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Las vírgenes locas: 3

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Capítulo III

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Detrás de la línea de combate, en un hospital instalado en un castillo ruinoso, encontré meses después á la última virgen loca.

No la hubiese reconocido. Pasó por una avenida del parque, casi saltando, con la toca revoloteante y moviendo bajo la blanca falda el ágil compás de sus piernas enjutas. Llevaba en las manos pálidas y transparentes un paquete de ropas. Su nariz y sus orejas brillaban con una claridad de vidrio sonrosado bajo la luz del sol. Parecía un cuerpo diáfano, con la transparencia malsana de la miseria física. Toda la vida se concentraba en sus ojos.

Un médico militar que venía conmigo me confirmó su identidad.

—Es la señorita de Maxeville: una joven del gran mundo antes de la guerra.

El doctor sólo la conocía algunos meses. Había presenciado la muerte de la otra, una muerte horrible, cuyo recuerdo le estremecía aún. Se había contaminado al curar las heridas de un moribundo perdido durante tres días en el fondo de un embudo de tierra abierto por el estallido de un proyectil enorme. Su agonía duró cuarenta y ocho horas, ennegreciéndose lentamente con la expansión de la sangre envenenada, aullando entre nerviosos estertores, doblándose como un arco sobre la cabeza y los pies, que se clavaban en el lecho. Y la otra hermana se había negado á separarse de ella, abrazando el cuerpo convulsivo, besando sus ojos que no veían, su boca que sólo sabía rugir.

—¡Berta, corazón mío! ¡No te mueras!... ¡No te mueras!

Toda la vida juntas; toda la vida unidas por la orfandad necesitada de defensa, por la alegría que colorea la pobreza, por el deseo de crearse una posición antes de que terminase su juventud, ¡y verla morir ante sus ojos, entre tormentos desgarradores, sin poder salvarla, sin encontrar el medio de hacer plácidos y dulces sus últimos instantes!...

—¡Pobre muchacha!—prosiguió el médico—. Ha visto perecer como un animal rabioso á la que era toda su familia. Poco después se enteró de la muerte de cierto oficial que deseaba ser su marido. Todos en el castillo admiran su energía.

»No sé cuándo come, no sé cuándo duerme. Se la ve en todas partes, y á pesar de esto, los heridos lamentan su ausencia. «Que venga la señorita Julieta....» Es el médico moral de esta casa. En muchos casos vale más que nosotros. Ella y su pobre hermana han realizado estupendas curaciones.

Las vi con la imaginación—mientras escuchaba al doctor—yendo de sala en sala como apariciones de salud que esparcían en torno la dulce alegría de vivir. Con los oficiales se mostraban algo recelosas. Eran hombres de su mundo, y tal vez por esto los juzgaban temibles, no pasando en su intimidad más allá de una solicitud natural y grave. Al entrar en las piezas ocupadas por el populacho doloroso, se transfiguraban, animando con su regocijo el ambiente cargado de lamentos, de perfume de drogas y hedor de carnes rotas.

El recuerdo de madres y novias adquiría mayor relieve al ser evocado por sus labios. Describían los paisajes risueños del suelo natal á los enfermos ilusionados que poco después habían de morir; cantaban á media voz las canciones del terruño; encontraban con su instinto de mujeres de salón las conversaciones que más podían agradar á cada uno. La mayor había pasado una semana hablando de Ulises y la Odisea con un licenciado en letras que agonizaba lentamente, pensando en su tesis de doctor que jamás llegaría á leer en la Sorbona. Mientras tanto, Julieta escribía cartas. El rudo marinero del Finisterre, el campesino de los departamentos centrales, el obrero burlón de la ciudad, el marroquí sombrío, el negro pueril, veían abrirse ante su pensamiento bellezas desconocidas, paisajes no sospechados. La señorita blanca era la poesía, la delicada sensualidad de vivir que llegaba hasta ellos.

—¡Besa!—ordenaba Julieta presentando ante sus labios descoloridos una flor que acababa de arrancar del parque—. Un enamorado chic debe enviar estos recuerdos.

É introducía la flor en la carta escrita por ella, monumento de admiración para el firmante, orgulloso y conmovido de suscribir tales ternezas. Una hora antes de amanecer—la hora fatal en los hospitales—, cuando el día apunta y el moribundo se extingue, los estertores de agonía murmuraban siempre el mismo deseo: «Mademoiselle.... Una cualquiera de las dos señoritas.»

Y ellas, que acababan de adormecerse en el silencio de plomo que precede á la llegada de la luz, acudían corriendo para presenciar una agonía más, para animar la mano yerta con el contacto de su mano, para disimular los pasos de la muerte con sus palabras que sonaban lo mismo que monedas de oro, con sus risas que parecían vibraciones de fino cristal.