Lisa. Escenas del Terror: 1

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PRIMERA PARTE - Usos y costumbres[editar]

I[editar]

Frente al pabellón del Reloj, en el centro de la pared que separa el palacio de las Tullerías de la plaza del Carrousel, próximamente en el lugar en que después se colocó el Arco del Triunfo, se enconrtraba en 1792 una casa, á la cual se llamaba Hostería del Suizo.

El 10 de Agosto había sido quemada en parte, pero se la había reparado algo.

En 1794 servía de cuerpo de guardia á los granaderos-gendarmes de la Convención.

No se tenía allí ordinariamente por la noche más que una escuadra de doce hombres mandados por un oficial. Pero el 30 prairial año II (18 de Junio de 1794) por la noche llegó inesperadamente la orden de doblar la guardia y de dar su mando al teniente.

Había costado trabajo el encontrar al teniente Paulo Crasus. Había sido preciso ir á despertarle al Liceo de las Artes, jardín Igualdad (Palacio Real), donde dormitaba aparentando escuchar la ópera nueva el “Triunfo de las Artes útiles”.

Era imposible, ni á un niño mimado de la República como Paulo Crasus, eludir una orden del Comité de Salud pública. Pero se podía obedecer lentamente y refunfuñando en su interior. El teniente acababa de llegar un poco antes de media noche, y al saber que no había causa aparente alguna para aquella alarma salió bruscamente de la guardia para poder jurar.

Paseábase por delante del cuerpo de guardia aproximándose al pabellón del Reloj y colmaba de injurias á un gigantesco granadero que le había seguido. Este, por el contrario, se alejaba y se metía cada vez más en la sombra de la pared á medida que la lluvia de injurias aumentaba.

Pronto la noche clara y algo fresca, las estrellas brillantes y la tranquilidad que dominaba en la gran ciudad apaciguaron la ira del teniente, quien olvidando al hercúleo granadero se puso a tararear la “Papisa Juana”. Después se le oyó que recitaba versos. El granadero tosió y Paulo se volvió rápidamente.

— ¡Ven aquí, Domingo! ¡Aquí, negro! ¿Qué te he dicho cuando has tenido la audacia de venir á despertarme al Liceo de las Artes?

El granadero mostró una ancha cara de negro que se ensanchó todavía con una risa estúpida.

— Vos nada decir primero, señor capitán Paulo. Vos dar puntapiés, pif, paf. Después vos llamar á Domingo mal perro por haber confesado que teniente Crasus no estar enfermo, sino en el teatro. Vos haber vuelto á empezar, pif, paf, por detrás y haber prometido hacer comer nariz de pobre Domingo por gran brujo Carlos La Bussiere, y después todavía, pif, paf.

— ¿Y después?

— En seguida vos mandar Domingo llevar mañana billete dulce, hábilmente á la puerta de bonita ciudadana Dubois-Joli.

— Está bien. No te olvides de pedir mañana por la mañana el billete; mañana por la mañana, ¿lo entiendes? Y ten presente que juro que La Bussiere cambiará tus orejas en otras de burro si jamás llega á saber la ciudadana Lisa Dubois-Joli que es de mí de quien procede la carta.

— ¡Ronda de oficial! — gritó el centinela.

— Vamos, está bien — refunfuñó el oficial que se aproximaba. — Ciudadano teniente, tú te paseas al fresco. Está bien. ¡Ah! ¿eres tú currutaco? Está bien. He aquí la orden: Prohibido salir esta noche del Palacio Nacional. La puerta de la Convención está absolutamente cerrada. La puerta del pabellón de Igualdad no se abrirá más que para los miembros del Comité de Seguridad general; la del pabellón de la Libertad, sólo se abrirá para los miembros del Comité de Salud pública. Aquí vas á cerrar la verja del gran vestíbulo, bajo el pabellón del Reloj, de la Unidad he querido decir. Dejarás abierto el postigo que está en medio de la verja de este lado frente á la plaza del Carrousel. Se pondrá en él un centinela, que no dejará pasar á nadie sin una orden expresa de uno de los dos Comités de gobierno. Bajo pena de la vida. Está bien.

— Enterado, comandante Dumesnil. ¿Lo has entendido tú, Domingo? Porque tú eres quien va á entrar de centinela á media noche, dentro de cinco minutos. ¿Te has enterado? Bajo pena de la vida. Pero que el diablo se lleve á los artilleros si comprendo el por qué de esa orden, comandante.

— Por qué quieres comprender tú, currutaco, cuando tu mismo eomandanle no debe verlo? Vamos, está bien. No olvido que tú eres amigo mío y por lo tanto escucha. He aquí el misterio. Supongo que ese granadero negro es sordo; tanto peor para su cabeza si no lo es. Sabe que se acaba de descubrir el complot número noventa y siete de los aristócratas. He aquí la ingeniosa conspiración de esos malvados: vienen todas las noches á robar las denuncias y los expedientes que están allá en los despachos del Comité de Salud pública en el pabellón de Flora, quiero decir de la Igualdad. Así es que todo está revuelto y que á Fouquier-Tinville no le sale la cuenta. Esto está...

— Deteneos, comandante, que eso no está bien. Se os va á tomar por un compasivo. Pero ¿conocéis á la hija del ciudadano juez de paz de la sección del Gorro Rojo?

— ¿La belleza de la calle de Sevres? ¡Caramba!

— ¿Y los juegos, y las risas, y las gracias, y los amores, comandante?

— ¡Infame bromista! Que el genio de la Libertad te corte la trenza. Pero tú eres amigo mío, y además ¿qué se puede esperar de un joven que frecuenta la compañía del burlón La Bussiere?

Y el comandante Dumesnil se alejó jurando que estaba bien.

Dió la media noche y el cabo, después de haber recibido órdenes del teniente puso á Domingo de centinela delante de la verja del vestíbulo.

Cerró aquella verja, dejando abierto un postigo y recomendando que estuviera abierto, pero sin permitir á nadie entrar ó salir.

— Bajo pena de la vida, — añadió al alejarse.

El cabo volvió al cuerpo de guardia en donde le había precedido el teniente y todo quedó en calma.

A partir de aquel momento la confusión se enseñoreó del cerebro del negro, ardiente patriota, fuerte como un buey, pero cándido como un perrillo. ¿Por qué dejar la puerta abierta si no se había de permitir á nadie pasar por ella? Después de haber agitado la cabeza de una manera desesperada durante algunos instantes intentando vanamente comprender aquel terrible misterio, Domingo se dijo sin duda que sería la gorra la que quitaba á sus ideas la lucidez habitual, y se quitó su gran gorra de pelo, arrojándola al suelo con cólera.

Domingo era desde hacía algún tiempo uno de los ciento cuarenta y cuatro granaderos-gendarmes de la Convención. Debía este favor al ciudadano Nicolás, negro como él, amigo y asociado de Robespierre para la explotación de una imprenta, y al tío del teniente que conocemos, al ciudadano Crasus, diputado de la Isla del Viento. Este le había llevado de la Martinien, y después de haberle hecho representar diversos pueblos oprimidos en las fiestas republicanas, le había empujado á la carrera de las armas.

El genio de la libertad no había tenido por lo visto tiempo bastante para iluminar aquel cerebro negro con sus divinas claridades. El buen Domingo no tardó en sospechar que no era sólo la gorra de pelo lo que disminuía su inteligencia, porque se puso á abrirse el traje y á desabrocharse los primeros botones de sus grandes polainas. Después tomando su fusil por el cañón y echándoselo al hombro con la culata al aire á manera de maza, se paseó con precipitación ...