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León descrita por Darío

De Wikisource, la biblioteca libre.

León
(1919)
de Rubén Darío

Del libro El viaje a Nicaragua, de un viaje que hizo el poeta en 1907-1908.

León, con sus torres, con sus campanas, con sus tradiciones; León, ciudad noble y universitaria, ha estado siempre en mi memoria, fija y eficaz: desde el olor de las hierbas chafadas en mis paseos de muchacho; desde la visión del papayo que empolla al aire libre sus huevos de ámbar y de oro; desde los pompones del aromo que una vez en Palma de Mallorca me trajeron reminiscencias infantiles; desde los ecos de las olas que en el maravilloso Mediterráneo repetían voces del Playón o rumores de Poneloya, siempre tuve, en tierra o en mar, la idea de la Patria; y ya fuese en la áspera África, o en la divina Nápoles, o en París ilustre, se levantó siempre de mí un pensamiento o un suspiro hacia la vieja catedral, hacia la vieja ciudad, hacia mis viejos amigos; y es un hecho que casi fisiológicamente se explicaría de cómo en el fondo de mi cerebro resonaba el son de las viejas torres y se escuchaba el acento de las antiguas palabras.


La antigua ciudad de León había sido fundada en las cercanías del lago de Managua, no lejos del imponente y viejo Momotombo....

En 1610 la ciudad... fue casi destruida por una erupción del volcán... Su señoría ilustrísima consiguió con sus palabras que los leoneses se pusiesen temerosos y todas las gentes abandonaran el lugar, dirigidas por el alférez mayor, «que portaba el real estandarte», dice Gámez. Al oeste del punto abandonado, a nueve leguas de distancia, en extensa y hermosa planicie, fueron ordenadas las nuevas construcciones. Así nació la actual León. Es ella la ciudad de mis días juveniles, y por un fenómeno natural y muy explicable, es ella el escenario de muchos de mis sueños gratos, o pesadillas, después de tantos años de ausencia en ciudades de países tan diversos. Esta vez no he estado cerca del Momotombo; mas es para mí imborrable el aspecto del soberbio cono que se eleva a las orillas del lago; a su lado, el Momotombito, formando isla y cubierto de vegetación. Todo ello era objeto de mis contemplaciones en antiguas travesías en los vaporcitos que iban del puerto de Momotombo a Managua, la capital de la República.

En un libro del norteamericano Squier—del cual acaba de hacer una traducción castellana un escritor de Honduras—leyó Víctor Hugo estas palabras:

«El bautismo de los volcanes es un antiguo uso que se remonta a los primeros tiempos de la conquista. Todos los cráteres de Nicaragua fueron entonces sacramentados, con excepción del Momotombo, de donde no se vió nunca volver a los religiosos que se habían encargado de ir a plantar la cruz.»

De allí un tema para el gran lírico.

Encontrando demasiado frecuentes los temblores de la tierra, los Reyes de España han hecho bautizar los volcanes del reino que tienen debajo de la esfera; los volcanes no han dicho nada y se han dejado hacer, y sólo el Momotombo no ha querido. Más de un sacerdote en sobrepelliz, elegido por el Santo Padre, llevando el Sacramento que la Iglesia administra, la vista en el cielo, ha subido la montaña siniestra. Muchos han ido; ninguno ha vuelto.

—¡Oh, viejo Momotombo, coloso calvo y desnudo, que sueñas cerca de los mares y haces de tu cráter una tiara de sombra y de llama a la tierra! ¿por qué, cuando tocamos a tu umbral terrible, no quieres el Dios que se te trae? Responde.—La montaña interrumpe su escupir de lava, y el Momotombo responde con una voz grave:

—Yo no amaba mucho al dios que se ha arrojado. Ese avaro ocultaba oro en un foso; comía carne humana; sus mandíbulas estaban negras de podredumbre y de sangre; su antro era una entrada de salvaje pavimento, templo sepulcro ornado de un pontífice verdugo; esqueletos reían bajo sus pies; las escudillas en que ese ser bebía el asesinato eran crueles; sordo, disforme, tenía serpientes al puño; siempre entre sus dientes un cadáver sangraba; ese espectro ennegrecía el firmamento sublime. Yo gruñía algunas veces en el fondo de mi abismo. Así, cuando vinieron orgullosos sobre las olas temblantes, y del lado de donde viene el día, hombres blancos, los he recibido bien, encontrando que eso era cuerdo. El alma tiene, ciertamente, el color del rostro—decía yo—; el hombre blanco es como el cielo azul; y el dios de éstos debe ser un muy buen dios. No se le verá hartarse de carnicerías. Yo estaba contento; tenía horror del antiguo sacerdote. Pero cuando he visto cómo trabaja el nuevo; cuando he visto llamear ¡justo cielo! a mi nivel esa antorcha lúgubre, áspera, nunca extinguida, sombría, que llamáis la Inquisición santa; cuando he podido ver cómo Torquemada la usa para disipar la noche del salvaje ignorante, cómo civiliza y de qué manera el Santo Oficio enseña y hace la luz; cuando he visto en Lima horribles gigantes de mimbre llenos de niños estallar sobre un ancho brasero, y el fuego devorar la vida y los humos retorcerse sobre los senos de las mujeres encendidas; cuando me he sentido en veces casi asfixiado por el acre olor que sale de vuestro auto de fe, yo, que no quemaba sino la sombra en mi hornalla, he pensado que no tenía razón para estar satisfecho; he mirado de cerca al dios extranjero, y he dicho: «No vale la pena de cambiar.»

Así «Las razones del Momotombo», en el ciclo de poemas de la Leyenda de los Siglos, representa la Inquisición. ¡Cuántas veces recitara yo esos versos sobre las olas del lago, frente al coloso de piedra, en verdad desnudo y calvo, y apenas coronado de cuando en cuando con el flotante penacho de su humareda! A lo lejos pasaban bellos vuelos de garzas; garzas blancas y garzas morenas. Yo tenía el halago de mis años floridos y ensoñadores. Se divisaban las riberas llenas de vegetación profusa como costas de islas de delicia. Hacían casi siempre el viaje algunas hermosas mujeres. Se tomaban en el comedorcito de a bordo cocktails y cognacs. Y en el muelle de Managua esperaban las manos y las sonrisas amigas. Gratos, para mí, gratos recuerdos de un pasado que me parece de sueño.

León tiene el aspecto de una ciudad de provincia española. Las casas antiguas están construidas con adobes—la palabra y la cosa se usan aún en Castilla la Vieja—. Pesadas tejas arábigas cubren los techos. Las casas de dos o tres pisos son pocas. Hay muchas iglesias y una famosa catedral, comenzada en el siglo xviii y concluída a comienzos del xix. Allí he reconocido muchas cosas que viera siendo niño. Los retablos, las pinturas, los altares, el púlpito, los restos de dos mártires llegados antaño de Roma: San Inocencio y Santa Liberata. Y he recorrido, evocando memorias, la vasta fábrica, acompañado por el culto obispo Pereira. Y vi de nuevo en el baptisterio la pila en que recibí nombre y en que me tuvo mi señor padrino, D. José Jerez, en representación de su padre, el ilustre general. Luego, en la sala capitular, encuentro los retratos de todos los obispos de Nicaragua desde la erección de la diócesis leonesa, el año de 1527. Me llamó la atención no hallar la efigie de un mitrado que fue muerto por un gato... El animal aparecía en el cuadro, y en mí despertaba aquello no sé qué legendarias y diabólicas imaginaciones. No recuerdo cuál fue la explicación que me hizo el obispo Pereira de la desaparición del retrato de su lejano antecesor—¿Huertas, o García?—. Después, en un patio, he allí el pozo en donde pasó algo de milagro—o de brujería, dirían algunos—. Yo alcancé a conocer al viejo sacristán. No sé en qué andanzas de gato andaría; el caso es que cayó desde lo alto de la catedral, y cayó en el pozo... No sufrió daño alguno. Se llamaba «Tío Pozo». Predestinación...

Bajo las arcadas de la iglesia mayor oyeron mis orejas infantiles las primeras plegarias, los primeros sones del órgano, la salmodia de los canónigos en el Oficio, los ecos del canto llano. De allí salían muchas de las procesiones de la Semana Santa, célebre por aquellas Repúblicas, según el decir: «Semana Santa en León, y Corpus en Guatemala.» Recuerdo, como si hubiesen pasado ayer, las alegres y suntuosas fiestas y los litúrgicos ceremoniales. La procesión del Domingo de Ramos, sonora de campanas y de palmas; la procesión del Santo Entierro, al son seco de las matracas; una procesión fúnebre y sagrada el Viernes Santo, día en que toda la gente vestía de luto, luto por Jesucristo. El sacro difunto iba en una caja de cristal; tras él las vírgenes de bulto, como las que conducen en idénticos casos las cofradías sevillanas. Y la procesión del Silencio, a la media noche, en la cual se oían temerosos sones de trompa, que se repetían de tanto en tanto en las bocacalles de la ciudad silenciosa. Y una procesión había que salía de la iglesia de San Francisco: la procesión de San Benito. Alrededor del negro ídolo recuerdo haber visto penitentes que se flagelaban las espaldas, y entre los acompañantes, muchos hombres vestidos con blancas enaguas, a los cuales llamaban «luces». ¿Sería por los cirios de cera negra que todos llevaban en las manos...? Había, sin duda alguna, en aquellas fiestas religioso fervor; mas también mucho de ambiente pagano. Las reuniones en templos y calles eran propicias a los amoríos; las vigilias hacían que en las casas se preparasen platos especiales de la cocina criolla, en los que entraban como base sabrosos mariscos y otra suerte de ricas cosas culinarias. Y en el antiguo convento de San Francisco, en nombre del santo negro Benito, se regalaban tinajas y más tinajas de chícha de piña y de maíz.

¡Las procesiones de León! Las calles se adornaban con arcos decorados de banderolas y cestillos de papel de China, animales bien imitados, pájaros de hermosos plumajes y frutas de cartón coloreado y dorado, entre las cuales unas hermosas granadas que se abrían al pasar las imágenes veneradas, y dejaban caer una lluvia de versos impresos en trozos de papel, que parecían mariposas llevadas por el viento. Se escuchaban las músicas y los cantos en veces. Las ventanas y puertas de las casas se adornaban con telas y cortinajes vistosos, y allí aparecían, para ver el desfile, grupos, ramilletes de mozas bellas y frescas, a las cuales arrojaban los jóvenes amigos de galanterías puñados de granos oleosos y perfumados, que se desgranan de la flor de cierta palmera llamada coyol, en latín botánico acromia pirifera. Las calles se llenaban de animación y alegría, y la muchedumbre era copiosa, pues iba a la celebración religiosa mucha gente forastera. Hoy ya todo eso ha pasado; el vivir moderno ha ido, aunque poco a poco, invadiendo las costumbres antaño patriarcales; las ideas liberales triunfantes llevaron la libertad absoluta de cultos, y en éstos la supresión de manifestaciones rituales y ceremoniales fuera de los templos.

Según tengo entendido, Nicaragua y Méjico son los únicos países del mundo en donde les está prohibido a los sacerdotes el uso de sus trajes distintos en las calles. No obstante, he allí que se le permite en León, como al jefe de la Iglesia, portar sus hábitos talares a un anciano a quien vi recorrer la población en un coche tirado por bueyes. Monseñor Villamí, que así se llama dicho dignatario, visita así a sus amigos e hijos de confesión, y la impresión es de algo primitivo y de algo nuevo, capricho de maharadja indostánico, o necesidad de misionero en Asia. Todo se explica por la prudencia de monseñor, a quien dieron un susto, según se me contó, un par de caballos briosos y de buena estampa que antes tiraban de su carruaje. Monseñor es un cuerdo. Y morirá feliz y en paz antes de haber sabido lo que es un 40 HP.

León tiene para mí otras curiosas e inolvidables memorias. Si yo fuese Benvenuto Cellini contaría, con su parlar claro y convencido, cómo, teniendo yo catorce años, frente a la catedral, vi una larva, un elemental, como diría un teósofo. Tal visión fué real y verdadera, y no insisto en ello por temor a que mi sabio amigo Ingenieros tome el dato y lo trate como tratan esas cosas los que manejan cosas científicas y son incrédulos.

Fue también en León donde escribí mis primeros versos y soñé y sufrí mis primeros amores. La vida social ha aumentado desde los tiempos en que, como en Andalucía, las novias conversaban con sus novios por las rejas de las ventanas. El comercio está representado por establecimientos cosmopolitas. Los inmigrantes son pocos; pero el tal rico importador es inglés, tal otro español, tal otro alemán, tal otro árabe, tal otro chino. Hay un club en donde los caballeros de la ciudad se distraen. En la juventud predomina la afición a las letras, a la poesía. Yo dije a los jóvenes en un discurso que eso era plausible; pero que junto a un grupo de líricos era útil para la República que hubiese un ejército de laboriosos hombres prácticos, industriales, traficantes y agricultores. La civilización moderna, fuera de sus luchas terribles, ha comprendido a su manera el mito antiguo: los argonautas eran poetas; pero iban en busca del Vellocino de Oro. Hoy, como siempre el dinero hace poesía, embellece la existencia, trae cultura y progreso, hermosea las poblaciones, lleva la felicidad relativa a los trabajadores. El dinero bien empleado realiza poemas, hace palpables imaginaciones, hace danzar las estrellas y puede traer toda suerte de bienes, de modo que los hombres bendigan las horas que pasan y se sientan satisfechos.

Así, en la ciudad en que ensayé mis primeras estrofas y tuve mis primeras ambiciones, saludé con entusiasmo a dos grandes poetas amables: Santiago Argüello, el que tiene los laureles, y Fernando Sánchez, el que tiene los millones...