admirables versos. Habla Sofía del poeta que hoy preside los destinos de Francia como si fuera uno de los más puntuales asistentes a su tertulia. Le alaba y glorifica, recita o manda recitar fragmentos traducidos de las Meditaciones, y pone los ojos en blanco cuando llega un pasaje de azucarada ternura o rosadas ensoñaciones. «Hay que reconocer -nos dijo anoche- que Francia nos lleva ventaja en lo de enaltecer a los hombres eminentes de la literatura. Miren qué pronto han puesto en la cumbre política a uno de sus primeros poetas. Aquí, por mucho que adelantemos, no se hará jamás otro tanto. Ni nos cabe en la cabeza que un día, al tener que cubrir la vacante de Jefe del Estado, cojamos a Pepe Zorrilla y de golpe y porrazo lo nombremos Presidente o como quiera llamársele. Lamartine al frente de la República francesa es como si aquí, hallándonos sin Reina constitucional, nombrásemos a Tula para este cargo... Si cada cual estuviese en su sitio, ¿quién duda que Don Juan Nicasio Gallego sería Arzobispo Primado, y que otros ocuparían puestos altísimos correspondientes a su categoría?» Todos convinimos en que cuanto decía la ilustrada señora estaba muy puesto en razón.

6 de marzo.- Escribo esta noche sin otro objeto que consignar la trastada que me ha hecho mi jefe, el nuevo director de La Gaceta, a quien aquí saco a la vergüenza pública para que la Posteridad le vitupere y maldiga. Apenas tomó posesión el tal de su altísimo cargo, le enteró la envidia de que su antecesor me había dispensado de ir a la oficina, con excepción de los días de la sacra nómina, y al punto mandó un recadito a mi hermano ordenando que me presentase en mi puesto, pues había pendiente gran balumba de trabajo que exigía las inmediatas funciones de todo el personal de la dependencia. Acudí al cumplimiento de mi deber, con la idea de que me encargarían alguna faena delicada, propia de mi grande erudición, como traducir discursos o memorias del italiano y del francés. Pero no fueron estas ramas del saber las que encomendó el jefe a mi cuidado, sino otras que no sé si clasificar en el orden de la Partida Doble o de la Estadística, ciencias que requieren entendimientos privilegiados para su cultivo. Pues, señor: todo el santo día me han tenido sacando el duplicado y triplicado de la nota de líneas compuestas por cada cajista, operación no exenta de aparato, porque las tales listas van en pliegos de marquilla de lo más fino, y se me exige un esmero y limpieza de trazos que me ponen en grande apuro. Mi inmediato jefe, que es uno de los mayores gaznápiros que comen el pienso de la Administración, no aprueba mis prolijos estados sin fruncimiento de cejas, prolongaciones de hocico y reparos necios por si eché un rasgo para abajo en vez de echarlo para arriba, o por si mis cincos parecen ochos, deformación que, de no sufrir ejemplar correctivo, traería la catástrofe de todo el mundo aritmético. Esta tarde apuró tanto mi paciencia aquel prototipo de la imbecilidad, que mi mano estuvo a muy poca distancia de su calva asquerosa, y poco faltó para que su nariz y toda su jeta se aplastaran contra el pupitre y los papeles que examinaba. Me contuve; pero salí de la oficina con la certidumbre de que si mañana se repite tan estúpido vilipendio, no sabré reprimirme. Dígolo porque de algún tiempo acá siento en mí estímulos de orgullo y extremado concepto de mi personalidad. No me rebajo fácilmente a nadie, y menos a un ínfimo, que sólo es mi superior en el brutal escalafón administrativo... Las once dan, yo me duermo...

7 de Marzo.- ¿Sabes, oh Posteridad, que resultó lo que yo me temía? Pudo más la rabia de verme humillado que la paciencia y abnegación propias de un funcionario de corto sueldo, y viendo gesticular ante mí las patas delanteras de mi jefe, protesté en la más desabrida forma. Irguiose él sobre los cuartos traseros, y me dijo que inmediatamente daría parte al director de mi falta de respeto, y yo le contesté que lo mismo a él que a nuestro director me los pasaba por las narices; que yo no había nacido para hacer listines de imprenta, y que antes que a esto a barrer la casa me prestaría. Replicó entonces con grosería chabacana: «¡pues no tiene el hombre pocos humos!», y yo fui tan dueño de mí en aquel supremo instante que no le vacié el tintero en la calva, conforme a mi primera intención, y me contenté con decirle: «me voy, por no romperle a usted el alma, so mamarracho». Cogiendo mi sombrero, salí por entre los compañeros, mudos de asombro.

Vedme aquí, pues, cesante, pues no tengo duda de que mi arrebato es motivo suficiente para que la señora Administración me ponga de patitas en la calle. Tendría que oír mi hermano Agustín y mi cuñada Sofía cuando se enteren del suceso. Pero no me importa. He dado gusto a mi dignidad ofendida, y no me pesa, no, esta arrogancia que el trato social de Madrid va despertando en mí. Sabed, ¡o posteri!, que practico el nosce te ipsum; que por las noches, una vez cumplida la obligación de emborronar papel, examino mi interior, y hago cómputo y análisis de mis pensamientos y mis acciones. Pues bien: declaro que me siento altanero; atribuyo ese fenómeno al efecto del ambiente en que vivo, y a mi fácil asimilación de caracteres y costumbres. Cuando los años me den mayor experiencia haré la crítica de esta nueva evolución mía, ahondando bien en sus causas; hoy por hoy me limito a consignar el caso, y echo la culpa al tiempo, a la atmósfera, como hacemos comúnmente en el primer diagnóstico de nuestras dolencias. Añado a lo dicho que entre mis numerosos amigos, de varia educación, origen y clase, doy la preferencia a los aristócratas; siento que mi naturaleza se asemeja y adapta cada día más a la de los que nacieron en elevada cuna y enaltecen su voluntad sobre las voluntades ajenas. Nacido yo en esfera humilde, aunque no de las más bajas, ¿por qué me siento noble? Privado de bienes de fortuna, viviendo al amparo de mis hermanos con sólo un triste sueldo para ropa y gastos menudos, ¿por qué me atrae y seduce la compañía de los ricos? No lo sé; pero como es así, así lo digo, sin comprender bien la razón de esta sinrazón.

Entre mis amigos, como dije en otra confesión, los hay de todas las categorías y para todos los gustos. Bringas y Arnáiz, ambos hijos de comerciantes, no me inspiran el mismo afecto; Caballero, hijo de un pastor, me da lecciones de cultura social; Donato es un tarambana muy divertido, pero que no ahondará en mi corazón; a Leovigildo, la peor cabeza de Madrid, desordenado y voluntarioso hasta lo increíble, le tengo yo mucho cariño. De los dos aristócratas que figuran en mi trinca, Trastamara no es santo de mi devoción; en cambio, Guillermo Aransis forma conmigo una pareja indisoluble. ¿Qué parentesco moral, étnico, fisiológico iguala nuestros gustos y unifica nuestros pensamientos? No entiendo estegemelismo (excusad la palabra), siendo él rico, yo pobre; él de raza histórica, yo de cepa plebeya. Verdad que físicamente tenemos gran semejanza, y mayor aún en el temperamento. Nos asimilamos el uno al otro con pasmosa rapidez. Absorbe él mis ideas apenas yo las expreso; me apropio yo sus modos elegantes apenas los indica. Naturalmente, dada la situación social de cada uno, no le arrastro yo a él, sino él a mí; Aransis me lleva a su esfera, sin que yo me dé cuenta de ello, por graduales movimientos, tirando de mí; me introduce en el campo de las aficiones, de los hábitos y, ¿por qué no decirlo? de los vicios aristocráticos. A mí nada me asusta en el medio de vida a que mi amigo me conduce: no me asusta la disipación, ni el convencionalismo, ni el vértigo de las alturas.