Las veladas del tropero/El hombre del facón

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El hombre del facón

Había una vez en la pampa, al sur, cuando todavía la población por aquellos pagos era escasa y la civilización poco adelantada, un gaucho muy malo, que debía muchas muertes y que era el terror de toda la comarca.

Siempre llevaba en la cintura un larguísimo facón, de cabo de plata y de hoja de acero, cortante como navaja y puntiaguda como aguja de coser; y contaban todos que con él había vertido la sangre de un sinnúmero de seres humanos, gauchos y extranjeros, policianos o trabajadores, sin que nunca hubiera todavía encontrado al hombre que le hiciera frente, si no con valor, por lo menos con suerte.

Aun peleando en son de juego, muchas veces, sin pensar, se le había ido la mano, y en medio de la inocente distracción, acostumbrada entonces entre los gauchos, de sacarse con destreza unas pocas gotas de sangre de algún tajo leve en el brazo o en el rostro, de repente había hundido entre las costillas el facón hasta la ese, matando sin remedio al que sólo había querido marcar.

Nadie sabía cuál era su nombre de pila, pero todos creían que no lo tenía, por parecer imposible que ningún santo, ni entre los de más humilde ralea, hubiera permitido que llevase el suyo semejante criminal; y todos, sin averiguar tampoco por su nombre de familia, le llamaban «el hombre del facón».

Y el hombre del facón era temido en todas partes de tal modo, que bastaba su aparición en alguna pulpería o en alguna carrera, para que muy pronto se disolviera la reunión, escurriéndose despacio cada uno para su casa, deseoso de rehuir las peleas y bochinches, inevitables donde él estaba, y que casi siempre acababan por un velorio.

No siempre se podían ir todos; pues, apenas entrado, convidaba a los presentes, y desgraciado del que se negase a aceptar; ya empezaba él a mover los ojos de terrible modo, amenazando, chocando, insultando y tomando copas y más copas, hasta que sacaba a relucir el facón, desafiando a algún infeliz que pronto le servía de pretexto para «desgraciarse» una vez más, y cuya muerte, aunque fuera sin combate, aumentaba en algo su prestigio de matón.

Su fama de gaucho malo era tal, que cuando algún niño hacía alguna picardía o lloraba muy fuerte, bastaba que la madre, enojada, gritase:

-¡Ya viene el hombre del facón! -para que se callara o disparara el muchacho, temblando de susto.

Y Manuelito, lo mismo que los demás chicos, y también que muchos grandes, tenía, sin haberlo visto jamás, un miedo cerval al hombre del facón.

Una tarde que estaba cuidando en el campo la majada, vio venir derechito a él, saliendo de la pulpería, a un gaucho que, por las señas -pues llevaba a la cintura un gran facón-, adivinó que debía ser el hombre famoso aquel. De buenas ganas hubiera abandonado la majada, a pesar de las recomendaciones paternas, por estar ella en plena parición, pero no pudo; quedó como paralizado por el terror. Y el hombre del facón se venía acercando, muy despacio, por suerte.

El muchacho lo estaba mirando de lejos, con los ojos redondos de miedo, creyendo llegada su última hora, cuando de repente se vio rodeado por los geniecitos de la pradera. Eran muchos, y en un minuto se treparon en el caballo de Manuelito, saludándolo gentilmente, acariciándolo con flores, dándole, entre sonrisas afables consejos para el buen cuidado de su majada y la buena preparación de su parejero. Eran muy amigos con Manuelito porque éste siempre trataba bien a los animales, y por esto lo querían mucho, ayudándolo en todo, divulgándole los secretos de su madre la naturaleza, enseñándole poco a poco esas mil cositas, indiferentes, al parecer, o inútiles, pero que sin embargo constituyen la ciencia del pastor, establecen y conservan su dominio sobre las haciendas y le permiten contrarrestar, siquiera en parte, los males y las plagas que nunca dejan de perseguirlo.

Ya se sintió confortado el muchacho con la presencia de sus pequeños amigos, y les contó en voz baja su inquietud, su temor, enseñándoles al hombre del facón que se venía acercando.

Los geniecitos de la pradera son pequeños seres, visibles sólo cuando quieren, lo que raras veces sucede, y únicamente para los a quienes quieren, que son pocos. Su poder consiste en que son muchos, muy vivos, muy activos, muy traviesos, y dispuestos siempre para la chacota. Cuando vieron al hombre del facón -pues era él, nomás-, al momento se dieron cuenta de que venía completamente ebrio. Andaba al tranco, bamboleándose, y con una guitarra en la mano. Los geniecitos, en el acto, organizaron la función.

No se puede decir que de veras aparecieron, vestidos de policianos, bien armados y montados en buenos caballos, pues nadie los vio así más que el mismo hombre del facón y Manuelito; pero ambos, después, así lo contaron, y fuera de algunos detalles que al gaucho le incomodaban y que por esto calló, o modificó, ambos lo contaron del mismo modo.

Aseguró Manuelito -y a él se le podía creer, porque no era muchacho embustero-, que al ver por delante una gran partida de policía, el hombre del facón casi recuperó su sangre fría. Acostumbrado como estaba a poner en fuga a los milicos con sólo desenvainar la famosa daga, se fue sobre ellos con ella en una mano y la guitarra en la otra.

El desbande fue todavía más rápido que de costumbre, pues de repente el gaucho se encontró con que nadie le hacía frente; sujetó entonces el caballo, blandió el facón y la guitarra y haciendo, de un espolazo, revolear el mancarrón, cuyos movimientos seguía su cuerpo flexible, ablandado por la borrachera, como si hubiera sido una bolsa de estopa, empezó a insultar a gritos «a esos maulas que siempre disparaban».

Y todavía gritaba cuando volvieron, de repente, ¿quién sabe por dónde?, y sintió el hombre del facón que un policiano le quitaba la guitarra y otro la daga. Otro le volteó el sombrero, otro le rajó el saco; entre dos o tres le quitaron las botas, le desgarraron el chiripá y el poncho, y después de pegarle, entre risas, una paliza jefe con la guitarra y el facón, lo dejaron, molido, asustado, atontado. Quedo así un rato largo, hasta que apeándose, alzó del suelo su sombrero hecho trizas, los pedazos de la guitarra y su facón todo enclenque, con la empuñadura medio despegada, la hoja torcida y mellada; de las botas no pudo encontrar más que una, el rebenque se le habían perdido, y para colmo de vergüenza, le habían tusado la cola al flete, ¡estando él encima!

Casi lloró, ese día, el hombre del facón. Trató de volver a envainar el arma, pero estaba tan torcida la hoja, que no pudo, y cuando llegó a su rancho, llevándola en la mano como cirio de funeral, al ver la facha con que volvía, no pudieron contener la risa los mismos hijos de él.

-Pero, ¿qué policía sería ésa? -repetía sin cesar, en un lamento.

Los geniecitos, después de reírse mucho con Manuelito de lo que acababan de hacer, regalaron al muchacho un cuchillito pequeño, lindísimo para señalar corderos, y lo dejaron cuidar su majada, después de asegurarle que con esa arma no debía tenerle miedo a nadie y menos al hombre del facón, que, al fin y al cabo, no era más que un cobarde y un tonto, engreído por haber peleado siempre con gente floja o débil.

A pesar de la risueña lección así recibida, no pasaron muchos días sin que el gaucho malo fomentase otro bochinche en la pulpería. Había elegido por su víctima a un puestero de una estancia vecina, buen hombre, padre de familia, incapaz de buscar camorra a nadie. Lo había primero fastidiado con indirectas groseras, después lo había insultado de veras, y viendo que no lo podía hacer salir de quicio, ya lo estaba amenazando, acariciando el puño del facón, pronto a desenvainar.

Manuelito estaba ahí; había venido a buscar los vicios para la familia, y lo estaban despachando. Cuando oyó los gritos del hombre del facón, lo miró con la mera curiosidad de saber lo que iba a suceder, pero sin inquietud, por haberle asegurado los geniecitos de que ya no debía, con su cuchillo, temer a nadie.

Al ver que el gaucho iba a sacar el arma para herir al puestero, también pensó -inspirado sin duda por una vocecita conocida que le susurró algo al oído-, que muy bien lo podría atajar; y colocándose resuelto, con el cuchillito en la mano, frente al hombre del facón, le gritó:

-Deje usted de molestar aquí a la gente, ¡hombre fastidioso!, ¡compadrón!

Todos los presentes se quedaron admirados del valor, más bien dicho, de la imprudencia del niño, y algunos lo quisieron detener, temerosos de que, en su enojo, el matrero lo matase. Pero más admirado que todos quedó el hombre del facón; no fue cólera lo que más sintió, ni desdén tampoco, sino más bien, al contrario, una especie de respeto para el pequeño adversario que le mandaba la suerte. Asimismo, no le permitía su fama de guapo dejarse insultar impunemente.

-Quítate de ahí, mocoso -gritó-, para que no te castigue.

Y se adelantó hacia él con el rebenque levantado.

-¿Lo encontraste? -le preguntó el muchacho, con aire socarrón-, ¿o compraste otro? ¿Y la daga?, ¿quién te la enderezó?

El gaucho se paró, atónito; pues creía que sólo él, en el pago, podía saber lo que le habían pasado con la famosa partida de policía, días antes. Borracho, como andaba, aquel día, no se había fijado en Manuelito, y quedó confuso al oír sus palabras irónicas. Pero pronto, de la confusión pasó al enojo, y ciego de ira, sacó el facón de la cintura y se quiso abalanzar sobre el muchacho. Los presentes, demasiado cobardes para interponerse, creyeron, a pesar del valor que demostraba el chiquilín, que iba a ser éste el combate del tigre con el cordero.

El hombre del facón primero le quiso pegar un planazo en la cabeza, pero con sólo levantar la mano armada del cuchillito, Manuelito rechazó la daga con tanta fuerza, que tuvo que recular de un paso su agresor, y cuando éste volvió con el arma de punta para atravesarle el pecho, el cuchillito del muchacho se alargó solo de tal manera, que la punta entró en el brazo del matrero. Sintió el pinchazo y se hubiera vuelto furioso, si su prudencia instintiva y salvadora no le hubiera hecho adivinar en Manuelito un adversario temible: no se daba bien cuenta de cómo, con un arma tan corta, lo había podido alcanzar, pero justamente por esto, no se atrevía a acercársele mucho. Se hizo entonces el que lo tomaba todo a risa, y retirándose algo, para envainar el facón:

-Corajudo había sido el gallito -dijo.

-Como gallina había sido el gallo viejo -contestó el muchacho.

Sin querer haberlo oído, agregó el otro:

-Cosa de creer que es hijo mío.

-Cuando las gamas paran leones -replicó Manuelito.

Y quedó calladito el hombre del facón, mascando su vergüenza, hasta que como si quisiera tomar el fresco, se deslizó hasta el patio, despacito, y sin ruido, montó en su caballo y se mandó mudar.

Todos, ya que lo vieron irse, rodearon a Manuelito y le preguntaron qué le había querido decir al hablarle del rebenque perdido y de la daga torcida; y el muchacho les contó lo de la partida de policía, sin divulgar, por supuesto, quiénes habían sido los policianos. El cuento pronto corrió, y casi sufrió un eclipse total el prestigio del hombre del facón.

Al saber que había sido apaleado por los milicos y que un muchacho se había atrevido a desafiarlo, ya nadie le tuvo miedo y cualquiera se creyó capaz de ponerlo a raya. En esto se apuraban quizá mucho, pues sucedió que una comisión de policía, habiéndolo querido prender, el hombre del facón mató a un soldado y puso a los demás en precipitada fuga, recuperando él, por lo tanto, parte de su fama.

Para recuperarla toda, pensó en deshacerse de una vez de Manuelito, el único que, cuando empezaba a pasarse y a ponerse chocante con la gente, lo supiera llamar a sosiego. Y siempre, en esos casos, encontraba por delante al muchacho, avisado de antemano por los geniecitos de la pradera.

Varias veces trató de herir al muchacho con el facón, pero recibió otros tantos tajos, y, ¡cosa rara!, los tajos iban haciéndose cada vez mayores, cada vez más visibles y más peligrosos. Ya llevaba en la cara dos o tres de los buenos, que lo habían puesto bastante feo, y seguramente, si porfiase, iba todo esto a acabar mal, como se lo había dejado entender Manuelito.

-¿Cómo diablos hará esa criatura para cortarme con su cuchillito cuando le tengo en el mismo pecho la punta de mi facón? -se preguntaba el matrero; y de rabia, quiso probar otra vez la suerte. Lo provocó al muchacho y se le cuadró en el mismo medio de una cancha de bochas, en piso firme y parejo; no había querido, ese día, tomar más que dos o tres copas de ginebra como para sólo puntearse un poco y avivar sus fuerzas y sus vivezas de gaucho peleador.

Manuelito no se hizo de rogar y se le puso de frente, con el cuchillo en la mano. El hombre del facón, de chiripá de paño y de blusa negra, se había arrollado el poncho en el brazo izquierdo; había levantado bien el ala del chambergo, y con la daga en la mano, culebreando el cuerpo y centelleándole los ojos, buscaba ya el sitio propicio para pegarle al muchacho la puñalada mortal que debía por fin quitar de su camino ese ridículo estorbo.

Manuelito, sereno, risueño, con la boina echada un poco atrás, bien plantado en sus alpargatas, de chiripá de algodón y de camiseta, sin poncho en el brazo, lo miraba al gaucho, esperando el envite. Fue tremenda la embestida: vino como relámpago, viboreando la hoja del facón y reluciendo, pero el chiquilín la evitó con un quite rápido: se echó a un lado, y acercándose al gaucho mientras se enderezaba, le alargó en el mismo segundo un puntazo que a través de los dobleces del poncho, hecho una espumadera, le pinchó fuerte el brazo, y un revés que le tajeó la mejilla izquierda.

No se quiso todavía dar por vencido el hombre del facón; volvió sobre el muchacho con la daga en ristre, y después de unas cuantas fintas, extendió el brazo en inflexible rigidez, echándose adelante para agregar a la fuerza del golpe todo el peso de su cuerpo. Manuelito no reculó, contentándose con presentar al agresor la punta de su arma; y la hoja del cuchillito, estirándose como pescuezo de mirasol, vino a herir al matrero en el mismo medio del pecho.

El tajo no era mortal, pero sí sugestivo, pues un centímetro más y no hubiera contado el cuento el que lo recibió. El hombre del facón cayó desmayado, perdiendo mucha sangre, lo llevaron adentro y quedó en asistencia más de un mes, durante el cual pensó mucho en Manuelito y en el cuchillito tan raro con el cual casi lo había muerto. Se levantó bien curado de la herida y casi también de su maña vieja de querer matar a todos.

Cualquier cuchillito ahora le infundía respeto, pues siempre creía que iba a verlo alargarse, sobre todo que, por una casualidad singular, cada vez que le daba por pasarse con la gente y por amenazar a alguno, siempre le sucedía algún contraste que lo obligaba a dejar en la vaina el facón. O se le volaba el sombrero, en el mejor momento, o se le iba del palenque el caballo ensillado, o se le desprendía el tirador o el chiripá, de modo que quedaba imposibilitado por un rato para pelear, y mientras tanto se le pasaba el arrebato.

Manuelito ya no necesitaba salir a su encuentro; su recuerdo bastaba para conservarlo manso al gaucho.

Una vez, y fue la última, éste sacó la daga para acometer a un hombre indefenso. Manuelito, justamente, llegaba a la pulpería. En un abrir y cerrar de ojos estuvo encima del agresor; cuando éste lo vio armado del cuchillito, retrocedió tan ligero que fue a dar con el cerco, donde la punta de un alambre cortado le rajó el chiripá y le lastimó las carnes. Al sentirse herido, se dejó caer al suelo, y llorando como un niño, imploró el perdón de Manuelito. Éste se contentó con quitarle el facón, y quebrándoselo en dos pedazos, dijo:

-Toma, que todavía te alcanza para cuchillo.

Desde entonces, se volvió humilde y manso el hombre del facón, tan manso, tan humilde, que cuando las madres dicen a sus hijos, para asustarlos: «¡Ya viene el hombre del facón!», se ríen los muchachos, y en vez de disparar, se golpean la boca.