Lo imposible (Pardo Bazán)

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​Lo imposible (Pardo Bazán)​ de Emilia Pardo Bazán


-Dile a ese tarambana que pase...

Tal fue la orden de don Máximo de la Olmeda cuando le anunciaron a su sobrino, que regresaba del viaje por el extranjero, y venía a presentarle sus respetos, según carta recibida la víspera.

Don Máximo estaba sentado en el eterno sillón de ruedas, en el cual le paseaba un criado por todas las habitaciones de la vasta casona. Porque ha de saberse que don Máximo tenía rotas ambas piernas, y no se había encontrado modo de soldarlas, pues los huesos del viejo señor eran ya como cañas secas, tanto, que la fractura ocurrió sin que la precediese caída; sencillamente al dar un paso. No se pudo hacer otra cosa que sostenerlas con un vendaje, y así, clavado en su poltrona, pasábase los días rabiando, a veces exhalando gritos de dolor, o vomitando atroces blasfemias, alternadas con devotas invocaciones a varios santos, a la Virgen del Carmen y al Cristo de la Olmeda, que es muy milagrero.

Autorizado en tan incorrecta forma, entró el sobrino, y se acercó al paciente, mejor dicho, al impaciente, con solícita expansión cariñosa.

-¡Hola! ¿Qué tal, tío Máximo? ¿Cómo van esas piernas? ¿Y cómo ha sido? ¡Lo he sentido mucho! ¿No puede usted aún andar, moverse?

-¡Andar! Cuatro meses hace que estoy así, ¡me parto en...! ¡Anda, siéntate ahí, cuéntame qué has hecho! Me figuro que traerás novedades...

-Poca cosa -declaró modestamente el muchacho, bajando la cabeza y afianzando los lentes de oro en la delgada nariz, lo cual le daba mayor aire de timidez-. Medio año es poco tiempo para enterarse siquiera de los progresos científicos. ¡Es tanto lo que se adelanta! Vengo asombrado de muchas cosas que he visto, o, por mejor decir, que no hice sino entrever. Necesito pasarme dos años, lo menos, fuera de España, para quedar bien empapado de los prodigios que ahora se realizan. Verdaderamente, tío Máximo, hay curaciones portentosas, remedios nuevos y desconocidos, que parecen sobrenaturales. De un momento a otro...

Escuchaba el señor de la Olmeda con aquel aire de fisga y de despótica voluntad que era el suyo propio; porque, desde los veinte años, había hecho don Máximo cuanto se le antojaba, sin preguntar si se podía, sin reparar en que las cosas fuesen buenas o malas, lícitas o vedadas por ley moral o religiosa. Como todos los que derrochan en sus vicios, don Máximo era avariento en lo demás. Desde el primer momento comprendía la intención de su sobrino Javier, el único hijo de su único hermano, su natural heredero; pero no quería darse por enterado, a ver si eludía el compromiso de soltar la mosca.

-Pues que te pensionen otra vez, muñeco -respondió al fin, afectando, según su costumbre, tratar a Javier como a un chiquillo.

-Ya no volverán a pensionarme, tío... Hay que alternar, y somos muchos los que queremos irnos por ahí a respirar aires europeos. Por eso prefiero decírselo a usted llanamente: de usted espero ese sacrificio, que le agradeceré como si me diese la vida...

-¿Eh? ¿Qué dices? -refunfuñó el viejo, sacando de la petaca un cigarrillo y ofreciéndolo a su sobrino con aire protector.

-Gracias; no fumo... Se trata, tío Máximo, de que, si he de llegar a algo en el terreno científico, he de pasarme dos o tres años en el extranjero. Y para eso -añadió, ya envalentonado, exigente, como les sucede a los cortos de genio cuando se deciden a lanzarse- me hace falta que se imponga usted un sacrificio por mí. Cuando digo sacrificio... Porque usted, tío Máximo, es rico, no tiene hijos, y seguramente no habrá de sufrir privación ninguna aunque me dé a mí lo necesario para residir en Alemania, en Suiza y en Francia ese tiempo. Yo viviré muy económicamente, sin gastar una peseta en nada superfluo. Hasta le ofrezco a usted más: al empezar a ganar dinero por mi profesión, le devolveré lo que considero un préstamo y un adelanto.

-¡Alto ahí, cabeza de chorlito! -atajó el tío, que no podía hacerse el desentendido ya-. ¡A ver, a ver, despacio; ojo, fíjate que no soy tonto, aunque no sea sabio como su merced! ¿Puede saberse qué se propone su merced con todas esas cosas que ha de profundizar en tierras de extranjis?

-¿Proponerme? -respondió Javier, sorprendido-. Me propongo dominar la profesión, volver aquí bien preparado, aplicar esas novedades admirables que a cada momento aparecen...

-¡Oh, oh; despacio, entendámonos, caballerito! ¿Qué demontres de idea es ésa de ejercer una carrera, como si fueses algún pobre? Por lo mismo que no tengo hijos, y que te corresponderá, hoy o mañana (a don Máximo no le gustaba pronunciar «a mi muerte»), la casa de la Olmeda, enterita, que no es moco de pavo, maldita la falta que te hace dedicarte a subir escaleras y tomar el pulso. Aquí se me queda el señorito Javier, atendiendo a su tío, que necesita alguien que mire por su salud, ¡y los criados son unos zascandiles! El señorito Javier se me casa, para que no se acabe el nombre de la Olmeda, y se deja de extranjerías, y le irá tan guapamente, ¿eh?

Javier escuchaba, pálido y ceñudo, con una gravedad de expresión que le hacía parecer diez años más viejo de lo que era, pues acababa de cumplir la florida edad de veinticuatro.

-Tío, ¡lo siento en el alma; pero es imposible que yo me avenga a lo que usted me propone! Tengo mi vocación y he de seguirla. Casarme, bueno; me casaré gustoso, cuando vuelva de los estudios que necesito hacer. Pero ahora, créame usted, no puedo...

-¡Rayos! -bufó don Máximo, intentando, claro es que inútilmente, saltar del sillón, y enarbolando un palo inofensivo, una cañita de Indias de sus tiempos de conquistador, que le servía para corregir a los criados, con bastonazos ligeros-. ¡No puedes!, ¿eh? Pues yo tampoco puedo darte ni dos cuartos. ¡Ahí tienes tú! ¿Se habrá visto, el gorrión con vareta?

-Tío..., mire usted bien lo que hace... Me corta usted el porvenir... ¡Es una crueldad, y, además, habiendo usted sido el mayorazgo de la casa, y mi padre un segundón sin fortuna, es de conciencia que me proteja usted!

-Y usted, caballerito, ¿quién es para darme lecciones? ¿Le parece poca protección, ¡me parto en San Cucufate!, ofrecerle vivir conmigo, pagando todos sus gastos y los de su familia? ¿Eh? ¿Qué más quiere su merced que la sopa boba?

Ya temblante de indignación, gritó el muchacho:

-¡Pero si eso es lo que no quiero; si quiero trabajar! ¡Si repito que quiero vivir de mi labor, y hasta pienso hacer más ilustre el apellido de la Olmeda!

-¿Más ilustre un apellido como el nuestro? ¡Sí, ya es fácil! Sepamos. ¿Qué diantres son esos estudios que has de hacer qué sé yo en dónde y qué resultado darán? ¿Vas a lograr que la gente viva cien años? ¿Puedes devolverme la juventud? Mira, te propongo un trato bien sencillo, bien fácil. Haz que estas condenadas piernas mías se arreglen, que yo pueda andar como andaba, y te doy el dinero para ir aunque sea a la China, en busca de específicos...

Javier palpitó de emoción.

-¿Me permite usted reconocerlas?

Ante la aquiescencia del viejo, en cuyo rostro enjuto y mate brilló un momento quimérica esperanza, Javier, arrodillándose, desató las vendas y palpó, con cuidado infinito, la carne amoratada y blanducha, los huesos quebrados, reconociendo las fracturas, insoldables. Faltaba jugo medular a toda la osamenta; los excesos, la vida desarreglada, habían secado aquel organismo, convirtiéndolo en yesca, pero dejando intacta la bravía voluntad, las pasiones nunca domadas, la cólera, la sensualidad, la gula, como para demostrar que lo malo es lo que no muere... Javier, desalentado, alzó la cabeza, y murmuró, leal:

-No cabe hacer nada, tío. No soldarán. Es tarde...

Una cascada de palabrotas, de insultos, de furiosas interjecciones, respondió a la declaración categórica.

-¡Rayos, centellas, particiones en toda la Corte celestial!... ¿Y qué demontre de ciencia es ésa que vas a buscar al extranjero, si no sirve para que tenga piernas tu tío?

Javier se quedó mudo. Encontraba un eco en su espíritu la egoísta frase. Mil veces, en su ansia de ideal, le habían causado accesos de desaliento los límites de la ciencia, impotente ante la obra destructora de las fuerzas naturales y ante las fatalidades orgánicas... ¡Era exacto lo que decía aquel bárbaro, era inconcuso! Todos los viajes, la residencia en las más afamadas clínicas, la enseñanza de los maestros más gloriosos en Europa, no bastarían para resolver el problema de que el viejo se alzase y caminase, de que su tuétano adquiriese el vigor de los primeros años...

Y, humillado, con lágrimas de rabia y de despecho en los ojos, humedad que enturbiaba sus lentes de estudioso miope, declaró:

-Bien, tío; me quedo con usted... ¡Le cuidaré mucho!...

Su pensamiento, involuntariamente, se iba hacia la hipótesis del porvenir. Un día u otro podría seguir su vocación, libremente, con todas las facilidades que da el poseer una fortuna...