Las veladas del tropero/La estancia del dormilón
La estancia del dormilón
Era en 1867. Por la segunda vez, el cólera hacía estragos en la pampa. Familias enteras desaparecían presa de la epidemia, siendo el incendio de sus ranchos, quemados por algún vecino, entre caritativo y miedoso, las únicas honras fúnebres que se atrevieran a darles; y quedaba la llanura sembrada de taperas carbonizadas, lóbregos espantajos cuidadosamente evitados por la gente despavorida.
Don Aristóbulo Peñalosa, modesto estanciero del Sur, establecido en tres leguas de campo de su propiedad, allí vivía con su pequeña familia, compuesta de su mujer y de dos criaturas, cuidando su hacienda, poco numerosa por ser los campos todavía sin pisoteo y de pasto duro, pero suficiente para pasarlo bien sin mucho trabajo, en aquellos tiempos de vida patriarcal y sin codicia.
Era feliz el hombre, cuando la suerte cruel, en pocas horas, le arrebató a las dos criaturas, y la madre, contagiada, dos días después, las siguió, dejando a don Aristóbulo solo, desamparado, tan agobiado por el dolor que no deseaba en esos momentos otra cosa que caer pronto, él también, víctima de la despiadada enfermedad.
Pero ni remotamente sufrió de ella síntoma alguno, y después de haber rendido a los seres queridos, que para siempre lo habían abandonado, los últimos deberes, triste, desconsolado, los ojos hinchados de tanto llorar, muerto de cansancio moral y físico, por las vigilias y el horrible trabajo postrero, se sentó al pie de un pequeño ombú, plantado por él hacía tres años al lado de su rancho, y vencido por tan repetidas emociones se durmió.
Algunos vecinos, al cruzar el campo, el día siguiente, se dieron cuenta de que nadie cuidaba ni repuntaba las haciendas de don Aristóbulo. La majada se había retirado mucho de las casas y bien se veía por el tamaño de las panzas y la cantidad de ovejas echadas, que habían quedado comiendo toda la noche; las vacas estaban casi en la orilla del campo, sin que nadie recorriese la línea para repuntarlas, y hasta la misma tropilla favorita de don Aristóbulo andaba como perdida por el cañadón, lejos de la estancia.
Don Aristóbulo era muy querido, y se empezaron todos a interesar por él y por lo que le podía haber sucedido. Fueron de a dos, de a tres, los más valientes, a ver lo que por allí pasaba. En el palenque dormía, ensillado, el moro, el preferido de don Aristóbulo. Llamaron; nadie contestó, pero viendo al mismo dueño de casa recostado al pie del ombú, se le acercaron.
Dormía profundamente; en sueño tranquilo, reparador de exhaustas fuerzas. Lo dejaron, ¿para qué despertarlo?, y les bastó, por lo demás, una ojeada para comprender que el rancho había quedado vacío de sus demás huéspedes; que debajo de aquella tierra removida descansaban ellos, y que don Aristóbulo quedaba solo allí.
Se fueron, no era cosa de demorar mucho tiempo, cerca de una casa apestada.
Y don Aristóbulo, sin hacer el menor movimiento, siguió durmiendo profundamente, bajo el ombú, lo mismo que en el palenque su caballo preferido.
Los mismos vecinos volvieron de vez en cuando, y viendo que siempre dormían en el palenque el moro, y al pie del ombú el amo, tomaron la costumbre de repuntarle la hacienda en la línea del campo, sin atreverse a turbar un sueño que, por lo duradero, no dejaba de parecerles algo prodigioso.
Poco a poco, la quinoa y la cicuta, el cardo y la cepa-caballo, y cien otras plantas, buenas y malas, espinosas y floridas, crecieron alrededor de la casa; semillaron y cundieron, invadiendo el patio, las zanjas y hasta el corral de las ovejas, volviéndose matorral lo que había sido desplayado, pero matorral de pastos tiernos, de gramilla y de trébol, como de tierra poblada. El palenque, con el moro atado, ensillado siempre, inmóvil y durmiendo, quedó rodeado de un verdadero fachinal; y el ombú, cada día más crecido, extendió poderosamente sus ramas verdes, como para proteger más y más el sueño siempre igual y profundo de don Aristóbulo. Las raíces del árbol hermoso sobresalían ahora del suelo como serpientes colosales arrolladas y se encontraba el hombre dormido como en verdadero sillón cavado por el peso de su mismo cuerpo.
En las dos piezas del rancho y en la cocina, las generaciones de arañas se sucedían legándose y traspasándose en paz sus telas, siempre más numerosas; y tanto los bienteveo en las ramas del ombú, como en el crucero de la roldana del pozo silencioso los horneros, habían multiplicado los nidos, en medio de una tranquilidad sin par.
Hasta los zorrinos y las comadrejas se morían allí de viejos, sin haber sabido, en su vida, lo que era ser molestados por nadie, ni por hombres ni por perros.
Es que más tiempo pasaba, desde el día en que había empezado su ininterrumpido sueño don Aristóbulo, más respeto le criaba la gente a la «Estancia del dormilón», como habían dado en llamar al establecimiento. No había vecino que no se empeñase en impedir que saliera hacienda del campo de don Aristóbulo, lo que, con el tiempo, no fue siempre cosa fácil, pues a pesar de las sequías y de las epidemias que de vez en cuando hacían hecatombes entre las vacas, las ovejas y las yeguas, ya por demás amontonadas, se habían multiplicado excesivamente. Lo que se comprende, ya que nadie podía disponer de un solo animal de esas haciendas. ¿Y quién tampoco se hubiera atrevido?
Había allí animales enormes, viejísimos, pues no podían morir sino de enfermedad o de vejez; y como nadie trabajaba la hacienda, había en la estancia una cantidad loca de machos de todas clases, y por todas partes retumbaban las lomas y los cañadones al estrépito de sus luchas, golpes, coces y topadas, bramidos y relinchos.
A más de un cuatrero le estaban haciendo cosquillas las boleadoras y el lazo, al mirar por el campo, desde la orilla, tanto bagual y tanto toro. ¡Qué pingos, y qué huascas, y qué matambres estaban allí comiendo pasto!... al ñudo. Tentadora, la cosa, pero ¿quién se atreve?... En su sueño, debe ver muchas cosas ese dormilón sospechoso.
Créese asimismo que dos gauchos, una noche, penetraron en el campo a matrerear; bandidos conocidos eran y gente guapa, peleadores sin hiel y carneadores avezados, de noches oscuras. Pero nunca se volvió a saber de ellos. Hubo, toda la noche, mucha bulla en la hacienda, correrías y balidos, cosa de creer que andaban ánimas por el campo y que toda la hacienda se había vuelto loca, pero nada más; todo, a la madrugada, se había sosegado. Si fue drama, fue como en el mar: hundido el bajel, se apaciguan las olas, y ¡santas pascuas!
También hubo un juez de paz -son muy diablos-, quien en 1897, treinta años desde que se había dormido de tan peculiar modo don Aristóbulo Peñalosa, quiso probarle las costillas al campito aquél y a sus haciendas.
Las tres leguas del «dormilón», al volverse según el lenguaje entonces adoptado, ocho mil hectáreas, habían tomado mucho valor; lo mismo que las haciendas, a pesar de haberse quedado éstas completamente criollas; y se relamía el juez al pensar que con algunos trámites bien dados, y convenientemente engrasados los ejes, podría muy bien, algún día, verse dueño del establecimiento: campo y hacienda.
Empezaron los trabajos. Mientras anduvo todo por las oficinas, no hubo tropiezo. Pero cuando después de conseguir del tribunal de primera instancia un oficio en forma para intervenir en la estancia codiciada, se requirió para el objeto la ayuda de la policía, hubo entre los milicos unanimidad para tratar de echarse atrás. Fue necesario prometer gratificaciones extraordinarias para que tres de ellos, los más guapos, acompañaran al juez; y eso que con ellos iban, armados hasta los dientes, media docena de civiles, amigos del interesado, incitados por la codicia y la curiosidad.
Encontraron el campo recién alambrado por los vecinos. Las haciendas de la «Estancia del dormilón», por su número siempre creciente, se hacían algo cargosas, y para no tomarse más el trabajo de repuntarlas habían decidido todos cercar. No sin recelo se aproximaron a la población. La maleza se había extendido y tupido más y más; el ombú se había vuelto colosal y el rancho desaparecía casi por completo entre los yuyos y el cardal.
Hubo que abrir a machete una verdadera picada en derechura hasta el ombú para cerciorarse de que siempre estaba allí don Aristóbulo. Los milicos, en esta tarea, adelantaban sin ganas, guiados por dos vecinos antiguos, los últimos que quedaban de los que habían conocido a don Aristóbulo, que lo habían visto sentado al pie del árbol, el primer día de su sueño extraño y le habían cuidado la hacienda durante los treinta años que había estado durmiendo. Casi muchachos en aquel tiempo, se les había arrugado mucho la cara y encanecido el pelo, pero conservaban, respecto a la «Estancia del dormilón» y a su dueño, involuntario sentimiento de supersticioso temor, juzgando sobrenatural ese sueño misterioso, y poco prudente el paso por esta gente.
Al cabo de varias horas de trabajo llegaron por fin muy cerca del pie del ombú, y no faltaban por voltear más que algunos troncos de cicuta, cuando oyeron todos, en medio de la angustiosa perplejidad de ese momento solemne, un ronquido sonoro y rítmico como de persona normalmente dormida.
No tenía ese ruido nada que fuera muy asustador, y fue, sin embargo, lo suficiente para infundir a todos esos hombres, a pesar de sus armas, un irresistible pánico. Dispararon los milicos, dispararon los comedidos acompañantes, dispararon los vecinos, y al frente de ellos el mismo juez de paz, olvidado de la presa apetecida, corriendo temblorosos hacia los caballos que habían dejado al cuidado de un peón. Y todos, en tropel, montaron y se apretaron el gorro como bandada de locos, hasta dejar el campo y traspasar el alambrado.
Al cerrar con cuidado la tranquera, uno de los viejos vecinos de don Aristóbulo le dijo al juez:
-Para mí, señor, lo mejor será esperar que despierte solo el hombre, si se quieren evitar desgracias.
Pero esperar que despertara «el dormilón» era, para el juez y sus aves negras, como renunciar para siempre a la esperanza tan acariciada de apoderarse del hermoso campo que cada día valía más y de las numerosas haciendas; y pasado el susto, pensó que ya que tan bien dormía don Aristóbulo era una bobería el tenerle miedo, y que mejor sería hacerle definitivo el sueño.
Se estaba entonces agregando al gran ferrocarril del Sur, un ramal que iba justamente a cruzar por la «Estancia del dormilón», y el buen juez hubiera querido tomar posesión del campo antes de que allí llegaran las cuadrillas.
Pero parecía que nunca hubiera tropezado con tantas dificultades para dar con algún gaucho capaz de... ayudar. Sólo a los meses encontró un forajido que por muchos pesos consintió en hacer desaparecer de cualquier modo que fuera y con todo sigilo al... estorbo.
Ya habían llegado los rieles al alambrado y lo estaban cortando los peones para seguir con el terraplén, cuando justamente se iba internando en el campo el bandido, en dirección al ombú. Llegó y después de apearse y de atar el caballo a unas matas de pasto, entró, no sin titubear, entre el yuyal que rodeaba la casa. Trató de seguir la senda que, como un año antes, había trazado la primera expedición mandada por el juez de paz, pero había vuelto a crecer la maleza de tal modo que tuvo, para abrirse camino, que mellar en ella el cuchillo, y cuando llegó al pie del ombú, no tenía en la mano más que un arma casi inútil. Asimismo pensó que para acabar con un hombre dormido, le bastarían las boleadoras que llevaba en la cintura, y hasta las manos, en un caso.
Y en el mismo momento en que volteaba la última planta de biznaga que le tapaba las raíces del árbol, sonó un estridente silbato que lo hizo estremecer.
Era la locomotora del primer tren de balasto que llegaba a la orilla del campo de la «Estancia del dormilón»; y un concierto de mil voces de los pájaros que habían anidado en el ombú contestó al saludo de la gran civilizadora, en tan alegre bulla que no pudo menos que contestarles a su vez con un sonoro relincho el moro atado desde treinta y tantos años en el palenque y que se acababa de despertar. Se sacudió también don Aristóbulo, se incorporó, se restregó los ojos, bostezó, se estiró fuerte, y a media voz dijo:
-¡Caramba, que he dormido!
-La verdad -murmuró el gaucho, retirándose unos pasos.
Don Aristóbulo oyó y viéndose cara a cara con un desconocido que esgrimía, con facha de bandido, aunque todo tembloroso y hecho un susto, un cuchillo casi sin hoja, se puso de pie, preguntándole en tono fuerte:
-¿Y a usted qué se le ofrece?
-Señor -balbuceó el otro-, lo venía a despertar.
-¿A despertar? ¿Con cuchillo? ¿Quién lo manda?
-El juez de paz, señor.
-¿Don Benito?
-¡Oh! no, señor; don Benito murió hace tiempo.
-¿Cómo, hace tiempo?
-Sí, señor; unos diez años.
-¿Diez años?
-Sí, señor. Dicen que usted estaba dormido ya hacía más de veinte años.
-¿Qué dice?
-Así dice la gente, señor; yo no sé, porque hace poco que he venido a estos pagos.
Don Aristóbulo trataba de recobrarse; creía estar soñando aún, y lo que veía alrededor suyo no era para menos: el ombú tan crecido, ese yuyal que lo había invadido todo, hasta tapar casi la vista del rancho.
Sin decir palabra enderezó para las casas, lo que aprovechó el bandido para escabullirse. Don Aristóbulo, bien despierto ya, tuvo que cortar bastantes yuyos con el cuchillo para entrar, y recuperó poco a poco la memoria del pasado; era un recuerdo suave, amortiguado, tierno, pero sin dolor, como si hubieran pasado efectivamente algunos años desde el triste acontecimiento.
Admirado de todo lo que veía y presentía quiso llamar al compañero que le había mandado el juez de paz, por sospechoso que fuera, y rogarle le trajera un caballo, pero vio que se había ido; y como en este momento se hiciera oír otro relincho del moro y otro silbato de la locomotora, ruido éste todavía nuevo para él, marchó como pudo entre la maleza hasta el palenque, y sin tratar de explicarse todavía nada de tantas cosas tan inexplicables, que todo le parecía mentira y todo le parecía verdad, montó en el moro y se largó al campo.
Lo encontró muy cambiado: se había vuelto todo de pasto tierno, cubierto de trébol y cardo, una preciosura. Al poco andar, vio que también estaba muy poblado, y hasta recargado de hacienda. -Intrusos, pensó, que habrán aprovechado mi sueño para echarle al campo majadas y rodeos-. Pero, al acercarse, vio que todos los animales eran orejanos. -¿De quién serían entonces? ¿Míos? ¿Cómo diablos podía ser?
Siguió; veía en el horizonte una cantidad extraordinaria de parvas grandes, pero fuera de su campo, y como cuando había quedado dormido se importaba trigo y harina de Chile y de Europa, no se daba cuenta de lo que podían ser; pensó que eran poblaciones; pero ¿para qué tantas casas y tan grandes? Cuando llegó cerca del alambrado, comentó mucho entre sí el gran adelanto que podía esto representar, pero quedó mucho más sorprendido al divisar el terraplén del ferrocarril que se venía estirando desde lejos. En él estaba parado un largo tren de materiales y trabajaban muchos hombres. Comprendió el origen del silbato que lo había despertado, y como -aunque nunca lo hubiera visto- había oído hablar del tren, se asombró de que hubiera podido llegar hasta esos campos tan retirados de la ciudad semejante progreso.
A la vuelta, el gaucho mandado por el juez había sembrado la voz de que el «dormilón» se había despertado, y todos los vecinos se habían amontonado del otro lado del alambrado para saber si era cierto.
No tardaron en ver a don Aristóbulo que se venía al trotecito del moro, lleno del intenso gozo de sentirse vivir, volviendo a tomar posesión de lo que era suyo, en toda la plenitud de su salud y de su fuerza juvenil, pues durante su largo sueño no había envejecido.
El primer movimiento de toda la gente que lo miraba fue de disparar asustada; pero medio la contuvieron los dos vecinos antiguos que habían conocido antes a don Aristóbulo y que aseguraron que era él y nadie más, y que siempre había sido muy buen hombre.
Don Aristóbulo, vestido a lo antiguo, de chiripá y de poncho, se venía acercando y quedaba admirado de ver tanta gente en esos campos que siempre había conocido tan solitarios; y viendo que muchos de los que lo estaban mirando debían de ser extranjeros:
-¡Qué de gringos hay por acá! -dijo entre sí, tratando de encontrar en el montón alguna cara conocida.
Al fin, como todos se habían alejado algo del alambrado, menos los dos vecinos antiguos, los pudo ver y reconocer, a pesar de hallarlos muy cambiados y envejecidos, y los llamó por sus nombres, de los que, después de un momento, se pudo acordar.
Vinieron ambos; pasaron por la tranquera, y juntándose con él, después de efusivos abrazos, le impusieron de cuantas cosas habían pasado desde que por una bendición del cielo, seguramente, en medio de su aflicción, se había dormido con tantas ganas. Tuvo preguntas que les hicieron gracia a los viejos, por ejemplo, cuando quiso saber si siempre duraba la guerra del Paraguay, si el general Mitre seguía de presidente y si los indios habían vuelto a invadir el Azul.
Cuando supo que realmente había dormido treinta y tres años seguidos, se quería morir; pero no se murió. Y hasta encontró que la vida era cosa linda, cuando, los días siguientes, contó su hacienda y se encontró con que tenía cinco mil vacas y veinte mil ovejas, que valían, al corte, tres veces más cada una que cuando había dejado de ocuparse de ellas; y, sobre todo, cuando vinieron a visitarlo chacareros italianos que le ofrecieron de arrendamiento anual, por sus tres leguas de campo, dos veces lo que le habían costado de compra.
Quedó pasmado de veras don Aristóbulo, no tanto quizá por haberse quedado dormido durante treinta y tres años, como de ver los extraordinarios cambios que durante ese tiempo se habían producido en su tierra; y le parecía cuento de hadas que semejante fortuna le hubiese podido venir durmiendo.