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Lo mesmo da

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Lo mesmo da
de Javier de Viana

El rancho de don Tiburcio, mirado desde lejos, en una tarde de sol, parecía un bicho grande y negro, sesteando a la sombra de dos higueras frondosas. Un pampero –hacía añares– le torció los horcones y le ladeó el techo, que fue a quedar como chambergo de compadre: requintado y sobre la oreja.

No había quien pudiese arreglarlo, porque don Tiburcio era un viejo de mucho uso, que agarrotado por los años, dobló el lomo y andaba ya arrastrando las tabas y mirando al suelo, como los chanchos. Y además, no había por qué arreglarlo desde que servía lo mismo: el pelo de la res no influye en el sabor de la carne.

Lo mismo pensaba Casimira, su mujer, una viejecita seca, dura y áspera como rama de coronilla, para quien, pudiendo rezongar a gusto, lo demás le era de un todo indiferente.

Y en cuanto a Maura, la chiquilina, encontraba más bello el rancho así, ladeado y sucio como un gaucho trova. Maura era linda, era fresca y era alegre al igual de una potranca que ofrece espejo a la luz en la aterciopelada piel del pelecheo.

Sin embargo, en aquel domingo de otoño, blanco, diáfano, insípido como clara de huevo, la chiquilina agitábase en singular preocupación. El seno opulento batía con rabia dentro de la jaula de hierro del corsé; las piernas nerviosas hacían crujir la zaraza de la polera acartonada con el baño de almidón: el rostro, que tenía el color y la aspereza de los duraznos pintones, resultaba un tanto pálido, emergiendo del fuego de una golilla de seda roja; los renegridos cabellos, espesos como almácigo, rudos, indómitos, hacían esfuerzos de potro por libertarse de las horquillas, y las peinetas que los oprimían; las pupilas tenían el oscuro, misterioso y hondo, del agua dormida en la lejana entraña del pozo; y los labios, color de ladrillo viejo, apetitosos como "picana" de vaquillona, se estremecían de vez en cuando, con un estremecimiento semejante al de un pedazo de pulpa arrancado de la res recién muerta.

Tan preocupada hallábase junto al fogón de la pequeña cocina, que la leche puesta a hervir en el caldero, subió, rebasó y cauyó en las brasas, chillando y hediendo, sin que ella lo advirtiese, hasta que doña Casimira sintiendo el tufo le gritó desde el patio:

–¡Que se quema la leche, avestruza!...

Maura atendió en seguida, porque su madre la llamaba a veces perra, baguala, yegua, anímala, pero cuando le decía avestruza, es que estaba furiosa, y casi siempre acompasaba el insulto con una bofetada o de un tirón de las mechas.

En realidad, sobrábanle motivos a la chica para encontrarse preocupada, ese mismo domingo, apenas se instalara la noche, debía abandonar aquellos tres viejos queridos –su padre, su madre y el rancho– entre los cuales había nacido y crecido.

–¡Y al menos fuese tal el único causante de su incertidumbre dolorosa!... Ella sabía bien que todos los pichones, una vez emplumados, alzan el vuelo y abandonan el nido en cumplimiento de la ley natural ... Pero había más: había una duda atroz taladrando su pequeño cerebro de bruto. ¿Amaba, realmente a Liborio?... Evocando su imagen, su sola imagen, le parecía que sí; pero ocurríale que, al evocarla, no tardaba en presentarse; sin ser llamada, la imagen de Nemesio, y ya entonces el juicio vacilaba, enturbiado.

A cualquiera le pasaría lo mismo, porque Liborio la seducía con sus bucles azafranados, con su voz más dulce que miel de camoatí, con sus languideces de felino y con su fama de cuatrero guapo, peleador de policías; pero también Nemesio era bulto que daba sombra en el corral del alma.

Nemesio era casi indio y feo de un todo. Era más duro que una piedra colorada y mejor era tocar una ortiga que tocarlo a él. Hablaba muy poco y casi no se le entendía lo que hablaba, porque las palabras, al salir de su boca, se enredaban en los enormes bigotes y se convertían en ruido. Tenía un cuerpo grandísimo y una cabecita chiquita y redonda, poblada de pelos rígidos, parecida a una tuna de esas que se crían en el campo, sobre las piedras.

Empero, Nemesio era sargento de policía. La casaquilla militar, el Kepis, las jinetas y el sable –sobre todo el sable– le daban un prestigio acentuado por los dos hombres que siempre, en todas partes, dotaban respetuosamente a su retaguardia. Era un poco "gobierno", puesto que llevaba uniforme y espada y mandaba.

Hacía tiempo que el sargento y el bandolero codiciaban con idéntico apetito a la pichona de don Tiburcio y ella no sabía por quién decidirse. Pero Liborio, más atrevido, sin duda le dijo el lunes que se aprontase porque el domingo la iba a "sacar". Y ella...¿qué iba a hacer?... Aceptó no más.

Y llegó el domingo. Liborio lo había elegido, aprovechando la circunstancia de que Nemesio, con toda la policía, debía hallarse al servicio en las carreras grandes que se corrían en el negocio del gallego Pérez. Maura intentó resistir aplazando la "juida", pero el mozo le dijo brutalmente:

–¿Para qué?... Lo que se ha de empeñar no carece fecha y el agua se saca cuando se tiene sé!...

–Apronta tus trapos y espérame al oscurecer debajo de las higueras!...

¿Y ella qué iba a hacer?

La noche era oscura, oscura y sin más guía que el instinto, Liborio avanzaba al trote, llevando a la grupa de su tordillo la carga preciosa de la morocha.

No hablaban. Él iba soñando: ella iba haciendo cálculos, esos cálculos chiquitos que hacen los brutos en los momentos solemnes.

De pronto, el gaucho sofrenó el caballo: había oído, hacia su derecha, ruido de gentes y de sables.

–¡La polecía! –rugió–. Y me vienen ganando el paso!... ¡Sabandija!... Pero lo mesmo da' vandiaremos por la laguna!...

–¡Por la laguna! –gritó Maura asustada.

–No tengas miedo, china; p'algo es tordillo mi flete: boya mesmo que un bote!...

Diez minutos después se detenían al borde de una laguna ancha y siniestra en la quietud de la noche.

–¡Tengo miedo!... ¡tengo miedo!... –gimoteaba Maura. Y él:

–No se asuste, prenda. Agárreseme del lomo y cierre los ojos.

–¡Nosaugamos, Liborio!...

–¿Ande has visto augarse una nutria?... Agárrate y tené confianza, ya que ande pasa un pescao, pasaremos mi tordillo y yo!...

Cerca, cerquita, resonaban los cascos de los caballos de los perseguidores y se oía claro el repiqueteo de los sables. El matrero, abandonando el tono cariñoso, ordenó con acento brutal:

–¡Vamos!... Y espoloneando el tordillo, se lanzó a las aguas. La china, con brusco ademán, tiróse al suelo y cuando Liborio salió a flote, volvió la cabeza y lanzó a las sombras el más sangriento de los apóstrofes gauchos.

Casi en seguida atronó una descarga de fusilería... El matrero bramó como un puma herido, soltó las crines del tordillo y se hundió en las aguas muertas de la laguna...

El sargento Nemesio al verlo desaparecer dijo:

–Carniza pa las tarariras.

Y luego, volviéndose hacia Maura, que permanecía en cuclillas, muerta de miedo, la castigó con una palabra fea y levantó el rebenque para pegarle.

Ella se cubrió el rostro con el brazo, en actitud de gata miedosa. El se desbordó en groserías; pero poco a poco fue enterneciéndose por dentro, y como no sabía ser tierno con las palabras, le dio un beso.

Maura lloró y él le dijo:

–¿Querés venir conmigo?...

–Ella calculó todas esas cositas chicas que permiten vivir; pero que muerto Liborio se simplificaba su problema y respondió lagrimeando:

–Güeno.

Y después, mirándolo a la cara, confesó ingenuamente:

–¡Lo mesmo da!...