Lavaplatos
La hacienda de San Borja, en los alrededores de Lima, medía noventa y dos fanegadas de terreno, y como dotación de agua disfrutaba de ocho riegos y medio, lo que ciertamente era poquita cosa.
Los padres jesuitas, propietarios del fundo, decían que San Borja apenas tenía agua para que un pato nadase con holgura; pero ellos sabían ingeniarse para contar siempre con algunos riegos más a expensas de las haciendas vecinas, con cuyos dueños mantenían constantes litigios.
Por los años de 1651, el alcalde provincial y juez de aguas de Lima don Bartalomé de Asaña se propuso realizar una visita de inspección a todas las haciendas del valle de Surco para, como resultado de ella, hacer nueva y equitativa distribución de riegos. Habló de su propósito al virrey, que lo era el Excelentísimo señor conde de Salvatierra, y éste, que tenía arrumados y por resolver en la Real Audiencia más de veinte procesos sobre aguas, decidió acompañarlo en la inspección, para con esa previa vista de ojos fallar en conciencia las pretensiones y querellas de los agricultores. Cada tres días, durante cuatro meses, su excelencia el virrey con su señoría el alcalde y una comitiva de ocho personas por lo menos, amén de un capitán y soldados de escolta, dieron en salir de palacio a las seis en punto de la mañana, bizarramente cabalgados, camino de la hacienda con anticipación designada.
El hacendado, con su familia y amigos, recibía en la puerta de la hacienda al representante del monarca, y lo acompañaban todos a caballo a recorrer el fundo, dando las explicaciones precisas sobre las acequias, tomas y demás puntos hidráulicos.
Por lo regular terminábase la inspección en un par de horas, regresando la comitiva a la casa, donde ya se imaginará el lector, haciéndosele la boca agua, lo opíparo del almuerzo con que se refocilarían tan empingorotados visitadores.
Llegado el turno a San Borja, los loyolistas no podían quedarse atrás en esto de echar la casa por la ventana, para ofrecer un almuerzo que fuera de lo bueno lo mejor y más sabroso, remojado con deliciosos vinos.
La vajilla era de reluciente plata cendrada; pero chocole al virrey que sólo a él le cambiaban plato y cuchara, y que con los demás comensales no se guardaba idéntica atención.
Levantados de la mesa, no pudo el de Salvatierra dejar de manifestar su extrañeza por la grosería y desaseo en gente que, como los jesuitas, gozaba reputación de canta y limpia; pero el administrador de la hacienda se apresuró a contestar:
-Harto nos duele, señor excelentísimo, la falta involuntaria en que hemos incurrido, y crea vuecencia que sólo una absoluta imposibilidad nos ha impedido cambiar plato y cuchara para cada servicio.
-¿Y qué imposibilidad puede ser esa, padre?
-Señor, la de que tenemos tan poca agua que no nos alcanza para hacer lavar platos.
El virrey no pudo dejar de sonreírse, y probablemente se dijo para si: «Estos benditos varones no tienen puntada sin nudo, y cuando dan el ala es para mejor comerse la pechuga».
Y concluyó el de Salvatierra:
-Pues por si me ocurre volver a almorzar en San Borja, quiero evitar que los que me acompañen coman en plato sucio. Señor juez de aguas, asigne usía un riego más a esta hacienda para servicio de la cocina.
Y ello es que, hasta ahora, por la cocina de San Borja pasa una acequia abundante de agua, bautizada con el tradicional nombre de Lavaplatos.