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Las veladas del tropero/El idilio de Lorenzo

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

EL IDILIO DE LORENZO

El viejo don Gregorio, modesto hacendado de la provincia de Buenos Aires, era viudo, y ya no tenía por casar más que á una sola hija, habiéndose establecido todas las demás en muy buenas condiciones, dada su poca fortuna. Pero para su preferida don Gregorio soñaba con algo mejor que un mayordomo de estancia ó un secretario de juez de paz; quería para su Ciriaca algún estanciero, si no rico, por lo menos acomodado y dueño de campo; ambición, al fin, legítima, mientras concordara con las inclinaciones de la muchacha, pues nunca debe el interés prevalecer en las cuestiones del corazón.

Candidatos no faltaban, pues Ciriaca era buena moza, una de esas morochas apetitosas y serias á la vez, cuya discreta sonrisa llena de reserva, hace lucir asimismo, y como se debe, los dientes hermosos y los labios rojos, prometedores para el esposo de su elección de mil maravillas de amor, y don Gregorio se lo pasaba revisando en la mente la lista de dichos candidatos. Estudiaba con prolijidad las condiciones de cada cual, poniendo á veces en la balanza cosas algo desparejas y de valor muy diverso, pensando (así son los res) que la importancia del rodeo de uno bien podía equilibrar el porte marcial y la elegancia de otro, ó que la media legua de éste podía valer algo más que el genio amable y servicial de aquél; y tantos y tan variados eran los elementos del problema que no le encontraba todavía solución, cuando, como para acabar de descalabrarlo todo, vió que estaba á punto de agregárseles otro más.

Sorprendió dos ó tres veces en extática contemplación ante Ciriaca á un simple peón, Lorenzo, conchabado por él hacía pocos días, y que parecía haberse enamorado locamente de su hija, con sólo verla.

Sin pararse en chiquitas, le arregló las cuentas en seguida, esperando suprimir así todo amago de posible complicación; aunque por otra parte le parecía inverosímil que la muchacha ya hubiera hecho caso á esta muda admiración, pues con ella nunca había cambiado Lorenzo más palabras que las que requería su servicio: «Traigo la vaca, niña?» Soltaré el ternero, niña? ¿No me necesita más, niña?» frases que difícilmente podían ser tomadas como expresión de exaltada pasión. Ciriaca, por su lado, se había contentado con contestar un sí, ó un no, bien sencillo, sin acompañarlo con ningún suspiro comprometedor.

Pues, asimismo, y, sin que ellos mismos supieran cómo, se habían entreverado sus almas de tal modo, que ni la voluntad paterna ya las hubiera podido separar, y que Lorenzo, al salir de la estancia, juró que Ciriaca sería su mujer, mientras juraba Ciriaca, sin decirlo á nadie, que no tendría más esposo que Lorenzo. Es que el amor, para nacer, no necesita discursos y que una mirada le basta para hacerse entender, cosa que & veces parecen ignorar los padres, después de haberlo sabido tan bien cuando jóvenes.

Los candidatos seguían sitiando á la muchacha. El padre ya empezaba á decidirse á favor de uno de ellos, y sin imponérselo, no dejaba de insinuar á Ciriaca que era el que más le convendría para marido.

Alejado y sin recursos, ¿cómo haría el pobre Lorenzo para disputar su conquista tomar posesión de ella? Cualquiera hubiera desesperado y desistido, pero él era de buen temple y no pensó, ni por un momento, en semejante cosa.

Una noche llegó á la estancia el carrero de la pulpería, con el carro todo embarrado y los caballos extenuados, y contó, al desensillar, que se había empantanado tan feo en el cañadón, que, sin la ayuda de un gaucho que por allí pasaba, se quedaba en el barro con caballos y todo. Y agregó que, á pesar del trabajo que se había dado para soliviar la rueda, primero, y cuartearlo después, el hombre no había querido cobrarle nada, dándole solamente un recado para don Gregorio.

—¿Para mí?—dijo éste.

—Sí, patrón, para usted; pero no sé si debo...

—Y ¿por qué no?

—Es que...

—Hable, pues, hombre, que ya no se puede echar atrás; y además que usted se lo debe á quien le ayudó.

—Bueno, patrón, hablaré; pero no se me vaya á enojar! Dijo que usted debe dar á Lorenzo su hija Ciriaca de esposa, porque nunca va á encontrar un yerno más fuerte.

Don Gregorio, todo amostazado, iba á contestar, cuando los cuatro caballos del carro, juntando sus voces, le metieron un concierto de relinchos como todavía no había oído. Y se quedó bastante sorprendido al entender con toda claridad lo que le estaban cantando:

—Es muy fuerte Lorenzo; sin él, quedábamos allá; dale tu hija, dale tu hija Ciriaca.

Don Gregorio, callado, se retiró para las casas y se acostó rabiando con semejante intrusión, pero, con todo, pensativo.

El día siguiente, la madrugada, se largó al campo, á refrescar las ideas, recorriendo la línea y repuntando las vacas, y mientras galopaba, repetía maquinalmente entre dientes:

—Dale tu hija á Lorenzo, porque es fuerte; dale tu hija á Lorenzo—y de vez en cuando se interrumpía y decía:

—¡Cómo no! que se la voy á dar á semejante pobrete—ó algo por el estilo, y con pimienta.

De repente, se le asustó el caballo y se encontró frente á frente con un venado que, parándose entre las pajas, le dijo:

—Señor; un hombre que me salvó de las garras del puma, me dió para usted este recado: don Gregorio debe dar á Lorenzo su hija Ciriaca en matrimonio, pues nunca encontrará yerno más generoso.

Don Gregorio, febril, buscó las boleadoras en la cintura, pero «Damián» ya estaba lejos, y apenas se le alcanzaba á ver la colita blanca arremangada. Y don Gregorio siguió recorriendo el campo, mascullando con impaciencia:

—Lorenzo, Lorenzo; fuerte, generoso—y más que nunca se encaprichó en que no le daría de esposa á su hija Ciriaca.

Pasaron unos cuantos días. Merodeaban los candidatos; pero su torpeza poco alentada por el objeto de sus rústicos afanes á nada se atrevía, á pesar de la buena voluntad patente del padre.

Una tarde, al ir á lo del alcalde para hacer firmar el certificado de unos cueros que había vendido, don Gregorio se detuvo delante de un ranchito nuevo, muy bien construído, aunque de materiales muy toscos, en cuya puerta estaba sentado tomando mate, un viejito medio tullido, á quien conocía mucho.

—¿Cómo le va, don Justo?—le dijo. —¿Habrá hecho alguna herencia, que tiene rancho nuevo?

—No, don Gregorio—contestó el gaucho;—pero como el viento me había volteado el toldo, se me comidió un buen muchacho á hacerme otro y me edificó el que usted ve, y lo mejor es que por toda recompensa, sólo me pidió que cuando lo viera á usted le dijera que debe dar & Lorenzo, por ser muy servicial, la mano de su hija Ciriaca.

—Pues, amigo—le gritó don Gregorio todo sulfurado,—dígale usted, cuando lo vea, que el Lorenzo ése es un trompeta, y que mi hija no es para él.

Y se fué al galope, renegando con toda esa gente y esas bestias que parecían haberse puesto de acuerdo para ir en contra de sus deseos, pensando que, por suerte, nada sabía Ciriaca de todo esto, ni se acordaba siquiera del Lorenzo aquél.

Al llegar de vuelta al palenque de su casa, vió atado en él un caballo bastante mal entrazado y peor aperado, y oyó que en la cocina estaban tocando la guitarra y cantando. Se apeó, y mientras ataba el caballo, conoció que el cantor era un verdadero payador; tocaba á las mil maravillas y su voz era sonora, y don Gregorio, muy aficionado al buen canto, se apresuró á acercarse.

Todos los habitantes de la estancia allí estaban reunidos, escuchando embelesados las cosas lindas que cantaba el payador; y en primera fila Ciriaca, entreabriendo en un gesto de admiración, sobre sus dientes hermosos los labios rojos, y dejando vagar como en algún paraíso soñado su negra mirada velada por dos lágrimas.

Sencillamente cantaba el payador en sus versos, las proezas de Lorenzo, diciendo cómo le había salvado la vida, peleando con un matrero que lo iba á matar. Y en un arrebato de entusiasmo, al ver entrar en la pieza á don Gregorio, se dirigió á él asegurándole en una décima, que compañero más valiente no podría encontrar Ciriaca para recorrer el camino de la vida.

Don Gregorio esta vez ya no se pudo enojar; con los versos y la música, se sentía algo quebrantado en su resolución. La actitud de Ciriaca, por lo demás, no dejaba lugar á duda algo había entre los dos jóvenes; pero con todo, no era cosa de dar así su brazo á torcer y se contentó con aplaudir al cantor, diciéndole con una sonrisa, entre benévola y adusta:

—Despacio, amigo, por las piedras.

Muy poco tiempo después, ocurrió un temporal deshecho que arreó, durante dos días y dos noches, todas las haciendas del partido, y don Gregorio perdió por su parte bastantes vacas, sintiendo no tener en ese trance, para cuidar y campear la hacienda algún hombre de confianza.

Sus hijos todos vivían ya cada uno por su lado, cuidando haciendas propias ó ajenas en otros pagos; sus yernos lo mismo, y con los peones poco hay que contar cuando arrecia por demás el mal tiempo. Para ellos nunca falta por el campo alguna cocina amiga, donde buscar reparo y calentarse el cuerpo por dentro, con unos buenos mates, y por fuera con la llamarada del fogón, lo que, por supuesto, es algo más agradable que el quedarse á la intemperie, haciendo frente al agua que le azota á uno la cara con sus mil agujas que, de frías, queman.

Por lo que era de los candidatos á la mano de Ciriaca, sólo volvieron á visitar á don Gregorio después de pasado el temporal; pues todos habían tenido, decían, mucho que hacer con sus propias haciendas. La verdad es que todos habían quedado encerrados en sus casas, dejando que pasara la tempestad; de modo que tuvo el mismo don Gregorio, á pesar de su edad y de sus achaques, que empezar á campear por su cuenta sus animales desparramados. Casi al salir de su campo, se encontró con una pobre viuda que estaba ordeñando sus lecheritas y le preguntó cómo había hecho para salvarlas del temporal.

—Justamente, señor—le contestó la mujer, se lo tenía trabajo, el ir á contar, pues en recompensa de su que tan buenamente me las campeó y me las trajo, me hizo prometer que llevaría á usted un recado...

—Ya sé, ya sé—interrumpió don Gregorio;—y decirme que tengo que dar mi hija Ciriaca á Lorenzo. ¿No es así?

—¡La verdad!—exclamó la viuda toda admirada de que tan bien adivinara don Gregorio lo que iba á decirle.—Pero también le diré que nunca encontrará usted un yerno que sea tan buen gaucho, ni más caballero.

Y don Gregorio iba á contestar, expresando algunas dudas al respecto, pero ya sin mayor convicción, cuando todas las lecheras y sus terneros confundieron en un solo mugido sus armoniosas voces, y cantaron:

—Sin él estábamos perdidas.

—¡Qué bien nos supo encontrar! ¡Cómo adivinando campea!

—¡Qué olfato y qué vista!

—¡Y qué hombre galopador!—relinchó la madrina de una tropilla que estaba cerca.

—¡Pues no!—confirmaron los caballos.—Nos dejó cansados á todos, con la campeada.

Y todos en coro dijeron:

—¡Gaucho más guapo dudamos que haya! Cáselo con Ciriaca, don Gregorio.

Don Gregorio se despidió de la viuda bastante turbado; y un rato después entraba en la pulpería de donde sacaba el gasto, y lo convidaron á almorzar.

La conversación pronto cayó en noviazgos de muchachas de la vecindad.

—¿Y Ciriaca?—preguntó la mujer del pulpero,—¿cuándo la casa, don Gregorio?

—¿Quién sabe, señora, quién sabe? Es tan difícil encontrar un hombre sin vicio.

—¡Sin vicio, don Gregorio! dice—exclamó el pulpero, presa de súbito alboroto.—¡Y yo que me iba á olvidar! Tengo para usted un encargo. Ultimamente hubo aquí un gran bochinche. Más de cincuenta gauchos estaban reunidos, jugando, tomando, y empezaron á pelear. No sabía yo qué hacer para evitar alguna desgracia, cuando un muchacho, el único que no estaba tomando, se les impuso á todos y los hizo sosegar.

Amigo don Gregorio, le prometí decirle á usted, en la primera ocasión, que era él el único mozo sin vicio que pudiera encontrar para su hija Ciriaca... Lo que sí, ¡caramba! me olvidé el nombre.

—Lorenzo, será—dijo don Gregorio.

—Justito, Lorenzo; esto es. ¿Cómo sabe usted?

—Una suposición, no más.

Ya no luchaba don Gregorio; se sentía dominado por una voluntad superior que le imponía por yerno á ese muchacho pobre, desconocido, pero tan protegido por su buena fama, que no veía forma de resistirle.

Se acercaba la esquila. Empezaron á venir á ofrecerse peones á don Gregorio, y entre ellos se presentó el amigo Lorenzo. Perplejo estaba don Gregorio; ¿rechazarlo? ¿por qué, si era buen peón, fuerte, generoso, servicial, valiente, buen gaucho, perspicaz y guapo, caballero y sin vicio? ¿Porque amaba á Ciriaca y era pobre? Pero, si Ciriaca también lo quería. Al fin y al cabo, no era ella hija de ningún príncipe.

Y vió pasar justamente en el patio, en este momento, al de los pretendientes á la mano de Ciriaca que más le gustaba á él, porque era el más rico, y por la primera vez, se fijó en que era chueco, bajo, retacón, algo viejo y medio bizco; no le quedó duda de que respecto al físico no había comparación posible con Lorenzo.

También se acordó que aquél nunca le había prestado, á él ni á nadie, ningún servicio, mientras que Lorenzo se había hecho de muchos amigos, á pesar de su pobreza; y á éste lo conchabó como quien tira los dados.

Nunca había tenido semejante esquilador; trabajador, callado, incansable y sumiso, y tuvo que reconocer que este muchacho era una perfección. Durante la esquila, estuvieron á punto de aguacharse unos cuantos corderos recién nacidos; pero gracias á los cuidados que, a pesar de que no fuera su obligación, les dispensó Lorenzo, ninguno quedó sin juntarse otra vez con la madre. Y una tarde que después del trabajo don Gregorio paseaba cerca del corral de las ovejas con su hija Ciriaca, vinieron todos estos corderos, en bandada, balando, y retozando, hacia él y le gritaron á voz en cuello:

—Don Gregorio, don Gregorio, con ninguno será tan feliz nuestra amita Ciriaca, como con Lorenzo, que es tan bueno.

Y como Ciriaca, toda sonrojada, les decía: «Callen, locos», con gracioso ademán de afectuosa amenaza, don Gregorio le preguntó:

—¿Será cierto lo que dicen?

—Ellos sabrán, tata—contestó ella.

—Pero ese muchacho no tiene en qué caerse muerto—dijo el padre.

—Para caerse muerto —contestó despacito, Ciriaca,—quizá no sirva; pero para vivir, tata, valen más las prendas del corazón que mucho dinero.

—¡Ah, pícara!—exclamó don Gregorio con una sonrisa—y dándole un beso en la frente, agregó:—sé feliz, hija; al fin es todo lo que quiere tu padre.

Cuando volvían á las casas, llegaba al palenque un gaucho de nobles facciones y luenga barba blanca y cuyo apero y traje demostraban un hacendado acomodado. Preguntó por don Gregorio y éste le hizo entrar. Discreta, se iba á retirar Ciriaca, cuando con benévolo ademán, la detuvo el recién venido.

—Señor—dijo á don Gregorio,—venía á pedir á usted para mi ahijado Lorenzo la mano de su hija Ciriaca. El muchacho es pobre, pero fiene buenas cualidades y merece su aprecio.

—Señor—contestó don Gregorio,—ya me convencí de que donde manda. el amor tienen los padres que obedecer.

Se pusieron en seguida de acuerdo sobre el día de la boda, y el forastero se retiró para avisar á Lorenzo —según manifestó,—prometiendo venir con él, el día siguiente.

Pero, ese día, llegó solo Lorenzo, diciendo haber recibido de don Gregorio un chasque que lo mandaba llamar, y abrió tamaños ojos cuando le preguntó éste por el padrino, no sabiendo qué contestar, pues ignoraba que tuviera padrino; y quién sabe cómo hubieran andado las cosas, si no se aproxima en ese momento un peón de la estancia anunciando que acababa de llegar un arreo de mil vacas y de tres mil ovejas, con guía á nombre de Lorenzo.

Los dos fueron corriendo á reconocer la hacienda, á indagar del capataz que la conducía, de dónde venía y quién la mandaba y con qué objeto.

El capataz sólo contestó que su patrón mandaba esa hacienda para que su ahijado Lorenzo dispusiera de ella. Se apuró en entregarla, y cuando lo quería don Gregorio convidar á pasar para las casas, con su gente, había desaparecido. ¿Por dónde? ¿cómo? nadie lo pudo decir.

Pero, ¿qué importaba al fin? Poseer mil vacas y tres mil ovejas no le quitaba á Lorenzo ninguna de sus excelentes prendas.

Las bodas fueron espléndidas. Se comió, con cuero, una de las vaquillonas del generoso padrino, bebiendo á su salud, fuera quien fuera, y todos aseguraron que nunca habían probado carne más sabrosa.

Vivieron felices, muchos, muchísimos años, Lorenzo y su Ciriaca, y tuvieron muchos hijos, lo que en la Pampa no es hazaña, pues á cualquiera le sucede.