Las tormentas del 48/XIV

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XIV

28 de Marzo.- Leído lo último que escribí, me han dado intenciones de borrarlo, pues si los conceptos de Eufrasia me resultan hermosos y sinceros, como producto inmediato de la realidad, los míos se me antojan artificiosos y de poco fuste, pues todo aquello de la divinidad, del ideal y del altarito pertenece al manoseado repertorio de los amantes que por primera vez en su vida abordan tan grave cuestión. Muy santo y muy bueno que con una inocente o novata de amor emplease yo tales pamplinas; pero con mujer que ha corrido ya temporales duros en el océano de la pasión, estimo que debí emplear otro lenguaje y método. Sea como quiera, no borraré nada del texto escrito, porque ante todo ha de prevalecer la verdad en estas Confesiones; y si estuve tonto, que tonto me vean los que han de leerme, y yo de ello me consuelo con la esperanza de ser en otra ocasión más agudo.

No creo frustrada mi conquista, por más que la moruna Eufrasia se mantiene en el firme terreno de la amistad, donde yo le propongo levantar una tienda para platicar juntos y solos sobre las inmensas dulzuras de ese sentimiento, que tanto ennoblece a los humanos. Ella no quiere nada de tienda, temerosa del recogimiento y soledad que este mueble trae consigo, y prefiere que no tengamos más abrigo que la anchura de la casa y del mundo, sin escondrijo, ni misterio, ni arrumacos de ninguna clase. A pesar de esto, voy creyendo que mi aventura no lleva mal giro. Por cierto que a la consolidación de mi creencia no contribuye poco la misma Eufrasia sentando las bases, como ahora se dice, de nuestro pacto de amistad, y va teniendo ésta tal extensión que se nos impone el secreto en diversidad de momentos y casos; amistad muy bonita y amena, con frecuentes consultas de una parte y otra, consejitos, protección moral y otras cosas dulces. Mejor que por mis referencias, lo comprenderán mis lectores por la fiel copia de algún fragmento de los sabios discursos que la dama me endilga:

«Ha seguido usted mis consejos, menos uno, y en él tengo que insistir. Es forzoso que en el teatro suprima usted el mirar constante con gemelos o sin ellos. Pero ¿no se hace cargo todavía de que no sólo es inconveniente, sino de mal gusto? Tome ejemplo de mí, criatura, que todo lo veo sin parecer que miro nada. Sin clavarle los ojos, le he visto tan acaramelado que me daba risa... Ya notaría usted que la noche de Borrascas del corazón me puse en la cintura el ramito de verbenas, que son las flores más de su gusto, y lo hice para obtener de usted ahora la reducción de sus visitas a casa, que no deben pasar de tres por semana... Y a propósito de Borrascas del corazón: ¿le gusta a usted esa obra? A mí no: tanta melosidad me fastidia, como el arrope de mi tierra, que me empalaga, y además me sabe a botica... Pues siguiendo con mis advertencias, diré a usted que sí, sí, está muy bien que sea expresivo con mis sobrinas Virginia y Valeria; pero no tanto, caballerito, no tanto, porque son muy tiernas, demasiado sensibles, y podrían las chiquillas alborotarse más de la cuenta. Su madre es tonta y nada de esto ve: yo lo veo todo. No me cansaré de recomendarle que, al ser amable con ellas, no haga diferencia entre las dos y las iguale siempre en sus demostraciones, para que ninguna se crea con derecho a tenerle por novio. Mírelas como gemelas en su amistad, o como aquellas hermanas que estaban unidas por el estómago, por el costado, no sé por dónde. Así no habrá peligro».

Para muestra basta lo copiado. Debo decir que el entredicho en que tiene la buena sociedad a Eufrasia no lleva trazas de concluir. A su casa no acuden señoras de alto copete, ni otras que, nacidas y criadas en las zonas medias, son extremadamente melindrosas en la moral casera y pública. Verdad que mi amiga se defiende valerosa, y con su talento, amabilidad y exquisito tacto va ganando cada día más voluntades y atrayendo gente; pero aún le falta mucho para llegar a la rehabilitación que anhela. El motivo de su aislamiento me lo explicó Ramón Navarrete, hombre de grande erudición social, y a la sazón mi segundo jefe en la Gaceta. Después del ruidoso tropiezo de la señorita de Carrasco, bajo el poder de Terry, aventura de que se enteró todo Madrid, anduvo la infeliz por senderos torcidos, amparándose contra la opinión en las tinieblas del incógnito. De su existencia en aquellos terribles días poco se sabe, algo se sospecha, y mucho quizás se miente. Y así como el río de su patria manchega se mete bajo tierra cuando le parece bien, y luego vuelve a salir a flor del suelo, del mismo modo, pasado algún tiempo en subterráneo curso, volvió afuera la dama y el mundo la vio llevada de la mano por un hombre benéfico, D. Saturnino del Socobio.

Recatábase Eufrasia en aquel tiempo de toda relación social, y hasta de su propio padre y familia, y como su protector tuviese que emprender un largo viaje a Roma (que en negocio de capellanías y colaciones tenía no pocos entuertos que enderezar allá), pidiole ella el extremo favor de acompañarle, movida no tan sólo del cariño, sino también del deseo de cuidarle y asistirle (que no carecía de achaques el buen señor); resistiose D. Saturno temiendo el qué dirán de su familia, así en Madrid como en Italia; pero con su labia y embelecos de lo más fino salió adelante la hembra con su gusto, que algunos creyeron capricho y ganitas de ver mundo.

Roma fue para los dos dichosa tierra, porque D. Saturno mejoró notablemente de sus alifafes, y ella se reconstituyó físicamente, y se puso tan lozana que daba gozo. Vieron y admiraron cuanto encierra la metrópoli del Paganismo y de la Cristiandad; él se esponjó y se hizo más sociable; ella aprendió un poco de italiano y de literatura dantesca y petrarquina. Por dicha de Eufrasia les precedió en el viaje a Roma Don Vicente de Socobio y Suazo, canónigo patrimonial de Vitoria, nombrado para ocupar la plaza vacante por defunción de mi protector D. Matías de Rebollo, y una de las cosas en que puso el venerable varón más empeño fue reducir a buen orden cristiano las relaciones de D. Saturno con la manchega. Ésta, que por casarse bebía los vientos, desplegó todo su talento y trastienda para cautivar el ánimo del clérigo, hombre sencillo y bondadoso que fácilmente vio en la buena moza una Hija Pródiga que en gran desolación tornaba al hogar paterno, y debía ser recibida y perdonada.

Conociendo a Eufrasia como la conozco, no necesito que nadie me cuente las sutiles artes que desplegaría su ingenio en aquella crítica ocasión de su vida. Sin duda, viendo que su señor y el D. Vicente intimaban mucho con los Padres del Colegio Romano, con los Observantes de Santa María de Araceli, con las monjas de Santa Clara en Quirinal, elevó al grado máximo de intensidad sus devociones, aficionándose al besuqueo de imágenes, aprendiéndose de memoria trozos de literatura mística, con todo lo demás que creía pertinente a la grande empresa de su redención. Resistíase Don Saturno a dar su consentimiento, atento siempre al qué dirán probable, y temiendo los escrúpulos de la familia más que los suyos propios. Pero D. Vicente y otros clérigos que a la santa obra arrimaban el hombro, decíanle que por encima de la familia estaba el deber, y por encima de la Sociedad, Dios; que en Eufrasia eran infalibles las señales de arrepentimiento, y que por fin, su protector o cortejo que con llama inextinguible la amaba, debía santificar aquellos criminales lazos, y limpiar su conciencia y la de ella en las aguas purísimas del matrimonio.

Libre ya de pasiones y de juveniles devaneos, Eufrasia quería sobre todas las cosas humanas una posición, y en ello puso las dotes singulares de su espíritu. Como Dios, al fin y al cabo, protege a los tenaces y agudos contra los romos y debilitados de voluntad, la manchega vio colmadas sus ansias, y recibió franco pasaporte para el mundo moral. En la española iglesia de Santiago (plaza Navona), no lejos del esquinazo en que está la famosa efigie de Pasquino, se casaron Don Saturno y Eufrasia, precisamente en los días de mi segunda villeggiattura en Albano.¡O tempora, o mores! Naturalmente, la primera noticia del casorio levantó en la familia de Madrid gran polvareda, y cuando el matrimonio llegó acá, manteniendo en los primeros días una reserva parecida al incógnito, para sofocar hasta los más leves rumores de escándalo, no faltaron disgustos, rozamientos, y aun dicharachos ruines. Mas de todo ello fue triunfando poquito a poco la diplomacia de la manchega, que con sus astutas carantoñas pudo atraer uno tras otro a los enojados parientes, y hacerse querer de los que antes la aborrecían. Doña Cristeta, que había sido la más intransigente, olvidando su amistad con Doña Leandra, se rindió más pronto que ninguna a la sutil táctica de la dama moruna, recibiendo de ésta cantidad de preciosas reliquias, huesecillos de santos, acompañados del diploma que acreditaba su autenticidad, y sinfín de rosarios, medallas, indulgencias y demás cositas interesantes a los buenos corazones cristianos.

He referido sin ningún recelo lo que sé de la señora de Socobio, juntando las noticias que me dio Navarrete con las que yo por directo modo he sacado de la fuente histórica, y puedo escribirlo sin temor de que mis indiscreciones lastimen a nadie, pues estas páginas quedarán ocultas, y nadie ha de leerlas hasta que la señora y yo, y los demás que me veo precisado a citar, hayamos entregado nuestros huesos a la madre tierra.

30 de Marzo.- ¡Cómo está mi cabeza, señores! ¿Creerán que con la golosina de estas vanas crónicas mujeriles se me ha olvidado escribir que hace días tuvimos aquí una revolución? Ello fue de harta resonancia, pero de resultado nulo, como obra de unos locos, cuyos nombres oí y ya se me fueron de la memoria. Corren voces de que se repetirá: los progresistas exaltados y los demócratas no descansan, ávidos de ocupar las poltronas, y más que en los elementos revolucionarios de aquí, confían en el apoyo que les darán los de Francia. La novísima República establecida en aquel país tiene a nuestros moderados con el alma en un hilo. Por mi parte, declaro que no me quitan el sueño las políticas inquietudes, ni los problemas que, según dicen, señalarán el presente año como uno de los más agitados del siglo, porque he decretado mi absoluta independencia del organismo general, creando un sistemita planetario para mi exclusivo uso, y de él no me sacan atracciones públicas de ningún género. Y creed que no me interesa nada ya la cuestión del Papado liberal, en la que puse tanta vehemencia y gasté tanta saliva. Gioberti y Balbo en Italia, y aquí Balmes y Donoso Cortés, valen para mí, con todas sus retóricas elocuentes, tanto como un comino, y el buen Pío IX, a quien de veras quise y admiré, ya no me embarga el ánimo con el supuesto carácter de pastor de los pueblos y patrono de la regeneración itálica. Vivo ahora de mi propio jugo, y todas mis empresas son absolutamente mías, principio y fin de mis ideas y sentimientos. También digo que la Democracia que en forma de virgen en paños menores se nos aparece salvando el Pirineo, me encuentra insensible a sus encantos. Ya no me embelesan lecturas de Lamennais o Ledru Rollin, y me resigno a que la humanidad se regenere sin mi auxilio: ya iré a verla cuando esté regenerada, y a festejarla y aplaudirla. En tanto consagro mis horas a proporcionarme todos los gustos posibles, eliminando sinsabores y rehuyendo penas.

¿Queréis que os hable de los que para mí son capitales acontecimientos? Pues sabed que de la noche a la mañana me vi trasladado a la Secretaría de Gobernación con doce mil reales, sin que yo a ciencia cierta entendiese de dónde me había caído breva tan sustanciosa, pues mi hermano Agustín me declaró que no era cosa suya. En cambio, al pobre Cuadrado se le contentó con la promesa de reponerle, y volvió el hombre a mí afligidísimo, diciendo que ya se había proporcionado una pistola para poner fin a sus días si no se le daba pronto la debida reparación. Yo le consolé, y avivé sus esperanzas, socorriéndole de mi bolsillo para que mantuviera con sopas o potajes a la extenuada familia, mientras el remedio de su triste situación llegaba. Hablé nuevamente del caso a mi hermana, y la oí condolerse del pobre cesante con el registro más gangoso de su voz, para venir a parar en la negación de su influencia. «¿Qué más quisiera yo que enjugar todas las lágrimas que veo derramar? Pero, ¡ay!, no puedo hacer más que pedir a Dios que ilumine a los que dispensan esta clase de favores, y Dios me oirá, Pepe, Dios me oirá: con tanto fervor se lo pido».