Las veladas del tropero/El poncho de vicuña
El poncho de vicuña
Un gaucho muy viejo y muy pobre, viendo aproximarse el fin de sus días, llamó a sus tres hijos y les dijo:
-Me queda poco tiempo que vivir; como no tengo más que ese poncho de vicuña que sea de algún valor, quiero que pertenezca después de mi muerte al que lo haya sabido utilizar mejor. Saldrán ustedes por turno, llevándoselo; irán lo más lejos que puedan por el campo, y después de una semana justita cada uno, volverán y me contarán en detalle lo que hayan hecho.
Jacinto, el mayor, hombre ya de treinta años, un perdido que se había pasado toda la vida matrereando por todas partes, salió, al día siguiente, a las tres de la tarde, con caballo de tiro, el poncho de vicuña terciado en el brazo y rumbeó al poniente.
No se daba muy buena cuenta de lo que había querido decir el viejo al hablar de «utilizar» la manta de vicuña, pero poco costaba probar y, como por otra parte, la manta era de precio, y con ella puesta era fácil darse corte, iba con la idea de lucirse en algunas reuniones, hasta acabar los pesitos que llevaba, y después volver a casa.
Siendo el día muy templado, no se puso el poncho sino a la oración, cuando empezó a refrescar, y poco después llegaba a un rancho donde pensaba pedir licencia para hacer noche. Llamó al palenque; contestó una voz y salió a la puerta una mujer. El gaucho le pidió permiso para desensillar, y como esperaba la contestación para apearse, vio que la mujer, asombrada primero, espantada después, temblando se dirigía hacia su marido, ocupado en el patio en componer un apero. Vino éste, miró hacia el palenque, y con un gesto de fastidio, exclamó:
-Pero mujer zonza, ¡si no hay nadie!
-¿Cómo nadie? -dijo entonces en voz alta Jacinto.
Y al oírle empezó a temblar el marido, teniendo fuerzas para preguntar:
-¿Quién habla?
El gaucho, sospechando que algo pasaba que no se podía explicar, les dijo:
-Pero, ¿no me ven ustedes? -y la contestación, después de corta vacilación, fue la disparada rápida del matrimonio, y su desaparición en el rancho cuya puerta se cerró con estrépito.
Quedó Jacinto vacilando por largo rato; y quitándose el poncho para cerciorarse de lo que sospechaba, llamo otra vez. La puerta del rancho se entreabrió despacio, y con el susto todavía pintado en la cara, le dio el dueño de casa las buenas tardes. Jacinto, sin bajarse, le pidió un jarro de agua, y mientras se lo iba a buscar el otro, rápidamente se volvió a poner el poncho. En este mismo momento, el puestero, siempre desconfiado, se daba vuelta para mirarlo, y seguramente vio algo estupendo, pues tiró el jarro al suelo y el balde en el pozo, y de un salto se encerró y se atrancó en el rancho.
Jacinto se alejó, sabiendo ya que el poncho de vicuña era prenda de inestimable valor, pues al ponérselo en los hombros, quedaba uno invisible.
Para probar mejor y de un modo más práctico su virtud, se fue de un galope hasta la pulpería próxima, donde todavía había mucha gente, y sin quitárselo entró en el despacho. Fue como si no hubiera entrado nadie; pues ninguno le hizo caso, ni lo miró, ni le habló. Por la puerta interior pasó hasta el mostrador, vació el cajón, llenándose el tirador con el dinero en presencia del patrón y de los mozos que ni siquiera se movieron; y, sin que un perro ladrara ni lo detuviera nadie, volvió al palenque, desató su caballo y se fue al tranco.
Y empezó a dar rienda suelta a sus malos instintos hasta entonces sofrenados por el temor al castigo. Pareciéndole asegurada la más completa impunidad, se volvió Jacinto terrible azote para toda la comarca.
Robó de puro gusto, sin necesidad; mató familias enteras con el único objeto de burlarse de los desesperados esfuerzos de la policía para dar con los asesinos. Amanecían quemadas en una sola noche tres o cuatro casas en la vecindad, quedando los negociantes arruinados y las familias sin hogar; el estanciero encontraba en los galpones muertos sus animales más finos, desjarretado su mejor toro, malamente herido algún parejero de valor.
Todos acudían a la policía, acusándola de negligencia y hasta de complicidad. Contaban horrores de lo que pasaba, refinamientos de crueldad hacia cristianos y animales, como si una bandada de tigres se estuviera cebando en esos pagos.
Y, todo, sin que nadie pudiera dar el dato más vago sobre la filiación de alguno de los bandidos que tantas tropelías cometían, ni siquiera el menor indicio que pudiera facilitar en algo las indagaciones.
Uno solo pudo decir algo; fue el puestero a quien Jacinto una tarde había pedido un jarro de agua, desapareciendo súbitamente de su vista, al ponerse en los hombros un poncho de vicuña que llevaba en el brazo. Pero, por supuesto, al oír el cuento todos se echaron a reír y lo trataron de loco.
Pasaron algunos días, un siglo para los vecinos aterrorizados, sucediéndose las desgracias repentinas como en tiempo de las más sangrientas guerras, llenándose la campaña de ruinas y de lutos.
Por suerte, ya tocaban a su fin las hazañas del extraño malhechor.
Estando por vencer el término fijado por el padre para la vuelta, pensó Jacinto que mucho más seguro sería quedarse con el poncho maravilloso que devolverlo al viejo para que lo probasen sus hermanos; y aunque tuviera la convicción de haberlo utilizado como ninguno de ellos sería seguramente capaz de hacerlo, mejor le pareció no arriesgar la parada y guardárselo.
Y el mismo día en que hubiera debido volver a casa del padre, se fue con la manta puesta a una gran pulpería, donde siempre se solía juntar mucha gente, quedándose allí sin que nadie lo viera, en espera del momento en que sin peligro, podría renovar su provisión de pesos.
Iban a dar las tres, hora en que había salido con el poncho, una semana antes, y el juego estaba en su apogeo, cuando entró el puestero que lo había visto desaparecer de tan misteriosa suerte, al ponerse la manta.
Jacinto, al ver a este hombre, el único que pudiera conocerlo si se le antojara quitarse el poncho y volverse visible, sintió irresistible deseo de deshacerse de él, y abalanzándose, cuchillo en mano, le tiró un terrible puntazo. Por suerte, el puestero, interpelado en ese mismo momento por un amigo, se daba vuelta, de modo que sólo recibió la puñalada en el brazo. Gritó, al sentirse herido; al mismo tiempo, daban las tres, y Jacinto no pudo renovar la embestida, embargados que fueron sus movimientos en los pliegues del poncho, arrancado con violencia inaudita de sus hombros por una mano invisible, sin que lo pudiera detener más que un ratito; pero este rato fue lo suficiente para que la concurrencia viese desaparecer por los aires la prenda maravillosa; y quedó él, azorado, a la vista de todos, con el cuchillo ensangrentado en la mano, sin fuerza para usarlo.
El puestero herido ya lo había conocido y denunciado en un grito de terror; y todos bien convencidos esta vez de que el pobre no era loco, y de que tenían por fin agarrado al tigre asolador de la comarca, lo mataron a puñaladas.
Mientras la historia del poncho de vicuña se difundía con mil comentarios en toda la campaña, la prenda mágica había vuelto sola a manos de su dueño. El viejo comprendió que su hijo mayor había malogrado su suerte y dejándose de quejas inútiles y de advertencias contraproducentes, entregó la manta a su segundo hijo, Honorio.
Éste salió, ignorando, lo mismo que Jacinto, la virtud del poncho de vicuña; pero lo mismo que él, pronto pudo conocerla por la observación de algunos detalles que le llamaron la atención. Había salido con tropilla, llevando el poncho en el brazo, y los animales iban perfectamente arreados. Cuando refrescó, se puso el poncho y la tropilla empezó a darle mucho trabajo, pues era como si los caballos no le hubieran hecho caso. Dejando maneada la yegua y la tropilla arrollada, se dirigió hasta una casa de negocio situada como a diez cuadras; y por el camino se fijó en que los teruteros, aunque casi los pisase, no se levantaban, ni le gritaban; que de una majada que estaba allí paciendo, no se movió ni una sola oveja cuando pasó, y que ni los mismos perros le hacían caso pues ni uno de ellos ladró cuando llegó.
Algo sorprendido, se apeó en el palenque y ató el caballo, mezclándose con la gente que allí estaba.
Había varios conocidos de él; pero vio que ninguno lo miraba, ni le hablaba, lo que le pareció por demás singular. Empezó a sospechar que la manta de vicuña, celosamente conservada por su padre, tendría alguna virtud desconocida, y saliendo al patio, se la quitó, para ver. Los perros, en el acto, empezaron a ladrar; dos o tres gauchos miraron quién llegaba; uno de ellos lo conoció y lo saludó, y todas estas circunstancias casi le quitaron las dudas que aún le quedaban sobre el valor de la prenda.
Para quedar del todo seguro de la suerte que le había tocado, aprovechó un momento en que nadie lo miraba para volverse a poner el poncho; y aproximándose a un grupo de gauchos que jugaban a la taba, perfectamente conoció que ninguno de ellos lo veía; a tal punto que, colocándose por detrás del que iba a tirar y que estaba haciendo saltar al aire la taba, se la cazó de un manotón; se quedaron todos asombrados, y si la buscaron en el suelo, fue sólo con la esperanza de convencerse, encontrándola, de que no eran víctimas de una brujería.
Honorio quedó quizá tan asombrado como los demás, pero loco de contento al pensar en el inmenso poder que le había caído en suerte.
Buen muchacho, pero de poco alcance, no pensó por supuesto, ni por un momento, sino en el provecho propio que de él podía sacar.
No tenía, por suerte, los instintos perversos de su hermano Jacinto, ni pensó en crímenes, pues no era de los a quienes el poder vuelve tiranos, pero tampoco, pensó en hacer bien a nadie más que a sí mismo. Era haragán y vividor, y aprovechó la ocasión para vivir bien y de arriba; para él hubo ya siempre y en todas partes buenas camas y abundante comida, cigarros finos y copas de lo mejor. Penetraba en cualquier casa como en la propia, tomaba lo que quería y se mandaba mudar sin que nadie lo pudiera ver. No abusaba, por lo demás, porque no era malo, contentándose con quitar a algún rico algo de lo que le sobraba, sin perjudicar nunca a la gente pobre.
En ocho días se puso gordo; pero cuando se trató de cumplir con lo prometido y de volver a la casa paterna para entregar a su dueño el poncho de vicuña, no se pudo conformar. Dejó pasar medio día, vacilando; y en el mismo momento en que ya tomaba la resolución de guardárselo, y de mandarse mudar con él, una fuerza irresistible se lo arrancó tan violentamente, que su caballo se encabritó, mientras que caía en el suelo su sombrero y casi se caía él también. Por suerte, andaba solo por el campo en aquel momento y nadie lo vio, pero quedó muy desconsolado.
Tuvo que trabajar, el pobre, para comer; adiós vida fácil y sin riesgo, a costillas ajenas; adiós los cigarros de a veinte y las copas de lo mejor, de arriba; y sin el recurso siquiera de ir a descansar por temporadas a la casa del viejo, ante quien ya no hubiera tenido la osadía de presentarse, se tuvo que conchabar de peón en una estancia.
El viejo quedó bastante triste, al ver volver a su poder el poncho de vicuña sin que se lo trajese nadie. Comprendió que tampoco era digno de llevar semejante prenda su segundo hijo, y llamando al último, Ignacio, muchacho de veinte años, se la entregó, recomendándole bien de hacer de ella un uso prudente, y de traérsela otra vez a los ocho días.
El joven se fue con el montado únicamente; iba sin entusiasmo, nada más que para hacerle el gusto al padre, quien, a pesar de quedarse solo y enfermo así se lo ordenaba.
Más que recelo, temor experimentaba, al ver confiado a sus manos este poncho de vicuña que sus hermanos habían llevado, uno tras otro, y que había vuelto misteriosamente al poder de su dueño, sin que ninguno de ellos se lo hubiera traído. ¿Qué secreto, qué virtud -trágica quizá-, encerraría en sus pliegues? ¿Habrían muerto ellos? ¿Por qué, de qué modo habían desaparecido?
Era tarde cuando salió, y la noche lo agarró a poca distancia de la casa paterna. Sintiéndose sin ganas de comer, ni menos de conversar con nadie, tendió su recado entre dos cortaderas altas que le brindaron a la vez colchón blando y confortable reparo, y envolviéndose en la manta se acostó.
No podía conciliar el sueño, preocupado como estaba, y mirando las estrellas pestañear y escuchando las mil voces nocturnas de la pampa, pensaba en los peligros que quizá le valdría la posesión de la temible prenda.
La noche se había vuelto muy obscura, cuando de repente oyó un rumor de arreo que se iba acercando al sitio donde había tendido la cama. Lo que en seguida extrañó era que parecía venir el arreo sin ese clamoreo peculiar que siempre, siquiera a ratos, tiene que acompañar la marcha de los animales para avivarla, enderezar algún porfiado, o apurar un rezagado, y hace que los habitantes de los ranchos cercanos, entretenidos en tomar mate, mientras chisporrotea el asado, enderecen las caras iluminadas por la llama rojiza del fogón, y digan, estirando los pescuezos:
-Está pasando una tropa.
La tropa que estaba viniendo, apurada sin ruido de voces, sólo hacía retumbar el suelo con su pisoteo. Sintió Ignacio que pasaba cerquita de él; que eran ovejas, unas quinientas, más o menos, por el bulto, y que los tres hombres que las arreaban, dejándolas resollar un momento, se apeaban a un metro apenas de donde estaba él acostado. Extrañaba que no les hubiera llamado la atención la presencia de su caballo, atado entre las pajas, y sintió bastante inquietud al verse tan cerca de tres desconocidos, de ocupación tan sospechosa.
Pronto su inquietud aumentó al oír la conversación de estos hombres.
-Vamos bien -dijo uno-; antes de que aclare estaremos en mi campo.
Ignacio quedo frío al conocer esta voz por la de un estanciero que gozaba de consideración y en casa de quien él había trabajado muchas veces.
-¿De qué te ríes, Antonio? -agregó.
-De la cara de don Salustiano, cuando vea que le faltan una punta de animales -contestó Antonio.
Ignacio prestó mayor atención todavía: Antonio era conocido suyo, y don Salustiano era muy querido de su padre, por deberle éste mil servicios, se prometió probarle en esta ocasión su gratitud, pero, al mismo tiempo, aunque no fuera cobarde, temblaba de caer en manos de los tres bandidos que tan cerca de él estaban que casi lo tocaban, y que, seguramente, de conocer su presencia, no lo dejan con vida.
En este mismo momento, uno de ellos, de repente, prendió un fósforo y encendió un cigarro, permitiendo esta luz viva ver a los cuatro, tan juntos que cualquiera hubiera podido creer que juntos estuviesen conversando, los tres bandidos y el joven.
Éste, primero se creyó perdido, pero no se movió y los miraba ardientemente, extrañando sobremanera que ninguno de ellos fijase en él la vista.
Y habiendo relucido otro fósforo, con el mismo resultado, empezó a sentirse como protegido de algún modo sobrenatural.
Aprovechando la obscuridad, se puso de pie, despacio, con el cuchillo en la mano y esperó. Seguían ellos conversando y fumando, y otro fósforo crepitó. Estaba él en plena luz y asimismo se dio cuenta de que ninguno de ellos, aunque vueltos los tres hacia él, lo podía ver. Cruzó entonces por su mente la maravillosa verdad de que la manta puesta sobre sus hombros lo hacía invisible, y para comprobarlo, dispuesto, si no fuera cierto, a cualquier trance, tosió fuerte y, a su vez, prendió un fósforo.
Y esto bastó para que en menos de un segundo, de los tres cómplices no quedase ni rastro. ¡Volaron!, dejando ahí no más las ovejas, más asustados que si esa tos y ese fósforo hubieran sido un relámpago con trueno. Ignacio, tranquilamente, volvió a ensillar, y solo, despacio, haciendo revolear el poncho, arreó las ovejas hasta el campo de don Salustiano, donde llegó a la madrugada. Allí, las dejó, y sin darse a ver, se fue.
Entró en una pulpería, con la manta en el brazo, y después de un frugal almuerzo, se fue a dormir la siesta bajo los árboles, bien envuelto en su poncho, para que lo dejaran tranquilo.
Lo despertó el ruido de una reyerta, y sin quitarse el poncho, para que no lo pudieran ver, se acercó a los que estaban peleando. Un gaucho, a quien todos conocían por malo, armado de un facón de una vara de largo, apuraba a un infeliz, ebrio, incapaz, en ese estado, de defenderse con el cuchillo relativamente corto que llevaba. El gaucho malo estaba jugando con él, como el gato con una laucha, y ya le iba a dar el golpe fatal, sin que ninguno de los que le formaban rueda se atreviera a interponerse, cuando, con el ruido seco de un golpe, saltó por el aire el facón medio quebrado, yendo a caer en una pipa de agua de lluvia, puesta de aljibe en la esquina de la casa.
La figura del matón tan lindamente desarmado no se puede describir. Su contrario, sin pedir más, se fue, bamboleando, a esconder, pero los otros gauchos allí presentes no pudieron contener la risa, mientras el matrero, con mil esfuerzos, pescaba en la pipa al compañero de sus cobardes hazañas. Y entre las risas sonaba como campana alegre una carcajada juvenil que parecía salir a la vez de todas partes y de ninguna. Enfurecido, el gaucho, habiendo recuperado su facón, quiso vengarse de las burlas que se le hacían y se abalanzó sobre el que le pareció más débil y flojo. Pero, sin que nadie viera quién los daba, retumbaron en este momento, en sus espaldas, unos rebencazos tan bien aplicados, que, soltando el arma, se fue a guarecer en la cocina, como si lloviera.
Aseguran que fue la última vez que sacó a relucir la daga y que, en las reuniones, no hubo, desde entonces, gaucho más manso.
Ese mismo día, Ignacio, al ver que un jugador usaba taba cargada, se la cambió por otra, cargada al revés, sin que lo pudiera sospechar, aprovechando para ello una parada más fuerte, ella sola, que todas las anteriores juntas; y pudo gozar a su gusto del enojo del ladrón robado.
Y empezó a comprender que el poderoso, con sólo quererlo, puede deshacer muchos entuertos y producir muchos bienes.
Un día, pasó por un pueblo, parándose en varias casas de negocio, y tanto oyó hablar de las autoridades, que pensó que si fuera cierto la mitad de lo que se decía de ellas, podrían ir a parar todas, con gran ventaja para el vecindario, a la penitenciaria. Fue, con el poncho puesto, a dar un paseo por las oficinas; y pudo ver al comisario dando orden de traerle preso, porque sí, a un gaucho que cuidaba demasiado de cierta hacienda que le habían confiado y que codiciaba el juez de paz. Éste se ocupaba en preparar una guía que permitiera a su gente llevar sin peligro a otra parte esta misma hacienda. El intendente estaba preparando de antemano la lista de los conscriptos que debían salir «sorteados» el domingo siguiente, y el recaudador redactaba oficios amenazadores, imponiendo multas tremendas e injustas a los contribuyentes sin defensa; y del más pequeño al más encumbrado de estos encargados del bien público, no había uno solo que no estuviera empeñado en robar dinero o hacienda, en falsear votos, en falsificar documentos, en abusar de su autoridad, en cometer, por fin, y con perfecta inconsciencia, por lo demás, los delitos más viles.
Se divirtió Ignacio en descomponerles los planes, haciéndoles mil diabluras. La policía, de repente, quedo a pie, con todos los caballos perdidos, robados o mancos. El juez de paz, inducido en error por un aviso misterioso, fue a caer con una hacienda robada en una celada, que le valió un escándalo terrible, y quedó el hombre arruinado por lo que tuvo que pagar.
De la caja del recaudador desapareció el importe de las multas mal cobradas, recuperándolo -nunca supieron cómo- los perjudicados; y las listas de sorteados del intendente se perdieron en el mismo momento del sorteo.
Y tantas cosas por el estilo pasaron, que ya, ni por plata, se hubiera atrevido un empleado a faltar a su deber, ni que se lo hubiera ordenado un superior.
Cuando, a los ocho días, con el sentimiento de dejar todavía mucho malo por enderezar, mucho bien por hacer, volvió a la casa paterna, él, que tan bien había sabido utilizar el poncho de vicuña, no traía plata, ni había engordado; pero encontró suficiente recompensa en la bendición que le dio su padre.
Y juntos, resolvieron quemar el poncho de vicuña, pensando que las tinieblas siempre más fomentan el crimen que la virtud, y que el bien no debe tener recelo a la luz del día.