Las tormentas del 48/XIX

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XIX

31 de Abril.- La carta que anoche agregué a mis Confesiones removió en mi conciencia la turbación que en ella mora, unas veces adormilada, otras en profundo sueño. Pero los afanes de cada día, que en la mundana corriente van creciendo y encrespándose como un oleaje furioso, han ahogado aquel sentimiento trayéndome a inquietudes inmediatas y más positivas. Parte del día he pasado en la casa de Antonia disponiendo sustituir lo más indispensable del ajuar robado por Sotero, y en ello se me fue todo lo que no hace mucho me entregó con enorme usura el prestamista. ¡Aciaga tarde la de hoy, en la cual he llegado a creer razonables los delirios de la cordonera, pues no habría para mí mejor solución que abrazar la vida de ermitaño, con ermitaña o sin ella, en un solitario y agreste yermo, comiendo raíces y vistiéndome de lampazos! Cuando vio la enferma que la casa se iba reparando de su desnudez, empezó a curarse de la manía del salvajismo, y aunque siempre tiraba al monte, no lo hacía con tanta vehemencia. A sus parientes míseros, que acudieron maldiciendo su suerte y bendiciendo mi caridad, tuve que socorrer hasta quedarme sin un maravedí. Por la calle Mayor adelante, pensaba yo que no poseía en aquel momento más peculio que el dobloncito de mi madre, aún no recogido del ordinario, y antes que se me olvidara fui al parador, donde puntualmente me entregaron moneda y chorizos, todo lo cual llevé a mi casa con gran respeto, como si llevara el Viático, y después de partir con religiosa equidad entre las dos familias los embutidos, miré y acaricié y escondí mi doblón bajo llave, precaviendo de este modo la probable ignominia de ponerlo a una carta.

1.º de Mayo.- Con endiablado afán de probar suerte, por irresistible instinto de mejora, me pasé la noche dando tremendos estirones a las orejas de Jorge, mas con tan loco desacierto en cuanto apuntaba, que ni un instante me sonrió la fortuna. La terrible deidad me asestaba golpe tras golpe, como si fuese yo un excomulgado de la diabólica secta que tiene por Biblia los naipes malditos. Concluí en el mayor desastre, debiendo a mis amigos sumas que mi abrasada mente imaginaba fabulosas. Para pagarlas érame forzoso pedir a la usura nuevos auxilios, que más bien serían dogales con que pronto habría yo de llegar a mi definitiva estrangulación. Abrasado mi cerebro, dormí con pesadillas parte de la mañana, y al despertar entráronme una carta de Sor Catalina en que me afea destempladamente, no sin razón, mi grosero descuido en la prometida visita a los Emparanes. ¡Dichosos Emparanes! No vacilo más, y vencida mi repugnancia, me dispongo a cumplir. Almuerzo tarde, me visto, espero la hora oficial de visitas de etiqueta, y tomo pausadamente el caminito de la plazuela de Navalón, leyendo en las rayas del embaldosado de las calles cifras misteriosas de mi destino.

La casa es antigua reformada, grandona, irregular, revocada de amarillo con rayas que figuran el ajuste de ilusorias piedras, la puerta de berroqueña con un escudo pintado de blanco, los balcones con palomillas de hierro, y en ellos las descoloridas palmas de Domingo de Ramos, con los trenzados en hilachas y los lazos ya desteñidos por la lluvia. En todo esto reparé antes de entrar, así como en el aspecto del portal, de una limpieza rara en Madrid. El portero, viejo y medio cegato, limpio también como la casa, ostentando chaleco rojo y gorra galonada, me acogió con marcado respeto, y oído mi nombre, díjome con el acento más satisfactorio que los señores estaban, y me franqueó la entrada de la escalera, lóbrega, sin más adorno que unos faroles de navío y cuadros viejos, cuyo asunto se pierde en la oscuridad de la ennegrecida tela.

Un portero de estrado, viejo también y con chaleco rojo, me introdujo en el salón, que examiné con rápido golpe de vista a la escasa luz que por los entornados huecos de los balcones entraba. Vi retratos de personajes del pasado siglo, consejeros de Castilla y de Indias, almirantes, generales, todos con el peluquín de ala de pichón, los rostros amarillos y sin relieve, detestables pinturas en su mayor parte; vi santos y frailes de diferentes Órdenes, de mano de Orbaneja; vi, por fin, retratos de Papas, en los cuales me fijé singularmente. Aquí, Mauro Capellari (Gregorio XVI), de aspecto achaparrado; allí, Della Genga (León XII), de noble rostro; a la otra parte, las finas facciones de Chiaramonti (Pío VII). Como pintura, estos retratos merecen el fuego, salvando sus espléndidos marcos. Mil otras obras de inferior y menguado arte vi en el salón: pinturas milagreras, relicarios con más riqueza que gusto, autógrafos de monjas en cuadros de plata, dos o tres arquetas de indudable mérito, y una disforme y amazacotada araña de cristal. Contrastaban con estas antiguallas los muebles construidos en estilo modernizante, los sillones y canapés de raso anaranjado, los chinescos jarrones, las consolas de caoba con adorno de bronce dorado, algún espejo de marco a la griega, y los candelabros encerrados en fanales. Movido de no sé qué fanatismo suspicaz, creí ver dentro de aquellos vidrios las velas verdes de la Inquisición. En todo reparé fugazmente, maravillándome así de la muchedumbre de objetos que respiraban devoción, como de la perfectísima limpieza que en lo antiguo y lo nuevo resplandecía, cual si muchas manos escrupulosas diariamente persiguieran el polvo, la mugre y toda suciedad por menuda que fuese.

No acabé mi examen, porque un criado me rogó que pasase al próximo gabinete, donde salió a mi encuentro el Sr. D. Feliciano de Emparán con luengo levitón que rápidamente se abrochaba, como si acabara de ponérselo para recibirme; y estrechándome las manos muy afectuoso, me hizo sentar en un blando sofá, sobre el cual ostentaba su dulce rostro, en marco flamante de cornucopia, la imagen de Mastai Ferretti, a quien yo amaba desde que fue mi preferido y victorioso candidato a la sucesión de San Pedro. Daba yo a D. Feliciano noticias de mi salud, que con muy vivo interés me pedía, cuando entró la señora de Emparán, doña Visitación de Baraona, en bata morada con encajes, y sus primeras palabras, después de oír mis cumplidos, fueron para redoblar las interrogaciones acerca de mi salud: «Ayer nos dijo Sor Catalina que ya estaba usted en plena convalecencia y podía salir a la calle». Yo asentí, comprendiendo que mi hermana había disculpado la tardanza de mi visita con un inocente embuste. «En seguida vendrá María Ignacia -añadió doña Visita-, que ya está concluyendo la lección de piano. La pobre no oculta su alegría, porque, a pesar del mal tiempo que tenemos, se va recobrando de sus alifafes nerviosos».

Sobre estos alifafes hablábamos, declarando yo su escasa importancia en el organismo, cuando llegó otra señora mayor, Doña Rita, hermana de D. Feliciano, en traje de merino negro, con escofieta blanca; y no había yo concluido de saludarla, cuando vi aparecer la tercera señora mayor, valdría más decir máxima, Doña Josefa Baraona, tía de Doña Visita, también uniformada de negro, viejísima, desdentada, pero no falta de viveza y agilidad. «Ya tenía yo el gusto de conocerle -me dijo cuando le ofrecí mis respetos-. Le vi una mañana en el locutorio de La Latina». Y yo miraba a la puerta esperando que acabara de salir el coro de Emparanas y Baraonas mayores, pues me habían dicho mis amiguitas Valeria y Virginia que no bajaba de seis la cifra de venerables matronas que habitaban allí. Oyendo el remoto cascabeleo de un piano, esperé ansioso la presencia de María Ignacia, la señorita con quien querían casarme, tierna paloma que todas aquellas cornejas agasajaban entre sus plumas.

Debo declarar, poniendo la verdad por encima de mis antipatías, que las cuatro personas mayores eran de trato muy fino y de exquisita educación, a la antigua española. Sosteniendo con ellas un coloquio de pura fórmula, pensaba yo para mis adentros en los artificios de que ha debido valerse mi hermana Catalina para conquistar el ánimo de aquella familia, y qué grande ascendiente ha podido adquirir sobre todos para meter en sus duras cabezas, y darle allí fuerza dogmática, la peregrina idea de que yo soy el hombre designado por Dios para realizar los grandes fines de la sucesión Emparánica. Sin género de duda, es mi hermana mujer de extraordinario entendimiento, y de una travesura que bien puedo llamar política, pues en esa cualidad estriba el dominio de las gentes y la generación de los grandes sucesos públicos y privados. Ello es que Catalina, sorbiéndoles el seso, trata de realizar con firme voluntad la filosofía del gran Antonelli, condensada en esta fórmula: «Tu familia te procurará un buen casamiento».

Impaciente Doña Visita por lo mucho que su niña se entretenía en los musicales ejercicios, fue en su busca, y a poco la trajo de la mano, diciéndome al presentarla: «Dispénsela usted. Quería mudarse de vestido; pero como usted es de confianza, puede verla en el trajecito de casa». Hago acopio de toda mi sinceridad y rectitud para declarar que la primera impresión que en mí produjo la niña de Emparán fue atrozmente desagradable. ¡Válgame Dios qué niña! Y aunque en el breve espacio de una visita sólo podía yo juzgar el ser físico, éste y el espiritual, representados en un solo ser, pareciéronme de lo más desgraciado que Dios ha puesto en el mundo. Es Mariquita Ignacia lo más contrario al tipo de muchachas que comúnmente vemos en todas las clases sociales, pues no hay ninguna que en la florida sazón de los dieciocho no tenga en su persona, siquiera sea la misma fealdad, algún rasgo de gracia y donaire, algún tono de frescura y de seductora juventud. El cuerpo es un mentís de su edad, que en ella parece un fraude. Rara vez se revisten los verdes años de aquella gordura desatentada, contraria a todo sentimiento de proporción, pelmazos de carne distribuidos sin ninguna lógica en las partes de un defectuoso esqueleto. Abulta el seno enormemente, saliéndose del círculo natural de la doncellez, y para acabar de arreglarlo, la cintura y vientre con aquella otra zona quieren confundirse, rompiendo la esclavitud del corsé y arrollando las filas de ballenas que martirizan el pobre cuerpo. Son los brazos chicos, el cuello corto, gordezuelas y bonitas las manos, única nota bella en que puede recrearse la vista. Ella lo sabe y habla más con las manos que con la boca.

Hice un mental esfuerzo por descubrir en el rostro de María Ignacia algo que despertar pudiese admiración o agrado, y no lo encontré, bien sabe Dios que no lo encontré. En la estricta verdad me inspiro al firmar que la señorita de Emparán nació desfavorecida de todas las hadas. Deseando conceder algo, sostengo que es aceptable su rostro cuando la niña permanece con la boca cerrada; pero en cuanto descorre la cortinilla de sus labios, aparece el rojo escándalo de sus encías que todo lo afean; los dientes son desiguales, colocados anárquicamente, sin más atractivo que una limpieza tan esmerada como la de toda la casa de Emparán. Bien sabe la niña que su boca es la negación de la juventud, de la alegría y del amor, y no cesa de hacer hociquitos y muecas para tenerla siempre tapada. Hay que ver sus apuros cuando, en los incidentes de la conversación, forzada se ve a la risa franca: de aquí proviene la seriedad que la hace más desapacible. Rubios tirando a bermejos son sus cabellos, peinados con arte, y sus ojos claros, sin viveza, miran medrosos reclamando la compasión más que la simpatía. ¡Pobre María Ignacia! Yo sentía lástima de ella y de sus padres y familia, que en tan infeliz persona concentran todos sus afectos y aspiraciones.

Del trato, revelador seguro de las dotes de ingenio, poco puedo decir todavía, porque María Ignacia no pronunció en la visita más que cortadas y tímidas expresiones: su condición huraña, nacida de la conciencia de su fealdad, y el mimo que le daba toda la familia, reducían su vocabulario a la mínima expresión: las ideas no se manifestaban en ella más que en forma rudimentaria, y su palabra torpe y balbuciente no hacía nada por sacarlas a luz. Llevaron los padres y las señoras mayores la conversación al terreno más propio para que la niña pudiera lucirse un poco, el terreno de la vida mundana, paseos, teatros, modas, la esclavitud que traen tantas vanidades; pero ni por ésas... Tuve yo que hacer el gasto, y con facilidad suma traté la cuestión. Las personas mayores oíanme admiradas; y la pobre niña, que desde que entró hasta que me fui no quitó de mí sus claros ojos, escuchaba mi acento con una fijeza que al éxtasis se me parecía. Apunto esto sin vanidad, mirando a la exactitud de los hechos, y sin que mi relato signifique alabanzas de mí mismo, pues nada dije que no fuese de lo más común. Ante cualquier otro joven de mi edad habría pasado lo mismo... Por fin llegó el momento en que yo no podía prolongar la visita sin incurrir en falta de urbanidad, y me despedí. Invitome a comer la señora de Emparán para día fijo, a lo que accedí porque no podía eximirme de ello; señalome además ciertas noches de la semana en que los amigos van a jugar al tresillo y a pasar un rato en amenas charlas, y prometiendo acudir alguna vez, les expresé mis gratitudes, y él y ellas me dieron las suyas en la forma más expansiva. María Ignacia, al decirme adiós, bajó los ojos como avergonzada.

Salí de la casa de Emparán con simpatía hacia la familia, mas también con el firme propósito de oponer un inquebrantable non possumus a los planes de mi hermana. Sin duda, el dominio moral de Catalina sobre aquella gente se fundaba en algo de autoridad religiosa: los Emparanes debían de mirarla como a ser superior, que llevaba dentro el Espíritu Santo. Pero si la bendita monja se había hecho absoluta señora del corazón de la ilustre familia, no podría por ningún medio hacerme esposo de la desgraciada, de la imposible María Ignacia.