Linda cría

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Los milagros de la Argentina
Linda cría​
 de Godofredo Daireaux


Don Manuel era extranjero; había venido como inmigrante a probar fortuna en esa Argentina tan ponderada hasta por los mismos, a veces, que habiéndose quedado en la ciudad -la gran desviadora de voluntades y aniquiladora de fuerzas productoras-, han dejado en ella la cola, y como el zorro de la fábula, quizás anhelan ver a otros sufrir la misma suerte.

Pero él no había cometido semejante disparate y se había largado al campo con su «linghera» y la idea fija y bien arraigada de llegar, por su trabajo y su economía, a poseer algún día, en propiedad, para asentar sus reales, un buen retazo de esa Pampa inmensa y fértil que para todos alcanza. Había trabajado mucho, penado, sufrido, privándose, para amontonar pesos, de todo lo que no fuera estrictamente necesario para la vida, aprendiendo también, a palos, muchas cosas que creía saber y que la Pampa ruda enseña de otro modo, y con los años había llegado a hacerse dueño de una legua de campo.

¡Una legua! ¡Dos mil quinientas hectáreas! ¡Todo un reino! Cierto es que donde había comprado, la tierra quedaba todavía bastante despreciada; la colonización parecía desecharla, ¿quién sabe por qué? Capricho o ignorancia; pero don Manuel no vio más que dos cosas: la tierra era buena para cualquier clase de cultivo y bastante barata para que la pudiera comprar con sus ahorros, aunque fuera empeñándose por una parte. Compró no más sin oír los consejos, sin querer creer ni por un momento que se hubiese metido tanto clavo, como se lo decían algunos, con aires de compasión, verdadera, quizás; ¡hay tantos ciegos en este mundo!

Por supuesto, desde que en el campo se conchababa, había aprendido a trabajar fuerte y parejo, pero nunca se había dedicado más que a trabajos de a pie: cavar pozos, abrir zanjas, edificar ranchos, arar y sembrar, cosechar, emparvar, trillar, alambrar campos, etc., y jamás había pensado en ocuparse de cuidar animales. Andaba regularmente a caballo, pero no era jinete; sabía lo que era manejar bueyes mansos, pero nunca había cuidado vacas, yeguas y ovejas, y bien se dio cuenta de que también todo esto lo tenía que aprender, si quería sacar verdadero provecho de su tierra.

Para salvar esa falta, y como no pensaba seguir viviendo solo, ya que tenía cómo formar su hogar, tomó por compañera a una mujer de campo, china sólida, enérgica y de a caballo, que, desde chica, había ayudado a cuidar la majada y las vaquitas paternas. No era ella, que digamos, muy bonita, con su cara chata de india, apenas pulida, sus pómulos salientes y su pelo como cerda, tan tupido y profuso que casi no le dejaba frente; pero tampoco era él un Adonis; y por lo que era de entender de campo y de cuidado de la hacienda, no había gaucho que se las ganara a Gregoria. Su vista, que alcanzaba a distinguir cualquier animal por lejos que estuviera, su tino para disponer lo que en cada caso convenía, su impecable acierto para dirigir cualquier trabajo de campo, tenían que hacer de ella, para don Manuel, el más perfecto de los consejeros. Y gracias a Gregoria pudo evitar de comprar para poblar sus puestos ovejas apestadas y vacas entecadas; de ella aprendió a conocer a simple vista el estado de preñez de una hacienda y su grado de gordura; supo de qué modo, cuándo y dónde hay que soltar y pastorear una majada para que coma bien y prospere; se hizo capaz de mandar a los peones sin que se rieran por detrás de sus órdenes por perjudiciales a sus propios intereses, como suele suceder con el que todavía no entiende.

Iban adelante los intereses del matrimonio; pero más aumentaban y más se quejaba don Manuel de no poder encontrar para el trabajo gente como la con que soñaba. Siempre había que estar encima de esos peones, decía y asimismo, sólo para comer el puchero y tomar mate se podía de veras contar con ellos; más trabajo le daban esos diablos que la misma hacienda, y habría tenido que estar en todo para que anduviesen a su gusto las cosas.

Es que también don Manuel hacía de todo a la vez; cualquier criollo, en su lugar, bien hubiese dejado que su campo siguiera produciendo nada más que los pastos naturales: puna en las lomas y uno que otro yuyo tierno en los bajos; las vacas habrían andado retozando en verano y cruzándoseles las patas en invierno; las ovejas habrían parido, pero para que se aguacharan en seguida los corderos; y todo habría marchado a lo de Dios es grande, en medio de esta miseria relativa, que, sin el trabajo que la fecunda, es lo único que pueda brindar la tierra más opulenta.

Con don Manuel, la tierra no podía quedar ociosa; en su país se la araba y sembraba, y, desde el primer día, empezó a hacer lo mismo. Roturó y sembró de maíz, de trigo y de alfalfa lo que pudo, ensanchando, cada año, algo más el área cultivada, con la paciencia del que tiene más voluntad que elementos, pero con la seguridad de que su trabajo sería recompensado con generosidad.

Sólo renegaba siempre con la perpetua falta de personal bueno y de confianza; pero, poco a poco, también éste se le empezó a formar, pues Gregoria, cada año, más o menos, le daba un peoncito más; y estos mesticitos, de precocidad pampeana para el caballo, tardaban pocos años en prestar servicios como mandaderos o pastores.

De madre tan criolla ¿cómo hubieran podido nacer más que gauchos hechos y derechos, hombres de lazo y de boleadoras? ¡Para ellos sí que era la bota de potro!

Pero también del padre aprendían a picanear de a pie los bueyes del arado; a dejar caer con regularidad de reloj los granos de maíz en el surco, a rastrear la tierra como es debido; y a medida que iban creciendo, más útiles se hacían, tan hábiles en cualquier trabajo de a pie como en los de a caballo. Ya iba teniendo el patrón la gente con que desde tanto tiempo atrás soñaba: gente activa y fuerte, que lo mismo se puede mandar a que dome un potro o carnee una res, como a que maneje un arado o una segadora.

Gauchos como el mejor iban saliendo los hijos de don Manuel y de doña Gregoria. Sin tener del nativo puro el desdén estéril del trabajo de a pie, que iba, bien lo veían, enriqueciéndolos bajo la dirección paterna, no dejaban de lucir, cada vez que se les ofrecía la ocasión, su habilidad de criollos, en el corral y en el rodeo; y tampoco por haber, por la mañana, domado algún potro, dejaban a la tarde de amansar novillos en el arado o redomones en el carro. Les gustaba que los admiraran cuando, sin un tajo, sacaban el cuero de una res, en un abrir y cerrar de ojos, pero también ponían su gloria en confeccionar con tanta prolijidad como el extranjero más baqueano una parva de trigo.

Elegantes y bizarros, sabían cómo se llevan el chiripá y las espuelas en la bota fina; y por el modo gallardo de colocarse en la cabeza el chambergo, no se podía negar que fueran criollos; pero no por esto tampoco manejaban peor la pala ni con menos destreza la guadaña que el labrador pesado, de huesos macizos y de músculos espesos, toscamente vestido de géneros burdos, cosido con hilo de acarreto.

¡Linda cría los hijos de don Manuel y de doña Gregoria, mezcla armoniosa de las cualidades tan diversas de esas dos razas, robustecida una en el esfuerzo secular de su lucha con el suelo, adiestrada la otra por la enorgullecedora lidia del domador! Y, ¿qué extraño podría ser que la tierra chúcara quedase por ellos dominada a la par de los baguales?

Con esta asociación íntima del labrador y del gaucho, obra genuina de la Argentina, no tardó el modesto retazo de Pampa, propiedad de don Manuel, en volverse fuente inagotable de productos opíparos, amontonándose en los galpones las bolsas de cereales y los vellones de lana, irguiéndose por todas partes las parvas de forraje que, hasta en pleno invierno, aseguran el engorde de los animales; y cada día, llovían pesos.

Sí, pesos, muchos pesos; tantos pesos que don Manuel y doña Gregoria, de pobreza congénita ambos habituados desde la niñez a toda clase de privaciones, no acertaban en utilizarlos. En esto fallaba la asociación; no tenían ellos, ni podía haber nacido en sus hijos la ciencia de gozar con discreción del dinero adquirido por el trabajo. Y por esto era que al llegar a la estancia algún huésped, si bien admiraba sin reserva los inmensos galpones y pesebres edificados a todo costo para almacenar las riquezas agrícolas y abrigar los animales de precio, también extrañaba que viviera todavía la familia en tan miserables ranchos medio destruídos, con piso de tierra pisoneada y techo de paja rala y podrida.

En los corrales, las aguadas y los alambrados, construídos sin mezquindad, y hasta con lujo, había realizado don Manuel uno de sus más caros deseos; pero ni él ni Gregoria habían soñado todavía con un bienestar que nunca conocieron; y tampoco sus hijos lo anhelan, rudos y sencillos colaboradores que son, todavía, de primera mestización, de una naturaleza apenas desbastada.

Así penan las primeras generaciones, afanosas fundadoras de la riqueza argentina sin más ambición ni gozo que el de crear, ¡gozo divino, por lo demás!



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