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Lo prohibido: 04

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Lo prohibido : IV
Debilidad

de Benito Pérez Galdós
Llegó el verano y con él la desbandada. Yo me fui al extranjero. Estuve en Hamburgo con el marqués de Fúcar, que iba a hacer contratas de tabacos, y después en Londres con Jacinto María Villalonga, a quien el ministro de Fomento había encargado la compra de algunas máquinas de agricultura y de caballos para mejorar las castas de la Península. En Inglaterra recibía yo frecuentes noticias de la familia, que veraneaba en Biarritz, ya por el tío, que me escribía algunas veces, ya por Raimundo que lo hacía casi todas las semanas. Sus cartas eran muy divertidas; escribíalas en estilo espeluznante cuando me contaba alguna trivialidad, y en el más ligero cuando me transmitía noticias de importancia. Usaba en unas la forma Víctorhuguesca, y en otras el tosco lenguaje de los cuentos de baturros. «Me ha salido un grano en la nariz -decía-. ¿Qué es esto? Es la madurez de lo insondable. Es el alerta de la sangre, la espuma roja del naufragio interior. Hay tempestades en las venas». No escribía así por burla del gran poeta, sino como una especial manera de admirarle. A la semana siguiente me decía en una posdata: «¡Otra que Dios! Chico, ya los Carrillos heredaron. Reventó la tía Cícero...». Esta noticia diome que pensar.
Creí encontrar a la familia en Biarritz cuando pasé por allí a mediados de Septiembre; pero habían apresurado su regreso a Madrid con motivo de la herencia de Carrillo. Comprendí la impaciencia de Eloísa; y francamente alegrábame de verla ya en posesión de un bienestar al cual me parecía tan acreedora. Sobre la dichosa herencia corrían en la colonia de Biarritz voces que me parecieron absurdas. Algunos la hacían subir a un caudal fabuloso. Angelita Caballero había dejado a su sobrino catorce dehesas, veinticinco casas y gruesas sumas en valores del Estado. Se decía que en un cuarto inmediato a la alcoba de la buena señora se habían encontrado enormes sacos llenos de metálico acuñado, en plata y oro, consolidación avariciosa de las rentas de los últimos años. La plata labrada era también de una riqueza fenomenal. Oía yo estas cosas, y en mi mente quitaba dehesas, quitaba casas, reducía a su mínima expresión los sacos de dinero, seguro de no equivocarme. Ya he dicho algo del afán concupiscente con que agrandan e hiperbolizan la riqueza ajena los que no tienen ninguna. Creeríase que se meten algo en el bolsillo, o que se les vuelve dinero la saliva que gastan en aumentar el de los demás.
En Madrid la verdad confirmó mis conjeturas. Por mi tío y el padre de Jacinto Villalonga, ambos testamentarios, supe que la herencia no era, ni con mucho, fabulosa. Lo de los talegos (y en esto se aferraba más que en ningún otro detalle el crédulo vulgo), era pura fantasía; la plata labrada escasísima y de baja ley, y los predios y valores públicos suponían, descontadoslos gastos de traslación de dominio, un capital de ciento veinte mil duros. Con esto bien podrían Pepe y Eloísa ser felices y vivir no sólo con desahogo sino con cierta esplendidez. Tal fortuna era lo que llena y sacia las ambiciones del hombre modesto, apartándole tanto de la escasez como de los desvanecimientos y peligros de la opulencia; era la fortuna discreta y templada que invita a disfrutar algo de los placeres del lujo sazonándolos con los de la sobriedad, y combinando dos cosas tan opuestas y al mismo tiempo tan solubles la una en la otra, como son el goce y la continencia.
Llegué a Madrid a principios de Octubre. ¡Qué gusto ver mi casa, el semblante amigo de mis muebles y entregarme a la rutina de aquellas comodidades adquiridas con mi dinero, y que tanta parte tenían en mis propias costumbres! Eran las costras, digámoslo así, de mi carácter. Como a ciertos moluscos, se nos puede clasificar a los humanos por el hueco de nuestras viviendas, molde infalible de nuestras personas.
Nada nuevo encontré en la familia, como no lo fuera la febril diligencia de Eloísa por instalarse en la casa que fue de Angelita Caballero. Entre paréntesis, diré que el título no estaba comprendido en la herencia. Pasaba a un señor, tío también de Pepe, a quien yo no trataba todavía; pero como después le conocí y traté bastante, he de traerle a este relato, agarrado por sus grandes bigotes, cuando sea ocasión de hacerlo. Hasta el fallecimiento del tal no disfrutaría Pepe, según el testamento de la anciana, el título de marqués de Cícero. Eloísa no parecía dar importancia a esto; y en cuanto a Carrillo, si tenía pesadumbre por el marquesado, lo disimulaba con buen juicio.
Pues decía que hallé a mi prima entregada en cuerpo y alma a la faena deliciosa de poner su casa. Al fin le había deparado Dios aquellas cuatro paredes tan honradamente deseadas. Radicaban en la calle del Olmo, que no es alegre, ni vistosa, ni céntrica; pero ¿qué importaba? Por allí cerca vivían familias de la más empingorotada alcurnia, y el edificio era espacioso. En repararlo y modernizarlo ponía mi prima sus cinco sentidos con aquella habilidad organizadora, aquel altísimo ingenio suntuario y artístico que la distinguía. Diariamente se asesoraba de mí sobre el color de una alfombra, sobre la forma de un juego de cortinas, sobre la elección de un cuadro de tal o cual artista. ¡Ella que era la propia musa del Buen Gusto, si me es permitido decirlo así, consultaba conmigo, el más lego de los hombres en estas materias, y que no sabía sino lo que ella me había enseñado! Pero en fin, como Dios me daba a entender, yo le aconsejaba, distinguiéndome particularmente en lo tocante a precios y en fijarle límites prudentes a los gastos que hacía.

II

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Pronto hube de suspender estas funciones de asesor, porque caí enfermo... No sé qué fue aquello. Mi médico sostenía que había en mi mal algo de paludismo, y que ya lo traía de los Pirineos. Pero la fiebre fue poco intensa, si bien tan rebelde a la quinina, que hubo de pasar un mes antes de que el termómetro me indicara la temperatura normal. La convalecencia fue el cuento de nunca acabar. A los días de alivio sucedían otros de alarmante recaída; pero Moreno Rubio estaba tranquilo y me recetaba dosis de paciencia. Según Raimundo, que en todo metía su cucharada, las lentitudes de mi restablecimiento eran, lo mismo que mi enfermedad, una manifestación del estado adinámico, carácter patológico del siglo XIX en las grandes poblaciones. Poca fuerza febril primero, poca fuerza reparatriz después, debilidad siempre: tal era mi naturaleza en la enfermedad y en la convalecencia. Molestábame sobre todo al recobrar a sorbos la salud, mi lamentable estado nervioso, la pícara desazón crónica, que apareció con sus síntomas castizos. ¡Otra vez en mí aquel terror inexplicable, aquel azoramiento, aquella previsión fatigosa de peligros irremediables! ¡Qué esfuerzos hacían mi voluntad y mi razón para vencer esta tontería! «¿Pero a qué tengo yo miedo, a qué? vamos a ver» me decía tratando de corregirme y aun de avergonzarme como si hablara con un chiquillo. Nada conseguía con este sermoneo de maestro de escuela. No era la razón, según el médico, sino la nutrición la que debía equilibrarme. No discurriendo, sino digiriendo, debía recobrar yo mi estado normal; mas el bergante de mi estómago se había declarado en huelga y hacía todo lo que le daba su real gana. Casi tanto como aquel indefinible temor me mortificaba otro fenómeno, una tontería también, pero tontería que me sacaba de quicio, llevándome al abatimiento, a la desesperación. Era un pertinaz ruido de oídos que no me dejaba un momento y que resistía a toda medicación. Dijéronme que era efecto de la quinina; mas yo no lo creía, pues de muy antiguo había observado en mí aquel zumbar del cerebro, una veces a consecuencia de debilitación, otras sin causa conocida. Es en mí un mal constitutivo que aparece caprichosa y traidoramente para mi martirio, y que yo juzgaba entonces compensación de los muchos beneficios que me había concedido el Cielo. En cuanto me siento atacado de esta desazón importante, me entra un desasosiego tal, que no sé lo que me pasa. En aquella ocasión padecí tanto, que necesitaba del auxilio de mi dignidad para no llorar. El zumbido no cesaba un instante, haciendo tristísimas mis horas todas del día y de la noche. En mi cerebro se anidaba un insecto que batía sus alas sin descansar un punto, y si algunos ratos parecía más tranquilo, pronto volvía a su trabajo infame. A veces el rumor formidable crecía hasta tal punto, que se me figuraba estar junto al mar irritado. Otras veces era el estridente, insufrible ruido que se arma en un muelle donde están descargando carriles, vibración monstruosa de las grandes piezas de acero, en cierto modo semejante al vértigo acústico que produce en nuestros oídos una racha del Nordeste frío, continuo y penetrante. Creía librarme de aquel martirio poniéndome un turbante a lo moro y rodeándome de almohadas; pero cuanto más me tapaba más oía. El insomnio era la consecuencia de semejante estado, y pasaba unas noches crueles, oyendo, oyendo sin cesar. Por fin, no eran runrunes de insectos ni ecos del profundo mar, sino voces humanas, a veces un extraño coro, del cual nada podía sacar en claro, a veces un solo acento tan limpio, sonoro y expresivo, que llegaba a producirme alucinación de la realidad.
Excuso decir que en las horas tristes de aquella larga convalecencia me acompañaban mis amigos y la familia de mi tío. Mi estado débil habíame llevado a aquel grado de impertinencia en el cual recibimos de un modo parcial y caprichoso las atenciones de nuestros íntimos; quiero decir que no todas las personas que iban a hacerme compañía me eran igualmente gratas. Sin saber por qué, algunas despertaban en mí vehementes antipatías que procuraba disimular. Su presencia irritaba mis males. Ni Camila ni María Juana me hacían maldita la gracia, y lo mismo digo de mi amigo Manolito Peña, cuya suficiencia y desparpajo me encocoraban. Pero la persona cuya presencia me molestaba más era Carrillo, el marido de Eloísa. Y no porque él fuese poco amable o enfadoso. Al contrario, mostrándose cariñosísimo, atento y grandemente interesado por mi salud, parecía recomendarse más que ningún otro a mi benevolencia. Y sin embargo, yo no le podía sufrir. No era antipatía, era algo más, era como un respeto cargante. Me cohibía, me azoraba. Lo mismo era verle entrar, que se agravaban considerablemente los fenómenos de mi dolencia. Aumentaba el ruido, aquel pavor estúpido, y el estruendo de mi tímpano crecía de un modo desesperante.
Raimundo y Severiano me entretenían mucho, este contándome realidades graciosas, aquel con los juegos malabares de su ingenio. Imitaba a Martos y a Castelar con tal perfección que no cabía más. Después nos contaba con deliciosa ingenuidad los grandes consuelos que obtenía de la fuerza de su imaginación y de la vida artificial que por este medio se labraba, contrarrestando así las miserias de la vida efectiva. «Cada noche -nos decía-, me acuesto pensando en una cosa con tanta energía, y me caldeo tanto el cerebro, que llego a figurarme que es verdad lo que pienso. Gracias que me duermo, que si no haría mil disparates. Anteanoche me acosté pensando que era Presidente del Consejo de Ministros. A eso de la una ya había resuelto en el Congreso, charla que te charla, una cuestión grave. Los decretos me salían a docenas... Y conferencia va, conferencia viene, con el Nuncio, con el embajador de Francia, con el gobernador, con mis compañeros de Gabinete... Luego iba a la firma con Su Majestad, mandaba sueltos a los periódicos, y... Por fin, me dormí cuando estaba hablando por teléfono con el ministro de la Guerra para ver de sofocar una sublevación militar. Anoche me dio por ser director de orquesta del teatro Real. Cuando me quitaba la ropa para acostarme, estaban los oboes comenzando detrás de mí el preludio de Los Hugonotes, el gran coral protestante. A mi izquierda los primeros violines, a mi derecha los segundos, a un extremo el metal, a otro las arpas... Ñi, ñi... ¡Qué bien! En aquel rifirrafe de la cuerda no se me escapó una nota... En fin, que dijeron el preludio admirablemente. Luego, al arrebujarme en las sábanas, tiré del timbre, empezó a subir lento y majestuoso el telón. Nevers y el coro aparecieron delante de mí... después Raúl, que por ser debutante, venía muy turbado. Pusimos gran cuidado en la romanza... Más tarde, cuando me dormía, ya no era yo el director; yo era Marcello, y estaba cantando el pif paf... El director era el señor de Meyerbeer, buena persona, que había resucitado para oírme cantar...». Y por aquí seguía. ¡Pobre Raimundo!

III

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Mi tío me acompañaba poco, porque sus ocupaciones se lo impedían, pero siempre, al entrar y salir, pasaba a decirme alguna palabra consoladora. Mi tía Pilar bajaba algunas veces a inspeccionar mi casa y criados, cuidando de que no me faltase nada. Mas como la pobre señora estaba muy obesa y bastante torpe de las piernas, sus visitas fueron menos frecuentes en el período de mi convalecencia, y su hija Eloísa la sustituía en aquella cariñosa obligación, que tan vivamente agradecía yo. Aún no había mi prima arreglado su casa y continuaba viviendo en la de sus padres; érale, pues, fácil vigilar la mía, mantener en ella el orden y la limpieza y no perder de vista a mis criados. La casa de un soltero enfermo exige solicitudes y vigilancias extremadas para que no se convierta en una leonera, y gracias a Eloísa, todo marchó en la mía con el orden más perfecto. Verdad que mi prima tenía, a mi parecer, dotes singulares para disponer y arreglar todo lo concerniente a una casa en las circunstancias difíciles como en las ordinarias. Ella era quien gobernaba la morada de sus padres. Desde el salón a la cocina, todo estaba bajo su mando; era, si así puede decirse, el alma de la casa, la autoridad, el poder ejecutivo, lo mismo en lo referente a la compra y a los ínfimos detalles de la cocina y despensa que a las más altas determinaciones de la etiqueta y del mueblaje. «El día en que yo falte de aquí -me decía-, ya se conocerá mi ausencia».
La compañía de Eloísa era la más agradable de todas para mí, digo mal, érame en altísimo grado consoladora. Por las noches, cuando mis amigos estaban presentes, yo les decía: «me voy a dormir» para que se fueran y me dejaran solo con la familia, generalmente representada por mi prima, su madre y el pequeñuelo con el ama. Eloísa me animaba con su sola presencia, y hablándome seriamente de cualquier asunto trivial me hacía más feliz que Raimundo con sus agudezas. Gracias también a su bondad y a su saber doméstico, mi rebelde estómago iba poco a poco entrando en caja. Valíase ella para esto de esas mañas que sólo puede usar quien posee secretos culinarios y la suficiente delicadeza de paladar para entender el caprichoso apetito de un enfermo. Del principal me enviaban cositas raras, sabrosas y al mismo tiempo sanas, de cuya invención no era capaz el talento rutinario aunque sólido de mi cocinera. Otras veces las frioleras se condimentaban en mi propia casa, entre risas y discusiones de cocina. Bastaba que Eloísa tomase parte en ellas y pusiera sus manos en la obra para que a mí me pareciese de perlas, y me gustaba más aún si era ella quien me lo servía.
Aún me parece estar en aquel mi gabinete bajo, con ventana al paseo. No me apartaba del sillón colocado junto a los cristales, y cuando no tenía vistas leía periódicos y novelas. Los ruidos de la calle, lejos de molestarme, me distraían, apagando en cierto modo la música doliente de mi propio cerebro. Me agradaba ver pasar cada cinco minutos el tranvía, siempre de derecha a izquierda, con las plataformas llenas de gente; me gustaba ver las hojas secas arrancadas de los árboles por el viento y esparcidas por todo el paseo, barridas luego por los operarios de la Villa y hacinadas en el hueco de los alcorques. Me acompañaban los carros que a todas horas pasaban, y el grito de los carreteros, aquel incomprensible ¡ues... que! de extraño acento y significación desconocida. Me entretenían los simones, la gente dominguera que por las tardes invadía la acera de enfrente, pollería de ambos sexos, alquiladores varios de las sillas de hierro. Pasaba ratos buenos observando el público especial de los puestos de agua; público sobrio, compuesto de los bebedores más inofensivos, y las tertulias que se forman en aquellos bancos, colocados a manera de estrado entre los evonymus del paseo. Observaba también las conjunciones de personas diversas en las distintas horas del día, la aguadora y el barrendero de la Villa, el manguero y la beata que sale de la iglesia, el sargento y el ama de cría, la niñera y el mozo de tienda, y otros grupos de difícil clasificación. Las fiestas religiosas de San Pascual animaban por las tardes el paseo. Al medio día la comida de los albañiles que trabajaban en diferentes obras en un pintoresco cuadro. Yo envidiaba su apetito, y habría dado quizás mi posición por poder comer con ellos, sentado al sol, aquel cocido de color de canario y aquel racimo de tintillo aragonés.
Por las noches disminuía el bullicio. Desde las cinco estaba yo esperando al que enciende los faroles para verle dar luz a los mecheros, corriendo de uno a otro y tocándolos con un palo. Poco a poco se iba estrellando el suelo, formando una constelación, cuyo hormigueo lejano se perdía en la polvorosa soledad del Prado. Los ruidos eran menos variados que por el día. Cada cinco minutos, trepidación sorda anunciaba el tranvía, y toda la noche un monólogo de vapor, con resoplidos de válvula y vértigo de volante, acusaba la máquina instalada en el ministerio de la Guerra para producir la luz eléctrica. Los toques canónicos de las monjas rompían a ciertas horas este uniforme canto llano de la noche con notas metálicas, claras, frías, que agujereaban el oído como un estilete de acero. Un pobre hombre que pregonaba café hasta muy tarde con perezosa y oscura voz, me hacía pensar en la enormísima diversidad de los destinos humanos.
Mi tía Pilar tenía la bendita costumbre de apoltronarse en un sillón y quedarse dormida, después de protestar enérgicamente contra la suposición de que pudiera tener algo de sueño. Eloísa tomaba el barbián (yo le llamaba así) de manos del ama (la cual se iba adentro a charlar con Juliana, mi cocinera, y con Ramón, mi ayuda de cámara), y poniéndomele delante le excitaba a repetir en mi presencia todas las gracias que sabía. Estas eran muchas. La más mona era estornudar. Pero cuando se le mandaba hacer el estornudito, no había medio de que obedeciera. Verdadero artista, no quería quitar al arte su condición primera, que es la espontaneidad. Por el mismo principio negábase a saludar con la mano, a repetir los cinco lobitos y la pandereta. No hacía más que asombrarse de todo, besarme, llenarme de hilos de saliva, abrazarse a mi cuello, cogerme la nariz, tirarme de la barba y echar unas carcajadas locas, mostrándome su bocaza encendida, húmeda, gelatinosa y sus tumefactas encías, en las cuales empezaban a retoñar esos huesos que, al decir de un chusco, son como los cuernos, pues duelen cuando nacen y después se come con ellos.

IV

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El barbián solía dormirse, y el ama se lo llevaba. Acostábanle a veces en mi lecho, y lo cubrían con mi tapabocas. Con ser tan pequeño en la superficie de mi ancha cama, parecía que llenaba la casa, pues todas las miradas fijábanse con respeto y cariño en aquel bulto que respiraba. Se le sentía como se siente un reloj, y en el momento de despertar parecía que iba a dar la hora.
Eloísa me hablaba de sus proyectos, de lo que pensaba hacer en su nueva casa, de las personas a quienes recibiría, de sus criados, de sus coches, de su servicio, montado con tanta inteligencia como orden. Dábame por admirar cuanto decía, fuera lo que fuese, y por buscar nuevos aspectos al tema de nuestra conversación para ver cómo los trataba y hasta dónde iban los vuelos de un talento que se me antojaba superior. Empezando por hablar de una sillería o del presupuesto de cocheras, de lo que cuesta una buena planchadora, o de lo que valen doce docenas de botellas de Chateau-Lafitte, concluíamos por tratar de cosas hondas, como política, religión. Eloísa hablaba con sencillez, sin pretensiones ni aun de buen sentido, pues el buen sentido, cuando quiere aguzarse mucho, tiene pedanterías tan insufribles como las de la erudición; expresaba lo que sentía, claro, sincero y con gracia. Y lo que ella decía parecíame trasunto fiel del sentimiento general; no chocaba por su originalidad ni por su vulgaridad. Observé que sus ideas religiosas venían a ser poco más o menos como las mías, débiles, tornadizas, convencionales y completamente adaptadas al temperamento tolerante, a este pacto provisional en que vivimos para poder vivir. Sobre otros temas mostrome pensamientos más originales, de los cuales hablaré a su tiempo.
Una noche me pasó una cosa muy rara, digo mal, no fue cosa rara; antes bien lo considero natural, atendidas las circunstancias. Es el caso que aquel maldito Raimundo me contaba todos los días un nuevo desenfreno de su imaginación violentada. Su vida artificial y sonambulesca, le ofrecía a cada momento ratos de soñado placer y aun satisfacciones de amor propio. «Mira, chico, anoche me acosté pensando que era alcalde de Madrid, no un alcalde del tres al cuarto, sino un auténtico Barón Haussmann. Me quité de cuentos. Madrid necesita grandes reformas. Como disponía de mucha guita, mandé abrir la gran vía de Norte a Sur, que está reclamando hace tiempo esta apelmazada Villa. ¿Ves lo que se ha hecho en la calle de Sevilla? Pues lo mismito se hizo en la calle del Príncipe, es decir, demolición completa de todo el lado de los pares. Después rompimiento de la misma calle hasta la de Atocha... hasta la de la Magdalena... Por el otro lado, varié la dirección de la calle de Sevilla, y enfrente, en la casa donde está el Veloz Club, hice otro rompimiento hasta la Red de San Luis. El desnivel es muy poca cosa... Siguieron luego los derribos; ¡qué nube de polvo!... siete mil obreros... aire, luz, higiene... En fin, cuando me dormí ya estaba abierta la magnífica vía de treinta metros de anchura desde la calle del Ave-María hasta el Hospicio...».
Y cuando no entraba con esta monserga de la urbanización, venía con otra semejante. «Mira, chico, anoche me acosté pensando que era yo Súllivan. Venía del teatro, de verlo representar...». O bien: «me acosté pensando que había descubierto la dirección de los globos...». En mi estado de debilidad, nada tenía de extraño que estos ajetreos de la mente, este vivir imaginativo fuera contagioso; es decir, que se me pegó la maña de pensar y de figurarme cosas y sucesos ideales, si bien nunca completamente absurdos. Yo no estaba, como el pobre Raimundo, trigonométricamente trastrocado; quiero decir que mi imaginación no iba ni con mucho tan lejos como la de mi primo, en quien el imaginar era una especie de vicio solitario, nacido de la flojera orgánica, fomentado por la holganza y convertido por la costumbre en imperiosa necesidad. Las tonterías que yo pensaba, las acciones y fábulas que forjaba mi mente, harto parecidas a los argumentos de las novelas más sosas, aburrirían al que esto lee, si tuviera yo la humorada de contarlas aquí. Carecían de aquel encanto pintoresco y de aquel viso de realidad que tenían las volteretas cerebrales de mi primo, atleta eminente, trabajando sin cesar en el triple trapecio del vacío.
Como una media hora estuve aquella noche hablando con Eloísa. Después creo que me quedé aletargado en el sillón. Escasa luz había en mi gabinete, no sé por qué. Paréceme recordar que llevaron la lámpara a la alcoba, donde estaba el pequeñuelo. Medio dormido oí la voz del ama y la de Juliana. Eloísa hablaba también, siendo el tono de las tres como de personas que tenían muchas ganas de reírse. Creí comprender que estaban mudando la ropa de mi cama mojada por el barbián, y alguna de ellas le reprendió graciosamente por su falta de respeto al lugar en que reposaba. A mi lado, una respiración arrastrada y penosa hacíame comprender que mi tía Pilar estaba más profundamente dormida que yo.
Veía yo la alcoba iluminada y mi cama de nogal, grande como las de matrimonio; oía las voces de las tres mujeres que se reían quedito como si me supieran dormido; luego los rebullicios y cacareos del chiquillo, protestando contra las malas intenciones que se le atribuían. Por último, el ama le tapaba la boca con el biberón vivo y se oían sus chupidos... después silencio profundo. Todo esto se presentaba a mi mente como la cosa más natural del mundo, sin causarle ninguna extrañeza, cual si fuera suceso común y rutinario que había ocurrido el día anterior y que ocurriría también en el venidero. Del fondo de mi alma salían dos fenómenos espirituales: aprobación afectuosa de lo que veía y certidumbre de que lo que pasaba debía pasar y no podía ser de otra manera. Cada persona estaba en su sitio y yo también en el mío.
Un ratito después, creo que me hundí un poco en el sueño. Pero resurgí pronto viendo a Eloísa que entraba por la puerta de la alcoba. Vestía de color claro, bata de seda o no sé qué. Acercábase acompañada de un rumorcillo muy bonito, de un tin tin gracioso que me daba en el corazón, causándome embriaguez de júbilo. Traía en la mano izquierda una taza de té y en la derecha una cucharilla, con la cual agitaba el líquido caliente para disolver el azúcar. Ved aquí el origen de tan linda música. Avanzó, pues, a lo largo de mi gabinete que estaba, como he dicho, medio a oscuras, y se acercó a mi persona inclinándose para ver si dormía... Pues bien, en aquel instante, hallándome tan despierto como ahora y en el pleno uso de mis facultades, creí firmemente que Eloísa era mi mujer.
Y no fue tan corto aquel momento. El craso error tardó algún tiempo en desvanecerse, y la desilusión me hizo lanzar una queja. Eloísa se reía de mi aturdimiento y de mi torpeza para coger la taza y beber del contenido de ella. A mí me embargaba el temor de haber dicho alguna tontería en el medio minuto aquel de mi engaño. Temía que el poder de la idea hubiera sido bastante grande para mover la lengua, y que esta, sin encomendarse a Dios ni al Diablo, hubiera pronunciado dos o tres palabras contrarias a todo razonable discurso. Dudaba yo de mi propia discreción en aquel breve lapso de irresponsabilidad, y me atormentaba la sospecha de haberme puesto en ridículo o de haber ofendido a mi prima en su dignidad, que conceptuaba quisquillosa. Y como la veía reírse de mí, le preguntaba azorado, al tomar de sus manos la taza:
«¿Pero he dicho algo, he dicho algo?
-¿Pero qué tienes, qué te pasa? Eres como mamá, que se enfada cuando suponemos que tiene sueño.
-No, no es eso. Háblame con franqueza. ¿He dicho algún disparate?... Es que, la verdad, temo haber dicho alguna majadería, alguna estupidez hace un momento, cuando...
-No has hecho más que dar un suspiro tan grande que... (¡Cómo se reía!) tan grande que creí caerme de espaldas. En cuanto a la majadería, no dudo que la habrás pensado, pero ten por cierto que no la has dicho.
A la noche siguiente fue también Camila y cantó, para entretenerme, peteneras, malagueñas, la canción de la bata y por último, trozos de ópera. Todo lo desempeñaba a la perfección, con gracia inimitable en la música nacional, con patético acento en la dramática. Su voz era bonita y robusta. Con igual maestría tocaba el piano y la guitarra. Del mango de esta colgaba espesa moña de cintas rojas y amarillas que parecía un trofeo, la melena del león de España convertida en emblema de la dulzura indolente de nuestros cantos populares. La figura morena, esbelta y gitanesca de Camila era digna de ser pintada en aquella facha de cantadora, con estremecimientos epilépticos, ojos en blanco, gemidos de placer que duele, y mil visajes y donaires en su boca grande, fresca y sin vergüenza. En el piano (un media-cola de Pleyel con caja de palisandro y meple), Camila sabía tomar luego la actitud elegante y sentimental de una concertista inglesa, hasta el momento en que, rompiendo la etiqueta y dejándose llevar de su natural bullanguero, empezaba a hacer los mayores desatinos y a mezclar lo clásico con lo flamenco. Mi pobre piano la obedecía estremecido, y ella, más loca a cada instante, hería las teclas como una furia, sacando del instrumento expresiones de ternura profunda o carcajadas picantes. Su marido la contemplaba embobado, y era como el director del concierto. No quería que ninguna habilidad de su mujer fuese desconocida, y sin dejarla descansar, decía: «Ahora, Camililla, tócanos el Testamento, el Vorrei morir de Tosti; los couplets de Boccaccio y del Petit Duc». Todos los presentes estaban admirados y entretenidísimos; pero yo, aunque en mi obsequio se hacían tales gracias, me aburría, me aburría sin poderlo manifestar. No se me ocultaba el mérito de Camila, y agradecía mucho su buena intención. Mas aplaudiéndola sin cesar, deseaba con toda mi alma que se callara y se fuera a su casa. Sus amables aptitudes no me la hacían simpática. Aquel descaro con que besaba en presencia nuestra al feo, al gaznápiro de Constantino, me atacaba los nervios. Cuando se ponía a jugar a la besigue con Carrillo y con mi tía Pilar y Severiano, armaba unos líos, enredaba de tal modo el juego y hacía tales trampas que ninguno de los cuatro se entendía. Era éste motivo de diversión para todos, menos para mí, pues tanta informalidad me enfadaba lo que no es decible. Casi prefería oírla tocar y cantar, aunque me molestara. Realmente, el principal fastidio para mí era tener que aclamar y palmotear a la artista a cada momento, mientras hacía votos en mi interior por que se fuera con su música a otra parte. Era que mi espíritu estaba en una situación muy particular, y la música lo chapuzaba en un mar de tristezas. Más me alegraba el tin tin de Eloísa, la cucharilla de plata cantando en la taza de té, que cuantas maravillas hacía su hermana con el gran Beethoven crucificado sobre el atril.
A última hora, cuando las mujeres se retiraban con sus respectivos esposos, entraba mi tío... Dábame un ratito de tertulia en mi alcoba, cuando ya me entregaba yo al brazo secular de Ramón, mi ayuda de cámara. Principiaba por decirme dónde había comido, lo que se había hablado... Cánovas había dicho tal o cual frase ingeniosa, afilada como una navaja de afeitar... Pero en lo que D. Rafael Bueno de Guzmán tenía particular empeño por aquellos días, poniendo en ello todos los recursos persuasivos de su locuacidad inagotable, era en informarme de la famosa conversión de nuestra Deuda. Por Enero del 82 me daba unos solos que me partían. Al fin teníamos un ministro de Hacienda de pensamientos altos; al fin había planes verdaderos y profundos en la casa de la calle de Alcalá; al fin iba a pasar a la historia la multiplicidad laberíntica de nuestros valores. Y con prolijos detalles me enteraba mi tío de aquellos asuntos, que no dejaban de interesarme por mi afición a los negocios. La turbamulta de papeles diversos llamados Obligaciones del Banco y Tesoro, de Aduanas, Bonos, Resguardos al portador de la Caja de Depósitos, Acciones de carreteras, Deuda del personal, se estaban convirtiendo en un 4 por 100, amortizable en cuarenta años por sorteos trimestrales, y emitido al tipo de 85. Se habían fijado las bases, entre el ministro y los comisionados de la Deuda, para el arreglo de los otros valores. El 3 por 100 y los ferros se convertirían en un 4 por 100 Perpetuo. El tipo de emisión del primero sería de 43'75, y el de los segundos de 87'50, y los nuevos títulos saldrían al mercado en Mayo. Jamás en un cerebro de ministro español se engendró y realizó proyecto tan vasto... Las Cubas no se convertían... ¡Ah! Si quería yo emplear en acciones del Banco de España el dinero que tenía en papel inglés sin más producto que un escuálido 2 por 100, bien podía apresurarme, pues las acciones andaban alrededor de 495. Mi tío creía firmemente que se plantarían en 500, tipo del cual no era fácil que pasaran... Yo oía estas cosas con bastante interés al principio; mas tanta charla, exacerbando al fin el ruido en mis oídos, producíame aturdimiento y unas ganas vivísimas de que el buen señor se retirara. Dejábame al fin medio dormido, delirando en cosas de amor y proyectos bursátiles, viendo cómo los viejos ferros y las Obligaciones de Aduanas se despedían del mundo financiero, con lágrimas y jipidos, antes de ser absorbidos por los novísimos títulos; viendo al veterano y decrépito Consolidado expirar sobre un lecho de números para dar vida, de sus cenizas, al flamante 4 Perpetuo. Los Bonos del Tesoro protestaban de aquella muerte airada, y amenazaban al Sr. Camacho con una pistola cargada de cupones. Las acciones del Banco de España se paseaban orgullosas, diciendo a todo el que las quisiera oír que ellas treparían a 500, a 600, ¡a 1000...! La idea de que subían y subían siempre no me abandonaba en toda la noche. Yo les tiraba de los pies para que no subieran tanto.
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