Las veladas del tropero/Quien sueña, vive

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Quien sueña, vive

A Florentino, lo mismo que a muchos otros, le parecía que el hombre debería estar en la tierra únicamente para gozar de la vida, sin necesidad de pasar tantos malos ratos: sufrir golpes, andar enfermo, tiritar de frío o sofocarse de calor, pasar hambre o quedar a pie, estar sin un peso para las carreras, o sin colocación y con el poncho empeñado, y muchas otras cosas que hacen de la vida un infierno.

Bien tenía, sin embargo, que soportar, a la fuerza, todo esto y algo más, a veces, y como no poseía más que su tropilla y sus pilchas, renegaba de la suerte que le había hecho nacer de un pobre gaucho incapaz de juntar tantos pesos como tenía de hijos y que lo había largado a que se ganase solo la vida, cuando apenas tenía doce años.

El muchacho no era de los peores: era diestro y bien mandado, y a los veinte años que tenía, ya había trabajado mucho, en todos los ramos de su oficio; había arreado tropas de ganado y esquilado miles de ovejas; había ayudado en cien hierras; había domado potros y pastoreado rodeos; hasta había hecho trabajos de a pie, amontonando pasto y haciendo parvas en los alfalfares, y también había probado, por una temporada, el oficio de carrero.

Siempre se había ganado la vida, y no se hubiera podido quejar de la suerte, si hubiese sabido contentarse con lo que caía y dejarse de desear lo que no podía conseguir. Pero, durante las largas horas del arreo lento, o del pastoreo paciente, dormitando al duro mecer del tranco, bajo el sol ardiente, o recostado, de noche, en el pasto húmedo, con el cabestro en la mano, listo para repuntar, pensaba que bien feliz era el dueño de la hacienda que, sin tomarse trabajo, podía tranquilamente descansar en su cama, hasta que le llegasen los pesos.

¿Por qué no sería él mismo dueño de todos los potros que domaba, y de los terneros que herraba, y de las ovejas que esquilaba y de los potreros inmensos que recorría, al rayo del sol? Y también le hubiera gustado ser el patrón de los carros, en vez de tener, por un mezquino sueldo, que andar allí metido, arriba, con las riendas en la mano, corriendo el riesgo de caerse, veinte veces al día.

No era precisamente envidioso; no deseaba quitar a algún otro sus bienes, para aprovecharlos él; tampoco aspiraba a ser más que los otros, pero hubiera querido poseer, porque poseer le parecía la única fuente de la felicidad.

Resolvió ir a consultar a un tío viejo suyo, hermano mayor de su madre, del cual, ésta, muchas veces, le había dicho que era un poco brujo y hacía cosas extraordinarias, cuando quería.

Según los datos que le dio, vivía muy lejos, en los campos de afuera, en un toldo perdido entre las pajas, solita su alma y, al parecer, sin recursos, pero, aseguraba ella, rico, por su arte.

Después de muchos días de viaje, a tientas por la pampa, indagando en todas partes, como quien campea una tropilla robada, y cuando ya desesperando de encontrarlo, Florentino se iba a volver para sus pagos, de repente dio con un ranchito que casi le pareció haber brotado del suelo, pues de ninguna parte lo había divisado todavía.

Sentado en una cabeza de vaca, estaba ahí, cebando mate, un gaucho viejo, de luenga barba blanca, vestido como cualquier paisano pobre, y rodeado de unos cuantos galgos. Al llamado de Florentino, contestó con benévola invitación a que se apeara, y convidó al joven a desensillar y a hacer noche en su humilde morada.

Entre dos mates, le preguntó Florentino si conocía a su tío; y el viejo le contestó que sí; y también si vivía lejos de allí.

-Cerquita -le dijo el viejo, sonriéndose, y empezó a hacerle, a su vez, preguntas tan precisas sobre los diversos miembros de su familia, que, bien pronto, no pudo tener duda alguna el joven de haber dado, por misteriosa casualidad, con el mismo tío a quien buscaba; pero, viéndolo tan pobre, tan desprovisto de todo, también pensó que de poca ayuda le iba a ser.

Asimismo le confesó que, si de tan lejos había venido en busca de él, era porque había oído contar muchas maravillas de su ciencia y de su poder y que, cansado de llevar vida de pobre, había pensado que le podría indicar algún medio de vivir dichoso.

-Y no te has de ir, muchacho, sin que te lo haya dado -le contestó el viejo.

Florentino, al oír esto, y aunque pensara que, si realmente su tío tuviera el poder de crear las riquezas que a él le parecían indispensables para ser feliz, hubiera debido empezar por hacerse rico a sí mismo, se fue a dormir con el corazón lleno de esperanzas.

Pero, cuando a la madrugada del día siguiente, el tío le propuso acompañarlo con la tropilla a una estancia vecina, donde iban a tusar yeguas y donde podrían, dijo, ayudando, ganar un buen sueldo, como peones por día, Florentino se quedó aturdido, y lo miró con tanta admiración que no pudo menos, el viejo, que echarse a reír.

-¿Y qué hay en esto? -le dijo-. ¿Te parece extraño que quiera ganar algunos pesos para los vicios? Te prometí hacerte vivir dichoso, pero no sin trabajar.

Florentino se sometió y ensilló, pero pensaba que ese tío viejo no debía de ser muy brujo, y sentía haber hecho tanto viaje para quedar en la misma. Trabajaron todo el día; comieron con los demás peones, un buen asado; recibieron, cada uno, tres pesos y volvieron al rancho.

Antes de acostarse, el viejo sacó de su recado una matra de lana, de las que fabrican los santiagueños, y dándosela al muchacho, le dijo:

-Bueno, Florentino; trabajaste mucho hoy y debes de tener ganas de dormir: anda y tiende tu recado donde te parezca mejor, en la pieza o afuera, y para que sea más blanda la cama, agrégale esa matra.

Y dándole las buenas noches, se fue él también a dormir.

Florentino hizo como se lo había mandado su tío, y puso la matra que éste le había regalado entre las demás prendas de su recado. Se durmió, y bien pronto, pues estaba cansado de veras por el trabajo fuerte que había hecho en ese día, enlazando primero de a caballo las yeguas, durante toda la mañana, y trabajando de pie, para cambiar, y dejar descansar sus caballos, durante toda la tarde.

Dormía profundamente, cuando le pareció que lo llamaba su tío, y disparando, se levantó y fue.

Encontró al viejo en el patio: estaba desconocido; muy bien vestido, tomaba de manos de un capataz, que respetuosamente se lo ofrecía, el cabestro de un soberbio caballo ricamente enjaezado.

-Mira, Florentino -le dijo al joven-; toma del palenque ese zaino malacara que hice ensillar para ti, y vamos hasta el corral a ver cerdear tus yeguas.

Florentino oyó ese «tus yeguas» sin chistar y montando en el zaino malacara, se fue a juntar con su tío. Caminando, se dio cuenta de que él también iba muy bien vestido y montado en un caballo de valor y ricamente aperado. A medida que se aproximaban al corral, le parecía que la bulla alegre de los peones iba mermando, como siempre sucede, cuando viene llegando el amo. Las risas callaban, como asustadas, y seguía el trabajo sin gritos, casi, ni más ruido que el del tropel de la hacienda huyendo del lazo, o los chasquidos de los rebenques, o los golpes sordos de las caídas en el suelo de yeguas pialadas; y oyó el joven que un peón lo saludaba, llamándole patrón.

El gozo de Florentino fue inmenso; sin tener necesidad de preguntar nada a su tío, se sintió poseído por la idea de que todas esas yeguas eran de él, que estos peones trabajaban para él, que la cerda que se iba amontonando en las bolsas era de su propiedad, y que, para sacar plata de ella, no necesitaba cansarse trabajando, ni arriesgar el pellejo en medio del corral.

Quiso expresarle a su tío su agradecimiento por haberle dado lo que más anhelaba, la riqueza sin trabajo, y se dio vuelta, buscándolo; pero no lo encontró más; pensó que se había retirado para las casas, y siguió admirando sus yeguas y vigilando el trabajo, con el corazón lleno de alegría.

Después de pasar así muchas horas realmente dichosas, de repente vio que, por error o por travesura, había tusado dos potros hermosos que ya pensaba reservar para formar una linda yunta volantera; al mismo tiempo, un potrillo, el más lindo de la manada, recibió al caer, de un pial, golpe tan feroz que quedó muerto en el acto, con el espinazo quebrado. Y antes de que tuviera tiempo para enojarse, la tranca de la puerta del corral se rompió, al ser atropellada por un trozo de animales, y disparó para el campo toda la manada, interrumpiéndose el trabajo, en medio de los gritos de los gauchos que echaban a correr en persecución de las yeguas.

Florentino, ya disgustado con la tusada inoportuna de sus potros, y por la muerte del potrillo, se sulfuró del todo con la rotura de la tranca y la disparada de la hacienda en pleno trabajo; y castigando su caballo para ayudar él también, y más que ninguno a recoger las yeguas... despertó, y se encontró muy extendido en el recado, cerca de la puerta del rancho.

-Buenos días, muchacho -le dijo su tío, ya sentado cerca del fogón y tomando mate ¿Qué tal dormiste?

-Bien, nomás, tío; gracias. Pero ya era tiempo que despertase, pues se me disparaban las yeguas y ya me iban a dar más trabajo de lo que en realidad valen.

-¿Qué yeguas, hombre?

-Las de un sueño lindo que tuve; que me hizo feliz durante toda la noche, y que sólo se acabó cuando ya se volvía pesadilla; de modo que lo he gozado sin tener por qué sentirlo.

El tío no contestó nada; pero después de tomar mate, le propuso a Florentino que fueran otra vez a ganarse unos pesos, ayudando a contramarcar una hacienda brava recién traída a otra estancia de la vecindad. Y viendo Florentino que no había más remedio, para comer, que trabajar, ensilló y se fue con el viejo.

Y lo mismo que el día anterior, trabajaron mucho, se cansaron bien, comieron con los otros peones, recibieron cada uno tres pesos y se volvieron al rancho. El viejo, al dar las buenas noches a Florentino, le volvió a recomendar que pusiese en la cama la matra que le había regalado, y le dijo en tono de broma:

-Y que hagas buenos sueños; pues, la dicha es un sueño.

Apenas dormido, Florentino creyó sentir que lo llamaba su tío, y fue. Y lo mismo que en la noche anterior, encontró a éste bien vestido y montado en caballo lujosamente aperado, rodeado de peones que le obedecían, y supo por él, que un gran rodeo de vacas mestizas que allí cerca estaba parado, era de su propiedad, de él, Florentino.

Cuando quiso darle las gracias había desaparecido el viejo, y Florentino se quedó recorriendo el rodeo por todos lados, acompañado de un capataz muy atento que le enseñaba los toros finos, las vaquillonas ya muy mestizas, las vacas con sus terneros, la novillada, gorda y numerosa, algunas lecheras y bueyes de trabajo, y por fin el señuelo, tan bien adiestrado que al solo grito de «fuera buey», lanzado por el capataz, se juntaron en un grupo los veinte novillos de un solo pelo de que constaba, colocándose en la orilla del rodeo, a espera de órdenes.

Florentino se sentía el más feliz de los hombres. ¡Mire! Poseer semejante riqueza, sentirse dueño de tantos y tan lindos animales. Ya calculaba que la próxima parición iba a aumentar todavía el rodeo, y que podría vender tantos novillos y tener tanta plata que no sabría qué hacer con ella, pues quedaba de vida modesta y de gustos sencillos, en medio de su riqueza.

No sabía de cuántas vacas era el rodeo, si de mil o de diez mil; pero sabía que eran muchas; muchísimas más de las que jamás hubiera soñado tener... sin la matra del tío viejo, de la cual no se acordaba, dormido como estaba, encima de ella. Y sólo despertó al aclarar, en el momento en que creía ver todas las vacas tambaleándose de flacas, en medio de una sequía espantosa, sin un novillo siquiera para el consumo, con la parición perdida y muy comprometida la siguiente, y muy empeñado en cuerear él mismo el mejor toro del rodeo.

-¿Qué tal, qué tal, muchacho?, ¿dormiste bien? -le preguntó el tío-. ¿Hiciste buenos sueños?

-Un sueño más lindo aún, tío, que el de anoche; pues, era yo dueño de un gran rodeo de vacas; y también tuve la suerte de despertarme cuando el sueño se volvía feo.

-Mejor así, hijo; pues cuando la riqueza da más dolores de cabeza que goces, más vale una tranquila pobreza.

Y después de tomar mate, fueron a esquilar las ovejas de un estanciero vecino. Sacaron una punta de latas, y después de cenar, Florentino se apresuró a echarse para dormir, sobre el rudo recado, algo ablandado con la matra del viejo.

Aquella noche, fueron tan numerosas como las estrellas del cielo las ovejas que le pertenecían.

No las quiso contar él; hubiera sido mucho trabajo. Pero se deleitó viendo desfilar por los corrales y paciendo por los campos, las inmensas majadas de su propiedad. Nacían los corderos y crecían, que daba gusto; los veía blanquear, retozando por bandadas, en la orilla de las majadas. A la simple vista se conocía cuán tupida y cuán larga era la lana de los vellones en que iban envueltas las ovejas; y tanto abundaban los capones gordos, que el resero tendría seguramente bien poco trabajo para juntar buena tropa.

Se abandonaba Florentino al placer de contemplar su riqueza, y dejaba pasar las horas, complaciéndose en su dicha, cuando, en un momento, vio que las ovejas enflaquecían y se ponían sarnosas; y mermaban las majadas, muriéndose de la lombriz todos los corderos ya hechos borregos, y hasta los mismos animales grandes. No duró ese triste espectáculo más que el corto instante en que se despertó sobresaltado; pero había sido bastante para que no sintiera haber vuelto ya a la realidad de la pobreza sin cuidado, y del trabajo sin ambición, en medio de los cuales había vivido siempre.

Y cuando su tío, con cierta intención, le preguntó esa mañana:

-¿Y cómo te fue de sueños? -empezó a sospechar que si todas las noches se encontraba dueño de tanta hacienda, y tan realmente feliz mientras dormía, no debía ser del todo extraño a ello el viejo aquel. Pensó en eso todo el día, mientras seguían esquilando ovejas y se acordó de la matra que le había dado su tío. Quiso ver si realmente era brujería o mera casualidad; y a la noche, cuando se acostó, la sacó de la cama y la puso a un lado. Durmió como hombre cansado, a puño cerrado, pero se despertó sin haber soñado más que un leño; y quedó desde entonces convencido de que era cierto que su tío era brujo, y que la matra era un valioso regalo.

La recogió con cuidado, la volvió a meter en medio de las pilchas del recado; y se disponía a ir a saludar a su tío y a darle las gracias, cuando vio que éste había desaparecido, que el toldito no existía más, y pronto se dio cuenta, con sólo mirar en derredor suyo, de que estaba en pagos conocidos y cerca de la casa paterna.

Ensilló y se fue, cavilando. Pensaba en muchas cosas en que nunca había pensado hasta entonces. Tenía por todo haber unos pocos pesos en el bolsillo, y asimismo se consideraba más feliz que todos los hombres ricos cuyos campos iba pisando.

Su matra, llena de sueños felices, valía más ella sola, para él, que todas las estancias, campos y haciendas de todo el vecindario. No tenía más que extenderse en ella para tener cuanto puede uno desear poseer, y esto, sin los disgustos inseparables de la posesión. Sueños, no más, eran, es cierto, pero sueños lindos, que, mientras duraban, valían una realidad, y tenía profunda lástima a los patrones que lo conchababan cuando los veía desconsolados por haber sufrido grandes pérdidas en sus haciendas, o seguir en medio de mil percances algún pleito ruinoso, o tristes e inquietos por andar apremiados por algún vencimiento. ¡Qué noches pasarían esos pobres!

Y pensaba Florentino que más sabio había sido su tío el brujo, al regalarle la matra, fuente inagotable de sueños hermosos, que si le hubiera favorecido con una fortuna real, fuente, casi siempre, como lo veía, de cavilaciones sin fin y de sufrimientos, sin número.